Diario Literario

Diario literario 2022, mayo (parte I): 1922, la memoria y los días, Andrea Altmann, Gaspara Stampa, Ocean Vuong, Nicola Benedetti

07/05/2022

Portada del catálogo de la Semana de Arte Moderno de Sao Paulo 1922

Milán, martes, 3 de mayo de 2022

El año 1922 fue generoso con la literatura y las artes. Kafka comenzó a escribir El castillo (que solo aparecería, de manera póstuma, cuatro años después); Joyce publicó Ulises y T.S. Eliot, La tierra yerma. De este lado del océano, 1922 debe ser recordado por la publicación de Trilce, de Vallejo, uno de los mejores libros de la poesía escrita en castellano en el siglo XX. Pero también 1922 es el año de la Semana del Arte Moderno, que se efectuó en San Paulo el mes de febrero de ese año. Entre muchas actividades que se programan para conmemorar el evento, y por iniciativa del AICA de Venezuela, se ha organizado un foro internacional para discutir la influencia de la iniciativa paulista en el arte latinoamericano del siglo XX. Algo parecido debería hacerse con la poesía y la música. Al fin y al cabo, fueron los jóvenes poetas los más entusiastas organizadores de aquel festival. De la semana se ocupa el investigador colombiano Carlos Granés en tres breves como superficiales páginas de su difundido El delirio americano. No sería tan  grave el asunto si su autor no presentara su libro como una historia cultural de América Latina. El lector del grueso volumen, generoso en informaciones pertinentes y no pocas veces reveladoras, es informado de los nombres de los grandes protagonistas y de la recepción de Marinetti por la nueva generación de intelectuales brasileños. De lo que no es informado el lector es de lo que suele ser lo más importante en estos casos, que es el origen de la actitud de ruptura. Lo cual es lamentable porque esto nos permitiría entender mejor el relativo retraso de los demás países del continente a la hora de incorporarse a la modernidad.

Milán, miércoles, 4 de mayo de 2022

Lo dicho, que el mes de abril iba a pasar sin que nos diéramos cuenta, sin que nos dejara nada, acaso un puñado de recuerdos que ya comenzaron a borrarse, como las memorias que uno tiene del sueño a medida que avanza el día. No del todo convencido de haber vivido los treinta días de ese mes, acudo al taccuino, que Constanza me regala todos los años, para verificar. No hay nada que hacer, no tengo derecho a ningún reclamo. Allí, de mi puño y letra, consigno que sí, sí viví esas treinta jornadas de abril, y que algunas las disfruté al lado de queridos amigos que vinieron de lejos a visitarme. Con dos de ellos estuve en Piemonte, visitando viejos productores de Barolo. Con otra amiga no menos querida pasamos una noche memorable. Además, con la familia disfruté la mitad de la Semana Santa en Calamandrana, unos hermosos y memorables momentos. Y ese es el problema con la memoria, que ni siquiera lo memorable lo recuerda. Alguien decía, una escritora alemana, creo, que la memoria es un órgano cuya función es olvidar, no recordar, como puede llegar a creerse.

Antonio y Cleopatra. 1909. Grabado de Edwin Austin Abbey

Milán, jueves, 5 de mayo de 2022

Una semana con pocas lecturas y menos escritura. Me llevó días una nueva corrección de los poemas de Flota el tiempo; y el resto revisando mi traducción de Antonio y Cleopatra, la más difícil de la obras del Bardo, empeñado en inventar un lenguaje “asiático” para su héroe. En realidad, paso por una de mis crisis recurrentes de falta de voluntad. Esta primavera me ha contagiado con sus indecisiones, días espléndidos que son seguidos por otros, como el de hoy, nublados. Temperaturas que van del frío al calor en cuestión de minutos, lluvias que se van antes de llegar, vientos que se cruzan sobre nuestras cabezas. Un clima ideal para traducir la lamentable historia del príncipe de las indecisiones, nuestro querido Hamlet.

Milán, viernes, 6 de mayo de 2022

Continúo, como el tiempo, indeciso. Y, mientras me decido entre una cosa y la otra, flota el tiempo inexorable. Llevaba tiempo en una de estas crisis de inactividad profunda. Escucho música, pero no me ánimo a comentarla, y veo películas sin reseñarlas. Hago nada en estos días con una disciplina admirable.

