Diario Literario

Diario literario 2024, junio (parte III): el “doble-doble” de Mani Haghighi, la danza de Farhadi, las llaves de Ramírez, Tiananmén y Venezuela

22/06/2024

Fotograma de Substraction (2022)

Milán, domingo 16 de junio de 2024

El doble en Irán

Lo he escrito otras veces en estos diarios. El asunto del doble me ha apasionado desde temprano. De hecho, mi primera experiencia como conferencista, cuando estudiaba tercer año de Medicina, invitado por José Solanes, jefe de la Cátedra de Psicología Médica de la Universidad de Carabobo, fue sobre el doble en la literatura. Contaba con la ayuda del precioso estudio de Otto Rank, Le double, de la biblioteca personal del sabio catedrático. Nunca me he apartado mucho de ese inquietante tomo, y, hace poco, volví a la versión cinematográfica de El estudiante de Praga, de Stellan Rye, cuyo protagonista es víctima de esta aparición en la mejor adaptación que se ha hecho del espeluznante tema. Y antes, para este cuaderno, traduje del alemán el poema de Heinrich Heine que fuera musicalizado por Schubert en un conocido lied. No ha sido la película alemana de Rye la única incursión del cine. Los resultados siempre han sido por lo menos inquietantes. Sin embargo, la última de las que he tenido noticias, es efectivamente insoportable, e inimaginada. En psiquiatría, se le entiende como una alucinación. El individuo, por alguna distorsión de la percepción, producida por desarreglos bioquímicos u orgánicos o por la ingesta de alguna sustancia psicotrópica, puede presentar este tipo de eventos. No es la alucinación más frecuente, sin embargo. Y, como casi siempre ocurre con las alucinaciones, se trata de una experiencia individual, como los sueños. Muchos podemos soñar al mismo tiempo, y nuestros sueños serán distintos. Lo mismo con las alucinaciones. Es por lo que, incluso sin haberla visto, me produce tanta desazón la última cinta del iraní Mani Haghighi, mejor conocido por, Men At Work, su adaptación de un guión de Kiarostami. De su nueva producción, que en inglés se estrenó con el nombre de Substraction, sólo he visto algunas secuencias. Comienza con las dudas de una esposa sobre la fidelidad de su esposo, al cual ha visto, cuando lo suponía fuera de la ciudad, dirigirse en moto, bajo la lluvia, hacia un edificio donde lo esperaba otra mujer. Preocupado por una situación que lo incrimina injustamente, el esposo, ahondando las pesquisas, se da cuenta de que ese esposo, a pesar de ser igual, no es él. Y que la mujer, con la cual supuestamente era infiel, es otra mujer que es el doble de su esposa. “Como si fueran clones”, dirá después el marido. No tengo que verla completa para intuir su final. De acuerdo a la línea de un malogrado poeta surrealista, “aquel que ve su doble de frente debe morir”. Y dificulto que los personajes de Haghighi sean la excepción. Sólo que ahora no se trata de un individuo, sino de una pareja.

Milán, lunes 17 de junio de 2024

Una nueva temporada de Gallimard

La editorial Gallimard es como la torre Eiffel, eterna. Y una de las razones de su actualidad ha sido su capacidad de renovarse, de ofrecer al lector nuevas posibilidades, sorprenderlo con alternativas poco obvias en su larga existencia. Una de las más recientes es la colección de la legendaria Collection Blanche, en formato “épico”. Del proyecto me enteró el invierno pasado en París uno de los encargados de la conocida colección Du monde entier, el poeta y profesor venezolano Gustavo Guerrero, quien habría de sorprender a este viejo lector de Gallimard (por lo menos desde 1968, cuando compré, en la vieja librería La France de Caracas, Gravitations, de Jules Supervielle) con el primer título de la nueva colección: Une saison en enfer, el único libro publicado en vida de Arthur Rimbaud. Se trataba de una de importante celebración, los 150 años de Une saison, que saldría a la luz en 1873. Suficiente atractivo para que los lectores de Gallimard confirmen su fidelidad. Sin embargo, la novedad, porque por ahí empecé esta entrada, es que la encargada de la edición no es otra que la también legendaria  Patti Smith, desde siempre admiradora del volátil Jean-Arthur Rimbaud. Suyos son los comentarios y los estupendos dibujos y fotografías. Estas son las primeras líneas de su ajustado prólogo:

