Diario Literario

Diario literario 2024, julio (parte II): Maiakovski, Miranda July, Verlaine saturniano, la poesía de T. S. Eliot

13/07/2024

Vladimir Maiakovski

Milán, domingo 7 de julio de 2024

Maiakovski

Este día 7 de julio de 1893, en la Georgia rusa, nació Vladimir Maiakovski. Durante los años cincuenta y sesenta, Maiakovski era un poeta inevitable. Su entusiasmo dionisíaco por la revolución bolchevique lo convirtió en ícono de los simpatizantes y miembros de los partidos comunistas regionales. Los poetas más jóvenes, ya no tan camaradas como la generación anterior, reconocían en él su libertad expresiva, su rebeldía formal, su confianza en los poderes de la oralidad, tendencias adoptadas y adaptadas de las poéticas visionarias de Filippo Tomasso Marinetti. No obstante, estas filiaciones no fueron unánimes. Otro sector de los poetas latinoamericanos de esas décadas le criticaban su descuido, su falta de recogimiento, su proselitismo, sus excesos. Y, aun sin conocerlo bien, porque las traducciones eran escasas, preferían a Boris Pasternak, un sector entre los cuales me contaba. Especialmente después de leer, a mis diecisiete, los poemas de Boris Zhivago que Pasternak incluyó como apéndice a su mediocre novela. No es que escribiera poesía en ese momento -todo me ha costado más que a los demás-, sino que era como me gustaría escribirla algún día. No por eso dejaba de interesarme el gran Vladimir. Había algo en su manera de asumir la poesía como un hecho público, que me parecía digna de consideración, y me sigue pareciendo. Aunque sea porque, “el ojo que ves no es / ojo porque tú lo miras / es ojo porque te ve”. Del inglés he traducido fragmentos de esta estremecida elegía de Maiakovski a otro grande, Sergei Yesenin, el vate ruso que se quitara la vida en 1925, a sus treinta años. Maiakovski lo recuerda en este conmovido y premonitorio élego, que parece haber sido escrito para él mismo que, de un pistoletazo, en el corazón dejaría esta vida en 1930, a sus treinta y siete. O para Marina Tsvetaieva que lo haría, envenenada, en 1941. Ser poeta en la Unión Soviética no era cruzar un campo:

 

 A S. ESSENIN

Te has ido, como dicen
a otro mundo. Al vacío.
Vuela hacia donde chocan las estrellas.
Sin tener que recoger dinero,
sin bares. La sobriedad no es una burla,
no hay risas en mi garganta,
sino trozos de tristeza,
un saco de huesos en mi retina,
donde apareces, con el rojo fluyendo
de tus venas abiertas.
Detente, sal de allí.
¿Has enloquecido, como para dejar
que tus mejillas se manchen con mortal barro…
¿Porqué, para qué?

Si me lo preguntaran, prefiero morir
de tanto beber, antes que hacerlo
de puro fastidio. Si fue el aburrimiento
o la desesperación, es algo que ni tú
ni tu navaja de afeitar pueden explicar.
Morir en esta vida no es tan difícil.
Construirla, me atrevo a decirlo, sí lo es.

