Diario Literario

Diario literario 2023, noviembre (parte II): James Lee Byars, “Poema sin héroe”, Ada Limón

"La puerta de la inocencia". 1989. James Lee Byars

11/11/2023

Milán, domingo 5 de noviembre de 2023 

Apenas llevo tres años fuera de Venezuela -es poco y es tanto-, y las experiencias inéditas, impensadas, no dejan de reiterarse. Mientras escribía en este cuaderno la fecha de hoy, de improviso, como una epifanía, tuve la revelación de que, también el país natal, hoy es cinco de noviembre de 2023. Como si allá fuera todavía el 20 de octubre, cuando tomé el avión en el aeropuerto de Caracas que me traería a Italia. A uno de mis diarios literarios (Universidad de Carabobo, 1997), lo llamé El tiempo traspasado, aludiendo a que estaba cumpliendo cincuenta. Mi fugaz vivencia de hoy es una de “tiempo paralizado”. En ambos casos, se trata de dramáticas versiones del “sentimento del tempo”, como diría Ungaretti. Es decir: “Memoria, fluido simulacro,/ melancólica burla”.

Milán, lunes 6 de noviembre de 2023

El otoño, que conocemos por fotos, pinturas, poemas y películas o personalmente, es otra víctima de las variaciones del clima. Tan fugaz se ha hecho que no da tiempo suficiente al verdor para amarillear sus hojas a tiempo. Cuando lo hacen ya es invierno. Al menos aquí, en la capital lombarda, donde las temperaturas en la mañana bajaron hasta 6º C. Aunque nadie garantiza que será así en las próximas jornadas. El signo de los días, también en política, arte y religión, es la incertidumbre. Una manera elegante que encontró el idioma para resumir una situación en la que nadie está seguro nada. Salvo de lo que sí sabemos.

James Lee Byars. Fotografía de ftn-blog.com

James Lee Byars (1)

En una oportunidad, el influyente crítico de arte Francesco Botami expresó que el estadounidense James Lee Byars era el artista más “accesible de los inaccesibles”. Es probable que entre otros “inaccesibles”, el que fuera curador del Pabellón de Italia en la Bienal de Venecia incluyera a otros desconcertantes ingenios, como Matthew Barney y Mike Kelly, todos condicionados por los desarrollos de Duchamp y Joseph Beuys. Del franco- norteamericano es el “nihilismo creativo” que marca sus obras. Duchamp negó, entre otras cosas, la originalidad de la obra de arte, la misión del artista en el mundo, la representatividad y la no representatividad, el rol del artista en la tribu (sociedad), la omnipotencia del mercado, el oficio (metière). No obstante, algunos de estos artistas, es el caso de Byars, se distanciaron del ejemplo de Duchamp animados por el alemán Joseph Beuys, esa especie de Duchamp de los nuevos tiempos. De acuerdo con el evangelio según Beuys, el artista tenía que ser el chamán de la tribu humana. Sus obras estaban revestidas de un poder encantatorio, epifánico, curador, religioso. El genio chamánico se manifestaba y desaparecía en cada una de sus producciones. Se entregaba en cuerpo y alma al colectivo. Invitado a participar en una de las Documenta Kassel, Beuys, con el permiso, de las autoridades participó con una obra que consistió en sembrar miles de árboles en la ciudad alemana. El artista desaparece, pero su gesto tiene el aire de lo permanente. Y tal vez esta sea la única limitación de la muestra que el Hangar Biccoca, bajo la impecable coordinación de su director, Vicente Todoli dedicó a James Lee Byars. Byars fue, aparte de artista objetual (esculturas, pinturas, artefactos, desechables), un perfomer. Es decir, un artista para el cual el cuerpo es como una brocha, un pincel o un martillo, uno de los tantos instrumentos para alcanzar una expresión determinada. Para Byars, como para el poeta místico, la obra no es el fin, no es el mensaje, apenas el masaje, como decía el canadiense. Creyó en una posibilidad para el alma más allá de la vida en esta vida, y más allá de la muerte.

La figura de la muerte. 1986. James Lee Byars. Fotografía de Pirelli Hangar Bicocca

Milán, martes 7 de noviembre de 2023

James Lee Byars (2)

La muerte como la nada definitiva, la magna questio agustiniana, es un asunto que se reitera en la iconografía de Byars. Un obsesionado por el absoluto no podía obviarla de sus reflexiones. “La tumba de James Lee Byars” es una serie de obras sobre el tema de la muerte, de su muerte, que lo encontramos también en algunos de sus performances. En la muestra del Biccoca, “La tumba de James Lee Byars” (1986) es una esfera de arena compacta, perfecta e inquietante, una propia alegoría del absoluto. En otras versiones, la alusión es menos hermética. Otra obra en la exposición se refiere asimismo al gran tema, el único digno de la reflexión filosófica. “La figura de la muerte”, también de 1986, es un monumento fúnebre como un obelisco o un tótem. Consiste en diez cubos perfectos de basalto que se elevan sobre una base cuadrada revestida en oro. Una columna que parece diseñada para un espacio como el de un cementerio en un planeta solitario. Las imágenes de James Lee Byars refieren siempre a situaciones límites. Sus lecturas reiteradas eran libros como el Tao Te King, El bardo Todol y el teatro No. La seriedad de su producción encontraba el balance en sus performances, donde el humor del bufón era esencial para el espectáculo.

