Diario Literario
Diario literario 2022, junio (parte IV): Jan Dibbets en París, Machado en Italia, Chopin, “Verano”
Jan Dibbets. Fotografía de LOIC VENANCE | AFP
Milán, domingo, 19 de junio de 2022
La caja de Pandora de Jan Dibbets
“El único que podía encargarse de esta muestra era Dibbets”, nos aseguraba Fabrice Hergott en una conversación con Robert Vifian, mientras nos guiaba por la media luz de las salas del Museo de Arte Moderno de París dedicadas a una importante muestra fotográfica. Pandora’s Box (así en inglés), como se llamó la exposición, se anunciaba como una historia “diferente” de la fotografía, desde sus orígenes hasta Bruce Nauman. Allí estaban magníficas selecciones de Muybridge o Thomas Ruft. De una manera más casual, hoy he vuelto a la entrevista que le hiciera Hergott a Dibbets en 2016, a propósito de la apertura de La caja de Pandora en el museo de Trocadero. En esta oportunidad, más que cuando la escuché por primera vez, se me reveló el sentido de algunas de las opiniones de Dibbets en las cuales se basó para organizar su historia personal de la fotografía. Una de sus premisas: “En el curso de la breve historia de la fotografía, podemos ver cómo este híbrido y diabólico medio comenzó a insistir en su lugar en medio de las artes, especialmente desde los ’60 y la llegada del Conceptualismo”. Otra, la respuesta de Duchamp a una pregunta de Stieglitz formulada en 1922, “Sabes exactamente bien lo que pienso de la fotografía. Me gustaría que llevara a la gente a menospreciar la pintura, hasta que cualquier otra cosa haga la fotografía insoportable”. Como se sabe, el aporte de Dibbets al desarrollo del arte conceptual fue reiterado e influyente. En su historia personal comenzó con los trabajos históricos de Niépce, Le Gray, Muybridge. E-J Marey, W.A. Bentley y sus copos de nieve; E. L. Trouvelot (imágenes planetarias), para seguir con Man Ray, Rodchenko, Strand y Abbot. Para terminar con los contemporáneos, entre los cuales Thomas Ruff (enormes formatos), Wade Guyton y Seth Price. Para Dibbets los espacions del Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris no eran extraños, ya había expuesto sus trabajos allí en 1980, 1994 y 2010.

Estatua de Antonio Machado en Segovia. Fotografía de juandiazhidalgo | Flickr
Milán, lunes, 20 de junio de 2022
Antonio Machado en italiano (13.Vi.)
A finales del siglo pasado, justo en 1999, fui sorprendido por la publicación de The Eyes, una colección de poemas de Don Paterson, el poeta escocés nacido en 1963 y uno de los líricos más destacados de habla inglesa. Se trataba de una espléndida serie de “imitaciones”, ese género desconocido en la lírica en castellano, de poemas de Antonio Machado. Todos los textos se escribieron alrededor de algún verso o poema del vate sevillano. Poco después de su lectura, escribí una larga reseña recogida en mi Poetas de la tierra baldía (Universidad de Carabobo). Lo que quise destacar en el artículo es que Paterson, imitando a Machado, había escrito uno de los poemarios más originales de la poesía en inglés de esos años. Además, había dotado al texto inglés de una tensión tan notable como el texto castellano. Machado aparecía como un poeta, ya no moderno, sino inquietantemente contemporáneo. No me podía sentir más gratificado ya que en los cincuenta años que llevo escribiendo poesía, he mantenido una inalterable admiración y fidelidad al autor de Campos de Castilla. Incluso durante los años sesenta del siglo XX, en los cuales su poesía era, por lo menos, desconsiderada e indigna de atención. Cuando le hablaban de Machado, Borges, uno de los más venerados santos de la modernidad, preguntaba si se trataba de Manuel o Antonio. En esa época rarificada era imperativo admirar e imitar a vates como Pessoa y Michaux, Perse y Eluard, Ginsberg y Plath o Pavese y Ungaretti. Demasiado “claro” don Antonio para un estilo en donde la oscuridad y el amanerado culto a la muerte eran atributos esenciales (“En los bosques de mi antigua casa escucho el jazz de los muertos”, etc.) de una buena poesía. Por supuesto, los nuevos tiempos han traído nuevos criterios y la devaluada lírica de Machado ha sido rescatada por los autores de un nuevo siglo. En 2010, los italianos le dedicaron un hermoso volumen de poesía y prosa en la prestigiosa colección I Meridiani, de Mondadori. Entendieron primero que los franceses (no existe un volumen equivalente en La Pleiade) la grandeza de una de las pocas glorias de la poesía española del XX. En días recientes, Garzanti publicó, en formato bilingüe, una amplia selección de la lírica machadina preparada y traducida por Matteo Lefèvre. Cada traducción es, como se sabe, un cuestionamiento al oficio de traducir. Es el caso de esta versión, por lo demás cuidada, de un soneto de Nuevas canciones:
La luce di Siviglia… il palazzo
dove nacqui, la sua fonte sonora.
