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Diario literario 2024, diciembre (parte I): la luna de Baldassare Gallupi, la tragedia de Gatsby (2), la tragedia de Scott Fitzgerald

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07/12/2024

Baldassare Galuppi. 1751. Escuela veneciana

Milán, domingo 1º de diciembre de 2024

La luna de Baldassare Galuppi

En Rai5-TV El mundo de la luna, la exquisita ópera que, sobre un texto del gran Carlo Goldoni, compuso Baldassare Galuppi, en 1750. Fue uno de los creadores de la opera bufa o “drama giocoso”, un sub-género para el cual Mozart escribió sus mejores comedias, y Rossini la llevó a su desarrollo moderno. La música de Gallupi sin poder, o sin querer liberarse del conspicuo estilo barroco, es un triunfo del espíritu clásico. Las partes orquestales de El mundo de la luna son una clara expresión, como los Cuartetos de Haydn, de que alguna vez la tierra era un lugar más grato para vivir. La escritura de Galuppi es una clara demostración de los poderes curativos de la música. La psique supera sus escisiones y se integra en una extraña armonía que es alimento del alma. Todavía no se adivinaba en el horizonte el dilatado asalto a la razón, que comenzó en 1789 y está lejos de abandonarnos. El texto de Goldoni, seguramente lleno de aciertos, he tenido que ignorarlo, ante la fascinación que he sentido por esta luna de Baldassare Galuppi.

Adviento

Aunque es ayuna de cualquier sentimiento religioso (el clasicismo es la más seria refutación de Dios), la ópera de Galuppi me parece una selección adecuada para este Primer Domingo de Adviento, un día de júbilo que recuerda a los cristianos la cercanía de la Navidad. Yo, hombre de poca fe, no dejo de envidiar a los que toman en serio este consuelo que, en sus orígenes, procuraba alivio y luz al alma siempre a oscuras. Del Evangelio de Luca (21, 25-28) es uno de los fragmentos que se lee hoy durante la misa:

Entonces habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, confundidas a causa del bramido del mar y de las olas; desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra; porque las potencias de los cielos serán conmovidas. Entonces verán al Hijo del Hombre que vendrá en una nube con poder y gran gloria. Cuando estas cosas comiencen a suceder, erguíos y levantad vuestras cabezas, porque la redención está cerca. Miren la higuera y todos los árboles. Cuando ya brotan ustedes saben que el verano está cerca. Así también ustedes, cuando vean que suceden estas cosas, sepan que está cera el reino de Dios. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán.

Fotograma de The Great Gatsby(2013)

Milán, lunes 2 de diciembre de 2024

La tragedia de Gatsby (2)

La historia de Jay Gatsby, tal como la cuenta Scott Fitzgerald, es una tragedia de amor no simétrica, como la de Romeo y Julieta o Antonio y Cleopatra, en las cuales ambos protagonistas se inmolan en nombre de una pasión erótica. La de Gatsby es una tragedia asimétrica, donde solo uno de los amantes asume los rasgos de personaje trágico. Un Romeo sin Julieta. Como siempre, el azar tiene su parte. Los amantes de Verona son víctimas de la mala suerte. La fortuna acelera un desenlace por lo demás inevitable. No tenían futuro los jóvenes de Shakespeare, ni la reina del Nilo y su príncipe. Ni Gatsby. Y es su destino trágico lo que lo ha convertido en el más atractivo de los personajes de Scott Fitzgerald. Nadie recuerda los recién graduados de Este lado del paraíso, la primera de sus novelas. Y menos al doctor de Dick Diver, de Suave es la noche, la última, a pesar de haber sido encarnado por el formidable Jason Robards en la cinta de King Vidor (1962). Gatsby es uno de los héroes más conocidos de la novela norteamericana del siglo XX gracias al sostenido interés de los productores de Hollywood. Son cinco, si contamos la desaparecida de 1926, las películas que se han rodado sobre Gatsby con los protagonistas más diversos: Alan Ladd (1949), Robert Redford (1974), Toby Stephen (2000) y Leonardo di Caprio (2013). Con la excepción de Ladd, quien parece estar pensando en Humphrey Bogart cuando le tocó representarlo, en las otras tres Gatsby despierta las simpatías del espectador. Empatizamos con él porque sospechamos, o sabemos, que las cosas no le van a salir bien. Es el más frágil de los personajes de la novela. Su psique es una contradicción en términos: un mafioso lleno de candor, un gángster con un corazón romántico, un poeta en un mundo equivocado. Una combinación trágica. No obstante, su presencia luminosa, el oscuro objeto de su deseo, es una femme fatale quien, desde la primera página, sin que nadie la tomara en serio, confiesa, que llevada por los malos tiempos, se ha convertido en una cínica escurridiza y peligrosa. Como diría Carson MacCullers en su inolvidable novela El corazón es un cazador solitario, Gatsby tiene la grandeza moral del que ama, una virtud que no siempre acompaña al ser amado. Y esta es la esencia de la tragedia de amor en la versión de Scott Fitzgerald. Su héroe cree que su amor es suficiente para dos. Está convencido de que Daisy lo ama, y que pasó los últimos cinco años esperándolo casada con un brutal millonario jugador de rugby. El amor no es contagioso por desgracia, y esta es la causa de todas las tragedias de amor asimétricas.

