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Diario literario 2023, febrero (parte III): la plata de Nostromo (2), tiempo de Tristán, Inge Müller (2), Edmé-François Gersaint, fantasmas
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Milán, sábado 11 de febrero de 2023
Ficciones y confesiones
El fantasma de Nostromo (2)
A la muerte de su marido, mi abuela recibió como herencia seis hijos y un fantasma. “Ya me había acostumbrado a su voz y además Nostromo resultó ser hombre simpático, o fantasma como quieran. Me traía razones de tu abuelo, o me hablaba de su vida en Italia como campesino. Venía de una isla llamada Cerdeña, donde cultivaban la uva. Nostromo me dijo, no sé si es verdad, porque a los fantasmas no se les puede creer mucho, que allá ponían a los niños a tomar vino desde chiquitos, porque no había agua filtrada, y que el vino era lo que más le hizo falta cuando se vino a Venezuela. Llegó, a duras penas, hasta Génova donde cogió un barco. Se me aparecía como una vez a la semana, casi siempre los viernes, y siempre antes de la medianoche. Para mí, era una manera de estar con tu abuelo. Tu tía Loreta decía que ella tenía su fantasma. El prometido, que se le aparecía y que murió ahogado en Patanemo en una excursión. La pobre, es el único novio que tuvo y nunca tuvo más. No se halla con otros hombres. Loreta era muy bonita y alegre y le gustaba bailar. Una sola vez fui hasta Isla Larga, donde Nostromo enterró la plata. Di unas vueltas por ahí con un viejo amigo de tu abuelo y no se veía nada; ni siquiera espacio, porque Isla Larga no es muy grande. Cuando se me apareció ese viernes se lo dije. Y me aseguró que, La plata está allí, Concha, búscala”. Cuando crecieron sus hijos, la abuela dejó Puerto Cabello para llevarlos a estudiar en Valencia y Caracas. “La plata de Nostromo me hubiese sido muy útil, Alejandro, porque yo era sola con Loreta. Por fortuna, teníamos buenos amigos en el Puerto. Pero la plata de Nostromo, si es que existió, me hubiese sido muy útil. Aunque yo creo que algo de verdad tiene que haber habido en todo eso”. Tiempo después tuve la oportunidad de ir muchas veces a Isla Larga a bañarme en sus tranquilas playas de sotavento. Una vez, la recorrí de un lado a otro, y lo que decía mi abuela es verdad, allí es muy difícil enterrar esa cantidad de plata, pero todo es posible. Varias veces he hablado con gente amiga en Puerto Cabello, como Aníbal Dao y Asdrúbal González, historiadores y cronistas de la ciudad. Ambos están de acuerdo en que forma parte de una gran ficción: “Son leyendas típicas de los puertos, poeta”. La de Conrad tal vez lo sea. La de mi abuela Concha, no.
Tiempo de Tristán
Un tarde de extendidos rosados que se demoran en la pianura padana con el más oportuno de los acompañamientos, el “Liebestod” de Tristán e Isolda en la más demorada de las versiones, la de Karajan con la Filarmónica de Berlín. Algo hay en el aire de los tiempos propicio a esta ópera de Wagner. Hace apenas dos semanas, la amiga Nathalie Tollot-Beaut viajó hasta Nancy para asistir, en el Teatro de la Opera de Lorraine, a la versión de Tiago Rodrigues, director del Festival de Aviñón (“Para mí, es un antes y un después de Tristán”, me escribió Natahlie). Para los mismos días, Gustavo Dudamel se encontraba en París para el esperado reestreno de la “mis-en-scene” de Peter Sellars, de 2009, con inquietantes decorados de Bill Viola (pantallas gigantescas donde se proyectan algunos de sus conmovedores videos). De acuerdo con las reseñas de prensa, el espectáculo fue menos de lo esperado. Los cantantes discretos, y de Dudamel se escribió que “había dirigido con aplomo”. Un tercer Tristán, que es el que me ha tocado en suerte, es el de la semana que viene en la Ópera de Viena. En esta oportunidad, la