«New Society». Miranda July. Fotografía de Fondazione Prada

La predica de Marina July

En las salas del Osservatorio de la Fondazione Prada, una suerte de apéndice de la gran sede de la Fondazione en esta ciudad, una muestra acaso interesante de la norteamericana Miranda July, artista mediática, productora, documentalista y performer, en la rica tradición del Black Mountain College (Rauschenberg, Cage, Cunnigham) y que, en Venezuela, ha contado con los talentos, entre otros, de Rolando Peña, Pedro Terán, Nela Ochoa o Diana López. La July en su país natal es consecuente con la poética de la cultura West Coast que ha tenido a San Francisco y Los Angeles como escenarios principales. Se trata de una sub-ideología capitalista, que insiste en el culto a la utopía y nuevos mundo felices. New Society (Una sociedad nueva), justamente, es como se llama uno de sus eventos más difundidos de la artista. La July se dirige a un auditorio proponiendo la aventura de quedarse con ella hasta organizar una sociedad nueva. Mientras, un músico voluntario se compromete a improvisar en el piano la música para el proyecto, mientras otra persona del público se ofrece para dibujar en el escenario la bandera del proyecto. No se deja pasar mucho tiempo para que otras dos integrantes de la audiencia suban a la escena y armadas de tijeras corten partes de la blusa verde de la artista, quien no ha dejado de dirigirse a la audiencia. Luego serán unos médicos y así hasta poblar la escena con especialistas de todo tipo. La experiencia no parece muy distante de las reuniones de los famosos “preachers” de sectas protestantes que fascinan a millones de telespectadores con sus actuaciones. July insiste en una de las grandes utopías de la modernidad. La necesidad de un arte participativo, una crítica de la concepción del artista-shamán del siglo XX. En otro de sus proyectos esta intención es más clara, y tiene una estupenda realización en la muestra del Osservatorio Prada. Se trata de la exhibición de una serie de objetos familiares de una joven milanesa que respondió a la solicitud de la July, via internet, para que participaran en la empresa de fotografíar una serie de estos objetos y enviarlos a la artista. Fueron cerca de cien, las respuestas condicionadas por unos cuantos requerimientos. La ausencia de comunicación con el espectador puede, al final, ser menos perversa que el exceso de empeño por establecer una comunicación acrítica y a toda costa.

Paul Verlaine

Milán, martes 9 de julio de 2024

Verlaine en Valencia

La biblioteca de mis padres en nuestra casa de Valencia -que no era más que una “vitrina” con un par de cientos de volúmenes, sin incluir los infinitos tomos de la Enciclopedia Hispanoamericana ni la primera edición del Diccionario de la Academia publicado en tiempos de Franco, y que olía a sotana vieja y agua de colonia de uniforme militar-, modeló mis inclinaciones literarias de una manera no del todo convencional. Casi todos los autores eran extranjeros y en su mayoría europeos. A pesar de sus afinidades ideológicas con esos autores, había menos Rómulo Gallegos o Andrés Eloy Blanco (Poda era el único de sus poemarios) que de Dostoievsky o Shakespeare, y más de Thomas Mann que Bernardo Núñez o Díaz Sánchez. Nada de Uslar Pietri y de Otero silva, y tardíamente, solo La muerte de Honorio, que me pareció menor, aunque estoy seguro de que estaba equivocado. El libro “príncipe” efectivamente era La montaña mágica, algo en lo que sí estaban de acuerdo mi madre y mi padre. Leí más novelas de Balzac que de todos los novelistas latinoamericanos juntos, porque de españoles modernos no recuerdo nada. Aunque sí un viejo y hermoso Quijote, herencia del legendario presbítero Oliveros; así como las obras completas de Góngora en Aguilar y libros de Quevedo en Austral. El resto, el ochenta por ciento de los títulos, era de autores franceses, ingleses (mucho Shakespeare en las lamentables Ediciones Sopena), rusos y pocos alemanes, aparte de Mann. ¿De dónde sacaron mis padres esos gustos literarios? Es algo que nunca quise averiguar. Mi madre era maestra normalista y mi padre empleado público. Mi primera experiencia no fue la lectura de un libro para niños, sino las memorias de Lindbergh, El águila solitaria, que no me leí, sino que me leyó mi madre en largas jornadas antes de dormir. La poesía moderna no estaba bien servida. Y lo que llamaba la atención era la atracción de mi padre por Verlaine, del cual tenía sus Poemas saturnianos, Los poetas malditos y algún otro. Con el tiempo me daría cuenta que no eran pocas sus afinidades electivas. Pensando en su admiración por Verlaine, y como homenaje transcribo este conocido poema saturniano en la versión de Emilio Carrere, incluida en su traducción de Poemas saturnianos publicada en Madrid en 1921 y que era la que guardaban mis padres en nuestra modesta y poco convencional biblioteca de Valencia (Venezuela):