Libros Libros

En una tímida mañana del incipiente invierno regreso a casa después de recoger, en mi sucursal de la Biblioteca de Milán, algunos libros que había requerido. No es nada infrecuente desde que descubrí sus eficientes servicios. Lo especial es que esta vez no se trataba de un volumen, sino de seis. A saber: Ana Ajmatova: Poema senza eroe (bilingüe); Mario Rigone Stern: Il sergente nella neve; Anne-Marie Baron: Le Paris de Balzac, y tres novelas de Ingo Schulze: Semplici storie (1998), Vite Nuove (2005) y La rettitudine degli assassini (2020). Material suficiente para calentar las largas noches de invierno que están por comenzar. De todos sólo conozco bien el libro de la Ajmatova. En efecto, gracias a la fina traducción al francés de Jeanne Rudel, pude leer el más ambicioso, y para muchos el mejor, de los libros de la poeta rusa. Sobre él escribí en el largo ensayo que le dediqué, en 1998, a Ajmatova, recogido en mi clandestino Las mismas aguas.

Naturaleza muerta. Giorgio Morandi

Milán, miércoles 8 de noviembre de 2023

Morandi (2)

Segunda visita a la retrospectiva de Morandi en Palazzo Reale. Impresionado en esta ocasión por la desmaterialización de los objetos en su iconografía hasta convertirlos en abstracciones. En una oportunidad el maestro boloñés había reflexionado al respecto: “Para mí no hay nada más abstracto que lo real”. Botellas que han dejado de ser botellas para convertirse en su esencia. O en su alma. Morandi está de parte de las cosas. Las entiende en soledad. Una soledad que no es la de los personajes de Gogol o Beckett. Y reconocemos en las figuras de Giacometti. Objetos y personajes al borde de la nada. Los seres de Morandi se acogieron a una forma de soledad monástica. Los de Giacometti optaron por el ensimismamiento. Son ateos. De regreso a estas salas llenas de visiones, se afirma la condición de permanencia, de eternidad de muchas de estas telas. A la salida, una cita del lamentado Peter Schjeldahl en uno de los muros: “En mi mundo ideal, las casas de todos los que aman el arte deberían venir equipadas con una pintura de Giorgio Morandi, como un gimnasio donde ejercitar a diario la mirada, la mente y el alma”. Veintidós años después de mi primer encuentro serio con Morandi en Tate Modern, reconozco que, de manera insensible, mi admiración por su obra es ahora algo muy cercano a la devoción.

Anna Ajmatova. 1914. Dibujo de Savely Sorin

Poema sin héroe

Debe haber sido hacia mil novecientos setenta y cinco del siglo pasado, cuando recibí de la desaparecida librería La joie de lire, de París, un paquete de libros donde se encontraba la hermosa edición en francés de Poema sin héroe, en versión bilingüe, a cargo de Jeanne Rudel, la misma especialista que escribió, para la colección Poétes d’aujourd’hui, el volumen dedicado a Ajmatova. Ahora, después de este cuarto de siglo, y en la edición italiana de Carlo Riccio, vuelvo al poema de la poeta rusa. Es un texto complejo en su forma, un poema dramático, como una sinfonía coral, donde se canta y cuenta la trágica historia de los poetas de la “generación Stalin”, aquellos que sobrevivieron, como Pasternak y Mandelstam, a los primeros años de revolución y los de la Segunda Guerra, para caer en el infierno de la desmesurada represión estaliniana. Los protagonistas del canto son todos jóvenes de bolsillos flacos que se embriagaron con ilusiones de las cuales luego serían sus víctimas. Entre ellos el joven oficial Vsevold Knjazev, vecino de la autora hacia 1913, y la actriz del teatro Suvorin, Olga Glébova, conocida femme fatale de los últimos años del imperio. El largo poema tiene mucho del Pushkin de Onegin, de Block, de Hamlet, de Fausto, Don Giovanni y acaso Gogol. Comienza con un baile de disfraces donde la poeta protagonista se extiende en una serie de soliloquios, todos marcados por la nostalgia y el desengaño. Ajmatova canta y cuenta en 1940 lo que vivió en 1913. Unos versos que he traducido del italiano del primer soliloquio de la poeta:

“Noche de fin de año. Casa de las Fuentes. A la autora, en lugar de los invitados, se le presentan, enmascaradas, las sombras de 1913. Sala blanca de los espejos. Digresión lírica: ‘El huésped del futuro’. Baile de disfraces. El fantasma. La poeta”.

 

He encendido las velas que me son tan queridas,
para que reluzca esta noche y aquí, contigo,
que todavía no llegas, festejaré,
la llegada del cuarenta y uno.

