Diario literario

Diario literario 2022, marzo (parte I): Hegel, la ópera del mercader, anexiones, Rodrigo en el monte blanco, Pasolini en Ostia

Fotografía de epi | Flickr

05/03/2022

Entrèves, domingo, 27 de febrero de 2022

Hegel

Es probable que haya sido Hegel en su Estética quien aventuró la opinión, digna de su espíritu romántico (era paisano y contemporáneo de Schelling y Hölderlin), según la cual, no importa cuán imponente sea, ningún espectáculo de la naturaleza puede ser más interesante que las creaciones del espíritu humano. Pienso en esto después de vivir una experiencia memorable: abrir los ojos y encontrarme, a poca distancia, con las alturas nevadas del Montblanc. Mientras Radio Classique transmitía el último movimiento del Cuarteto No. 15 Op. 127 en la minuciosa versión del Alban Berg Quartet. Como siempre, no es buena idea llevarle la contraria al ilustre profesor de la Universidad de Berlín.

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(Esta entrada la escribí el jueves 24 de febrero y olvidé transcribirla en su momento).

André Chaikovsky

El mercader de Venecia en ópera 

Shakespeare no dejará nunca de sorprenderme. Apenas hace unos días me he enterado de la existencia de una ópera escrita por André Chaikovsky (nada que ver con Peter) sobre El mercader de Venecia. Este Chaikovsky fue un notable compositor polaco que sobrevivió a la persecución gracias a su huida a Inglaterra en 19. Escribió música de cámara, sinfónica y esta única ópera. Antes había escrito fragmentos para voz sobre Hamlet. Moriría el compositor sin haber presenciado su versión lírica de El mercader, cuyo estreno tuvo que esperar hasta 2013 en su natal Varsovia. Tres años más tarde sería montada por la Ópera de Gales, en una producción bien recibida por el agudo crítico de The Guardian. La decisión de Chaikovsky de ponerle música precisamente a la pieza no deja de ser inquietante. Chaikovski, al fin y al cabo, era judío, como Shylock, y homosexual, como Antonio. Para contribuir a la confusión general, la gente de Gales escogió a un barítono de color para asumir el papel del prestamista. La música de Chaikovski es brillante, una lúcida administración, y apropiación, del estilo de dos de los mejores compositores de ópera contemporánea. A ratos recuerda la Arabella de Strauss y, a ratos, Lulu, de Alban Berg. Como todas las versiones de El mercader  producidas después de la Segunda Guerra, la del compositor polaco, cuya vida fue abundante en tragedias personales, se demora en los episodios más dramáticos de lo que, durante trescientos años, había sido considerada como una comedia. Fue el siglo pasado el que comenzó a llamarla “comedia oscura”, como Measure for Measure o Troilo & Cressida. La devoción de André Chaikovsky por el Bardo fue “constante más allá de la muerte”. Una convicción que hallaría su mejor forma en la donación que hizo de su cráneo a la Royal Shakespeare Company para que fuera utilizado en sus montajes de Hamlet.

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Fotografía de Dimitar DILKOFF | AFP

