Diario Literario

Diario literario 2023, febrero (parte II): Gogol y el doble, Ida Lupino, Inge Müller, “Deja eso así, Alejandro”, la plata de Nostromo

Amanecer en el Valle de Aosta visto desde La Salle. Fotografía de R Boed | Flickr

11/02/2023

La Salle (Valle d’Aosta), viernes 2 de febrero de 2023

Llegamos a este pueblito de Valle d’Aosta después del lento, dramático y espectacular crepúsculo, visto desde el carro que nos trajo de Milán. Una paleta inagotable de rosas, rojos y rosados con algo de apocalíptico, pero mucho de redentor en su inquietante belleza. Un largo viaje hacia la noche, propiciado por la extensa llanura padana que precede los Alpes. Unheimlich, me escribe Javier Téllez desde Berlín, a donde le hice llegar fotos de este atardecer. El escurridizo término, que puede ir de lo “perturbador” a lo “sinestro”, era muy caro a Heidegger quien veía en esta experiencia de la pérdida de seguridad óntica una de las causas de la angustia existencial; “heim” puede ser  “hogar”, el país natal del ser. La asociación con Rilke es inevitable, asimismo, por aquello de que la belleza es sólo el comienzo de lo terrible. Y, en verdad, aunque en medio de la Italia septentrional, se trata de un cielo totalmente alemán, más cerca de visionarios como Kirchner o Kieffer que de Cezanne o Boccioni.

La Salle (Valle d’Aosta), sábado 3 de febrero de 2023

Lo alemán se ha prolongado a estas tempranas horas del día con una misa de Bach en la radio. Para contrastar la invasión, un vaso de Moutard rosado para el desayuno, mientras la luz líquida de la montaña ilumina el espacio del apartamento con sus grandes ventanas orientadas hacia el este. El paisaje, sin embargo, menos blanco que los días anteriores. Las altas temperaturas, inusuales para la fecha, han derretido la nieve en la mayor parte del valle. El calentamiento confunde a la vegetación y a los animales, lo mismo que a mí; que no puedo entender la presencia de tantos verdes en un paisaje que debería ser absoluto, metafísico blanco, como en los cuadros del lejano maestro piemontés Matteo Oliveros, pintor inigualado de estas nieves a comienzos del siglo veinte.

Estatua de Nikolai Gogol en la Perspectiva Nevsky de San Petersburgo. Fotografía de Alexey Komarov | Flickr

Gogol (2)

Si acaso es cierto que una página de Stendhal vale más que cinco de Balzac, también lo sería que una de Gogol vale más que cinco de Dostoievsky. Como su maestro Pushkin, quien, en su relativamente breve Onegin, dijo más que Tolstoy en su épica, Gogol recibió de sus ortodoxos dioses el don de concisión. Uno recuerda su relato “La perspectiva Nevsy” como un enorme fresco de la San Petesburgo de su tiempo con toda su fauna incluida. Lo mismo con sus relatos. Cuando uno cuenta las páginas de su “El diario de un loco”, que no deben pasar de cuarenta, cuesta entender que haya dicho tanto (el viaje hacia la locura sería más que suficiente, pero también la ineficiente burocracia, que terminaría acabando con un imperio, o la existencia reducida a casi nada de una población adormecida y resignada). Lo mismo con “El retrato”, que releí anoche en su traducción tan clara al francés. No puedo dejar de recordar a una querida colega de la Escuela de Letras, especialista en estos temas, cuando me dijera, de una manera que parecía tan informal como irrefutable, que “el mejor de todos es Gogol”.