dirección de escena ha sido encomendada al catalán Calixto Boito. Reconozco el talento de Boito tanto como lamento alguno de sus proyectos. En particular, su Don Giovanni de 2001, para el National English Theatre, con sus innecesarios y patéticos excesos. Mi único Tristán tal vez fue el último, antes de que los directores de escena se convirtieran en protagonistas del espectáculo, por delante del conductor, los solistas y, en ocasiones, hasta el compositor. Me refiero a la versión del Metropolitan de 1979, inspirada en la puesta minimalista del Bayreut de Wieland Wagner, dirigida felizmente por James Levine y con Gwyneth Jones como Isolda. El segundo acto, con una luz azul infinita y levitante, es una de las escenas más conmovedoras que he visto en una ópera. Parecía una premonición de los azules videos en cámara lenta de Bill Viola. Gwyneth Jones no es efectivamente Kirsten Flagstad (la cantó en Caracas a mediados del siglo pasado) o Birgitt Nilson, pero la dulzura de su voz compensaba cualquier limitación. El último de los Tristán de esta temporada, hasta dónde sé, es la del teatro Les arts és Opera, de Valencia. Se trata de una reposición de la versión del Teatro de la Opera de Lyon, a cargo de la cual estuvo Alex Ollé, uno de los directores artísticos de la “agrupación” La Fura dels Baus. Tiene razón mi querida Nathalie cuando sugiere que Tristán no es una ópera, sino una experiencia límite, que marca un antes y un después en nuestra convivencia con la música.
Milán, lunes 13 de febrero de 2023
Inge Müller
El poeta Néstor Mendoza, uno de los fundadores del Grupo Literario Napolitano, de Valencia (Venezuela), asociación especialmente preocupada por el asunto de la traducción, -y a la cual se debe la colección “El Cuervo” de la revista Poesía, entre los órganos de difusión más interesantes de la lengua castellana sobre el tema-, me escribe a propósito de una traducción de un texto de Inge Müller que publiqué, en este diario, hace unos cuantos días. Me revela Néstor la existencia de una antología de Müller en castellano, traducida por Geraldine Gutiérrez Wienken, a quien conoce bien y le ha pedido que me envíe un ejemplar a mi dirección en Milán. Del trabajo de la venezolana Gutiérrez Wienken estaba enterado precisamente por “El Cuervo”, que difundió una breve selección de las cuidadas versiones de Geraldine. Una de ellas es la de “33 war Ich ein Gläubigeskind…”, un poema emblemático de la Müller, quien, en sus breves años de vida, cantó los desastres de la guerra de su país con la misma tensión que encontramos en las estupendas novelas de Günther Grass, El tambor de hojalata y Años de perro. Müller, en un puñado de páginas, refiere lo que a Grass le tomó volúmenes enteros de espléndida prosa. El desconocimiento de la poesía de Müller es imperdonable. Lo que hace del libro de Geraldine una empresa necesaria:
“33 WAR ICH EIN GLÄUBIGESKIND…”
En el 33 yo era una niña creyente
Mis padres eran buenos y trabajadores
Me hice adulta en el 39
Cuando estalló la guerra.
Escuché esto y aquello
Contra Hitler y después a favor de Stalin
Vi: que este hizo eso y este lo dejó
Cuando eso se hizo cargo.
Tuve mi primer amor cuando estalló la guerra
Y cuando se marchó al frente
Lloré. Yo era una cosa tonta
Un ser inferior en relación al país.
Antes de caer regresó a mí
Totalmente destrozado por el crimen
No encontré nada mejor que decirle: ven quédate
Felices nunca hemos sido.
En el 45 todos era ancianos
Yo no quería vivir y tampoco morir
Vi la herencia sin herencias
Y la movilización fue el precio.
Porque tuve que marcharme me fui
Busqué una razón
Y pensé en los árboles del parque
Y en sus labios suaves.
Bombas y cañones
Me enseñaron a tener paciencia
A considerar a los que sangran
A pensar: qué significa la culpa.