Arturo Benedetti Michelangeli. 1960. Fotógrafo desconocido

Milano, martes 3 de diciembre de 2024

Más Galuppi

No he encontrado mejor cura, en varios años, para esta “destartalada” alma mía, que la música de Baldassare Galuppi. Después de la experiencia del primer domingo de Adviento con su ópera El mundo de la luna, dediqué tres horas del día de ayer, el primero de los cuatro lunes que le quedan al 2024, escuchando su no menos hermosa L’Olimpiade, y esta mañana lo hago con su también exquisita La scusa. Podría pasar todos los días escuchándolo. Es el principal atributo del arte clásico, tomar distancia ante el confuso universo de la emocionalidad. En especial para los que nacimos y vivimos una parte considerable en el siglo XX, en el cual el destino de hombres y naciones fue administrado por el desborde emocional. El poder fue la emoción dominante frente a una racionalidad disminuida y en un rincón. Se consagró y extendió a nivel global el asalto a la razón, que Lukàcs había criticado a los románticos y sus secuaces. El mundo psíquico no puede vivir sin la emoción, eso lo sabemos. El problema se presenta cuando sólo la emoción determina el destino de nuestro mundo psíquico. Pocos en el siglo pasado le prestaron atención a Galuppi, un tiempo dominado por los excesos sentimentales de Mahler o Brahms. El XXI, que hereda esta deriva se va divorciando de ella progresivamente y encuentra una belleza necesaria, y no menor, en compositores como la del veneciano que tanto influyera en Mozart y Rossini. Hillman decía que el único alimento del alma es la belleza. Quiero creer que se refería a Baldassare Galuppi cuando escribió esa línea inquietante. La sublimación del clasicismo del maestro veneciano ha estado a cargo de uno de sus paisanos en el siglo XX. Me refiero a la versión de Arturo Benedetti Michelangeli de su Sonata No. 5. En la interpretación grabada no tocan sus manos el teclado, sino que flotan como mariposas blancas en busca de la idea de la belleza.