El retrato. Ilustración de Aleksey Kravchenko. 1928

En “El retrato”, la versión de Gogol del topos del doble tal vez sea uno de las menos obvios pero seguramente una de las más inquietantes que conozco. En el fondo, se trata de una confirmación de la vieja intuición italiana, atribuida a Leonardo, según la cual “ogni pittore dipinge sè stesso”. Un viejo usurero, conocido por las adversas, léase trágicas, consecuencias de sus préstamos, contrata, poco antes de morir, los servicios de un afamado pintor para que le haga un retrato. Estamos en las primeras décadas del siglo XIX, cuando, en las grandes ciudades europeas magos, brujos y alquimistas, ofrecían sus servicios como lo hacían cirujanos o dentistas. Es el del París de Balzac, aquella ciudad pre-hausmanniana donde lo maravilloso formaba parte de lo cotidiano. San Petesburgo no era muy distinta. El anónimo usurero de Gogol no es un alquimista, sus actividades parecían más bien los de un mago al servicio de los más oscuros intereses. Después de terminar, no sin grandes dificultades, el cuadro, el pintor, en lo sucesivo y de manera involuntaria, representará la mirada terrible del usurero en todas sus obras. Incluyendo vírgenes y santos, por lo cual perderá la oportunidad de decorar iglesias y conventos. Al final, el usurero se comienza a insinuar como el doble del artista. Las variaciones sobre el tema del doble, como se sabe, no son pocas, desde las más literarias, como la de Borges (“Al otro, a Borges, es al que le ocurren las cosas..”) hasta las más autobiográficas, como la de Nerval (“Le rêve est une seconde vie…”). Mi interés en este asunto data de mis estudios de tercer año de Medicina, cuando mi maestro José Solanes me facilitó la lectura del clásico de Otto Rank, Don Juan et Le double dans la litterature (desconozco si se ha sido traducido al castellano desde entonces). Con su erudición acostumbrada, pero no por eso menos insólita, el doctor Rank refiere las versiones más conocidas, como las Hoffmann, Jean Paul, Poe, Wilde, Dostoeivsky, Chamiso, Nerval, hasta las menos frecuentadas, como la que cuenta El estudiante de Praga, la estupenda película estrenada en 1916. Con tantos años distancia de aquella lectura y a tantos, miles, kilómetros de mi biblioteca, no recuerdo si Rank comenta “El retrato”, el estupendo tratamiento que hace Gogol del tema.

Sacra di San Michele. Fotografía de Diana Robinson | Flickr

La Salle (Valle d’Aosta), domingo 5 de febrero de 2023. Plenilunio

La inusual temperatura, cercana a los 12º C a mediodía, algo infrecuente para la fecha, ha convertido el paisaje de nieve en un cuadro de primavera. Pero hay frío suficiente para una de esas gloriosas caminatas al pie de las cumbres. Esta vez llegué hasta el centro del pueblo de La Salle, donde me esperaba el café-bar con brillante vaso de Petite Verdin, una uva de la zona que se cultiva por encima de los 1000m. Lo más prudente sería quedarse en el agradable local hasta vaciar la verdosa botella de un vino que sabe peras y huele a nieve.

Para despedir el fin de semana, la luna en plenilunio, se alza sobre la Sacra di San Michele,  el imponente monasterio donde imaginó Eco la acción de El nombre de la rosa. Una luna absolutamente líquida, como son siempre la de los primeros meses del año no sólo aquí, también en el distante país natal donde nuestro satélite cambia de naturaleza . Los adoradores de la luna es como se llama un libro de poesías de Jaime Manrique Ardila, con los cual se refería a todos los poetas que hemos hecho un culto de la sedosa superficie que se desplaza en silencio por el cielo.

Inge Müller

Milán, lunes 6 de febrero de 2023

Inge Müller

Müller fue una de las poetas más destacadas de la República Democrática Alemana. Más conocida por su asociación con su esposo, el dramaturgo y director Heinz Müller, la de Inge es una voz padecida, como la Nelly Sachs, pero desgarrada como Plath o Sexton. Sometida al acoso reiterado de la depresión, terminaría quitándose la vida. Desde hace un tiempo siento un renovado interés por su poesía, de la cual he traducido esta pequeña muestra:

Amor después de la muerte  (Liebe nacht Auschwitz)

 

Era amor

cuando venía de ti

porque debía.

Era amor

cuando se alejaba de ti

porque sabía que

la vieja vergüenza

es una falsa vergüenza

 

No fue útil la ayuda de ayuda Dios ni estar juntos

 

Me fui y todo siguió igual

me veía a mí y a ti

y miraba a los otros

y tampoco fue suficiente

 

De nada sirvió separarnos

Ida Lupino dirigiendo The Hitch-Hiker. 1953.