Andreas Altmann. Fotografía de Andreas Altmann | Wikimedia

Andreas Altmann

El poema de Altmann (Alemania, 1963) es una buena muestra del ejercicio de lo que desde Flaubert llamamos “la palabra justa”. Una expresión que es un arte poética. La palabra en el texto es insustituible; como en un crucigrama, solo una es la apropiada. El lenguaje de Altmann en este poema es así, preciso y claro. Lo que dice no parece que pueda ser dicho de la misma manera y conservar la música y el significado. Y no es poco lo que dice en las veinticuatro líneas del original alemán. Versos libres de variable longitud, sin ningún patrón establecido. Su asunto, más que el valle del título, es la montaña. Que fue lo que me llamó la atención cuando leí una selección del autor alemán. Desde hace unos años, la experiencia de las alturas ha venido a sustituir la que en Venezuela tenía al mar como protagonista. Constanza iba con Alessandro a visitarnos y nos quedábamos días en Margarita, en medio de los azules de arriba y los de abajo, el cielo y los azules profundos de las aguas del Caribe mar. No imaginaba entonces que el blanco que me estaba reservado en el futuro cercano no era el de las olas reiteradas, sino el de los bellos y terribles picos alpinos. La primera vez que, en serio, se me presentó la montaña de otra manera, más existencial, fue en 2015. Hasta ese momento se había limitado a visitas fugaces, como las de 2012, cuando llevamos al recién nacido nieto a conocer Chamonix, al otro lado del Montblanc. Venía de una operación y un devastador tratamiento, y mi hija pensó, y lo pensó bien, que la montaña era un buen sitio para iniciar el proceso de recuperación. A partir de allí, la montaña pasó a formar parte de mi itinerario vital. Lo alto opuesto a lo bajo, el frío a lo cálido, el olor a pino al de las uvas de mar y los senderos enmohecidos a las doradas arenas del Caribe. Lo único que es igual es el terror que me producen ambos paisajes, el de las escarpadas alturas y el de las profundidades de la mar salada. Un miedo que, en el caso de las aguas procelosas, sentí de manera memorable cuando, a los trece, leí El viejo y el mar. Antes y después de la visita de los escualos, estaba seguro de que el pobre anciano iba a morir ahogado en la página siguiente. Con el horror de las montañas mi experiencia ha sido igualmente literaria. Lo he consignado más de una vez en las páginas de estos cuadernos. Se trata de la descripción de C.F. Ramuz en su La grandepeur dans la montagne (Cumbres de espanto, en una vieja traducción española). Y pensé en Ramuz al leer el texto del poeta alemán. Tratándose de alemanes, lo más prudente es prepararse para la intromisión de lo trágico en cualquier momento. Y nada menos se puede esperar de un poema como “Una historia del valle”, que comienza de la manera más inocente, “das haus (así en el original) war gegen den berg gestemmt” (“la casa se erguía contra la montaña”). Pero ya en las próximas líneas, en un texto de escasa adjetivación, aparecen dos palabras inquietantes, el negro de las maderas (generalmente las maderas de la montaña no son negras), y el amarillo de las sombras del sol que, asimismo, raramente son amarillas. Lentamente, como el que recorre una casa abandonada, Altmann nos lleva a un espacio sombrío, con imágenes siniestras, una mariposa atrapada en una tela de araña, unos vestidos polvorientos. Así hasta que, en la línea dieciséis, hace su aparición la inevitable muerte en nuevas estremecidas imágenes, como las “tumbas de adornadas cabelleras”. El consuelo religioso está a mano, aunque, como bien puede y suele suceder, de manera ornamental. Al final, la esperada tragedia alemana. Una casa desaparecida con sus inquilinos en una homicida avalancha. El último verso da cuenta del sentimiento trágico de la vida en las alturas: “la montaña los llevaba con ellos a la muerte”. Lo que sigue es mi torpe traducción del original alemán:

 

UNA HISTORIA DEL VALLE

 

la casa se erguía contra la montaña

su negra madera para todos los inviernos

el sol cubría el valle con sus sombras amarillas

o nevaba durante días o era la lluvia.

la vida no tenía muchas palabras

y el silencio traía el perfume de la hierba húmeda

que salía del suelo. colgados en el armario

olían a lirio los polvorientos vestidos.

una mariposa pendía del techo

atrapada en una tela de araña.

los pasos sobre el piso de madera

narraban los pasos sobre el piso.

debajo la casa en silencio. por encima

el mundo. sobre los que se habían ido

nadie preguntaba. las flores

adornaban la cabellera de las tumbas.

la iglesia se alzaba sobre sí misma.

nadie hablaba de los sueños. rápidamente

olvidaban a quién pertenecían en la noche.

los ojos los veían. en ocasiones una casa

era arrancada por una avalancha.

ha pasado tanto tiempo.

las montañas los llevaban con ellas a la muerte

como si fuera posible escapar.

 

 

GASPARA STAMPA

 

Sí, canta

a las abandonadas, que tú encuentras,

casi envidiándolas, más amorosas

que a las que son correspondidas y satisfechas.

 

(…)

 

¿Acaso

conseguiste exaltar lo suficiente

la pasión de Gaspara

Stampa de tal modo

que alguna abandonada

amulando su ejemplo

dijese: si yo fuese como ella?