Ginevra King. 1918. Fotografía de Princeton University

La tragedia de Scott Fitzgerald

El gran Gatsby, después de numerosas correcciones, adiciones, cambios de nombre y vacilaciones, apareció finalmente en 1925. Su “editor”, el legendario Maxwell Perkins de la venerable editorial Scribner’s (el mismo de Hemingway y Thomas Wolfe), no se sentía esta vez tan seguro del éxito comercial del proyecto. Scott Fitzgerald había alcanzado la fama y riqueza prematuras con sus dos primeros libros, A este lado del paraíso y Bellos y malditos. A diferencia del héroe trágico clásico, para quien un solo error al tomar una decisión era suficiente, Scott Fitzgerald acumuló una serie de errores de juicio que garantizaban su fin trágico. El más candoroso de estos equívocos, el primero de muchos, fue convencerse de que con la literatura podía acumular la fortuna que no pudo heredar de sus padres empobrecidos. En el fondo, es la lamentable historia de un chico pobre que quería hacerse rico escribiendo no baratos best-sellers, sino una gran literatura. Lo consiguió con sus dos primeros títulos, el resto es un triste cuento de deudas, alcoholes, locuras y muerte temprana. En una carta a Perkins se lo confiesa, “Necesito que se vendan más de 20000 ejemplares de Gatsby para poder pagar todas las deudas que tengo contigo y con Scribner’s”. Las cuales, por desgracia, no eran las únicas. Animado por la divina insensatez de Zelda, su esposa, había adoptado un nivel de vida fuera de sus posibilidades. Y fue absorbido por la fórmula fatal de gastar mucho más de sus ingresos. A Balzac le ocurrió lo mismo. La diferencia es que el francés era un ludópata, Scott era un iluso. La novela no fue bien recibida por la crítica, que acumuló juicios de una estupidez histórica. Apenas tres escritores, hasta dónde sé, encontraron méritos en la novela. El estricto T.S. Eliot fue uno de los pocos en reconocer su grandeza:

Su libro, con su simpática y abrumadora dedicatoria. llegó el mismo día que tenía que salir de viaje por recomendación médica y no pude llevarlo conmigo. Sin embargo, lo he leído tres veces desde mi regreso… y le puedo decir que me ha interesado y emocionado más que cualquier nueva novela que haya leído durante los últimos años, ya sea inglesa o norteamericana. Cuando disponga de más tiempo le diré con detalles por qué me parece un libro tan notable. De hecho, me parece que es el primer paso importante que ha dado la ficción de los Estados Unidos desde Henry James.

Zelda Fitzgerald. 1920. Fotógrafo desconocido

Scott reconoció y agradeció el juicio de su influyente compatriota. Por desgracia, era una opinión privada que no iba a influir en las ventas. Más determinantes fueron todas las reseñas negativas que convirtieron la publicación en un fracaso económico. Pasarían otros nueve años para que Scott publicara una nueva novela, menos lograda y también condenada. En lo sucesivo, el fracturado príncipe de las letras norteamericanas continuará con su trágico proyecto de hacer dinero con la literatura. Y lo hará, pero no tanto como para cubrir los gastos cada vez más elevados de la dolce vita a la cual se había entregado. La gran Zelda, será otro monumento al fracaso (como escritora, bailarina y pintora) y se irá hundiendo en la esquizofrenia, mientras Scott iniciaba un lento suicido que terminaría con el infarto fulminante del 29 de diciembre de 1940, apenas quince años después de la publicación de El gran Gatsby, la más grande de sus novelas. Scott Fitzgerald había nacido en la lejana provincia norteamericana, bárbara y semi-salvaje. Su padre pasó de exitoso comerciante en Nueva York. Terminaría convertido en un alcohólico fantasma digno de una tela de Edward Hopper, el mejor cronista de la infinita soledad de los bares de las grandes ciudades norteamericanas (recibí en uno de ellos el Año Nuevo en diciembre de 1969; en la barra los clientes ni se enteraron de lo que estaba pasando, aferrados a los recuerdos líquidos de un vaso de bourbon). No obstante, gracias una beca pudo estudiar en la elitesca Universidad de Princenton, “el único estudiante pobre entre estudiantes ricos”. Ingresó al ejercito como segundo teniente y formó parte de las Fuerzas Expedicionarias que embarcaron para Europa para resolver lo que los aliados, Francia e Inglaterra, no habían podido hacer: derrotar a Alemania. Gatsby también formó parte de ese esfuerzo y llegó a ser Mayor. Ni el autor ni su personaje y alter ego refirieron sus experiencias en el frente, que no serían tan cruentas como las de sus colegas británicos, alemanes y austríacos. Un buen día, durante unas vacaciones, de nuevo el único pobre entre jóvenes ricos, se encontraría Scott Fitzgerald con la femme fatale que el destino le tenía reservada. Ginevra King, heredera de una de las cuatro familias más poderosas de Chicago. Después de un breve y apasionado romance, míster King término, con una frase inolvidable, el amor de la joven: “Mr. Scott, los chicos pobres no se casan con chicas ricas”. Fiel a su destino trágico, el poeta novelista nuca dejaría de amar a la resbaladiza Ginevra, cuyos son los rasgos de la inmortal Daisy de El gran Gatsby. Más desengañado que enamorado, terminaría casando con Zelda. Uno más de la larga cadena de errores. Esta vez, uno de los más graves: terminarían destruyéndose juntos, como le escribió a Zelda en una carta tardía.