Yo tenía dieciséis años cuando descubrí a Rimbaud. Me sentía atraída por su rostro y sus poemas, que me intrigaban y fascinaban. Cautivada por su embriagador encanto, me despertaba temblorosa con pocos recuerdos de lo que había leído. No obstante, sus palabras se habían grabado, de alguna manera, en mi cerebro, enrollados como una cuerda sobre el puente de un navío abandonado en medio de una espesa niebla. Una temporada en el infierno fue la droga de mis años juveniles, el elixir que contiene los útiles y el método para desenmascarar los falsos ídolos. Tal es el jubiloso poder de la poesía. Cuando abandoné la casa paterna, Una temporada fue mi único guía, acomodado en mi pequeña maleta, en mi camino hacia Nueva York. En 1973, yo tenía veintiséis años. Durante la noche me presentaba en pequeños locales. Y durante el día trabajaba en el sótano de una librería. Mis sueños con Rimbaud se transformaron en poemas: una versión mía tenía más años y era viuda; otra era más joven y seducida por él. Me moría de las ganas de seguir sus pasos y explorar Charleville-Méziéres, Bruselas, Sttugart. Milán, Egipto y Haar. Sin recursos para realizar estos viajes, estaba reducida a vagabundear con mi espíritu.

Al final, Patti fue favorecida por la generosidad de Sam Wagstaff, amante y mecenas de Robert Mapplethorpe quien le regalaría el boleto aéreo para que se trasladara a la Francia de Rimbaud en la fecha del centenario de su nacimiento. Durante el resto de su introducción nos ofrece los detalles de su peregrinaje. En otro pequeño texto, refiere el episodio que protagonizaron Rimbaud y su amante y maestro Paul Verlaine, en el cual el segundo hirió con su revolver al impredecible Rimbaud. “El revolver”, se llama la relación en la cual nos confiesa la emoción que le produjo tener en sus manos el arma, conservada en la Biblioteca Real de Bruselas: “Tuve en mis manos desnudas este pequeño objeto,testigo de tanto amor y sufrimiento”.

Como sugiere  Patti Smith, la lectura de Una temporada en el infierno no es inocente. Como no lo son las experiencias iniciáticas. Y, para todos los poetas, el libro de Rimbaud es una de ellas. Recuerdo con claridad la primera vez los escuché, en mi Valencia natal, por iniciativa de Carlos Rocha, poeta y paisano. Me leyó el primer fragmento en una traducción al castellano realizada por el surrealista argentino Enrique Molina:

Antaño, si mal no recuerdo mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos corrían. Una noche senté a la belleza en mis rodillas, y la encontré amarga y la insulté. Me armé contra la justicia. Huí. ¡Oh, hechiceras, oh miseria, oh cólera, a ustedes he confiado mi tesoro! Logré desvanecer de mi espíritu toda experiencia humana. Sobre toda alegría para estrangularla di el salto sordo de la bestia feroz. Llamé a los verdugos para morder, mientras agonizaba, la culata de sus fusiles. Llamé a las pestes para ahogarme en la arena, la sangre. La desdicha fue mi dios. Me revolqué en el fango. Me sequé con el aire del crimen. Y me he burlado varias veces de la locura.

Y así a lo largo de un puñado de iluminadas páginas.

Ashgar Farhadi En Cannes, 2013. Fotografía de Georges Biard | Wikimedia

Milán, martes 18 de junio de 2024

Cine iraní

El cine iraní ha sido de manera reiterada un consentido de la crítica cinematográfica europea y norteamericana. Sus directores han sido reconocidos por los grandes festivales, incluso por la impredecible Academia de Hollywood que, en 2003, reconoció como mejor película extranjera la estupenda Una separación de Ashgar Farhadi. Uno de los primeros en ser objeto de este privilegio fue Abbas Kiarostami, precursor del nuevo cine de su país, quien, en 1997, recibiera la Palma d’Oro por El sabor de la cereza. Por su parte, el discípulo de Kiarostami, Jafar Panahi, puede preciarse de disfrutar en las prisiones a las cuales con frecuencia se ve reducido, con un pequeño zoológico privado: Leopardo de Oro en el Festival de Locarno; Oso de plata y Oso de Oro en Berlín, y, por supuesto; un León de oro en Venecia. El Cine-Club Ambrosiano ha comenzado sus actividades veraniegas con un pequeño homenaje al cine iraní y a Ashgar Farhadi, en particular con dos de sus cintas más difundidas, Danzando en la arena, su primera producción (2003), y Sobre Elly (2011). En los último años el prestigio de Farhadi se ha visto comprometido por serios cuestionamientos sobre su desempeño profesional.