Mio padre nel suo studio. –L’alta fronte,
il corto pizzo, e i baffi ben lisciati-.
Mio padre, giovane. Lege, trascrive,
sfoglia i suoi libri e medita. Si alza:
passeggia e va alla porta del giardino.
Parla da solo a volte, canta a volte.
I grandi occhi dall’inquieto sguardo
sembrano ora vagare, senza oggetto
su cui potersi posare, nel vuoto.
Fuggono dal suo ieri al suo domani;
scorgono già nel tempo, padre mio!,
pietosi la mia testa che s’imbianca.
La versión italiana, en endecasílabos blancos, guarda los catorce versos del soneto e intenta respetar la discreta y fina musicalidad del original. Por desgracia, tal vez obligado por las necesidades métricas, no siempre se mantiene la literalidad y se corre el riesgo de deformar la intención del autor. Es lo que ocurre al final de la cuarta línea, cuando se traduce el bigote lacio como baffi ben lisciati, que quiere decir “bigote bien alisado”. Que no es lo que quiso decir Machado. Más bien se propuso lo contrario. En su hermoso retrato, el padre, que era abogado y doctor en letras, se presenta como un hombre menos preocupado por su arreglo personal que por las reflexiones que le producen las lecturas. “Lacio”, de acuerdo con el DRA, es “marchito, ajado” o el cabello “que cae sin formar ondas o rizos”. No se trata en ningún momento de bigote “bien alisado”, que da la impresión de un hombre que destina parte de su tiempo a la actividad inútil de alisarse el bigote. Las traducciones son así, se niegan a sí mismas.
Este es original de Machado:
Esta luz de Sevilla… Es el palacio
donde nací, con su rumor de fuente.
Mi padre, en su despacho. -La alta frente,
la breve mosca y el bigote lacio-.
Mi padre, aun joven. Lee, escribe, hojea
sus libros y medita. Se levanta,
va hacia la puerta del jardín. Pasea.
A veces habla solo, a veces canta.
Sus grandes ojos de mirar inquieto
ahora vagar parecen, sin objeto
donde puedan posar, en el vacío.
Ya escapan de su ayer a su mañana,
ya miran en el tiempo, ¡padre mío!
piadosamente mi cabeza cana.

Batalla a las afueras de Moscú. 7 de septiembre de 1812. Louis-François, Baron Lejeune- 1822
Milán, martes, 21 de junio de 2022. Solsticio de verano
La guerra y la paz como monumento
La guerra y la paz puede entenderse como un monumento a la literatura rusa del siglo XIX. No obstante, no es el único. También lo son, y, en ocasiones, más acabados, como es el caso de Eugene Onegin. El libro de Pushkin, una novela en versos, es el más grande poema narrativo de su tiempo con el Preludio, de Wordsworth y Don Juan, de Byron. De los tantos méritos de Pushkin, el más permanente es su condición de fundador. Sobre sus pulidos versos se levantó el enorme palacio que es la literatura de su país en el siglo XIX. Eugene Onegin es la primera obra en ruso a nivel global. Nada que envidiarle al resto de los europeos. Lo contrario, son ellos quienes han debido envidiar a los rusos. Onegin es uno de esos milagros del genio humano, como Lear o Fausto. Con un antecedente como este, los rusos se sintieron seguros del porvenir. Bajo la protección directa de Pushkin, fue que Gogol pudo escribir Almas muertas, ese relato inesperado que pudo haber sido escrito por Kafka. Con esta novela y sus relatos cortos, Gogol cumplió con el rito de paso de superar el romanticismo de su maestro y fundar la literatura realista de su país, una tendencia que en Rusia alcanzó niveles inesperados. Goncharov lo adaptará para su monumento particular, el Oblomov, inventor de todos los oblomovismos conocidos. Es el mismo realismo que adoptará Turgueniev, autor de Padres e hijos, otro de los monumentos que se produjeron en Rusia en el medio siglo de oro de su literatura. En el cual, además de las tres obras mencionadas, se escribieron Los demonios, Los hermanos Karamazov y Crimen y castigo. Medio