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Diario literario 2023, marzo (parte I): Arvo Pärt, “Pozo muerto”, Cagnaccio di San Pietro, la Estación Alemana, Grünbein
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Milán, lunes 27 de febrero de 2023
Arvo Pärt
Comienzo bien el lunes (“el que pierde el lunes, pierde la semana”, decían en mi Nirgua ‘natal’) escribiendo con mi querida Delta (una pluma artesanal cuya producción cesó, helas, hace cinco años), regalo de Constanza, en París, cuando cumplí sesenta y Alain Dutournier nos preparó las “últimas” hortolanas. En France Musique se ponen de acuerdo con este comienzo de semana y lo primero que escucho de su programación son los 10´10” de Spiegel im Spiegel, (“Juego de espejos”) para violín y piano de Arvo Pärt, terminada en 1978, el mismo año en el que llegara, con Eileen y una Constanza de dos años y medio, a Nueva York a vivir algunos de los mejores años de nuestras vidas. En ese momento no conocía la pieza del compositor lituano, pero, de manera involuntaria, la asocio con mi traslado. La dulce melancolía de la música es la más adecuada para acompañar la nostalgia de aquel tiempo, cuando era joven y caminaba por las calles de la gran ciudad, a los treinta años, con la cabeza llena de sueños y una estrella en la mano. Escribir estas pocas líneas me ha llevado los diez minutos de la pieza de Pärt. Casi toda su música está signada por un pathos religioso que viene a ser la vertiente mística del minimalismo inventado por Glass y Reich.
Milán, martes 28 de febrero de 2023
“Pozo muerto”
A diferencia de los poetas, los cineastas venezolanos se han ocupado de referir en sus cintas el asunto del petróleo, su explotación y la explotación de quienes se encargaban de extraerlo. Rodolfo Izaguirre ha comentado el tema en varias ocasiones. Se detiene en El pez que fuma, de Chalbaud, y un poco después en Pozo muerto, de Rebolledo. El primero es un largometraje y el segundo un documental. Chalbaud mezcla ficción y realidad, poesía y crónica. Rebolledo es realismo puro, ni mágico ni maravilloso ni socialista, pero no por eso menos conmovedor y terrible. Para la fecha del estreno de Pozo muerto, ya conocía yo a Edmundo Aray, guionista y promotor de la empresa. Tenía que contentarme con sus comentarios y su entusiasmo. Fue rodado en 35mm, y en mi Valencia de aquellos días no disponíamos de una sala de cine en la universidad con la dotación necesaria. Para mí, Pozo muerto terminó siendo la película que nunca vi, pero de la que sabía todo. No conocí a Rebolledo, pero fui buen amigo de los que colaboraron en el proyecto: Edmundo, Carlos Contramaestre y Adriano González León, sobre todo Adriano. Eran miembros fundadores de El techo de la ballena, cuyas actividades sólo conocí, como el documental, por los comentarios de sus protagonistas. Pozo muerto nunca se me cruzó en el camino, a pesar de participar en las actividades de un Cine Club universitario y ser directivo, más tarde, de la Fundación para el Fomento del Cine de la Universidad de Carabobo.
Sólo recientemente, a propósito de una selección de textos de El techo de la ballena, he vuelto sobre el asunto. Se me vinieron a la memoria, cincuenta y seis años después, los comentarios y el entusiasmo de Edmundo Aray y, por fin, hace tres días, pude ver Pozo muerto, y no he dejado de hacerlo a diario. Son 31’10” de ajustada sintaxis cinematográfica, de excelente fotografía y logrado montaje. El asunto del film es el más urgente, el deterioro del paisaje físico y humano promovido por el negocio petrolero. La narrativa tiene a la caída de Cabimas como centro, la fractura de su vida social cuando se secaron los pozos, que una vez fueron los más generosos del planeta. El desamparo de sus habitantes, el abandono de las transnacionales y gobiernos que se habían enriquecido con sus ganancias sin dar nada a cambio. Un triste episodio de la historia de crueldades que es la historia nacional. Los realizadores, todos escritores, se eximieron de hacer comentarios y, sabiamente, dejaron hablar a las imágenes y que las palabras fueran las de tres representantes de aquella humanidad ensimismada, confundida, incrédula. ¿Cómo fue que pasó, que de ser una de las comunidades más ricas del planeta pasamos a ser la más miserable? Tres de los habitantes de Cabimas, un barbero, un periodista y un pescador ofrecen sus versiones. Me entero de que el comienzo de la destrucción del lago fue una disposición de las compañías, que provocaban grandes derrames para que la fauna muriera y los pescadores desalojaran zonas potencialmente ricas en hidrocarburos. La explotación terminó hace más de medio siglo, pero la contaminación llegó para quedarse. Aquellas aguas perdieron su condición virginal con todo lo que tiene de irreversible. Cabimas es un pueblo fantasma en Pozo muerto, no menos fantasmas sus habitantes sin destino. Una de las virtudes del documental es su objetividad en una situación donde lo patético es una provocación. Nada de babosa emoción aquí, los hechos son la ficción de este relato fantástico y verídico.