 

Con un loco vuelo de aves asustadas
todos mis recuerdos llegan en bandadas
y se abaten sobre la desolación
del hendido tronco de mi corazón.
Y en la linfa triste de mis añoranzas,
la fuente que llora mis desesperanzas ¡
se abaten; después de un temblor irisa
su cristal, y se oye gemir a la brisa,
una brisa espesa que envuelve el ramaje,
y después, tan sólo, se oye entre el follaje
-tan sólo- la voz que canta a la Ausente
la voz tan lejana, tan languideciente
del ave que fue mi pasión primera,
cantando lo mismo que en mi primavera.
Y en el esplendor triste de la luna
que asciende solemne y pálida, una
noche de estío, pesada y sombría,
plena de silencio, de melancolía,
mece en el misterio vago de la hora
el árbol que tiembla y el ave que llora.

T. S. Eliot. 1923. Fotografía de Lady Ottoline Morrell | Wikimedia

Milán, miércoles 10 de julio de 2024

La poesia de T. S. Eliot (I)

No escribió Eliot tanto como la mayoría de sus contemporáneos. Poetas como Montale, Stevens, William Carlos Williams, Pound, Juan Ramón Jiménez, Ajmatova, Eluard, fueron más prolíficos y, en algunos casos como el de Jiménez, hasta el exceso. No obstante, su poesía es una buena muestra de lo que fue la lírica del “novecientos”. Comenzó a conocerse con un poema que desconcertó a los lectores de habla inglesa, aunque no era sino una brillante adaptación de las poéticas francesas finiseculares, especialmente la de Jules Laforgue. El texto es una brillante asimilación de influencias francesas y del imaginismo, inventado por su amigo Ezra Pound. Se trata de una de las primeras muestras de poesía urbana en inglés, ese topos que, desde Baudelaire, es uno de los rasgos reiterados de la modernidad. En Venezuela es apenas un siglo más de las asimetrías entre el centro y la periferia, los poetas tuvieron que esperar hasta mediados de los cincuenta cuando Caracas terminó de convertirse en una ciudad moderna. El título del poema de Eliot, “La canción de amor de J. Alfred Prufrock”, es el más irónico, habida cuenta que no se ocupa de las aventuras amorosas del protagonista, el tal J. Alfred Prufrock. Comienza Eliot rindiéndole culto a las imágenes con un disparatado símil que se adelanta a los surrealistas de los años veinte:

 

Vámonos pues, tu y yo,
cuando el atardecer se extienda bajo el cielo
como un paciente anestesiado en una camilla;
vámonos por ciertas calles semi-desiertas.
Los susurrantes retiros
de noches sin sueño en hoteles de una sola noche,
y restaurantes llenos de aserrín y conchas de ostras,
calles que se prolongan como un aburrido argumento
de insidiosa intención para llevarte a una
abrumadora pregunta: “Qué es esto?
Vámonos a hacer nuestra visita.
En la habitación las mujeres vienen y van
hablando de Miguel Angel.