Fotograma de Dancing in the Dust (2003)

Milán, miércoles 19 de junio de 2024 

La danza de Farhadi

Anoche, la primera de las dos películas de Ashgar Farhadi incluidas en el Homenaje al Cine Iraní programado para este verano por el Cine-Club Ambrosiano. Se trata de Dancing in the Dust (Bailando en la arena, en alusión a una joven que danza en el desierto), de 2003, “opera prima” del director que sería bien recibida por el público y, aunque no tan importante, por la crítica. El film de Farhadi debe ser entendido, desde el primer plano, como una alegoría. Ese recurso tan caro a la Edad Media, que consistiría, de acuerdo a la espinosa definición de la Real Academia, en una “ficción en virtud de la cual un relato o imagen representan o significan una cosa diferente”. Dante se extiende sobre el término en la célebre carta a Can Grande della Scala, donde le comenta que su Commedia puede ser leída como una gran alegoría, un lenguaje figurado donde todo quiere decir otra cosa. Por supuesto, se trata de una expresión susceptible de ser oscura porque, a diferencia de la universalidad del símbolo, una alegoría puede estar revestida de significaciones puramente personales. Toda obra de arte seria es una alegoría, escribió Heidegger, a propósito de unas botas viejas de van Gogh. Sin embargo, no todas las alegorías son necesariamente oscuras. Y no lo son en Dancing in the Dust, cuyo verdadero asunto es el rito de paso del protagonista que, de adolescente prolongado, pasa a ser un adulto. Desde el mismo primer plano Farhadi deja claro su asunto: la realidad es una percepción velada (una ventanilla de autobús empañada) que se va aclarando con la experiencia. El conocimiento es empírico, de acuerdo con el iraní. La historia, como tantas veces en el cine iraní, abunda en rasgos costumbristas, como en el neo-realismo italiano, del cual se ha nutrido. Una joven pareja debe separarse, simplemente para complacer a la madre del muchacho que no perdona el irregular pasado de la suegra del hijo. El único obstáculo para la separación es que el esposo devuelva la dote recibida para que la chica pueda volver a contraer matrimonio. Farhadi envía al protagonista a ese equivalente del bosque europeo que es el desierto. Geografía embrujada, donde la irracionalidad, fuera de los muros de la ciudad, se siente en su ambiente. Es el espacio de un sueño de una noche de verano sin los espesos verdores, pero con la misma luminosidad nocturna, inquietante y epifánica. Al desierto se fue Cristo para iniciarse; en el desierto Mahoma realizó su viaje nocturno, ese “desierto desnudo bajo el indiferente cielo, bajo el innumerable silencio de las estrellas”, como escribió T.E. Lawrence. Allí, el protagonista encontrará un improbable maestro, realiará su correspondiente descenso al Hades y regresará, purificado, eso sí, pero más solitario al consumarse el divorcio. Consciente de que cada hombre tiene su propia noche. Dancing in the dust fue comienzo prometedor. Ojalá que Farhadi no olvide lo que aprendió, en el desierto, el joven Nazar, protagonista de su hermosa película.

