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Diario literario 2022, marzo (parte III): la transfiguración, Ajmátova, guerra, Daniel Charms, L’etoile du nord
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Milán, domingo, 13 de marzo de 2022
No pude acompañar a Alessandro y Constanza a la misa que corresponde al segundo Domingo de Cuaresma y que conmemora la visión memorable que se conoce como la Transfiguración de Jesús. En su evangelio, San Marco refiere con detalles la memorable experiencia, una maravillosa alucinación colectiva:
… (Jesús) tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos hombres que eran Moisés y Elías; los cuales parecían en gloria, y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén. Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y los dos hombres que estaban con él. Y sucedió que, al separarse ello de él, dijo Pedro a Jesús: “Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”, sin saber lo que decía. Estaban diciendo estas cosas cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra: y al entrar en la nube se llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube que decía: “Este es mi Hijo, mi Elegido; escúchenlo”. Y cuando la voz cesó, se encontró Jesús solo. Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie lo que habían visto.
De la iconografía del episodio se han encargado notables maestros. Pero ninguno consiguió transmitir la terrible belleza del instante como Rafael. Su imponente versión en los Museos Vaticanos huele a Dios. No son pocos los historiadores que la consideran la mejor pintura jamás pintada. Tal vez tengan razón.
Milán, lunes, 14 de marzo de 2022
Ajmátova
A comienzo de 1978, Zona Franca, la influyente revista que Juan Liscano publicó y dirigió por más de un decenio, y una de las más respetadas por los intelectuales latinoamericanos de su tiempo, me encargó un trabajo sobre Ana Ajmátova. “No importa la longitud, cuéntalo todo”, me dijo Juan con una sonrisa que no excluía la picardía. Entendí que ese “todo” se refería a las perversas relaciones que la administración bolchevique mantenía con sus intelectuales y poetas. Para ese entonces, Ajmátova (1890-1966) conocía un reconocimiento global gracias a la publicación, en Oxford University Press, de la estupenda biografía que Amanda Haight (la primera en cualquier idioma) dedicó a la poeta. En inglés, de su obra, como de la de Mandelstam, se había encargado de darla a conocer la formidable revista, Russian Literature Triquarterly, trescientas o más páginas dedicadas a la literatura rusa que aparecía tres veces al año. Un tesoro para especialistas (todos los poemas aparecían en forma bilingüe) y lectores interesados en la maltratada literatura rusa del siglo veinte. Recuerdo que publicaron una foto del acto del sepelio de la poeta donde aparecía un joven Iossif Brodsky observando conmovido cómo el féretro descendía bajo tierra. Además, selecciones de la lírica de Ajmatova habían sido traducidas por Stanley Kunitz o D.M. Thomas. En francés, con dedicación y lucidez, Jeanne Rude le había dedicado un estudio en la serie Poètes d’aujourd’hui, y la misma editorial le había publicado la mejor edición que existe fuera de Rusia del opus magnum, Poema sin héroe. En castellano, recuerdo que en esos años circuló una irregular pero pionera traducción del Requiem (Ediciones del Bardo, creo que se llamaba la colección) y poemas sueltos en antologías. Con todo este material escribí el largo trabajo que me pidió Juan, y que luego recogería en mi fallida (nunca circuló más allá de unos cuantos ejemplares) colección de ensayos, Las mismas aguas. Veinte años después, Ajmátova comenzó a ser objeto de la atención unánime de poetas y estudiosos universitarios. Las ediciones de su obra se sucedieron, nuevas biografías fueron publicadas e incluso novelas sobre su vida, como la que le dedica Alberto Ruy Sánchez, reseñada oportunamente por Christopher Domínguez Michael en Letras libres. Nuevas traducciones han sido publicadas en todos los idiomas, como la reciente reedición de las del italiano Bruni Carnevali, comentadas por Roberto Galaverni para La lettura de Il corriere della sera. A propósito, y en el centenario de Pasolini, reproduzco esta cuarteta que le escribiera Pasolini a la gran poeta cuando, en una de sus contadas salidas fuera de la URSS, Ajmátova estuvo en Italia para recibir el Premio Etna-Taormina, que le fuera concedido en 1964. Escribió Pasolini:
È passata su Carskoe Selò la rivoluzione?
Certo, è passata, ma semplicemente come
Un evento che non ha l’eguale”:/
e il passero ha continuato a cantare.
Nadie se teme lo bastante, y, como en el caso de la imperdonable imprudencia de Isaiah Berlin, el homenaje del poeta italiano no fue bien visto por las autoridades rusas, hiperestésicas ante cualquier comentario. Seguramente creyeron que había algo de crítica subliminal en aquello de que la revolución había pasado “simplemente” por el pueblo de Tsarkoe-Selo. Por su parte, Ajmátova dio a conocer su descontento por el homenaje de Pasolini. Yo, sin embargo, sigo creyendo, como hace más de cuatro décadas, que la mejor manera de leerla, fuera del original, es en las versiones de Stanley Kunitz al inglés, o de Jeanne Rude al francés. Y en castellano, las más recientes y musicales de la poeta venezolana María Fernanda Palacios, de quien son las que reproduzco hoy en este diario literario. Una lectura urgente de estas conmovidas poesías de una autora nacida a pocos kilómetros de Odessa, puerto acosado por el invasor en estos días en los que la sombra negra se cierne, una vez más, como en 1905, sobre Rusia.