Fotografía de Faber & Faber

Fiel a los presupuestos de los maestros franceses desde Baudelaire, el paisaje urbano es el más sórdido. Si se trata de Boston, no habla de los hermosos parques que siguen el curso del río. Y si es Londres, no es precisamente Hyde Park. La poesía moderna surgió como una reacción a todo eso. A los jardines como el de Luxemburgo, a los grandes palacios de la burguesía, a las visitas a los grandes hipódromos, a los iluminados almuerzos campestres. La fauna que canta la poesía moderna es la más marginal, prostitutas de toda condición y color, criaturas desahuciadas, deprimidas, suicidas. No es extraño que el primer gran libro de la modernidad, Las flores del mal, haya sido llevado a juicio acusado de inmoral. Eliot se acoge a esta imaginería para incorporarse a la carrera de la modernidad. No se hubiese inmortalizado con Prufrock, pero reconozcamos que fue un buen comienzo. Pero lo que vino después lo convertiría en uno de los poetas más influyentes de su siglo. Y lo fue de la manera menos merecida. En realidad, si vamos a ser justos, el verdadero autor del legendario poema The Wasteland (La tierra yerma), no fue Eliot sino su amigo y maestro Ezra Pound. La colaboración de Eliot fue una carpeta llena de páginas escritas a máquina que nadie leyó en vida de Eliot. A excepción de Ezra Pound, a quien Eliot le pidió que revisara el texto. Un gesto que demuestra la confianza en su amigo. Mas, lo que revela realmente su genio, fue haber aceptado todas las correcciones y sugerencias sin ninguna reserva. Lo que dejó Pound de aquel conjunto irregular de poesía en buena parte lamentable e inesperada viniendo de Eliot, fue poco menos de la mitad. Y no solo, sino que con este resto, Pound organizó la estructura definitiva, cambió la extensión de los segmentos. Alguna de las secciones las redujo a unas cuantas líneas y a otras a no más que eso. El resultado es un brillante conjunto de fragmentos en buena parte ininteligibles. El manuscrito corregido habría de perderse en una biblioteca de Nueva York hasta que fue rescatado diez años después de la muerte de Eliot. Pound sí estaba vivo y no vio impedimentos en publicarlo. En una nota tratara de minimizar su intervención, recordando que habían sido “waste years” para Eliot. Al conocer el texto original (tuve la rara oportunidad de tenerlo en mis manos) todos los lectores de Eliot quedamos, y seguimos confundidos. El comienzo es uno de los más célebres de la moderna poesía occidental:

 

April is the cruellest month, breeding
Lilas out of the death land, mixing
Memory and desire, stirring
Dull roots with spring rain.

 

Es probable que la operación cesárea de Pound haya oscurecido el poema. Lo que sí es cierto es que ni una sola de las líneas tachadas valía la pena. Con humildad, Eliot lo reconoció y, en 1922, publicó su poema. La ruptura propuesta por el proyecto fue la más radical. Nada parecido había sido escrito antes, ni lo será, en la poesía moderna. Es verdad que es un texto hermético, oscuro, sólo parcialmente inteligible, pero a quién importa. Se trata del más brillante conjunto de fragmentos que se ha publicado en los últimos cien años. El más brillante y revolucionario. Una actitud que más nunca sería asumida por su autor. Después de La tierra yerma, Eliot decidió que era necesario un regreso al orden, como lo entendieron Picasso y De Chirico. De ser el más revolucionario, pasaría, con la experiencia, a ser el más conservador. Sus temas, durante un tiempo, expresaran la ansiedad del hombre moderno. Como ocurre con “Los hombres huecos”, escrito tres años después, es una devastadora expresión de la alienación post-capitalista. Lo mismo su escritura en versos libres

 

Somos los hombres huecos
somos los hombres rellenos
inclinándonos juntos
con las cabezas llenas de paja. ¡Hay!
Nuestras secas voces, cuando
juntos susurramos,
son mudas y sin sentido
como el viento en la hierba seca,
o las ratas sobre
las botellas quebradas
de nuestra seca bodega.

Figuras sin forma, sombra sin color,
fuerza paralizada, gesto sin emoción.
Los que, con los ojos fijos, han pasado
al otro Reino de la muerte,
nos recuerdan, si acaso,
no como almas violentas y perdidas, sino apenas
como los hombres huecos
los hombres rellenos.