Paul Claudel. Fotografía de Studio Harcourt

Milán, jueves 20 de junio de 2024

El místico salvaje

Después de la Segunda Guerra Mundial, la consideración de Paul Claudel (1868-1955) era tan manifiesta para algunos lectores privilegiados que George Steiner lo consideraba como uno de los tres dramaturgos más importantes del XX. Además, no hay que ser George Steiner para saber que Claudel fue uno de los tres poetas franceses más notables de ese siglo. Varios factores se conjugaron para que no fueran unánimes estas opiniones. La más conspicua es que Claudel, por ser reaccionario y católico, es decir alejado de las poderosas izquierdas, no fue apreciado por los criterios tan respetados, con razón o sin ella, de los grandes ingenios de la rive gauche. El siglo XXI, relajado e híbrido, descuidado y venal, hasta ahora no parece dispuesto a asumir las exigencias, que no son mayores que las de Racine, de la lectura de una de las glorias de la poesía occidental como Cinco Grandes Odas. No es menos cierto que, las más de las veces, el catolicismo de Claudel era, por decir lo menos, chocante cuando no se limitaba a las pulidas páginas de su literatura. Le tocó la rara suerte de vivir o padecer las consecuencias de tres guerras. La primera, la franco-prusiana (1870), la conoció por los efectos en su familia. Y por su actividad como diplomático. La vocación religiosa nunca le estuvo lejos y en más de una oportunidad quiso ingresar a la orden benedictina. Por eso resultaba tan inesperado que para la primera edición seria de las obras de un transgresor de toda moral y ética como Rimbaud (“Senté a la belleza en mis rodillas y la encontré amarga y la injurié”), Claudel se ofreciera para escribir el prólogo. Una nota en la cual revelaba a sus seguidores que “la obra y la vida de Rimbaud” habían sido fundamentales en su vida. Para recordar, con un año de atraso, la nueva y estupenda edición de Una temporada en el infierno, que conocí gracias a Gustavo Guerrero, excepcional lector tanto de Rimbaud como de Claudel (y Mallarmé), quiero reproducir en este diario literario algunos fragmentos de la introducción que, en 1912, el archicatólico Claudel dedicara al irreverente Rimbaud. El personal e influyente aporte del poeta-diplomático a la creación de un nuevo mito, el “mito Rimbaud”, una práctica en las cual los franceses despliegan un admirable ingenio:

Arthur Rimbaud fue un místico en estado salvaje, un manantial perdido que emerge del suelo saturado. Su vida, un malentendidio, un vano intento de escapar a esa voz que lo solicita y reanima, que no quiere reconocer hasta que por fin, reducido a la cama de un hospital de Marsella, con la pierna amputada, ¡lo supo! Arthur Rimbaud apareció en 1870, en uno de los momentos más tristes de nuestra historia, en medio de una derrota, una guerra civil, el hundimiento material y moral, el estupor positivista… ¿Es un lugar común ver a un niño de dieciséis años dotado de las facultades expresivas de un hombre de genio?… En Una temporada en el infierno, Rimbaud, habiendo alcanzado el pleno dominio de su arte, va a regalarnos esta maravillosa prosa, impregnada hasta sus últimas fibras, como la suave madera de un Strtadivadvarius, por el sonido inteligible… Todos los recursos de lo incidental, todo el concierto de finales, los más ricos y sutiles que cualquier lenguaje humano puede producir, son por fin utilizados plenamente…Quien alguna vez haya sido hechizado por Rimbaud es ahora tan impotente para evitarlo como lo sería por una frase de Wagner. También la marcha del pensamiento, que ya no procede por desarrollo lógico, sino como un músico, por diseños melódicos y la relación de notas yuxtapuestas se presta a importantes observaciones.

La devoción de Claudel por Rimabud no necesita justificarse, pero tiene que haberse sentido aliviado, al elogiar al “niño de dieciséis años”, con sus ojos de un “azul inquietante”, saber que de acuerdo con Isabel, la mitómana hermana, aquel ángel caído había terminado sus días como poeta en su juventud y traficante de esclavos como adulto, el olor de santidad. Dice la hermana, única testigo: “…Me miró con el cielo en los ojos… Luego me dijo: Tienes que prepararlo todo en la habitación ordenarlo todo. El sacerdote volverá con los sacramentos. Ya verás, vamos a traer velas y encajes, tenemos que poner lino blanco por todos lados… Despierto, acaba su vida en una especie de sueño continuo…” El mito continúa.

