Diario Literario

Diario literario 2024, abril (parte III): Frank o’Hara, Lukács por Geroge Steiner, hacia Madame Bovary, 100 años de la Montaña Mágica

20/04/2024

Frank O’Hara. Fotografía de Edward Elmslie | MOMA | Wikimedia

Milán, domingo 14 de abril de 2024

El venezolano Ricardo Bello es el más atento lector de narrativa norteamericana que conozco. Hablar con él del Pierre, de Melville, es cosa natural, o de The americans, la formidable y olvidada novela de Gertrude Stein. Hoy, Ricardo me saluda, desde Sevilla, con uno de los poemas más queridos de Frank O’Hara, el “tercer hombre”, y mi poeta preferido de la llamada Escuela de Nueva York. Los otros dos integrantes son John Ashbery y Kenneth Koch, quienes hicieron del querido restaurant, con vista al patio de las esculturas, del viejo MoMA de los ’60 y ’70 del siglo pasado, el cuartel general de sus actividades. O’Hara fue uno de los principales curadores de la institución, lo cual facilitaba las operaciones en las dependencias del museo. Como poeta, fue uno de los mejores seguidores del maestro William Carlos Williams, ambos empeñados en “poetizar” el lenguaje demótico de los norteamericanos. Un texto adecuado en este día para mí tan especial, que señala el nacimiento de mi padre hace poco más de cien años.

Izq. Gyorgy Lukács. Der. George Steiner

Milán, lunes 15 de abril de 2024

Lukács & Steiner

La relectura de algunas páginas de Lukács, me hacen recordar las tantas miserias del siglo XX. En sus influyentes Ensayos sobre el realismo, acopio de verdades reveladas de la crítica literaria marxista, libro de lectura obligada en las universidades del orbe occidental, excepción hecha de los Estados Unidos hasta fecha reciente (Francis Jameson es uno de sus más distinguidos lectores en tiempos post-modernos), no encuentro una sola mención a Andrei Platonov, uno de los verdaderamente grandes novelistas rusos, de acuerdo Iossif Brodsky, opinión que esta vez comparto. Platonov estaba hecho a la medida de las exigencias de Lukács. Un implacable realista, consciente de la misión histórica del proletariado, marxista-leninista él mismo. Nadie como Platonov, en su novela Cevengur, ha contado las impensadas e impensables miserias del campesinado de su país en los primeros tiempos post-zaristas. Lukács, con todo su insondable talento, se sumó, de una manera vergonzosamente acrítica, dejando de lado sus ideas sobre la totalidad, al criterio oficial que condenó a Platonov al ostracismo. Seguía las opiniones de Gorki en sus momentos más sectarios. La condena al novelista de Cevengur no era por su falta de realismo, sino por su exceso de realismo. De acuerdo a la doctrina, un campesino ruso, por el simple hecho de ser ruso, no podía vivir de manera tan abyecta. Al fin y al cabo, con los obreros, eran los escogidos, como los israelitas en el desierto, por Stalin, un profeta tan enajenado como Moisés. George Steiner, desde esta orilla, como casi todos nosotros, leía y admiraba al gran pensador húngaro, seguramente preguntándose cómo alguien tan brillante podía ser tan desacertado. Como quiera que sea, sigue siendo su “Gyorgy Lukács y su pacto con el diablo”, escrito en vida del eminente crítico, lo mejor que he leído sobre esa maraña de contradicciones que fue la vida de este Fausto contemporáneo.

Fotografía de Robert Burdock | Flickr

Milán, martes 16 de abril de 2024 

Hacia Madame Bovary (1)