Milán, martes 7 de febrero de 2023

Siguiendo la recomendación de nuestro corresponsal en Nueva York, mi hermano Daniel Oliveros, el Cine-Club Ambrosiano ha organizado un mini ciclo dedicado a dos figuras fundamentales del cinema-noir. Lo excitante de la sugerencia es que se trata de dos mujeres que incursionaron en la poética del noir, la noruega Edith Calmar y la inglesa-norteamericana Ida Lupino. De Lupino es The Hitch-Hiker, un clásico del género. Se trata de un film con una precisión wilderiana que, como todos los de la época, que se adapta a la sintaxis que Siodmak. Lupino narra la historia del secuestro de dos amigos que ofrecieron darle la “cola” a un desconocido, que resultó ser un ”serial killer”. La Lupino, tan conocida como actriz estelar, sorprende por su dominio de todos los aspectos del arte cinematográfico. Participó en la escritura del guión, dirigió a sus actores con la pericia de Hitchcok y a su fotógrafo para que lograra un tejido de luces y sombras tan tenso como el asunto que se narra. Detrás de la cámara contó con Nicholas Musaraca, de origen italiano, pero experto en la poética visual del expresionismo alemán, lo cual es notable en su colaboración con Siodmak en el clásico La escalera (1946) o con Fritz Lang en Clash by Night (1952) y The Blue Gardenia. Antes de eso, rodó con Boris Ingster, la inquietante Stranger in the Third Floor, para algunos el primer film noir norteamericano. Se le atribuye, con Gregg Toland, la creación de una cinematografía particular que sería emblemática del género. En The Hithc-Hiker, Musaraca se encontraba en su mejor momento, como se aprecia con su inspirado dominio de los negros, una habilidad que Lupino supo adaptar con maestría en uno de los grandes film noirs de todos los tiempos.

Deja eso así, Alejandro”, o los hospitales de mi padre (1)

¡“Deja eso así, Alejandro”!, fue la metálica respuesta de mi padre una clara mañana de marzo frente a unas cervezas en la Fuente de Soda Hawai, de Valencia. Le había sugerido la posibilidad de introducir un reclamo, ante el Concejo Municipal de Nirgua, para que reconociera que el terreno baldío, donde se encontraban las ruinas del antiguo hospital de la ciudad, le pertenecía por derecho a él como el mayor de sus hermanos. Se trataba de una media manzana de terreno, a unas cinco cuadras del centro de la ciudad. Durante mucho tiempo había estado ocupado por el hospital fundado por uno de sus antepasados, el legendario presbítero Oliveros, constructor, no sólo del hospital, sino también del primer acueducto. Recuerdo haber leído un informe donde se le criticaba por haber escrito que en las orillas del río Nívar había oro. Este tipo de fantasías forma parte de la historia familiar. El huidizo sabio se había graduado de médico y llegó a ser alcalde de la ciudad natal de mi padre. Nunca conocí, aunque las sospecho, las razones de su negativa a rescatar aquella propiedad familiar. Como siempre con sus decisiones, no se habló más de eso, a pesar del reiterado interés del amigo abogado que había investigado en los archivos municipales. “!Deja eso así!”  Y así se quedó. Fue el primer hospital de mi padre, signado por el arte de perder. Y no fue su única pérdida, ni siquiera la primera. Ya había perdido la extendida casa natal a pocos metros de la catedral de Nirgua. Y las extensiones de tierra familiar que su padre dejó en una partida de ajiléi. “Todas estas tierras, hasta las montañas, eran de su abuelo, ahora son mías”, me dijo, tomando poncigué, un campesino trigueño y rencoroso. Atrás, con su hospital, quedaría para siempre Nirgua, a la cual mi padre nunca regresó. A mis quince años, en una especie de rito de paso, me llevaría hasta la entrada de la ciudad. No pasaría de allí. “Llévalo a dar una vuelta el centro”, le dijo al chófer mientras se acomodaba en el bar del Hotel Nirgua”. Pero de otro hospital relacionado con mi padre es uno de mis primeros recuerdos infantiles. Hacia 1953, y se llamaba Hospital Civil de Valencia”.

Milán, miércoles 8 de febrero de 2023

El poderoso invierno, después de haber sido marginado por un conato de primavera a destiempo, ha regresado con sus nieblas y sus hielos. A esta hora de la mañana (7.00) la temperatura anda por los -7C, y durante los próximos días no será diferente. No me disgusta del todo; mi principal enemigo no es el frío sino el calor, el cual he padecido durante décadas en mi Valencia natal. Mi sobrevivencia en esos climas dignos de Conrad, y que Conrad los describe La locura de Almayer, la debo al ingenio del desconocido Mister Carrier, inventor del aire acondicionado y, con Alexander Fleming, máximo benefactor de la humanidad.