Sergio Ramírez. Fotografía de Casa de América

Milán, viernes 21 de junio de 2024. Solsticio de verano

Las llaves de la casa

Mi amigo y paisano Luis Fernando Díaz me hace llegar desde Barcelona, un artículo del nicaragüense Sergio Ramírez publicado en la edición de hoy de El País. Como se sabe, la de Ramírez ha sido una de las carreras políticas más acontecidas de la reciente historia latinoamericana. Miembro prominente del Frente Sandinista tuvo destacada participación en los primeros tiempos de la administración revolucionaria. Un ejercicio que daría paso a las críticas reiteradas al gobierno con la subsecuente persecución y el inevitable exilio. Alejado de la política optó por la actividad literaria a dedicación exclusiva, un empeño que fuera reconocido con el Premio Cervantes. Su colaboración de hoy para el periódico madrileño es sobre el exilio. Un asunto al cual ningún venezolano es ajeno. Incluso los que ha decidido permanecer en país, no pueden escapar al síndrome de la mutilación. Nadie está entero cuando tiene seres amados a miles de kilómetros. Ramírez comienza su pieza narrando el hallazgo al azar de las llaves de su casa en su maleta. una experiencia nada infrecuente por desgracia y nada nueva. Se trata del que abandona su casa pensando que regresará dentro de poco. Llega a tres años su exilio, el mío se acerca a los cuatro. El suyo es un exilio clásico, sencillamente no puede regresar a Nicaragua, donde sería perseguido y encarcelado. El mío que no lo es no por eso deja de ser menos lamentable. Yo también tengo las llaves de mi casa en la maleta.

Marisa Lin. Fotografía de Anthony Le | marisalin.com

Tiananmén y Venezuela

Hace unos pocos días se cumplieron treinta y cinco años de los sucesos de la Plaza Tiananmén de Beijing. Los protagonistas: por una parte, los estudiantes que aspiraban a reformas profundas en la nueva sociedad comunista de Deng Xiaoping, y por la otra el ejército. El resultado: miles de jóvenes muertos o heridos, y una pausa en el proceso de modernización de la economía china. Mucho se escribio sobre los horrendos sucesos. Lo más conmovedor que me tocó a mí, gracias a la generosidad de un querido amigo, fue la lectura de las setecientas páginas de Coma, la formidable novela de Ma Jian. Y lo más reciente, este poema de Marisa Lin, joven poeta sino-norteamericana, cuyo padre participó en las manifestaciones de la Plaza Tiananmén. Esta es mi traducción en una primera versión:

 

PLAZA TIANANMÉN 1989

con estrellas rojas en sus gorras, los soldados
agachados, como si la revolución
solo pudiera caminar a la altura de las rodillas, frente a ellos
un mar de estudiantes: uno de ellos ajusta sus anteojos
con la cara vuelta hacia una invisible agitación,
un rechazo que podía obtenerlo todo mañana
o sencillamente la vida, o sencillamente
balas cortando la plaza, gritos
y miedos, corriendo y corriendo hacia los cuerpos
que ondulan en el concreto
como niños
haciendo siesta bajo el sol de Beijing,
párpados inmóviles como la paz, todavía
como un charco de tinta roja
resistiendo su significado, resistiendo
el puño del gobierno que reduce las ambiciones
a centavos mientras un solo manifestante
la camisa blanca metida por dentro como mi padre
cuando va a la iglesia,
se para frente a un tanque
como uno se para frente a dios,
a donde se mueve, él se mueve,
cuando se detiene, él se detiene,
el hombre y la máquina danzando,
su bolso se balancea en su mano izquierda
mientras levanta la otra como si estuviese
parando un taxi, con sus libros recién
comprados para el semestre, una resma
de papel de caligrafía y un disco de John Denver
que mi inmigrante padre escuchó por primera vez
en China, en 1979. La voz de Denver escuchándose
por todo el campus, las aulas, las calles,
los sueños de libertad de cada niño,
algo tan celestial que al sentir las noticias
mi padre sigue comiendo su avena en silencio,
mientras observa cómo las grietas en su cucharilla
desaparecen en la avena y las nubes
que flotan sobre el desierto de Arizona
cuando la luz se separa de la carretera.

Ma Jian. Fotografía de Voice of America | Wikimedia

En Coma, la novela de Ma Jian, quien, como el padre de Marisa Lin, estuvo en Tiananmén, ofrece un recuento detallado de la trágica historia. El coraje de los estudiantes frente a la homicida arrogancia del poder. Pocas horas anes de la llegada de los tanques, uno de los líderes estudiantiles se dirigió a la multitud con aladas palabras: “El gobierno nos está pidiendo que abandonemos la plaza para la gran ceremonia del recibimiento de mañana a Gorbachov. Pero no nos vamos a mover. Pueden realizar su ceremonia en otra parte… Utilizaremos el poder del pueblo para enseñarles una lección a la élite autocrática que dirige nuestro país. No queremos derramar nuestra sangre, pero si lo hacemos estaremos escribiendo la página más importante de la historia de China”. En el epílogo, escrito en el exilio en 2019, Ma Jian escribe palabras que nos llegan de cerca: “La protesta de Tiananmén es uno de los momentos más significativos de la historia del siglo XX. Como Budapest en 1956 o Praga en 1968, se ha convertido en un signo global de la resistencia que inspira las luchas pacíficas por la democracia desde Budapest a Venezuela”. Es cierto.