A Matilde y Luis José

Madame Bovary es la historia de un adulterio. Lo cual no tiene nada de original. De adulterios está lleno el Decamerón, de Boccaccio. Y aunque sólo estaban casados extraoficialmente, las infidelidades de la Cresida de Shakespeare son un escándalo. Y Moll Flanders, la sátira de Defoe, no está protagonizada por ningún dechado de virtud. Nada nuevo en la literatura occidental el asunto escogido por Gustave Flaubert para su Madame Bovary. La novedad es que Madame Bovary es mucho más que la historia de un adulterio. Es, asimismo, una descripción de las costumbres provincianas, como se aclara en el subtítulo. Y, además, una crítica feroz de la Francia burguesa post-1848. Una metáfora de recónditas perversiones sexuales. Una expresión del lado oscuro del arquetipo de Afrodita, y la muestra más acabada en literatura del alto realismo. Un género del cual fue su mejor exponente, con Balzac, Guy de Maupassant o Emile Zola. Desde hace más de cien años, el realismo es uno de los estilos literarios más frecuentados y aceptados. En la época de Flaubert no era tan inocente, sin embargo. Ser “realista”, precisamente, es uno de los argumentos que utilizó la fiscalía para reforzar sus cargos en el juicio que se le siguió a Flaubert, así como a su editor e impresor. Al final de su acusación, el fiscal recuerda que el estilo del novelista era como el de un “pintor realista”. No lo menciona por su nombre, pero es probable que estuviera pensando en Courbet, en cuyo realismo pictórico se encuentran los primeros signos de la modernidad. También Courbet tuvo problemas con la justicia y la crítica oficial. Su telas no fueron aceptadas en los salones y tuvo que construirse un pabellón particular para exhibir sus obras. Cuyos temas eran los más prosaicos, gente de la calle, trabajadores humildes, prostitutas. Courbet criticaba la pintura de su tiempo como Flaubert criticaba la literatura. Se trataba de un cuestionamiento al arte y la literatura románticos. Con sus heroínas entregadas a precoces tuberculosis, y sus amantes motivados por la necrofilia o alucinados en apartados castillos; enloquecidos en las altas cumbres o acosados por visones del doble y otros fantasmas. El protagonista romántico es frágil, tísico, border-line, aristócrata. Los personajes de Courbet, como los de Flaubert, son avaros, miserables, sin ninguna clase o imaginación. Chatos, como Charles Bovary. No obstante, en el fondo de todo esto había un radical rechazo a la llamada “falacia empática”. Según la cual los méritos de una obra se podían medir de acuerdo a la identificación que se sentía con los personajes de la pintura o novela. El mejor artista, novelista o poeta era el que nos conmovía hasta las lágrimas; una estética lacrimógena, en suma. Madame Bovary es la historia de un adulterio, efectivamente. Y nadie lo ha entendido mejor que el abogado Ernest Pinard, el fiscal en el proceso que se le siguió a Flaubert por ofensas a la moral y la religión. A pesar de su fariseísmo (más tarde sería encontrado culpable en un caso de pornografía infantil), Pinard, a pesar de él mismo, ha sido uno de los mejores lectores y críticos de Madame Bovary. Entre otras cosas, reconoce que la novela “glorifica el adulterio, canta el cántico del adulterio, su poesía, su voluptuosidad… se trata de una glorificación del adulterio”. Y concluye, “Lo que Flaubert muestra es la poesía del adulterio”. A la crítica literaria y no al derecho ha debido dedicar Monsieur Pinard sus esfuerzos.

But last but not least, Madame Bovary pone al desnudo la condición sub-humana de la mujer durante el Segundo Imperio, la sociedad más evolucionada, económica y culturalmente, de Occidente durante el siglo XIX. Pocas eran las alternativas. Si dejamos de lado el convento, el “contrato social” con las mujeres las reducía a la función reproductora. El orgasmo estaba fuera de toda consideración. El placer sexual sólo se concebía en ambientes extra-domésticos, como el burdel. Para la época de Madame Bovary, París contaba con más de 40000 prostitutas registradas. Ni sexo ni la capacidad de sublimarlo con alguna actividad científica o creadora. El genio de Berthe Morrisot está todavía por reconocerse. La conocíamos como cuñada y modelo (acaso amante de Manet), no como la estupenda pintora que fue, como han descubierto los visitantes a la reciente retrospectiva que le dedicó en 2024 el Museo Marmotan de París. La caída de Madame Bovary es el derrumbe de un sueño. Nunca pretendió otra cosa que unas ráfagas de felicidad, que incluyeran el sexo, la diversión, la vanidad, la aspiración a convertirse en una mujer con derecho a ser medianamente feliz. Su muerte es la muerte de un sueño.