Pero…
¡Que Dios me dé fuerzas!
En el cristal del candelabro
la luz se ha apagado,
“Y el vino quema como veneno”
Los borbotones de un áspero coloquio,
cuando todas las pesadillas retornan
y el reloj todavía no suena…
Mi angustia es sin medida,
yo misma en el umbral como una sombra,
en guardia de mi propia intimidad.
Y este sonido prolongado,
una sensación de hielo húmedo,
de piedra, de hielo, de fuego…
Y poseida por el recuerdo
giro sobre mí misma
y digo en voz baja:
“Se trata de un error, la Venecia
de los dogos está aquí al lado…
Máscaras, capas, coronas
que hoy tienen que dejar a la entrada.
Es hora de celebrar con ustedes
ah, imprudentes sombras,
este es Fausto, este Don Giovanni,
este es Meyerhold, este Juan Bautista,
el más modesto es el nórdico Glahn

 

Milán, jueves 9 de noviembre de 2023

Una de las mejores enseñanzas del destierro es la humildad. Nunca es dueño el hombre o la mujer de su destino. Nunca lo ha sido, como nos recordaba Sófocles al definir la condición humana, pero fuera de la casa que es el país natal, lo es aún menos.

Ada Limón. Fotografía de Mandel NGAN | AFP

Milán, viernes 10 de noviembre de 2023

Ada Limón 

Sobre esta poetisa norteamericana escribí unas líneas en este cuaderno y es probable que haya traducido algo suyo. Limón, de ascendencia mexicana, nació en 1976 y actualmente es Laureate Poet de los Estados Unidos, un nombramiento del Congreso como poeta ”oficial” por un año. Se tiene, con razón, como uno de los más altos honores con los que puede ser distinguido un poeta de ese país. Es la primera autora de origen hispano en conseguirlo. En la más reciente entrega de The Newyorker (13.XI.23) fue publicado este poema que he intentado traducir. La lírica de Limón es una crítica radical a los criterios de la modernidad, que formaron y deformaron la poesía del siglo veinte. Entre otros, que la poesía no podía ser clara sino oscura, y que sobre el asunto privaba de manera indiscutible la forma. No importa lo que se diga, lo que interesa es cómo se diga. Limón, y los poetas de su generación, sin abandonar la forma (la de Limón es sólo una aparente sencillez), se empeñan en cantar y contar los sucesos de la tribu. Como debe ser y ha sido desde Homero, Dante y Shakespeare. El texto está escrito en versos libres, pero con una musicalidad “natural”, nada artificiosa, propia de la escritura de esta poeta laureada.

 

INFIERNO O INUNDACIÓN

Sin el hábito de ir a misa o ser carpinteros,
mi familia cantaba en la autopista 12
o en Arnold Drive, dependiendo del tránsito.
“Blue Moon, tú me has visto en mi soledad”,
cantaba mi abuelo materno con su voz de vaquero,
como la de Marty Robbins, mientras nos disparábamos
por la ruta 79 de Julian a Calamesa, después de haber
perdido todo el dinero y lo que creían a salvo en un esquema
ahorro-préstamo. Después fue el infierno o la inundación.
Por otro lado, “el otro lado”, mi abuelo cantaba
rancheras de Lydia Mendoza, y “Mil hombres”,
canciones de la frontera en nuestra ruta desde
Ocean Side a Laguna Beach. Aquí también, en las montañas,
recuerdo el interminable viaje desde Glen Ellen,
en el asiento de atrás, con mi hermano haciendo gala
de sus habilidades pugilísticas en el pegajoso plástico.
Pero incluso entonces estábamos decididos a cantar.
En el campamento, mi padre sacaba su guitarra,
entonces le pedíamos que cantara “The Cat Came Back”
o “500 Miles”, cualquier canción que tuviera un coro.
Algunas veces hasta las canciones tristes nos gustaban.
Flotando hacia la oscuridad entre las llamas del fuego
y los chopos y pinos parpadeando en la distancia. Cuál
era la diferencia entre una canción cantada durante
el viaje y la cantada al llegar? Una era acerca de pasar
el tiempo, la otra sobre descubrirse en un bramido
dirigido a las rocas y las piedras, no lo sé.
Sólo sé que cantábamos, y aquí, en este valle,
no puedo sino pensar en cómo mi padre sacó
su guitarra frente al lecho de muerte de mi madrastra,
que en realidad era la cama de ellos en el norte,
y en un día frío y despejado, cantó “500 Miles”,
ella estaba a punto de morir, y lloré y la voz de mi padre
era tan alta que cuando la enfermera se asomó
y preguntó, “Ustedes no tienen religión, cierto?,
no supe qué decir, porque la teníamos, era esta,
todos los años juntos, en la carretera, cantado
a todo pulmón, afinados o desafinados, pero con gusto,
nuestras voces unidas como raíces de un árbol,
sin ninguna razón en especial, sino por el puro placer,
algo para pasar el tiempo, como la belleza, como ascender
hasta la cima sólo por ascender, así se hacía antes,
la única manera que conozco, una montaña, un eco,
un regreso, un regreso, un coro.


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