Edición facsimile de «La tierra yerma» con las notas de Ezra Pound. Fotografía de Faber & Faber

Durante la tercera década del siglo XX, habría de producirse una crisis de la psique colectiva de los europeos. No era sino el resultado de las consecuencias, primero, de las impensadas carnicerías de la Primera Guerra; y, segundo, la profunda caída de los mercados bursátiles que profundizaban las dudas que se venían acumulando sobre las posibilidades del capitalismo para resolver la cuestión social. La crisis se expresó en la polarización ideológica de las élites intelectuales. Una gran mayoría simpatizaría con las utopías de izquierda, mientras que otras lo harían con las de derecha. Eliot, con otros escritores, como Claudel o Maurras, se decidió por una derecha moderada, aunque peligrosamente cercana de las posturas fascistas. Demasiado alerta para no darse cuenta, optó por las posibilidades de una salida religiosa. A tal efecto, se convierte a la iglesia anglicana, y se siente en la necesidad de expresar esta experiencia. Es el período de sus grandes poemas religiosos, como “El viaje de los Magos” o “Miércoles de ceniza”. El primero, es un poema breve y uno de los más inquietantes que se han escrito sobre la leyenda de los Reyes Magos. Los trastornos materiales del largo viaje de los visitantes serán insignificantes ante las dudas espirituales que la experiencia del pesebre y las visiones que se producen a lo largo del recorrido en el alma de los Magos:

 

Pero, vinimos a un nacimiento
o a un entierro…

 

Por su parte, “Miércoles de ceniza” es un texto más extenso y complejo. Las vinculaciones religiosas son evidentes. Marcan la conversión religiosa del autor y su abandono de la indiferencia y el ateísmo. “El miércoles de ceniza” es una experiencia de cuán mísera es la vida, cuán corta, cuán vana. Para muchos, “Miércoles de ceniza” es lo mejor que escribió Eliot, por el tono inspirado, la intensidad y la elocuencia de sus imágenes. La dicción a momentos es el de una plegaria:

 

Y ruego a Dios para que tenga piedad de nosotros
y ruego para que me haga olvidar
esos asuntos que tanto discuto conmigo mismo
con tanto que explicar
porque no espero regresar
y me regocijo al tener que construir algo
con lo cual regocijarme.

 

En otras ocasiones, el tono recuerda al de los filósofos presocráticos, y Heráclito en particular:

 

Porque sé que el tiempo es siempre el tiempo
y el lugar siempre y sólo el lugar
y lo que es real lo es sólo una vez
y sólo en un lugar
y me regocijo de que las cosas sean
y renuncio a la cara bendita
y renuncio a la voz
porque no espero volver.

 

Ruben Dario y Verlaine

Como mi padre, pero mucho antes, Rubén Darío fue un reiterado admirador de Verlaine. Como parte de esta devoción, el vate nicaragüense escribió su versión de Los poetas malditos y la llamó Los raros. Entre estos “raros” no podía faltar Paul Verlaine. Después de lamentar no haber atendido la invitación de Gómez Carrillo para ir al hospital a visitarlo, Darío le dedica una página memorable, escrita al año siguiente de la desaparición del poeta francés:

Verlaine fue un hijo desdichado de Adán, en el que la herencia paterna apareció con mayor fuerza que en los demás. De los tres Enemigos, quien menos le hizo daño fue el Mundo. El Demonio le atacaba; se defendía de él, como podía, con el escudo de la plegaria. La Carne sí fue invencible e implacable. Raras veces ha mordido cerebro humano con más furia y ponzoña la serpiente del Sexo. Su cuerpo era la lira del pecado. Era un eterno prisionero del deseo. Al andar, hubiera podido buscarse en su huella lo hendido del pie. Se extraña uno de no ver sobre su frente los dos cuernecillos, puesto que en sus ojos podían verse aún pasar las visiones de las blancas ninfas, y en sus labios, antiguos conocidos de la flauta, sólo aparecía el rictus del egipán. Como el sátiro de Hugo, hubiera dicho a la desnuda Venus, en el resplandor del monte sagrado: “¡Ven con nosotros!”. Y ese carnal pagano aumentaba su lujuria primitiva y natural a medida que acrecía su concepción católica de la culpa.

Sergei Rachmaninoff. Fotografía de Kubey-Rembrandt Studios

Milán, jueves 11 de julio de 2024

En mi soledad,
he visto cosas muy claras
que no son verdad.

Antonio Machado, Proverbios y cantares

¡Rachmaninoff por fin!

