Diario Literario

Diario literario 2024, agosto (parte IV): Conrad y Eliot, Wandering Stars, Pavese en Puglia, el espíritu de Víctor Erice

24/08/2024

Ceglie Messapica, sábado 17 de agosto de 2024 

Freya de las siete islas

Una sola vez, y hace muchos años, he leído Freya de las siete islas, de Joseph Conrad, una novella que se desarrolla en el Pacífico Sur. El protagonista es un marino propietario de una pequeña y hermosa corbeta que distribuye mercancías entre las varias islas de un archipiélago. En una de ellas vive Freya, la hermosa y exquisita hija de un propietario, comprometida sentimentalmente con el joven capitán de una hermosa fragata a finales del siglo XIX, cuando el vapor comenzó a desplazar el discurso blanco del velamen sobre bajo el cielo. La leí, como decía, una sola vez y hace más de cuarenta años, y no recuerdo todos los detalles. Sí recuerdo el triste final que separa a los amantes. Los griegos habrían hablado de destino, voluntad divina, predestinación. En el caso de Conrad, se trata simplemente de la condición humana, víctima de feroces tormentas y vendavales, como los descritos por el mismo autor en El negro del Narciso, que le cierra el paso a cualquier posibilidad de armonía en este mundo. Los mejores protagonistas de Conrad cayeron ante las fuerzas de las circunstancias adversas. El padre de Alex Heyst, uno de estos héroes, le advirtió sobre los riesgos de la convivencia con los seres humanos. En lo que parece, porque lo es, una apología del egoísmo absoluto, le advirtió que sólo tenía que ocuparse de sus asuntos, sin voltearse a ver lo que le ocurre al resto de los habitantes del planeta. Cuando, en los primeros capítulos de Victoria, una de las novelas más gloriosas del siglo XX, Alex desconoce la promesa hecha al sabio padre, sabemos que es el propio principio de su triste fin. Lo mismo va a ocurrir con Almayer, Peyrol, Lord Jim, Gazpar Ruiz o el propio protagonista de Freya. Si con algún escritor se puede relacionar a Conrad debe ser con Sófocles, profeta del pesimismo existencial. La diferencia es que el griego no conoció o trató en sus tragedias el asunto del mal esencial, como habría de hacerlo Shakespeare, claro antecedente del novelista polaco. Creonte no es un malvado como Yago. Ni siquiera Electra en su furia vengadora. En Freya de las siete islas le toca al retorcido oficial holandés que acabará con el futuro de los amantes de la manera más miserable. A los grandes personajes les corresponde su representante del mal en estado puro. Conrad los conoció bien y describió con inquietante elocuencia el alcance de sus acciones.

Izq.: T. S. Eliot. Der.: Joseph Conrad

Ceglie Messapica, domingo 18 de agosto de 2024

Conrad & Eliot

Conrad publicó su Corazón de las tinieblas en 1919; Eliot su Tierra yerma en 1922. En la narración del polaco el protagonismo es dual, Marlow y Kurz, ambos héroes en tiempos difíciles. En la del poeta norteamericano, el héroe es un anti-héroe producto de la gran desazón espiritual de la primera post-guerra, un hombre en situación en medio de una sociedad traumatizada por una contienda impensada. Marlow cuenta a sus interlocutores en una navegación por el Támesis sobre la degradación de un hombre notable (“a remarkable man”, según Marlow) al no poder adaptarse y superar las amenazas del corazón de las tinieblas. Antes del viaje hacia la estación en lo profundo del Congo, Kurz era un buen hombre, un burgués europeo con un proyecto existencial común y corriente. Su prometida lo esperaba para formalizar una tranquila vida en común. El personaje de The Wasteland ni siquiera tiene nombre y mucho menos proyectos. En la tierra yerma donde vive, una gran ciudad a comienzos del siglo, en parte Bostón y en parte Londres, los proyectos son un lujo para pocos. Es un empleado menor, un oficinista de una gran firma. Todo a su alrededor esta tan moralmente degradado como el Congo Belga. El sexo es mediocre; el amor es triste y la esperanza es un cadáver enterrado en las playas de Gallipoli. Nada sería lo mismo después de esta pérdida para el escurridizo protagonista de la Tierra yerma. De las dos visiones desesperadas del hombre occidental a comienzos del XX, la de Conrad es la más desoladora. La desgracia del hombre de Eliot es reactiva, la de Conrad es esencial. Es la propia esencia de la condición humana, ser derrotado al final por fuerzas que superan la condición humana. Es lo que le ocurre a Lord Jim y Alex Heyst entre otros. Eliot profundizará en el asunto y, antes de acceder al consuelo religioso, y citando a Kurz, cantará su visión del ser humano como un “hombre hueco”.