siglo de oro que alcanzará su máximo brillo con La guerra y la paz y Ana Karenina. Que La guerra y la paz sea el más visible de todos los monumentos mencionados lo explica el carácter épico de la empresa de Tolstoi. Sus descripciones de las batallas en las que participan sus héroes, Ulm, Austerlitz, Borodino, tuvieron como modelo los combates cantados por Homero en su Ilíada. Y es lo que se siente al leerlas, que son descripciones escritas para ser leídas en alta voz ante los integrantes de la tribu. Si las escenas que se corresponden con la paz han podido ser escritas por Balzac o Stendhal, las del campo de batalla solo pudieran atribuirse a Homero o Virgilio. La Ilíada canta y cuenta la toma de Troya por parte de los aqueos. La novela de Tolstoi, por su parte, canta y cuenta la victoriosa defensa de la nueva Troya y la expulsión o muerte de los aqueos invasores. Es la revancha del anciano Príamo (Kutuzov), que ve cómo sus enemigos terminan comiéndose sus caballos. Hay un elemento adicional en el monumento de La guerra y la paz que lo ha hecho más conocido y apreciado que el resto de sus pares. Y es la calidad cinematográfica del realismo de Tolstoi. Su única dificultad es la longitud de los argumentos, el resto está allí, descripciones hechas para ser convertidas en guiones cinematográficos. Este carácter de la escritura de Tolstoi explica la cantidad de versiones de, por ejemplo, La guerra y la paz. La primera versión al cine fue de 1930, luego en 1956, 1968 (la mejor de todas) y dos veces para la televisión, 1969 y 2016.

Retrato de Frédéric Chopin. 1836. Maria Wodzińska
Milán, viernes, 24 de junio de 2022
Chopin Chopin Chopin
Recuerdo que, hace alrededor de cuarenta años, ninguna emisora seria de música clásica le concedía a Chopin un puesto relevante en sus programaciones. Durante los años que pasé en Nueva York (1978-1981), no creo haberlo escuchado una sola vez en las dos estaciones que frecuentaba (WNCN y WQXR). Los programadores andaban más empeñados en difundir piezas menos conocidas de otros autores románticos. Como los Cuartetos de Schubert, las Canciones sin letra, de Mendelsohn, los Años de peregrinaje, de Liszt, interpretado de modo irrepetible por Lazar Berman, o la Fantasía y el Carnaval de Schumann. Pero nada de Chopin, a lo sumo, alguna de las nuevas lecturas del maestro polaco que venían realizando Maurizio Pollini y Wladimir Ashkenazi. Y no mucho más. Uno de los signos más conspicuos de los cambios que se han operado en la sensibilidad occidental durante estos años es efectivamente la recuperada popularidad del autor de los Nocturnos. En las emisoras italianas y francesas que me acompañan sin descanso en estos días de inesperado exilio, no pasa una jornada en la cual no se difundan las más variadas expresiones del genio chopiniano. Lo cual es necesario y saludable. No obstante, el riesgo, me parece, es volver a una acrítica chopinomanía que, en no mucho tiempo, se convierta en un rechazo tan dramático como el que me tocó experimentar durante décadas. Por lo pronto, Radio Classica Milano, atenta a lo que estoy expresando, me tranquiliza con la trasmisión de una de las Lieder ohne Worte, de Mendelsohn en una hermosa versión de un intérprete que desconozco.
DE FLOTA EL TIEMPO
MORIR EN VERANO
Lo peor
es no morir
en verano,
escribió
Gottfried Benn
en su invierno
prusiano.
Tal vez pensaba
en el sueño
shakesperiano,
con sus cabezas de asno
y duquesas
al alcance
de la mano.
Dudo
que conociera
el rigor
del trópico
americano.
Donde la tierra
muere de sed
con grietas
en las manos.
Donde el tiempo,
insensible,
pasa
más veloz
que el rayo.
Lo peor,
en verdad,
no es no morir
en verano,
sino saber
que, desde siempre,
lo hemos hecho
en vano.
Alejandro Oliveros
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