Gustave Flaubert. 1856. Eugène Giraud

Milán, miércoles 17 de abril de 2024

Hacia Madame Bovary (2)

A Matilde y Luis José

Madame Bovary es una típica tragedia burguesa. La burguesía, lo que hoy llaman los sociólogos clase media, producto de los grandes desplazamientos poblacionales del campo a la ciudades (burgos), es la más inestable de las clases. Es el cuestionamiento al viejo orden piramidal del feudalismo, caracterizado por la inamovilidad social, los que están arriba y los que están abajo. El burgués no puede sino estar en movimiento. El ascenso social es su esencia. La clase proletaria, a menos que haga la revolución, seguirá siendo proletaria. Y la clase más alta, a menos que ocurra un desastre como el del 1929 o el 2008, seguirá siendo alta. Emma Bovary, como el Cesar Biroteau, de Balzac, es una inconforme. No le contenta haber superado la pobreza primordial. No quiere reconocer que es una privilegiada, que ha recibido educación y “come con cubiertos”. La burguesía es así, nunca está contenta. El oscuro objeto del deseo es tener más. Como bien puede y suele suceder, Madame Bovary no tiene idea de lo que es el dinero. Quiere olvidar que el pago es inevitable. Olvida que ha llegado allí por la racionalidad con la cual su padre ha administrado su economía. El burgués que hay en Madame Bovary no cree en Dios, sólo cree en milagros. Tarde se dará cuenta que el dinero, a diferencia de Dios, no es milagroso.

Madame Bovary llegó tarde a la tierra. Flaubert también, de allí que un día confesara que “Madame Bovary c’est moi”, Madame Bovary soy yo; un romántico fuera de contexto. Emma fue la última romántica en un tiempo donde los romanticismos ya no eran posibles. Después del fracaso de la utopía del levantamiento de 1848, se pierden las ilusiones políticas. Lukács lo advierte cuando escribe que en Balzac todavía es posible una sociedad socialista. El escepticismo de Flaubert es total y, por lo tanto, anti-marxista, reaccionario. La burguesía triunfante, después de tres revoluciones (1789, 1830, 1848) propiciadas y financiadas por ella, había provocado una cuarta y definitiva revolución, la Revolución Industrial que había terminado en convertir el dinero en un culto. Escondida en las páginas de sus libros, la joven Emma no estaba al tanto de los profundos cambios que se estaban produciendo en la Francia de su tiempo. Tarde aprende, y aprende mal, que el dinero es un arma de doble filo, una trampa en la cual hasta los más hábiles han caído :“Los apetitos de la carne, la codicia por el dinero, las melancolías de la pasión, se confundían en un mismo sufrimiento”. Su individualismo es la marca del romanticismo. La escogencia de Lucia di Lamermoor como la ópera a la cual asiste el matrimonio Bovary en Rouen, no es casual. La protagonista de Walter Scott en la ópera de Donizzeti es una romántica perdida. La separación de Edgardo la enloquece como enloqueció a Emma el abandono de Rodolphe. Pero Lucia de Lamermoor es la más romántica de las heroínas y su muerte la más romántica de las muertes. Madame Bovary se despierta a la realidad burguesa después del abandono de su amante, y su muerte es la más sórdida. De haber nacido medio siglo antes, Emma Bovary habría muerto la muerte romántica, casi adolescente, alucinada y enamorada de Lucía. Después de 1848, la prosa del realismo desplaza la poesía del romanticismo. El romántico escribe poesía, el realista escribe novelas. Al perder su vocación narrativa, que es la de Homero, o Coleridge, la poesía habría de perder al lector, convertido en un pequeño burgués como los que caricaturiza Flaubert en Madame Bovary.

Sin embargo, Emma Bovary es la primera protagonista de la novela moderna, del mismo modo que Flaubert es el primer novelista verdaderamente moderno. Emma es un personaje sacudido por sentimiento complejos. Su conducta tiene algo de perverso en términos freudianos; o de arquetipal, en su lado oscuro, en términos junguianos. No soy, ni mucho menos, el primero en reconocer el velado, o manifiesto, sado-masoquismo que modela los actos de la pareja Emma-Charles. Es improbable que, incluso un tonto como el doctor Bovary, no hubiese escuchado comentarios sobre las habilidades de Rodolphe como seductor, una especie de Don Giovanni de provincia. Y, sin embargo, no oculta su alegría cuando el joven se presenta con dos cabalgaduras para dar un paseo de donde regresará Emma seducida, aunque todavía no abandonada. Incluso más ambigua es la manera cómo anima a la joven mujer a que se traslade todas las semanas a Rouen, donde la espera León, su segundo amante. Por su parte, Emma Bovary no disimula su menosprecio por el distraído esposo. Se excitan ambos inflingiéndose humillaciones y recibiéndolas. En una de las tantas aproximaciones escritas sobre el asunto, Alberto Caddei agrega: “El masoquismo es una culpa que permanece sin castigo, resultado de una transgresión ante la cual el individuo se siente culpable; en el caso de Charles, y acaso de Flaubert, de una traición a la madre o de un sentido profundo de inadaptación nacido durante la infancia”. Pero Emma Bovary, en términos junguianos, es, asimismo, el la personificación del mito de Afrodita. En un estudio reciente, la profesora Arlene Diane Landau nos recuerda las implicaciones del arquetipo. Todos, incluso los más luminosos, como el de Afrodita tienen su lado oscuro. Escribe Landau: “Afrodita es la dorada diosa del amor y la belleza en la mitología griega. Las mujeres que encarnan el arquetipo de Afrodita tienen menos oportunidades de lo que ellas, o los demás, imaginan. Los mitos nos dicen que las cualidades de Afrodita son esenciales para la alegría de vivir, pero el lado oscuro de Afrodita se manifiesta cuando la mujer se identifica íntegramente con los poderes de la diosa, cuando otras cualidades arquetipales de lo femenino dejan de tener importancia para ellas. La tragedia que resulta ha sido el tema de numerosas novelas y película”. (The Dark side of Venus Aphrodite and the Loss and Regeneration of Soul)