Tommy Orange. Fotografía de Larry D. Moore | Wikimedia

Ceglie Messapica, martes 20 de agosto de 2024

Wandering Stars

La primera sección de Wandering Stars (“Estrellas errantes”, no conozco traducción al castellano) está dedica a Charles Star, el mestizo (madre blanca, padre nativo) sobreviviente de la matanza de Madison Creek llevada a cabo por un destacamento de setecientos soldados de la caballería, en su mayoría en estado de ebriedad que, en agosto de 1864, irrumpieron en un campamento Cheyenne y diezmaron a la población indígena. La acción fue celebrada, veinte años más tarde, por presidente Theodore Roosevelt como una gesta heroica. Aunque nacido y criado en Oakland, Orange es un descendiente directo de la tribu Cheyene-Arapaho víctima de la masacre. Y no es difícil encontrar rasgos comunes entre el imaginario Charles Star y Orange. Como sobreviviente de Madison Creek, a Charles Star y a su compañero de fuga de ocho años, les correspondió la aventura de sobrevivir en medio de la nada, exprimiendo piedras y comiendo la seca tierra para sobrevivir. Al cabo de algunos años, deciden entregarse a las autoridades atraídos por el mentido ofrecimiento de una vida en libertad y alimentación gratis. En su lugar, serían encadenados y hechos prisioneros durante tres años, para ser ingresados más tarde a la infame Carlisle Indian Industrial Scholl, centro de operaciones del siniestro proceso de des-indigenización de Richard Henry Pratt, cuyo objetivo era borrar cualquier vestigio de cultura original para convertirlos en buenos cristianos dignos de la nueva nacionalidad norteamericana. Lo que sigue es la odisea de Charles Star y su amigo a lo largo de una decena de años hasta un final no inesperado. No obstante la peculiar aventura donde, como en el Homero, la magia, lo irracional y lo arquetípico se funden, lo que más impresiona es la escritura de Orange. Una narración con los atributos de la épica, musical, imaginista, desconcertante. El autor escribe como sus ancestros cantaban la saga de sus orígenes. Star incursiona, mudo de inglés y ayuno de cualquier recurso material, en el mundo recién llegado y desconocido del hombre blanco, con su cristianismo oportunista y racista. El dios de los blancos era “más un hueco que una presencia”. Al final, su vida sería resumida en cuatro tristes líneas: “Una vez fue un niño, un niño indio en un país indio, hasta que su gente lo montó en un tren para ir a la escuela, entonces la escuela lo superó y lo dejó en un sitio desde el cual no podía encontrar el camino de regreso”. La segunda, y más larga sección de la estupenda novela, se desarrolla en 2018 y es una escalofriante crónica de los estragos de los opiáceos en amplios sectores de los Estados Unidos. Ese año fueron casi 100.000 las víctimas de la adición. La dedicatoria del libro es clara, “Para cualquier sobreviviente y no sobreviviente de esto llamado y no llamado adición”. Orange describe y canta la lamentable anatomía de la adición a estas sustancias de libre venta en Norteamérica. Y lo hace desde dentro y desde fuera, como sobreviviente excepcional.