Entrèves, 28 de febrero de 2022

Anexiones

Todas las anexiones forzadas son detestables. Desde las de la arrogante Atenas, de los que da cuenta Tucídides, hasta las de Israel cuando se anexa indebidamente territorios palestinos. Se trata de una forma de regreso al estado de naturaleza. Sin ninguna consideración por costumbres, tratados, resoluciones, leyes, el más fuerte impone su voluntad al más débil. Es el mismo principio que explica la desigualdad entre los hombres, como les reveló Rousseau a los académicos de Dijon. Un violento desconocimiento de los principios mínimos de justicia, uno que en sus orígenes sánscritos es pariente de la palabra bienestar. Esto es lo que nos indigna, o debería indignar, cada vez que ocurre. Como es ahora el caso del atropello de Rusia frente a Ucrania. Tengo razones personales para detestar este tipo de atropellos cada vez que se producen. Tenía ocho años cuando los mismos rusos, con los mismos “tanques”, invadieron Hungría en 1956. Es una indignación que heredo de mis padres, ella maestra de escuela y él un intelectual manqué. Recuerdo sus comentarios entre amigos mientras observaban las fotos en las publicaciones, entre ellas un suplemento especial con sus fotos ocres que publicó algún diario de circulación nacional. Como enemigos y víctimas de una dictadura, consideraban aquella intervención armada algo imperdonable. Debo recordar que, para liberales de la posguerra como ellos, la URSS no era el monstruo que se reveló después. La revolución soviética, como consideraban Sartre y sus secuaces, era una posibilidad ante los excesos de la política exterior norteamericana, que se habían materializado de manera humillante en la Nicaragua de Jacobo Arbens. No entendía nada de esto a mis ocho años. Lo único claro, ante mis preguntas, era la indignación de aquellos seguidores del partido Acción Democrática en la Valencia venezolana. Desde entonces, aprendí que la ley del más fuerte era la propia negación del ser, al margen de ella, we are beast no more. Una de las consecuencias más nefastas de estas anexiones ilegítimas e ilegales es el descontento que crea en la población afectada, que se transforma rápidamente en odio, como escribe Yuval Noah Harari en un artículo reciente para The Guardian: “El odio es la más sórdida de las emociones. Sin embargo, para las naciones oprimidas el odio es un tesoro escondido. Enterrado en lo más hondo del corazón, puede sostener la resistencia durante generaciones”. La de Putin sería la primera anexión posmoderna de la historia europea. No ha sido motivada por ninguna ideología, de izquierda o de derecha, ni por un supuesto destino manifiesto o una pretendida tierra prometida. Putin ha actuado con el individualismo, egoísmo y eclecticismo de los tiempos que corren. El suyo es un proyecto al margen de las consideraciones éticas que heredamos de los griegos. Ni le interesa lo que opinen sus compatriotas ni, mucho menos, lo que digan sus críticos. Las detestables anexiones de Napoleón podían ser legitimizadas por la simpatía de los sectores más progresistas de las naciones invadidas (España, Italia). El caso de la agresión rusa tiene de original el hecho de que los soldados invasores, los rusos, están más cerca de las opiniones de los soldados invadidos, ucranianos, que de las de Putin. En el fondo, lo que el presidente Putin está haciendo es invadirse a sí mismo, con las terribles consecuencias de una acción tan irracional.

Entrèves, martes, 1 de marzo de 2022

Llego a mis setenta y cuatro a la sombra del imponente Montblanc, no más alto, sin embargo, que el afecto de la familia. Alessandro, siguiendo la tradición, me escribió un poema a mano (en estos tiempos de iPad es un esfuerzo notable), en un hermoso papel fabricado por él mismo, donde destaca mis virtudes como compañero de juego y “chef” (le cocino todos los días su merienda) y termina señalando “que hace todo esto con el corazón”. Grazie mille, caro Alessandro.

Lo primero que escucho hoy en Radio Classique es mi amado Carnaval de Schumann en la clara versión de Claudio Arrau. Me identifico con esta partitura con una intensidad sin tregua desde hace cincuenta años. Nada ha habido en mi vida emocional, a lo largo de esas décadas, que no esté expresado en la pieza del gran compositor. No hubiese escogido yo mismo nada mejor para musicalizar estas primeras horas de mi cumpleaños, y siento que es la mejor para acompañar el sentido poema de Alessandro.

Entrèves, miércoles, 2 de marzo de 2022

Es anormal y dramática la falta de lluvia en esta zona de Europa. Una situación que se expresa en la escasez de nieve en los prados y montañas de esta región alpina. Lo del calentamiento global es cada vez más alarmante. Durante los meses del invierno, con escasas excepciones, el Valle d’Aosta se cubría de la más blanca de las nieves y el imponente Montblanc desplegaba todo su misterio, el mismo que animó a Lord Byron a escribir su alucinante Manfredo.