F. Scott Fitzgerald. 1939. Fotografía de Carl van Vechten

 The great american dream

Una lectura de El gran Gatsby sería fatalmente limitada si no destaca las implicaciones sociológicas del texto. Se trata de una de las críticas más lúcida al llamado “Gran sueño norteamericano”. Una falacia que consistía en que creer que todos los hombres, en los Estados Unidos especialmente, son libres para realizar sus más altas y nobles aspiraciones. Un proyecto amparado en un contrato social que garantizaría los resultados a cambio del trabajo honesto y sostenido. Este wishful thinking, esta ilusión, estimuló, con otros factores, el humo de los vapores que llegaron con decenas de millones de inmigrantes a lo largo de varias décadas a los muelles de Nueva York. Se trataba al final de una generalización abusiva. Ni eran todos los llamados, ni eran muchos los escogidos. Y los escogidos formaban parte de una clase social corrupta, rapaz, racista y criminal. Las primeras grandes fortunas, los Morgan, Vanderbildt, Carnegie, Mellon, Rockefeller, Getty, acumularon riquezas con la masacre de indios, la esclavitud de legiones de africanos, el maltrato y persecución a la clase obrera, la más perversa injusticia social y una crueldad sostenida en una falsa moral. Fue el momento en el cual se legitimizó la doctrina del gran país en crecimiento: no existe la igualdad (ni en teoría, como en Francia después de 1789) entre los hombres. Sólo existen los que tienen y los que no tienen, y esto es perfectamente legal. Lo bueno es todo lo que hacen las clases dominantes; el mal, lo reprobable, es todo lo que hacen los pobres. Scott Fitzgerald conoció el monstruo desde dentro, y lo despreció. Después del encuentro de Gatsby con su prima en la mansión de su marido en Long Island, se dice a sí mismo que lo mejor para ella era agarrar a su hija en los brazos y salir corriendo de esa casa. Al final, se da cuenta que el gran sueño americano era una pesadilla. El mismo Scott Fitzgerald sería una de sus víctimas, una de las más ilustres de los millones que han sucumbido en esta sociedad anti-igualitaria.

Trimalción. 1919. Lovis Corinth

Milán, jueves 5 de diciembre de 2024

El Gran Gatsby y la literatura clásica

Como buen estudiante de Princenton, Scott Fitzgerald tenía su buen latín y no le era ajeno el griego. Fue de una de esas lecturas de los clásicos romanos de donde sacó el modelo de los banquetes y fiestas de Jay Gatsby en su mansión de Long Island. Como se sabe, el título en el cual había pensado para su novela era Trimalción en Long Island. Hacía alusión a uno de los grandes personajes inventados por Petronio para su Satiricón, Trimalción fue un esclavo proveniente de Asia Menor, liberado a la muerte de su amo quien, además le dejó una parte de su cuantiosa herencia. Es decir, como Gatsby, Trimalción había nacido entre los desposeídos y un golpe de suerte lo convirtió en adinerado magnate. En su caso, una herencia; en el de Gatsby su relación con el bajo mundo del contrabando de licores. La vida del protagonista de Petronio, fue, no obstante, más laboriosa. Inició una empresa de comercio marítimo y, después de costosos reveses, se dedicó a algo más seguro con la compra venta de grandes extensiones de terreno. El protagonismo de Trimalción ocupa el dilatado centro de Satiricón (XXVII-LXXVIII). No obstante, el momento más memorable es el dedicado a la descripción detallada de la cena en la casa del magnate romano. Todos los excesos del anfitrión serán adaptados por Scott Fitzgerald para su novela. Sólo las alusiones sexuales son dejadas fuera. No hubiesen podido superar las censuras del Maxwell Perkins, su editor para Scribner’s. Al fin y al cabo los tiempos de Nerón no eran los del gran novelista norteamericano.