Melancolía de Corelli

No se escribe impunemente. No se juega al demiurgo ordenando palabras y frases sin consecuencias. Se escribe por necesidad de expresarse. El escritor es un acomplejado cuya inferioridad sólo la compensa, o cura, la escritura. Esa existencial necesidad de ser leído puede ser patética. Nadie quiere destruir lo que ha escrito. Ni Virgilio ni Kafka. La escritura es una cura como Jano, con dos caras. La curadora y la que produce indeseables trastornos al alma. Como esta rosada y violeta melancolía que me ha producido la entrada del día de hoy con sus comentarios y traducciones. No es una tristeza alarmante, se trata más bien de una melancolía musical, como la de esta Sonata para piano Kk466 de Corelli, la más bella sonata que se haya escrito para teclado y que ahora escucho en la lírica y sentida versión de Emil Gilels. Es una pieza que asocio con mis últimos meses en Venezuela, cuando la escuchaba reiteradamente bajo el inclemente sol de mis amados y detestados trópicos. Como todo tiene que ver con todo, para colaborar con este mood mío ha comenzado a llover una lluvia no tan oblicua como la de Pessoa.

Amerika. Javier Téllez. Fotografía de cara-nyc.com

La Amerika de Javier Téllez

A mediados de 2018, aquí, en Milán, fui sorprendido, más bien privilegiado, por la inclusión de una obra del artista venezolano Javier Téllez en la importante muestra sobre el barroco que Luc Tuymans organizó para la Fundación Prada. Se trataba de uno de sus reiterados despliegues de images volées (“imágenes robadas”) en el cual, alternando con secuencias del Nosferatu de Murnau, se presentaban escenas originales grabadas en lo que pasaba por un instituto psiquiátrico. La asociación Nosferatu-locura puede aparecer improbable, pero al final de la proyección todos salimos convencidos de que también las enfermedades mentales son formas de vampirismo. El tema de la locura ha acompañado al artista valenciano desde su nacimiento. No porque padeciera de algún desajuste psicológico, sino porque tanto su madre como su padre eran psiquiatras. Graduados en España se habían trasladado a Valencia, Venezuela, para trabajar en la legendaria Colonia Psiquiátrica de Bárbula. Legendaria, porque fue una de las primeras instituciones de su tipo en España e Hispanoamérica donde se implementaron los principios de la psiquiatría institucional, tal como la habían concebido, en la Barcelona republicana, hombres como Mira, Tosquelles o Solanes, colega del padre de Javier en el psiquiátrico. A lo largo de su evolución, la locura parecía inseparable de la producción telleziana. Y así lo fue a lo largo de décadas. Locura y Téllez parecía una sola cosa en el arte contemporáneo. Por eso sorprende (Javier siempre me sorprende) su última actividad artística. En su primera individual en décadas en los Estados Unidos, el venezolano, con algunos collages objetuales, ha propuesto un arte-documental llamado Amerika, ampliamente reseñado en la edición de hoy del New York Times. Esta vez, el asunto no es la demencia, sino un tema no menos urgente: la infeliz situación de los refugiados venezolanos en Nueva York. La poética de esta nueva realización es una variación de la del Nosferatu. “Robando” secuencias de algunas cintas de Chaplin, como La quimera del oro o El gran dictador, Téllez las integra al trabajo actoral de ocho refugiados venezolanos viviendo las mismas vidas miserables de los refugiados, en Palestina o en el Bronx. En el fondo, el estupendo creador venezolano no ha abandonado sus lecturas de la demencia. Vivir la vida de estos refugiados compatriotas es una forma de locura, tan cruel como todas las demás. Y cantar las penurias del exilio, con imágenes o con palabras, debería ser el único asunto del arte y la literatura venezolanos en estos tiempos indigentes.


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