Planicies de Puglia. Fotografía de David Stanley | Flickr

Ceglie Messapica, miércoles 21 de agosto de 2024

Pavese en Puglia

Nada, en Italia, más opuesto al paisaje de Pavese en su Piemonte natal, que estas llanuras áridas y pedregosas, ayunas de bosques, donde los olivos se extienden por distancias improbables. Tal vez la única simetría es que se trata de dos de las regiones más pobres de la península. Sin embargo, lo que en Piemonte son redondeadas colinas que la niebla cubre, o cubría, al atardecer, aquí en este sur profundo todo se desarrolla al nivel de mar. Para Pavese, las colinas son el locus amoenus de su adolescencia, los nobles viñedos y las fogatas (falò) de sarmientos terminada la vendimia. Como él, sus personajes son “montunos”, desconfiados y chismosos, conservadores y reaccionarios. No obstante, las organizaciones partisanas más influyentes se formaron alrededor de Torino, capital de la región piemontesa. Y su liderazgo fue siempre de izquierda bajo la égida del partido comunista. De colinas y partisanos habla Pavese en La casa en la colina, para muchos el más permanente de sus libros (prefiero sus relatos). Corrado, el conocido protagonista, se refugia en las colinas donde se encuentra la esencia de su existencia: el amor, la paternidad y la guerra. Leí La casa en la colina durante mi juventud de estudiante de medicina en una dudosa edición argentina. Ahora, el hallazgo fortuito de una edición italiana me ha hecho regresar a la novela. En aquel entonces ya sospechaba de lo que me perdía al no leerla en original. Nada menos que páginas como esta:

Già in altri tempi si diceva la collina como avremmo detto il mare o la boscaglia. Ci tornavo la sera, dalla città che si oscurava, e per me non era un luogo tra gli altri, ma un aspetto delle cose, un modo di vivere. Per esempio, non vedevo la diferenza tra quelle colline e queste antiche dove giocai bambino e adesso vivo: sempre un terreno accidentato e serpeggiante, coltivato e selvatico, sempre strade, cascine e burroni. Ci saliva la sera come se anch’io fuggissi il soprassalto notturno degli allarmi, e le strade formicolavano di gente, povera gente che sfollava a dormiré magari nei prati, portandosi il materasso sulla bicicleta o sulle spalle, vociando e discutendo, indocile, crédula e divertita.

No es difícil, y sería de necios pretenderlo, encontrar reiteradas alusiones autobiográficas en la novela. Y no sólo en el fragmento que he reproducido. La casa en la colina fue publicado en 1948, y sentimos en el protagonismo la soledad creciente de Pavese, su desencanto, su depresión, que lo llevará a quitarse la vida dos años después en Torino, la misma ciudad de donde partió Corrado para encontrarse consigo mismo.

Ceglie Messapica, jueves 22 de agosto de 2024

Fue otra de las imposturas del siglo XX aventurar la tesis de que el mal había sido “víctima” de la banalidad generalizada. Cuando, desde estas soledades, pienso lo que está ocurriendo en el país natal, me pregunto sobre cuál sería la banalidad de una administración que ha arrojado al exilio a una decena de millones de almas. Una expresión del mal en términos épicos. La epopeya del exilio venezolano es inimaginable en su vastedad. El mal no es banal en Venezuela. Se expresa con una crueldad genocida. Son millones de niños y jóvenes sin proyecto existencial ocupados en mantener la existencia apenas. La maldad requiere la conciencia del mal que produce. Y a los líderes del régimen venezolano no se les escapan las dimensiones de lo que hacen. Lo saben y lo disfrutan, atributo del mal en pureza. La banalidad del mal, si alguna vez existió, ha quedado refutada en la trágica Venezuela de los últimos años.