Thomas Mann. 1937. Van Vechten Collection | Library of Congress | WIkimedia

Milán, jueves 18 de abril de 2024

Cien años en la montaña

En Il corriere della sera de hoy un artículo de Claudio Magris recordando los cien años de la publicación de La montaña mágica (“incantata” en la primera traducción al italiano, y “mágica” en la última, como en castellano). Estas son las primera líneas de la reseña del admirado Magris:

Cien años para un libro, y en especial para una novela son muchos: un quijotesco desafío Al olvido, al cual antes o después parece destinada la vida, incluso si cada libro, cada Gesto y cada palabra son una consciente o inconsciente refutación a olvidar, un verbo que En ocasiones parece sinónimo de morir. La obra maestra de Thomas Mann, de la cual se Celebra el centenario, termina con una pregunta, casi una demanda de auxilio que no se Sabe a quién dirigir, incluso porque dirigirla al tiempo y a la historia es el autor quien se la plantea al lector. Después de siete años transcurridos en el sanatorio antituberculoso de Davos, el protagonista de la novela, Hans Castorp, se sacude del sueño moral que había absorbido durante su existencia y experiencia intelectual y regresa a la vida, aun cuando se trata de la tragedia de la Primera Guerra Mundial. La decisión de alistarse es una paradójica escogencia de solidaridad con la humanidad desfigurada por la guerra, y en la última línea del libro se pregunta si “tal vez después de este festival mundial de la muerte, de esta voluptuosidad, ansiosa y maligna que incendia todo bajo el cielo lluvioso de la noche, podrá un día renacer el amor.

La montaña mágica es uno de los pocos libros verdaderamente inevitables de la literatura moderna. Por razones puramente edípicas (desde mis catorce mi padre insistía en que me la leyera) la leí tardíamente. Y lo hice en el momento más adecuado. Cuando fui víctima de un pneumotórax espontáneo a los veinticuatro años. El pneumotórax es el colapso de uno o los dos pulmones por cantidad de razones. Una de ellas era la terapéutica. Se utilizó en el tratamiento de la tuberculosis, y seguramente fue practicada por los médicos del sanatorio de Davos, el escenario de la novela. Y allí, en una clínica no suiza, sino venezolana, estaba yo, en cama, hospitalizado, recibiendo los cuidados del doctor Valero, gran amigo de mi padre y admirador de Mann. “Ah, por fin la estás leyendo!”, fue lo que me dijo cuando vio el ejemplar del libro de Editorial Claridad, la única edición en castellano en esa época, y que había sido un ícono durane los años de mi adolescencia. No sabía yo que me tocaría volver a leerla en circunstancias más adversas. Fue cuando, quince años más tarde, a mi madre se le diagnosticara un cáncer terminal, que no le dejaría más de diez meses de vida. La montaña fue mi refugio buena parte de ese tiempo. En mi Diario literario 1995 consigné largamente la dolorosa experiencia. El libro de Mann, a sus cien años, sigue siendo una de las grandes experiencias literarias de mi vida.

Muestra dde Nari Wardd en Hangar Bicocca. Fotografía de Hangar Bicocca

Milán, viernes 20 de abril de 2024

Estupenda muestra del jamaiquino-USA Nari Ward en el Hangar Bicocca. Dice Ward y es verdad: “Quisiera que el público experimentase un espacio visual y emotivo que combina imaginación y memoria y que expresa una voluntad de ser, de dar forma y de cambiar”.


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