PLEGARIA
Dame amargos años de enfermedad,
de ahogo, insomnio, fiebre.
Llévate a mi hijo, a mi amigo
y mi don misterioso, mi canto.
Así rezo en tu liturgia
por tantos días de tormento
para que la negra nube que pesa sobre Rusia
se vuelva clara nube bajo tu amparo.
(5.V.1905)
¡Mi cuerpo horriblemente cambiado,
la boca rajada de dolor!
No quería una muerte así,
no había fijado este plazo.
Creí que allá arriba
una nube golpearía otra nube,
que el fuego de un relámpago
y la voz de una dicha inmensa
como ángeles bajaría hasta mí.
(1913)
SEPARACIÓN
Nocturno y oblicuo, el camino
se pierde ante mí.
Ayer apenas, enamorado,
me suplicaba: “No me olvides”.
Hoy sólo está el viento,
el llamado de los pastores,
y agitados cedros
junto a los claros manantiales.
(Primavera 1914)
¿En qué este siglo ha sido peor que los anteriores?
Quizá en que un tufo de aflicción y ansiedad
rozó, pero no pudo curarla, la llama más negra.
En el oeste aun brilla el sol de la tierra
y bajo sus rayos destellan los techos de las ciudades.
Pero aquí el blanco de las casas está marcado con cruces
y llaman a los cuervos y los cuervos vienen volando.
(Invierno 1919)
Milán, martes, 15 de marzo de 2022
Guerra
Nos ha tocado a muchos venezolanos vivir la era de la “incertidumbre constante” un tiempo de incertidumbres que no cesan. A la incertidumbre, compartida por todos, de un futuro político incierto, por decir, lo menos, se han agregado las animadas por una obstinada pandemia que nos ha dejado sin algunos de nuestros seres queridos. Otras, no para todos, sin embargo, son las producidas por los desarreglos materiales, existenciales y psíquicos del exilio. Ahora, para los que residen en Europa, la inédita incertidumbre de la guerra. Kiev queda solo a dos horas y media de Milán y tres de París. Es improbable que los efectos del conflicto no afecten a los vecinos. No se incendia un edificio sin que el humo, cuando no el mismo fuego, llegue a los de al lado. Para nosotros, los nacidos en Venezuela, la mera palabra guerra nos confunde. Nuestra última experiencia fue la llamada guerra federal, que no pasó de ser una serie interminable de montoneras devastadoras. En mi imaginario al menos, las guerras fueron las dos mundiales, la de Corea, la de Vietnam, grandes conflictos que involucraban ingentes desplazamientos de tropas y civiles. La invasión de Ucrania por parte de Rusia es una guerra, la guerra entre Rusia y Ucrania. Demasiado cercanos como para no sentir el humo en la ventana. Mientras escribo este par de líneas, escucho uno de los fragmentos de Mussorgsky (en la versión orquestal que nunca ha debido ser escrita), “Las puertas de Kiev”, incluído en su Cuadros de una exposición. Es imprudente confesarlo, pero en mi “británica” ignorancia, siempre asocié el destino de Ucrania con el de Rusia. Que tres de los más grandes pianistas “rusos” del siglo XX (Horowitz, Richter, Gilels) hayan nacido en Ucrania en algo debe haber colaborado con mi confusión.
Ajmátova
Un viejo amigo me recuerda un poema olvidado que le dediqué a Ana Ajmátova, y que nunca he debido escribir.
Milán, miércoles, 16 de marzo de 2022
La primavera, que este año parecía haberse presentado en las últimas semanas del invierno, no termina de hacer su aparición ahora que estamos tan cerca del solsticio. Han florecido árboles y arbustos aquí y allá; las magnolias, como siempre, han sido las primeras en presentarse, pero el resto sigue tras bastidores, esperando que una inesperada perturbación atmosférica, con sus cielos grises, termine de pasar. En Venezuela ya habrán florecido los primeros araguaneyes, que darán paso a los gloriosos apamates, especialmente los blancos, árbol preferido del Eugenio Montejo valenciano; luego los bucares y, más tarde, y menos exhibicionistas, los Palos de María.