Cagnaccio di San Pietro
Para los amantes del vino, como para los del arte, pocas cosas más excitantes que descubrir algo nuevo. Hace unos días mi hermano, Daniel Oliveros, me reportaba su sorpresa ante un clamoroso vino producido en Tenerife con uvas autóctonas. “¿Tenerife? En efecto”. Algo parecido me ocurrió la semana pasada cuando, en el MUMOK, el museo de Arte Moderno de Viena, descubrí un maestro italiano para mí desconocido. “¿Italiano en Viena?” Así es. Se trata de Cagnaccio di San Pietro, dos de cuyas telas fueron incluidas en “The Animal Within”, la muestra organizada para celebrar los sesenta años de la institución. No sé cómo no lo incluí en la revisión que hice hace un tiempo de los artistas futuristas y su suerte después de la Primera Guerra, que fue la que les facilitó Margarita Sarfaty con su “Arte del Novecento”. Cagnaccio (seudómino de Natalio Bentivoglo Scarpa 1897-1946) fue un futurista breve y novecentista no oficial por su activa militancia anti-fascista. La iconografía post-futurista de Cagnaccio es la de la Nueva Objetividad de Christian Schad. De algunos de sus extraordinarios desnudos se podría decir que es una prefiguración de un Lucien Freud pintado por Morandi, pero mejor.
Milán, miércoles 1º de marzo de 2023
Ficciones y confesiones
Pancho, el de la Estación Alemana
“Comencé a trabajar aquí en 1915, lo recuerdo porque acababa de cumplir quince y había terminado la escuela. Mi papá era el patrón de los meseros porque era uno de los pocos que sabía leer y escribir. Además, ayudaba con los papeles al encargado del bar-restaurant, un alemán que no hablaba bien el español. En esa época venía la gente rica de Valencia, especialmente los domingos después de misa en la Catedral. También los alemanes de San Esteban y Puerto Cabello. Muchas veces llegaban y se reunían en un salón aparte con gente que llegaba de Alemania. Se ponía a revisar unos mapas que abrían sobre la mesa. Una vez vino un militar alemán, con su uniforme y todo, que era un agregado alemán. Yo les llevaba la comanda pero no sé qué decían porque hablaban siempre en su idioma. Un día dejaron de venir. Papá me dijo que había acabado la guerra y los alemanes habían perdido”.
Estamos en 1961 y le estoy realizando una entrevista al señor Pancho Castro, encargado del bar-restaurant de la Estación Alemana de Valencia, como parte de un trabajo para la asignatura de Castellano del segundo año de bachillerato en el Colegio La Salle. “Después de la guerra, el alemán siguió siendo el encargado, pero ahora solo venían los valencianos. No duró mucho, y regresó a su país en los años treinta y desde entonces mi padre se ocupó del bar-restaurant. Los años cuarenta y cincuenta fueron los mejores. Llegaba mucha gente de Caracas, comerciantes y esas cosas. El viejo se retiró y me dejó a mí la estación en 1944. El tren era seguro, pero muy lento. Se tomaba siete horas para llegar desde la estación Palo Grande”. El ferrocarril al que se refería Pancho era el Gran Ferrocarril de Venezuela (Grosse Venezuela Eisenbahn Gesellschaft), iniciado por Krupp por orden de Guzmán Blanco. Con sus 86 túneles, 182 viaductos y 212 puentes en los 179,6 km de trayecto, fue la obra de ingeniería más importante construida por Alemania fuera de Europa. Formaba parte de la visión imperial que ese país tenía para Venezuela. Fue inaugurado en 1894, como un instrumento de penetración en el país suramericano. El imperio del Kayser había llegado tarde a la rebatiña de las colonias. No le tocó nada en Asia y en África sólo la zona dejada de lado por el resto de las potencias al suroeste del continente. El proyecto de colonización venezolana por parte de los alemanes colapsó con la derrota en la Primera Guerra. Estaríamos hablando alemán si hubiesen sido los vencedores. Y aquellos ingenieros y militares que conoció Pancho recogieron sus mapas y documentos y regresaron a la traumatizada metrópolis. El Gran Ferrocarril Venezuela siguió prestando servicios hasta 1967, pero venía herido de muerte con el desarrollo de la industria automotriz y la riqueza petrolera de mediados de los cincuenta. Fue cuando comencé a frecuentarla, hacia 1957, en compañía de mi padres y hermanas. “Tu papá le consiguió una cama a la hija mía en el hospital que administraba, en Bárbula. Siempre hemos sido amigos. Desde que llegó de Nirgua por los cuarenta. Trabajó primero en el Hospital Civil hasta que lo nombraron en el Antituberculoso”.
