Diario Literario

Diario literario 2022, marzo (parte II): Agamben y la città de Pasolini; Montale y Pier Paolo; el otro Charlton Heston

12/03/2022

Skyline de Milán. Imagen de Wikimedia Commons

Milán, lunes, 7 de marzo de 2022

De regreso a esta ciudad, a nivel del mar, siento la nostalgia de las cumbres. Como saben todos los que viven a la sombra de una gran montaña, como las habitantes de Caracas o Mérida o Bogotá y Santiago, en esas alturas uno se detiene en la contemplación de su propio reflejo. Se siente uno en compañía, no precisamente de lo que conocemos como un amigo, pero sí de alguien perfectamente serio y que uno asume como un “cielo protector”, aunque no pase de ser una elevación de la superficie de la tierra. Milán es como Buenos Aires, nada en el horizonte, sino algo muy parecido a la nada, que es una imagen de la pampa. Aquí, la horizontalidad, ese vértigo de la pampa, se frustra ante la presencia de los Alpes apenas a unos cien kilómetros y algo. Se trata de una nostalgia ligera, o tal vez ancestral, la que siento por las cumbres, pero no por ello menos “algia”. Este alejamiento de las cumbres heladas lo compensa Milán con su perfil futurista, que es el de las grandes ciudades. Aunque nací y crecí en una pequeña ciudad de la provincia venezolana, desconfío de esa borrosa experiencia de la ciudad “como era antes”, una arcadia que no  es más que un “wishful thinking”, una ilusión. La experiencia de la ciudad moderna, desde el París de Baudelaire, es siempre alienante, como en los dramas de Antonioni. En una entrevista sobre Pasolini, Giorgio Agamben, su amigo y quien fue dirigido por él en su pequeña participación en el Evangelio de Mateo, se refiere a este inquietante asunto de la città “como era antes”:

La resistencia a lo moderno en nombre de las luciérnagas
(“Yo cambiaría toda la compañía de electricidad Edison por una luciérnaga”, PPP) no es azar que
se produzca en una cultura como la italiana, en la cual el desarrollo industrial
llegó con retraso. Pasolini nació en un pueblo cuya población en un
setenta por ciento era gente del campo, y en la cual el fascismo había intentado
conciliar la industrialización con el control social. Puede ocurrir, sin embargo,
que en una condición aparentemente retrasada, a pesar de sus contradicciones,
sea en algunos aspectos más avanzada que otra que han perdido la capacidad
de resistir. Incluso Ivan Illich, el más profundo y coherente de los críticos
de la modernidad, provenía de una sociedad hasta cierto punto atrasada.
Yo recuerdo haber visto, cuando era niño, un rebaño de ovejas que todas las
mañanas recorría via Flaminia hasta Piazza del Popolo, para después entrar
en Villa Borghese. Mi infancia, por otra parte, coincidió con el inicio del
frenético proceso de industrialización y la destrucción que siguió a la Segunda
Guerra. A diferencia de Pasolini y de Elsa Morante, yo no podía hacerme ilusiones
sobre la supervivencia de aquello que, en un tiempo, se llamaba pueblo, como
si se tratara de criaturas edénicamente incontaminadas. A veces me pregunto
qué habrían dicho Elsa y Pier Paolo si hubiesen podido ver la transformación actual
de los seres humanos, y de la manera como se relacionan por el efecto de
los celulares y de los dispositivos en pantalla. Por eso mi crítica de lo moderno
está menos contaminada de nostalgia y ha asumido, necesariamente, la forma
de una búsqueda arqueológica orientada a identificar en el pasado las causas
de lo que ha sucedido. Pero no creo que por esto sea menos radical. Lo que está
en juego, en ambos casos, es la comprensión del presente.

 

Milán, martes, 8 de marzo de 2022

Montale & Pier Paolo

Eugenio Montale. Fotografía de Kaj Hagman | Wikimedia Commons

Uno de los episodios más lamentables de la por lo demás excitante historia de la literatura italiana del XX (D’Annunzio, Marinetti, Svevo, Montale, Ungaretti, Saba, Penna, Pirandello, Moravia, Flaianno, Morante, Gadda, Pratolini, Zanzotto, Ginzburg -madre e hijo-; Levi -Carlo y Primo-, Specchio, Luzi, Calasso, Magris…), la protagonizaron, a comienzos de los setenta, Eugenio Montale, primus inter pares, y Pier Paolo Pasolini, transgresor, crítico, polémico y político. En su reseña del poemario Satura, que publicara Montale en 1971, Pasolini escribía, de manera sibilina, que “por desconfianza hacia la historia y la poesía, el viejo Montale se ha quitado la máscara, su maravillosa e inimitable máscara, y se ha mostrado tal como es”. La polémica hasta ese momento había sido solamente postergada. En ansias revolucionarias inflamadas, Pasolini nunca le había perdonado a Montale la indiferencia de su poesía ante los urgentes asuntos que gravitaban sobre la Italia del sorpasso (reactivación económica). El neofascismo que se extendía al amparo de las simpatías de la Democracia Cristiana, la injerencia descarada de Washington, el descontento de la clase obrera, traicionada desde la proclamación de la república, la creciente politización de la juventud, el alevoso abandono del sur, la tolerancia con la mafia. En fin, todo lo que había dado origen a aquellos “años de plomo” que atravesaba el país. Montale, discreto y apartado, podía ser cruelmente irónico cuando se sentía injustamente atacado. De Pasolini pasó, tristemente, de criticar todo lo que hacía (teatro, cine, ficción poesía), hasta llegar a los indeseables juicios ad-hominem, indignos de un hombre de su talento. De aquella oscura discusión, un suplemento literario de Milán ha rescatado el breve y críptico texto que Montale dedicó a Pasolini. Malviolo, el personaje de Shakespeare, es un símbolo de fariseísmo e hipocresía, un puritano con oscuras pulsiones. 