Mi amigo “napolitano” Néstor Mendoza me hizo llegar ayer, desde Colombia, “on line”, la última entrega de Latin American Litterature, la estimulante revista de la Universidad de Oklahoma dedicada a difundir la literatura de nuestros países. En este número aparecen cinco de mis “Exilios”, que es como se llama una serie de las cuatro de mi última colección de versos, Poemas de la luna líquida. Lo que, para mí, tiene de extraordinario es que el autor de las acertadas y musicales versiones es el joven poeta venezolano Daniel Oliveros, con quien me unen estrechos vínculos familiares. Reproduzco, con el original, un par de sus traducciones:

 

LOSS OF THE KINGDOM

 

                                                         ( And the burden… R.D.)

 

Where will the skin

of these musical valleys

scented with guava

and honey end up?

These backwaters and canals

for thirsty days,

into what seas

or lake and currents

will they eventually flow?

The golden hills

of these bosoms,

blindly traversed

in clear and early mornings,

under what skies

will they wake up tomorrow?

A last glance

for this kingdom

of ample flesh,

and apple smoothness

that laid there for me.

 

Entrèves, jueves, 3 de marzo de 2022

La nieve ha sido escasa esta temporada y, de manera preocupante, el verde se mantiene en los “alpegii” (pastizales) en cuotas normalmente nevadas para esta época. Los días, lejos de ser grises por la niebla matutina, son de un esplendor mediterráneo, bañados por una luz cristalina, de vidrio pulido propia de estas alturas. Las temperaturas pueden ser en la noche siempre bajo cero, pero lo que falta es la lluvia que ha prolongado la sequía por más de seis semanas.

Pier Paolo Passolini. Fotografía de Anatole Saderman | Wikimedia

Pasolini

De lo mucho que llevo leído a propósito del centenario del nacimiento de Pier Paolo Pasolini (5.III.1922), nada me ha impresionado tanto como el relato de Furio Colombo, el último periodista en entrevistar al poeta. Cuenta Colombo que, al alba de aquel 2 de noviembre de 1975, recibió una llamada de Michelangelo Antonioni: “Furio, Pier Paolo ha muerto”. Ante el mutismo de su interlocutor, Antonioni: “Se murió Passolini, Furio, muerto y al parecer masacrado. Te voy a buscar para que me acompañes al sitio donde lo encontraron”. Incrédulo, Colombo, antes de que llegara el realizador, pasó a avisarle a otro destacado director, Franco Rossi, que se encontraba fuera de la ciudad. En la calle, Antonioni esperaba al volante de su Alfa Romeo. En el asiento de atrás, Alberto Moravia, “petrificado por el dolor. Y partimos en dirección a Ostia”. Me imagino a aquel trío fúnebre pasando, a la luz de los rosáceos dedos de la aurora, delante del  Coliseo para tomar la via Ostiense y emprender el viaje de alrededor de una hora y media hasta la ciudad portuaria en la costa Tirrena. Un silencio congelado. Moravia, maestro y padre para todos los efectos prácticos de Passolini, y Antonioni, uno de los mejores amigos del director de Teorema. Cuando llegaron a la morgue, prosigue Colombo, le estaban practicando la autopsia al cadáver. Al terminar, el médico forense les detalla el “martirio” al cual había sido sometido el cuerpo. Fue una madrugada de dolor e impotencia. Dentro de dos días, el cinco de marzo de este año, se cumplen cien años del nacimiento de Passolini. La parte buena de Italia, la misma que rechaza el auge del neofascismo, lo lamenta.