Estos difundidos y enigmáticos versos, como se recuerda, pertenecen a la primera de las  Elegías de Duino, escritas por Rilke hacia 1913. Allí expresa su inclinación por las amantes abandonadas, más dignas de alabanza que los mismos héroes, los cuales “no dejan de ser nunca”. En cambio, “a los que aman,/ya fatigada, la naturaleza/los retiene o los recupera,/sintiéndose incapaz de reproducirlos nuevamente”. En su muy particular ideología erótica, Rilke llega a preguntarse: “¿No es hora de que, amando, nos libremos/de la persona amada, reprimiéndonos trémulamente?” El modelo de esta neorrománica teoría, Gaspara Stampa, fue una de las más brillantes protagonistas de la pagana Venecia del XVI. Arruinada su familia, solo le quedaba, como a todas las hijas de buenas familias venidas a menos, una de dos salidas: la conventual (Gaspara coqueteó con esta posibilidad) o la cortesanía, a la cual se entregó, literalmente, en cuerpo y alma. En aquella Venecia donde el dinero era Dios, como lo precisa Shakespeare en su Mercader, la institución de la cortesanía estaba regulada por un ordenamiento tan estricto como el del resto de los negocios. Los venecianos, prefigurando el París del XIX, el de Naná y Traviata, establecieron una jerarquía que iba desde las simples prostitutas del mercado hasta las sofisticadas dames honettes, como, no sin ironía, se nombraba a las profesionales del oficio cuyos servicios incluían la interpretación de instrumentos, el canto y, en no pocos casos, la poesía. Este fue el caso de la gran Gaspara de Rilke, cuya belleza física era comparable a su sensibilidad como poeta. No sé si su nombre aparecía en el catálogo de cortesanas de Venecia, donde se ofrecían detalles como los precios de los servicios, pero su inmortalidad se la aseguraron los trescientos poemas que escribió, y que la distinguen como uno de los más notables líricos de su tiempo, al lado de un improbable Miguel Ángel Buonarroti. Pero donde el canto del maestro de la Sixtina se desgarra por sus culpas homoeróticas, en Stampa es una sola queja amorosa, tal vez la más honda y preciosa escrita por una mujer desde Safo. El oscuro objeto del deseo de la veneciana fue el conde Collaltino di Collalto, soldado y poeta. Amantes durante dos accidentados años, Collaltino un buen día la abandonará para siempre. Este abandono será el asunto al que volverá en su poesía hasta que la muerte, tan temprano, la encuentre a sus treinta y cuatro años. Pienso en Gaspara después de ver el grabado que describe su belleza en la extraordinaria muestra Tiziano y la imagen de la mujer en siglo XV veneciano. Esto fue lo que escribió para su epitafio:

Per amar molto ed esser poco amata

visse e mori infelice, ed or qui giace

la piú fidel amante che siai stata.

Pregale, viator, riposo e pace,

ed impara da lei, si mal trattata,

a non seguir un cor crudo e fugace.

Ocean Vuong. Fotografía de slowking4 | Wikimedia

Ocean en el Financial Times

De la mano de Herman Sifontes, afortunado suscriptor del Financial Times, recibo unos materiales sobre el joven y celebrado poeta y narrador vietnamita Ocean Vuong, de quien ya reproduje hace unos meses unas declaraciones en  estos cuadernos. El influyente Financial se refiere a Vuong como el heraldo de lo que, por mi parte, me gusta llamar la generación post postguerra de Vietnam. A pesar de no haber vivido (Vuong nació en 1988, quince años después del fin del conflicto) el desgarrado ambiente bélico, la guerra ha sido su compañera constante. La madre que sí la vivió, irónicamente, habría de morir hace poco en un pacífico suburbio del este de los Estados Unidos. Vuong nunca dudó de la necesidad de expresar lo que ha vivido, de allí la sinceridad de su escritura. “Cuando veía las noticias (de la guerra en Ucrania), me decía, ¿dónde está el escritor que va a contar todo esto?” Y refiere la conocida historia en la cual Ana Ajmatova, quien, en su gran poema Requiem, canta y cuenta la indigencia de la era estaliniana, se encontró con una anciala que, como ella misma, tenía un hijo prisionero, “¿Usted puede describir esto?” Ajmatova le respondió, “Sí puedo”. “Hay tantas Ajmatovas”, dice Vuong, “que van a surgir cuando esto termine. Estoy ansioso por conocerlas.” Los treinta y tres años de Vuong han estado signados por el signo de la pérdida. De su país, de su padre, de su lengua (escribe en inglés) y, ahora, de su madre. Un hecho al cual se refiere en los fragmentos de la entrevista que traduje para este diario. En tiempos de guerra como el que vivimos, internas o externas, la voz de Ocean es una buena compañera. El video que acompaña la entrevista tiene no poco de conmovedor:

Nicola Benedetti en el Royal Albert Hall. 2013. Fotografía de Allanbeavis | Wikimedia

Nicola Benedetti

Llega a su fin este viernes de lluviosa primavera del modo más gratificante. El programador de Radio Classica Milano se detiene en la difusión de un registro afortunado. Se trata del último trabajo de Nicola Benedetti, la notable violinista escocesa de padres italianos. Baroque es como lo ha llamado y contiene cinco conciertos de Vivaldi y uno de Geminianni. El sonido de Benedetti es apasionado y solar, como seguramente lo quería Vivaldi. Su antecedente no puede ser más ilustre; me refiero, por supuesto, a Fabio Biondi, después del cual Vivaldi ha comenzado a sonar como seguramente era más dionisíaco que otra cosa. Con Benedetti, Vivaldi puede sentirse seguro y nosotros beneficiados.


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