Donde comienza la caridad

Esta violenta ráfaga de caridad
que se abate sobre nosotros
es una nueva impostura.

No será nunca que empiece “at home”,
como nos enseñaron en la Berlitz,
sino que se encontrará en libros de lectura.

Y no seguramente contigo, Malviolo,
o con tu banda, ni en el  ulular de trompetas
ni de quien hace una segunda piel y luego la bota.

La caridad no pertenece a nadie. Como
la pompas de jabón que brilla un instante,
se revienta y no sabe de quién era el techo.

 

Milán, miércoles, 9 de marzo de 2022 

Sophia en la jaula del cuervo

En la estupenda colección de revista Poesía de Valencia, Venezuela (online), “El cuervo”, que rinde homenaje al venezolano Pérez Bonalde, se seleccionan y publican traducciones de poetas de todos los tiempos, especialmente de los más recientes y menos conocidos, encuentro varios textos de Sophia de Mello Breyner Andresen, puestos en castellano por Rodolfo Alonso, poeta argentino desaparecido hace unos pocos años. De Rodolfo, recibí un apoyo incondicional y afectuoso desde que publiqué, hace cincuenta y un años, el primer número de Poesía. Meses después, en agosto de 1972, habría de conocerlo en Buenos Aires, en la casa de Raúl Gustavo Aguirre, notable poeta y activo ángel guardián de la publicación hasta que dejé de dirigirla. Aparte de estos afectos, “lo mejor de la poesía”, como aseguraba Raúl Gustavo, Rodolfo fue un traductor excepcional, con un fin oído y una notable intuición. Suyas son las mejores versiones de Pessoa que he leído en nuestro idioma, y que mucho influenciaron en los poetas venezolanos durante los años sesenta. Ese sentido natural para poner en el castellano de América las voces de otros poetas, se siente en estos cuatro textos de Sophia que, en la colección “El cuervo”, viene acompañada de una reveladora introducción, por desgracia no susceptible de ser reproducida en los limitados espacios de este diario literario.

Mitad de la vida

Porque las mañanas son rápidas y su sol quebrado
Porque el mediodía
En su desnudo fulgor rodea la tierra

La casa compone una por una sus sombras
La casa prepara la tarde
Se multiplican frutos y canciones
Desnuda y aguda
La dulzura de la vida.

A la manera de horacio

Feliz aquel que dijo su poema al son de la lira
entre amigos en la mesa del banquete
y coronado estaba de rosas y de mirto.

Su canto nacía de la solar memoria de sus días
y la mágica pausa de la noche,
su canto celebraba
consciente de la fina arena que escurría
mientras las rocas eran desgastadas por el mar.

Patria

Por un país de piedra y viento duro
Por un país de luz perfecta y clara
Por lo negro en la tierra y lo blanco del muro

Por los rostros de silencio y paciencia
Que la miseria largamente dibujó
A ras del hueso con la total certeza
De un largo informe irrecusable

Y por los rostros al sol y el viento iguales

Y por la limpidez de las amadas
Palabras siempre dichas con pasión
Por el color y el peso de las palabras
Por el concreto silencio limpio
las palabras
Donde se yerguen las cosas nombradas
Por la desnudez de las palabras deslumbradas

Piedra río viento casa
Llanto día canto aliento
Espacio raíz y agua
Oh mi patria y mi centro

La luz me duele me solloza el mar
Y el exilio se inscribe en pleno viento.

 

Milán, jueves, 16 de marzo de 2022 

Charlton Heston en la película Ben Hur. Imagen de Wikimedia Commons

Días espléndidos de finales del invierno, con su luz alpina y cristalina que no volveremos a ver hasta finales del año. Siento una especial desazón en estos últimos días invernales. Siempre los he sentido como una defensa, un muro protector ante lo que vendrá después. Una defensa, por desgracia, no suficientemente fuerte (no lo fue ni siquiera la de Troya) y que resistirá solo hasta el veintiuno de este mes. Ese día justo, la muralla se vendrá al suelo y en tropel, como recuerda la canción venezolana, entrarán los días para desaparecer de manera igualmente alucinante. Para mi percepción, el 21 de marzo es el verdadero principio del fin, no hay nada que hacer. Cuando le dé vuelta a esta página ya será treinta y uno de diciembre.

Charlton Heston y Shakespeare

Los anales del arte cinematográfico han inmortalizado a Charlton Heston como héroe “pop” por su trabajo tan dispares como los de Ben Hur y Miguel Ángel, o Moisés y El Cid. Pocos, sin embargo, recuerdan su estupenda participación en Touch of Evil al lado de los monstruos sagrados de Orson Welles y Marlene Dietrich. O su devoción por Shakespeare, que lo llevó a participar, como Marco Antonio, en dos producciones de Julio César. La primera, casi amateur, de 1950, y la segunda, una súper producción fallida, donde se destaca sobre Robards y Gielgud, con una magnífica aparición (a pesar del boicot del absurdo vestuario) en la secuencia del discurso ante el cadáver de César. Dos años después, dirigirá su muy decente adaptación de Antonio y Cleopatra. Su versión de Marco Antonio, especialmente en las primeras escenas, es inolvidable, justo lo que uno se imagina de la transformación del valiente general de Farsalia, “uno de los tres pilares que sostienen el mundo, convertido en el bufón de una meretriz”.


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