Milán, martes 14 de febrero de 2023
Las intuiciones de Edmé-François Gersaint
El mercado del arte debe ser por lo menos tan antiguo como el arte. Cuando Apeles ponía las pinturas a secarse al frente de su casa, seguramente atraía la atención de los compradores en ese gran mercado que era la Grecia de su tiempo, permeable a todas las novedades llegadas del Oriente conquistado por Alejandro. Durante el Renacimiento, el mercado se renueva con la presencia de grandes coleccionistas y mecenas. Lorenzo il Magnifico acumuló las obras de los grandes maestros del Quattrocento a cambio de protección y dinero. En pleno Cinquecentto, no obstante, artistas como Rafael ya no dependían del mecenazgo, sino que llegaban a ponerle precio a sus obras, como se preciaba de serlo el Sanzio en una carta a su hermano. El coleccionismo se extendió por todos los centros del Renacimiento italiano, no sólo en los grandes centros como Florencia, Venecia, Milán o Génova, sino en pequeños centros iluminados como Urbino, donde su gobernante, el duque de Montefeltro, reunió una cantidad apreciable de obras de Piero y Mantegna. Lo mismo harían los Este en Ferrara o los Gonzaga en Mantua. Después de los italianos, la actividad coleccionista se desarrollaría en Flandes y los Países Bajos y llegaría a su más dilatada expresión en la Roma de los grandes papas y en España. En la península ibérica, Felipe II se convertiría en el más activo y acertado de los coleccionistas. En buena parte, lo mejor del Museo del Prado proviene de su colección. Después será Luis XIV, más interesado en coleccionar palacios y castillos. No obstante, se trataba de un mercado primario. El artista vendía sus obras más o menos directamente a sus clientes, casi siempre miembros de la nobleza o la iglesia. El mercado secundario tendría que esperar hasta mediados del XVIII y, sobre todo, del XIX, para desarrollarse.
Estamos de acuerdo, sin pretender mayores precisiones, en que fue Edmé-François Gersaint (1694-1750) el primero en intuir las posibilidades del mercado de arte secundario. Hasta ese momento, en términos generales, el comercio de arte se hacía de manera directa, un trato entre el comprador y el artista. El primero, casi siempre un miembro de la nobleza dominante, se acercaba al taller del segundo y adquiría de sus existencias, o encargaba la obra de arte, generalmente retratos propios o de sus familiares. Raras veces, como más tarde con Stubbs, el modelo sería un animal, en su caso los caballos pura sangre de la aristocracia inglesa. A la visión de Gersaint, inspirado en remotos modelos holandeses, debemos las subastas de arte y la publicación de catálogos no muy distintos a los actuales. En estos panfletos, de tiraje limitado, se hablaba del autor, de su formación, de su maestro, y se exponían los detalles de las obras en subasta o en venta en su galería situada en Pont Notre Dame, el propio centro del comercio parisino para la época. Aparte de su invención del moderno comercio del arte, a Gersaint la posteridad le debe el primer catálogo razonado de Rembrandt (viajaba con mucha frecuencia a los Paises Bajos), y su cuidado por Watteau, el más notable de los artistas de su tiempo. Por Watteau conocemos, aunque un tanto idealizado, el aspecto de las galerías de arte en pleno auge del Roccocó con su formidable “L’enseigne de Gersaint”.