Rodrigo Blanco retratado por de Andrés Kerese

Montblanc

Rodrigo Blanco Calderón fue mi estudiante y después colega en la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Luego de egresado estuve al tanto de sus experiencias como editor de revistas literarias y librero. Con el tiempo fue publicando relatos que recogería en varios volúmenes. No dejaba la menor duda de que había nacido para ser escritor. A menudo me lo encontraba en los alrededores del “chino de los Palos Grandes”, el acogedor restaurante de comida china, uno de varios que aliviaban los “bolsillos flacos” de estudiantes y profesores universitarios. Cuando obtuvo el premio de un prestigioso concurso de cuentos patrocinado por un diario venezolano, entré por primera vez en contacto con lo que escribía. Se trataba de un relato ágil, formalista en su informalismo, donde ficción y realidad eran lo mismo. Es decir, era irrelevante si lo que decía allí era cierto o no. La agilidad de su prosa es lo que más recuerdo. Cada línea te conducía irremediablemente a la otra, algo de hipnótico, como las noches de Caracas en esos días, un estilo que precipitaba al lector a un final no chejoviano. Podía terminar así o de otra manera. Fue lo que me pareció en ese momento. Después de eso, lo veía con frecuencia y lo leía menos. No se me aparecía ni en las librerías ni en las revistas. Alguna colega me diría que vivía en algún país europeo, de resto no mucho más. Así, hasta que en una “newsletter” de las ediciones Gallimard me encontré con su nombre. El boletín de la editorial anunciaba la aparición, en francés,  de The Night,  su primera novela publicada, antes que en español, en francés, por la prestigiosa editorial de Boulevard Raspail. Además se le presentaba al lector del boletín  la posibilidad de leer algunas páginas del libro. El estilo del joven autor se había hecho más complejo, más intelectual, pero no menos ágil y excitante. Terminé de leer las pocas páginas impresionado por el desarrollo darwiniano de aquel estilo. Si el tiempo pasado en nuestras aulas tuvo algo que ver con la escritura de aquella novela, más que justificadas estaban las reiteradas ingestas de cerdo agridulce, arroz frito y lumpias a las que nos obligaban nuestros salarios profesorales. Poco después, enviado por su editor, el también alumno y “escueladeletrista” Carlos Sandoval recibiría un ejemplar de la edición en castellano. La impresión fue la de estar frente a un Cortázar renovado (“Make it new”, decía Pound), un novelista obsesionado por la ambigüedad del lenguaje, incluso frente a la expresión de realidades tan urgentes como la de Venezuela bajo la revolución. Algo parecido decía el autor de la reseña para Gallimard, cuyo catálogo no se distingue precisamente por la inclusión de autores venezolanos. De Rodrigo no supe más, como no fuera por la lectura de algunos oportunos y acaso polémicos artículos periodísticos.

A tres mil metros de altura, frente al Montblanc, en una estación de deportes de invierno a donde llevamos al nieto a esquiar, su madre, Constanza, me sorprende con una grata noticia: “Te conseguí el último número del TLS (Times Literary Supplement) on line”. Y, en efecto, en la pantalla del celular estaba la portada del venerable suplemento literario, al cual me había suscrito por primera vez en 1971 y del cual guardo todavía montañas de ejemplares viejos en mi biblioteca. Habrá sido la altura, la líquida transparencia de la luz, el aire enrarecido, como sea. Pensé en mis veintitrés años en la calurosa y tropical Valencia venezolana, cuando perseguía al cartero en su “bicicleta de reparto” para que me entregara mi copia del TLS antes de que llegara a mi casa. Con esas imágenes que me proporcionaban una psique emocionada, fui al sumario de la publicación para encontrarme con un nombre inesperado. Allí estaba, de nuevo, el de Rodrigo Blanco Calderón. No seguí leyendo y volví a la contemplación de aquellas alturas inquietantes. Imagino que se trata de una reseña de The Night en la traducción al inglés. No la he leído, pero no fue poca la alegría que me produjo la circunstancia en aquel paraje helado. Un venezolano, por primera vez, que yo sepa, reseñado en las páginas de mi amado TLS.


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