Fotograma de «EL espíritu de la colmena», 1973, Víctor Erice

Ceglie Messapica, viernes 23 de agosto de 2024

El espíritu de Víctor Erice 

Por sugerencia de Robert Vifian, corresponsal en París, el Cine-Club Ambrosiano ha organizado un pequeño homenaje al realizador español Víctor Erice, a propósito del estreno el año pasado de Cerrar los ojos, su cuarto largometraje en treinta años. De la escasa producción del maestro español, el Cine-Club Ambrosiano ha escogido dos de sus producciones: El espíritu de la colmena (1973) y El sur (1983). El propio Erice se refirió al título de El espíritu de la colmena recordando que fue una expresión utilizada por el grande y olvidado Maurice Maeterlinck en La vida de las abejas, uno de los libros más preciosos de su tiempo. Un estudio de la peculiar conducta de estos insectos, cuyo sentido de la existencia es el de trabajar incansablemente por el mantenimiento de su organización social. Con una prosa de una lírica elegancia, el poeta belga, a propósito de la vida las abejas, elabora una metáfora de una vida ejemplar, una eutopía. Su relación con el film de Erice es clara: El espíritu de la colmena, precisamente, es lo que perdió España al abandonar, obligada por las armas, las formas de vida republicana. Durante cuarenta, años España viviría en la fragmentación provocada por una dictadura implacable. Un macrocosmo que Erice ve reflejado en el microcosmos de la vida familiar. Una madre disminuida por sus sueños rotos, y un padre aislado y envejecido, más pendiente de las abejas que de sus hijas y mujer. La historia se desarrolla en Hoyuelos, en medio de la desolada meseta castellana, al norte de Segovia, durante el otoño de 1940, apenas un año después de la consolidación del golpe militar de Franco en contra de la república. Se trata de una España poliomelítica, acosada y estupefacta por la incesante represión desencadenada a nivel nacional contra cualquier residuo de expresión republicana. Miles de combatientes se mantuvieron escondidos esperando la oportunidad de abandonar España. Muchos lo lograrían, muchos terminarían fusilados, sin proceso ni juicio y sepultados en fosas comunes que aún están la mayoría por descubrir. Hay que imaginarse Hoyuelos en 1940. Si en 1973, cuando filma Erice su cinta, no era más que un villorrio en medio de la nada, después de la guerra era el feudalismo más perverso con un par de bombillos y una película cada seis meses. Se trata de una imagen de la España franquista de la inmediata postguerra, ajena a cualquier manifestación civilizadora que pudiera propiciar la reaparición de “rojos” y “rojillos” en el sagrado suelo de la península. La película permitió el debut de Ana Torrent (Cría Cuervos, Elisa vida mía), una de las dos hijas del matrimonio convencional de la historia de Erice. El padre, un propietario de tierras (Fernando Fernán Gómez) y su joven esposa (Teresa Gampera) separada por la guerra de un amante al cual escribe sin tener la certeza de que siga con vida. Una situación que castigó a cientos de miles en aquella España mortalmente dividida. Antonio Machado le correspondió compartir la nefanda suerte al verse separado de su amada Guiomar, como recuerda en un inmortal soneto:

 

De mar a mar entre los dos la guerra,
más honda que la mar. En mi parterre,
miro la mar que el horizonte cierra.
Tú asomada, Guiomar, a un Finisterre,

miras hacia otra mar, la mar de España
que Camoens cantara tenebrosa.
Acaso a ti mi ausencia te acompaña.
A mí me duele tu recuerdo, diosa.

La guerra dio al amor el tajo fuerte.
Y es la total angustia de la muerte,
con la sombra infecunda de tu llama

y la soñada miel de amor tardío,
y la flor imposible de la rama
que ha sentido del hacha el corte frío.

 

A Hoyuelos, como hacía con distanciada frecuencia, llega una tarde un cine ambulante para proyectar la película de turno que no era otra que Frankenstein. Las dos chiquitas, de seis y ochos años, quedan impresionadas por la historia; especialmente Ana, que no entiende porqué el monstruo dio muerte (fue accidente) a la niña que jugaba con él. La mayor, Isabel, le miente diciéndole que conoció a la criatura y sabe dónde vive, en una especie de granero abandonado en las afueras del pueblo. Ana es toda la película, precioso instrumento de Erice para explorar la impredecible imaginación infantil. En este caso, la de una niña que sacrifica la esencia lúdica de su existencia para entregarse a la obsesión de Frankenstein. Una crónica en imágenes del viaje hacia la demencia precoz de la protagonista. A pesar de haber nacido lejos del lugar de la acción y el mismo año en que se desarrolla, se siente un inquietante tono confesional. Más a nivel del sentimiento de la autobiografía.


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