No sería fácil efectivamente exagerar la gravitación de Gersaint en la formación del mercado de arte moderno. Un visionario como pocos en el oficio (Durand Ruel será otro de ellos), se dio cuenta precozmente de la aparición de una nueva fauna en la sociedad francesa. Se trataba de aquellos mismos burgueses que habían protagonizado la revolución comercial hacia el siglo XIV-XV responsable del llamado Renacimiento. Pequeños comerciantes, banqueros, prestamistas, profesionales que habían hecho pequeñas acumulaciones y que aspiraban a una vida como la de los viejos aristócratas. Gente en cuyas manos estaba el dinero disponible, líquido, y que estaban convencidos de que con él se podía comprar “todo”. Gersaint les demostró que en ese “todo” estaba incluido el arte. Estos nuevos burgueses sabían, de oídas generalmente, que las paredes de las grandes mansiones y palacios estaban decoradas con pintura y tapices de los grandes maestros. La intuición de Gersaint estaba hecha a la medida de aquellas aspiraciones. Les enseñará que la burguesía, en su ascenso, debe encontrar e el arte una manera de legitimizar sus aspiraciones. La manifestación de aparente buen gusto más accesible y rápida. No sólo era arte lo producido por Tiziano o Poussin, también lo era el que firmaban pequeños artistas desconocidos. Sabía este maestro de los merchants que estos pequeños burgueses carecían de cultura y educación para apreciar las complicaciones de los grandes maestros, como Georgione o Bronzino. Y, de manera importante, influyó en la difusión del estilo Roccocó, aquella degradación del Barroco, con sus matices de rosado kitsch y pornografía solapada al gusto de la nueva clase. Esta nueva clase burguesa consumirá ávidamente las obras de los artistas del período, a pesar de las advertencias de Diderot, el más serio de los críticos de arte de su tiempo. Contaba Gersaint con la colaboración del más grande artista del Roccocó, el gran Antoine Watteau autor del retrato de la galería de Pont Notre Dame. En la gran pintura apreciamos distinguidos representantes de la nueva fauna de nuevos ricos. Jóvenes señoras, bellamente vestidas en seda, elegantes parvenus en busca de un matrimonio favorable o cualquier otra aventura de dinero rápido, coleccionistas ávidos y apresurados seleccionando pinturas que un empleado saca de un cajón como si de camisas se tratara. En la pared, lejanas copias de los grandes maestros, Tiziano, Rubens y quién sabe cuántos más. El ambiente huele a dinero, a clase media, a burguesía; y, algunos dirían a Revolución.
Milán, jueves 16 de febrero de 2023
Fantasmas
Los fantasmas en estos días gozan de salud envidiable. No debe ser difícil encontrarse hoy en una situación como la que recogieron Bioy y Borges en una conocida antología de literatura fantástica. Dos hombres coinciden en la admiración de la misma pintura en un museo londinense.
“Perdón, ¿Ud cree en fantasmas?
Yo no.
Yo sí”, y desapareció.
Después de los fantasmas de mi abuela Concha me encontré en una Newyorker reciente con los de la novelista argentina Mariana Henríquez en su tensa narración “My sad Dead”, el cual viene acompañado, en la edición digital de la revista, con una grabación en la cual la escritora se extiende sobre el tema. Es ilustre la tradición fantasmagórica en la literatura occidental. Todos recordamos los de Patroclo en Ilíada, Clitemnestra en Eumenides, Darío en Los persas, muchos en Eurípides; Palinuro en Eneida y tantos otros en Grecia y Roma. No obstante, debe ser el del padre de Hamlet el más célebre. En su destallada descripción, Shakespeare no olvidó incorporar el olor de estas criaturas. Gracias al poeta inglés sabemos lo que no es sino lo más natural, que los fantasmas huelen a azufre. Con otro de estos personajes me he encontrado en mis lecturas de Gogol. Me refiero al del protagonista de “El abrigo”, quien desde su primera aparición, y a pesar de guerras y revoluciones, sigue aterrando a los habitantes de San Petesburgo en busca de la prenda de vestir de la que fuera vilmente despojado por unos malhechores. En Il capoto (1952), su brillante adaptación del relato, Alberto Lattuada hace que su fantasma flote en las noches, aunque sin alcanzar la altitud lograda por el asesinado rey de Dinamarca. En una nueva era de trastrocamiento de todos los valores, no es casual la conspicua presencia de los fantasmas. De ellos, y de la inteligencia artificial, es el nuevo reino de los cielos.
Milán, viernes 17 de febrero de 2023
Así, tan callando, ha llegado este viernes de invierno, para irse cuanto antes.
Una sensación de desamparo que no será mejor el fin de semana ,con la ausencia de Constanza y Alessandro, quienes viajan a Nueva York por unos días. Una ciudad que forma parte de la historia familiar. Fue mi primer viaje al exterior que terminaría con nuestra residencia por varios años en la urbe. Allí cursó Constanza sus primeros tiempos escolares, Eileen realizó su máster en Columbia y yo escribí mi segundo poemario, El sonido de la casa. También allí, desde 1978, reside mi hermano Daniel Oliveros, con sus dos hijos Audrey-Anna y Luchino. Pensar en Nueva York como una segunda ciudad fue una escogencia; que Milán se convirtiera en la tercera, fue un designio de los inmortales.
Alejandro Oliveros
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