Milán, viernes 6 de diciembre de 2024

Rachel Cusk

No suelen, con ilustres excepciones, los grandes novelistas ser buenos críticos literarios. No lo fueron Kafka, Joyce,Thomas Mann, Svevo, Lampedusa, Malraux, Hesse, Hamsun, Proust (a pesar de sus escritos sobre Saint-Beuve), Celine, Lägerloff, Grass, Uwe Johnson, Bernhard, Saramago, Gallegos, Azuela, Mishima, Akutagawa, García Márquez, Guimaraes y muchos otros. Los poetas, por otra parte, sí: Pound, Eliot, Auden, Montale, Pavese, Ungaretti, Paz, Benn, Jarrell, Penn Warren, Tate, Mc Neice, Passolini, Luzi, Valéry, Winters, Sucre, Borges. Esta temeraria afirmación no excluye cantidad de narradores que han escrito algunas de las mejores páginas sobre el oficio; Virginia Woolf y E.M. Foerster, por ejemplo, o Vargas Llosa, Fuentes, Balza o Pavese. Tal vez, sin estar a este nivel, Rachel Cusk sea uno de estos casos. He estado leyendo sus ensayos y reseñas reunidos en el volumen Coventry, de 2019. Sobre Cusk he escrito algunas notas en estos cuadernos a propósito de su trilogía novelesca. En Coventry no todo es interesante, pero algunas páginas, en especial cuando se extiende sobre su oficio, sin duda lo son:

Generalmente el que escribe tiene necesidad de estar solo para escribir: un aspecto interesante de los talleres de escritura es la dimensión colectiva, que por el contrario refiere a las deficiencias del ambiente social. La alienación produce aislamiento cuyo remedio, como decía Marianne Moore, es la soledad. El taller de escritura procura un espacio social no alienante que como tal crea la posibilidad de una futura soledad; el estudiante que llega al taller porque se siente concluirá preparándolo para estar solo.

Los talleres literarios son un producto del milenio, prefigurados en las actitudes democratizantes de los años sesenta, cuando se hizo célebre la frase del escurridizo conde de Lautréamont, “la poesía debe ser hecha por todos”. Nunca conocí el funcionamiento de estos talleres, salvo en una ocasión. Y fui protestado, porque me empeñé en enseñar los rudimentos del oficio de la poesía a un grupo de jóvenes alumnos, cada uno de los cuales guardaba por lo menos un poemario en sus carpetas. “Veo que llegué tarde, les dije”, y le pedí a la dirección de la escuela cambio de asignatura.

James Baldwin Mural, 167th Station. Nueva York. Fotografía de Kathy Drasky | Flickr

Cien años de Baldwin

Cuando, hace un par de semanas, copié un fragmento de James Baldwin en este diario ignoraba que se cumplen cien años de su nacimiento. Tuve una experiencia temprana e indirecta con el gran escritor afro-americano cuando, hacia 1966, mi padre me regaló la primera edición en gran formato del libro Nada personal; interesado, como yo, en las estupendas fotografías de Richard Avedon. Poco después, me daría cuenta que el escritor del texto era uno de los grandes novelistas de su generación. De esas pocas páginas, que servían de pareja a las imágenes, es esta frase memorable, cuya actualidad es hoy más urgente que cuando la escribió el norteamericano: “Donde la gente puede cantar, el poeta puede vivir, y vale también decirlo al revés: donde el poeta puede cantar, la gente puede vivir. Cuando una civilización trata a sus poetas con el desprecio con que tratamos a los nuestros, no puede estar lejos el desastre.” Baldwin se refería a los Estados Unidos. En Venezuela hoy no es diferente. La última vez que conseguí que me publicaran algo nuevo en ese país fue hace más de veinte años.


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