Mi Estación Alemana son las memorias de una infancia privilegiada. Los helechos se desbordaban a la llegada del tren envuelto en su traje de nubes. Los pájaros bajaban de los altos árboles y la saludaban con cantos en alemán, a los que ella respondía con roncos pitazos en la misma lengua. A los nueve años yo entendía todos los idiomas, pero me contentaba con saludarla con la mano. Yo era un niño tímido y miedoso. La locomotora no se cansaba nunca, y solo pedía jugo de caña para su sed. Sentado en la mesa de hierro forjado al aire libre, con mi hermana, y mi padre con su elegante cigarrillo que no lo dejaba, un solo cigarrillo fumó en toda su vida que sólo se apagó con su muerte. Pero, en 1957, era un hombre joven con un buen cargo, una camioneta, un chófer y dos mujeres, mi madre era una de ellas. Y también ella a veces nos acompañaba a tomar un copetín los domingos en la mañana. Mi madre con sus ojos de luces de todos los colores y una mirada tan dulce como un bienmesabe. La misma mirada que me dirigió desde su cama de enferma antes de morir. Pancho le tenía un gran aprecio y le guardaba los mejores quesos de mano. Y la respetaba porque era una de las mejores maestras de la Escuela Federal “Pedro Castillo”. Para mi padre el mejor whiskey, para mi madre el mejor queso, y para mis hermanas y para mí los mejores cómics, distribuidos en exclusividad por un agradecido Pancho. En ese entonces, en la Estación Alemana siempre era atardecer, después del colegio. La hora preferida de la locomotora, que salía temprano de Caracas para llegar a Valencia antes de las seis. Éramos amigos, ella y yo, pero nunca me provocó abordarla a pesar de las invitaciones. Me daba miedo viajar solo sin mis padres, los cuales nunca tenían tiempo para el largo viaje hasta Caracas. Pero ella no perdía las esperanzas. Así son las locomotoras, de un optimismo sin cura. Para mí, el tren alemán era como el sol, un acontecimiento obligatorio, insoslayable. No obstante, pasarían muchos años sin contemplarlo. La mudanza familiar al norte de la ciudad nos distanció de Pancho y su estación. Pero volvería a ella antes de que el tren con su locomotora dejara de funcionar. La “estación alemana”, con su aire bucólico y romántico, fue un locus amoenus de los Poetas de Valencia, fundadores de la revista Azar Rey (un solo número): Villarroel París, Teófilo Tortolero y Eugenio Montejo. Con ellos regresé a uno de los paisajes de mi infancia como joven estudiante del arte de la poesía. Pancho seguía allí cargado de años y memorias. Al año siguiente, se retiró del trabajo que había ocupado sus horas durante casi siete décadas. La locomotora había sido desincorporada, y los vagones deprimidos, como las personas mayores cuando son jubiladas antes de tiempo y no saben qué hacer con sus vidas. Mi historia termina con el encuentro fortuito, mucho tiempo después, con mi amada locomotora en un museo del transporte. No la saludé. Estaba muerta.
Milán, viernes 3 de marzo de 2023
Durs Grünbein
Sobre Grünbein (Dresde 1962) he escrito antes en este diario. Una vez traduje un fragmento del alemán de su libro sobre Descartes y, en 2016, con la ayuda de la versión de Michael Hoffmann al inglés, terminé la traducción de “Trilce”, su poema dedicado a Vallejo. Es muy probable que sea el poeta alemán más importante en lo que va del siglo XXI. Más recientemente, en febrero de 2022, traduje alguna de sus “Poesías berlinesas”. Allí decía, y sigue siendo verdad, que era el poeta vivo más influyente de Alemania. Una influencia que ha encontrado blindados los a menudo blindados oídos españoles, que parecen resistirse a publicarlo. En Italia es todo lo contrario. Fue beneficiado con el honoris causa de la Universidad de Milán y ha sido becario de la Accademia Villa Massimo, en Roma, donde reside parte del año. Colecciones suyas han sido editadas de manera reiterada por Einaudi y, hace pocos días Crocetti Editore publicó Las palabras no duermen, una antología bilingüe del trabajo de Grünbein. De allí es este poema:
Cosmopolita
De regreso del más largo de mis viajes, al día siguiente,
me resulta claro que no entiendo nada de viajes.
Encerrado en el avión, inmóvil por horas y horas,
encima de nubes que parecen desiertos,
desiertos que parecen mares, y mares
que son como ventiscas de nieve
cuando te despiertas de la anestesia,
entiendo lo que significa
vagar entre los meridianos.
El tiempo se roba el cuerpo, el reposo a los ojos.
La palabra exacta pierde su lugar. El vértigo
vuela con el intercambio del aquí con el más allá,
y distintas religiones y muchas lenguas.
En todas partes son del mismo gris las pistas
y la misma luz las habitaciones de los pacientes.
Allí, en la misma área de tránsito,
donde un tiempo vacío retiene en vano la conciencia,
un proverbio se hace realidad desde un bar de la Atlántida.
Viajar es un ensayo del infierno.
Alejandro Oliveros
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