Karl Bohm. Fotografía de Austrian National LibraryNietzsche y Strauss

Lo primero que escucho al despertar, a falta del canto de los pajaritos milaneses, es la poderosa partitura de Así hablo Zaratustra en una versión que desconozco. La mía, una de mis primeras incursiones en el mercado de la música clásica, es la de Karl Bohm para Deutsche Gramophon Gesselchaft. No con poca vergüenza, reconozco que la compré, a esos diecisiete años, más por Nietzsche que por Strauss. Creía que en el disco iba a encontrar una especie de ilustración sonora de lo que leía en los textos del gran pensador. A estas alturas, y a pesar de los comentarios del compositor de que los suyo era frei nach Nietszche  (adaptación libre de Nietzsche), y que no pretendía escribir música filosófica o representar la gran obra de Nietzsche musicalmente”, no creo que anduviese yo tan descaminado. Sobre todo me gustaba relacionarla, tal vez porque estaba escribiendo mis primeras poesías, con el Nietzsche poeta, algunos de cuyos poemas leía en ese momento en una de las pocas traducciones disponibles. Todavía creo que es una de las mejores adquisiciones discográficas que he realizado en mi vida. A los diecisiete, la partitura de Strauss suena como una epifanía. Todavía lo hace. En un video, acabo de escuchar los gloriosos dos primeros segundos de Zaratustra con la Filármonica de Berlín, dirigida por Gustavo Dudamel. Estoy seguro de que el director venezolano hubiese aplaudido con entusiasmo por el mismo Strauss y el mismo Nietzsche.

Fachada de casa abandonada en Puerto Cabello. Fotografía de Jonathan E. Shaw | Flickr

Ficciones y confesiones

LA PLATA DE NOSTROMO (1)

Ya mi abuela Concha me había hablado de la plata enterrada en una de las islas que flotan frente a Puerto Cabello. Nacida y criada en el Puerto, conocía todas las historias, verídicas o fantásticas, más de las primeras, porque mi abuela era una mujer seria y nada amiga de cuentos fantásticos, como su hermana, mi tía Loreta. De acuerdo con una tradición verídica, que fue la que, en parte, utilizó Conrad para su novela, un viejo marino italiano, enloquecido por el alcohol y la muerte de su amada, una prostituta de Taborda, se robó una gran cantidad, millones de dólares, en el cambio actual, en lingotes de plata y la enterró en una de las tres islas. Nostromo, el hombre de carne y huesos, no el personaje literario, ha estado relacionado con mi familia desde hace más de cien años. Por lo menos desde que mi abuelo, antes de 1898, lo había conocido en un café de la Habana. De origen catalán, el padre de mi madre, había llegado, con grado de sub-oficial del ejército español, a combatir a los insurgentes de Martí y Maceo. En uno de sus días libres se había encontrado con el marino italiano que había llegado por unos días desde Venezuela para la adquisición de una fragata. No les fue difícil simpatizar. Ambos exiliados, sin una patria definida, y con la mirada puesta en un horizonte no del todo claro. Después de la catastrófica derrota de España, mi abuelo, animado por las revelaciones de su amigo, decidió viajar Venezuela y radicarse en Puerto Cabello, donde habría de conocer a mi abuela.  No hay que decir que, a pesar de sus reiteradas exploraciones a las islas, nunca encontró rastro del enorme cargamento de plata. No obstante, Nostromo, me contaba mi abuela, se le presentó a mi abuelo finales de su vida, como un fantasma. Se les oía conversar en mitad de la noche, e incluso ella participó en una de esas conversaciones, “Era la voz de alguien que había bebido demasiado. No me gustaba, y tal vez por eso no me salió más. A tu abuelo sí, se querían como viejos amigos, y siempre estaban hablado de la plata enterrada. Eso no tenía nada de raro. En esa época, en Puerto Cabello, los fantasmas andaban por todas partes. Se podía decir que cada casa tenía el suyo. Casi nadie tenía radio y los fantasmas no nos daban miedos. Eran como conocidos, solo que estaban muertos”.

Milán, viernes 10 de febrero de 2023

Ha pasado esta semana, o hemos pasado frente a ella, como viajeros que van en posta. Una de las experiencias más notables de la alta edad es con el tiempo. Que lo percibe uno como alucinación, algo irreal y fantástico. El sueño y la realidad desdibujan sus límites y se va deteriorando lentamente nuestra identidad. Recordamos menos y, en consecuencia, somos menos. La asimetría es irreversible e inquietante. Con el pasado, que no recordamos, se va reduciendo el futuro que no viviremos. A cualquier edad es así sólo que ahora el absurdo tiene no poco de agobiante y mucho de cruel.


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