Nunca creí en mis años de apasionado Shostakovich y Bartòk, Schoenberg, von Webern y Berg, Wagner y Verdi, que iba a llegar el día que diera fin a un sectarismo mío. Que consistía en la incapacidad de soportar por más de tres minutos los conciertos para piano de Rachmaninoff. Ni siquiera en los años que pasé en Nueva York, ciudad frecuentada por el maestro ruso para sus recitales. En una de esas visitas, mientras trabajaba en las salas de Steinway en la calle 57, no muy lejos de mi apartamento en la misma calle, Rachmaninoff confesó a un amigo, uno de los propietarios de la firma de fabricantes de piano, las dificultades por las que atravesaba para dar a fin a su tercer concierto para el instrumento. El amigo le comentó que un joven pianista ruso residía en la ciudad desde hace poco tiempo. Le dijo que se llamaba Wladimir Horowitz, que era su admirador y que sentiría honrado de conocerlo. Concertaron una cita y, al día siguiente los dos virtuosos se pusieron a estudiar la partitura inconclusa. Gracias a las sugerencias del joven Wladimir, Rachmaninoff pudo dar por terminada la conocida obra. Ni siquiera estas circunstancias atenuaron mi indiferencia por estos conciertos. Así, hasta que un buen día, en circunstancias que no recuerdo, hará cosa de doce años, me pareció irrefutable la belleza del Concierto para piano No.2 que hasta ese momento me había parecido demasiado “hollywoodense”. Mucho tuvo que ver la versión del concierto. Que era la Sviastolav Richter, la más conmovedora, y por lo menos tan brillante como la de Daniel Trifonov, que es la que escucho ahora en France Musique.

Fotografía de Faber & Faber

La poesía de T. S. Eliot (2)

A mediados de los años treinta nadie más influyente que Eliot en las literaturas anglosajonas. Como editor de la revista The Criterion y director de la editorial Faber & Faber, este descendiente de puritanos gringos nacido en Saint Louis y educado en Harvard y Cambridge, había conseguido imponer sus opiniones en los medios académicos y editoriales. El vanguardista radical de La tierra yerma, se había metamorfoseado en intelectual conservador, clásico y anglicano. Con lo de clásico quería decir que consideraba que la poesía era un arte, que necesitaba ser estudiado y dominado. Un fin en sí mismo, y no instrumento de expresión de asuntos ajenos al dominio artístico. Con lo cual quería decir una poesía elitesca, súper culta y, sobre todo, impersonal. El gran enemigo era el romanticismo con sus derivas confesionales y patéticas. Nada de sentimiento y menos de emociones. El catálogo de la editorial era la expresión de estas convenciones. Nada que recordara a Whitman, con las aspiraciones democráticas de sus poemas. En cambio, mucho de Edgar Allan Poe, quien entendía la lírica como un oficio absolutamente racional, sin espacio para la llamada inspiración. Con su criterio, Eliot hacía un flaco favor a la poesía. Fue responsable de una concepción perversa y dañina de la poesía. Con esta poética impersonal y hermética, alejó al público de la experiencia poética que desde Homero se quería legitimar en la comunicación con el público. Sin embargo, no hay que soslayar que el hombre, como recordaba Karl Jaspers, es un ser “en situación”. El ente no es independiente. Durante esos años, Eliot presenciaba con especial preocupación el auge de los sectarismos totalitarios. Siempre fue crítico de la intolerancia. Y sentía como un peligro, peor que el de su teoría de la impersonalidad, la posibilidad de una lírica panfletaria al servicio de las ideologías. Que era lo que había sucedido con la gran poesía soviética y con toda la que se había puesto al servicio del comunismo soviético, el fascismo italiano o el nazismo alemán. Eran años peligrosos, tiempos oscuros, como escribía Hanna Arendt. Durante los últimos años treinta y los primeros de la década siguiente dominados por la Segunda Guerra, Eliot trabaja en el último de sus libros de poesía. Cuatro cuartetos, lo llamaría y le valdría el Premio Nobel de Literatura.


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