Daniel Charms
En otro de estos cuadernos escribí y publiqué algunas notas sobre Daniel Charms, el brillante escritor ruso que, ya a finales de los 20, prefiguraba, como Kafka, todas las posibilidades de lo que se iba a conocer como literatura del absurdo. Charms estuvo casado con otra figura legendaria, Marina Malich, nieta de princesas que fue a dar, con su sonrisa solar y sus azules ojos cielo, a la venezolana Valencia, donde abriría la Librería Internacional, una suerte de pequeña Rizzoli en la avenida Bolívar de aquella culta ciudad de provincia. Cuando fui su amigo, desde mediados de los años sesenta, mi padre era uno de sus mejores clientes, pocos en Occidente tenían idea del genio de Charms, cuya existencia y papeles se habían extraviado en la dilatada noche estaliniana. Marina me hablaba de Charms como de un personaje de fábula, mezcla de Maiakovski, Tzara y Picabia (era un excelente dibujante Charms). Entre esos pocos enterados de la obra de Charms se encontraba George Gibian, un poco conocido profesor de la Universidad de Cornell, que se había dado a la tarea de recoger todo lo que había sobrevivido del autor al eclipse soviético. Recuerdo con claridad cuando, a mis dieciocho, me mostró una carta con papel timbrado de Cornell donde el profesor Gibian le pedía autorización para publicar una selección de textos del que había sido su primer esposo (Marina se casó otro par de veces, la última con un príncipe ruso, alcohólico y arruinado, Georges, principesco en todo lo que hacía, que se limitaba a recordar -su familia había sido dueña de una gran colección de arte que incluía un magnífico Greco-, fumar y tomar). Con el tiempo, Marina sería olvidada y Charms redescubierto y reconocido, aunque no tanto como sería justo. En el ejercicio de la narrativa breve, su producción no es menos notable que la de Kafka. Hablo de esto porque, al azar, encontré una colección de libros en línea con una mínima antología de Charms que incluye esta pieza:
Qué extraño; qué inexplicablemente extraño, del otro lado de la pared, de esa pared, hay un hombre sentado en el suelo, sus largas piernas estiradas están enfundadas en sencillas botas y su rostro es malévolo. Bastaría con hacer un agujero en la pared, mirar a través de él, y, al punto, veríamos al malvado. Pero no hay que pensar en qué es lo que representa. ¿Acaso es una parte de esa vida muerta, que desde los vacíos imaginarios ha volado hacia nosotros? Sea lo que sea, tanto peor para él.
(22.VII.1931)
Milán, jueves, 17 de marzo de 2022
Amigos y libros
Ante la lejanía de los amigos, la compañía de los libros no es un flaco consuelo. Los míos, en varios cuartos vacíos, esperan mi regreso.
La estrella del norte
Este hermoso nombre se reservaba a un tren que servía la ruta París-Bruselas. Es también, con su nombre en francés, L’etoile du nord, el nombre del logrado film de Pierre Granier-Deferre, estrenado en 1982. Se trataba de una nueva adaptación de una de las novelas de George Simenon, Le locataire, en las cuales no aparece el sesudo comisario Maigret. Muchas de las narraciones de Simenon parecen escritas especialmente para el cine, pero Le locataire (El inquilino) más que las demás. Hasta ahora sé de cuatro versiones fílmicas del relato. En una de ellas, la producción argentina de John Reinhardt, aparece la actriz argentina Juana Sujo, que terminaría sus días de exiliada peronista, contribuyendo de manera admirable al desarrollo del teatro venezolano. En la cinta de Granier-Deferre, responsable de algunos episodios de la serie Maigret para televisión, los protagonistas son, en primer lugar, Simone Signoret, apoyados en la eficaz y reconocida participación de la bella Fanny Cottençon. L’etoile es uno de esos films que no están hechos para Cannes, Venecia o Berlín. No está rodada con uno de estos festivales en la cabeza. Tal vez esta sea la causa de la libertad que se siente en la dirección y que se proyecta en la actuación del binomio de oro Signoret-Noiret. La Simone nos convence sin mayores esfuerzos que dedicó toda su vida a administrar la pensión donde se desarrolla la historia. Cada gesto, cada movimiento es el justo. Desde pelar zanahorias con un cuchillo hasta ponerse el sombrero de domingo para hacer una visita a un viejo amigo hospitalizado. A ratos la película parece un concierto con ella de solista y el resto como orquesta de cámara. Y así sería, si Philip Noiret no estuviera a la altura y convirtiera la partitura en una especie de concierto para dos violines, tipo Bach. No obstante, la joven Cottençon no se deja intimidar por sus legendarios partenaires y termina aquello en un Triple concierto como el Opus 56, de Beethoven. Como siempre con Simenon, las consideraciones morales son borrosas. Los malos son buenos y viceversa. En la adaptación de la novela de Simenon trabajó el director con Jean Aurenche (Jeux interdites, Hotel du Nord, Le diable au corps y muchas otras notables producciones. Fue, a su debido tiempo, una de las víctimas de los juveniles ataques del joven Truffaut) y Michel Grisolia. La fotografía, impecable, es de Pierre-William Glenn (Estado de sitio, La noche americana, varias de Vadim y varias de Lelouche) y la música del fecundo Philippe Sarde (Le chat, del mismo Granier-Deferre, La grande bouffe, Lancelot, Tess, Barocco).
Alejandro Oliveros
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