Diario literario

Diario literario 2022, febrero (parte III): Stieglitz contemporáneo, venezolanos, Chopin is back, Anne Carson

19/02/2022

Alfred Stieglitz retratado por Paul Strand

Milán, lunes, 14 de febrero de 2022

Stieglitz contemporáneo

Para la segunda década del siglo XX, Alfred Stieglitz y algunos aventajados discípulos, como Langdon Coburn y Paul Strand, estaban convencidos de la obsolescencia del pictorialismo, un modo que había dominado el desarrollo de la fotografía durante veinte años. Para el joven Strand, el cuestionamiento resultaba normal y necesario. No obstante, para Stieglitz, reconocido profeta del movimiento y su más consecuente defensor, la ruptura tenía algo de harakiri. No obstante, profeta siempre, asumió las consecuencias del cambio. Un cambio, por lo demás, marcado por el radicalismo. Lo que pretendía Strand, apoyado al poco tiempo por el mismo Stieglitz, era la negación de todo lo que Camera Work había promovido durante más de quince años. El discurso pictorialista se había convertido, como diría Foucault, en un instrumento de poder. Pero, más importante, en una expresión inadecuada de los nuevos tiempos. Desde 1909, gracias a las intuiciones de Marinetti, la velocidad era el signo de las vanguardias. Bicicletas, carros de carrera y aviones desmentían la actitud del pictorialista y sus prolongados tiempos de revelado e impresión. Al final, la Kodak tenía la razón: “Apriete el botón y nosotros haremos lo demás”. Esto no es más que una exageración pedagógica, por supuesto,  porque  la Straight Photography (Fotografía directa), que es como se conocería esta nueva tendencia que vendrá a desplazar al pictorialismo, requería el mismo cuidado en la impresión. Tal vez lo más notable era la limpieza de la imagen, despojada del efecto flou, que obligaba a la imagen a presentarse envuelta en un halo que en muchas ocasiones eran de un dudoso romanticismo. La fotografía directa no estaba exenta de riesgos. El más inquietante era la tentación de hacer una fotografía social, política. Strand asumirá el riesgo, al igual que Anselm Adams y otros representantes. Stieglitz, hasta el final negado a esta posibilidad, encontrará el mejor refugio en  la más poética de las posibilidades. Que no es otra que el cuerpo de la mujer amada. Para 1916, Strand había revelado los alcances del cambio. Ese mismo año, Picabia ilustraba la portada de la revista 291 con un “retrato” de Stieglitz. Y, como siempre, donde está Picabia está lo moderno e incluso lo posmoderno.

Stieglitz realizó 501 fotografías de su esposa, Georgia O´Keefe, de 1918 a 1933. Sin embargo, desde la primera a la última, con raras excepciones, están marcadas por la atemporalidad. El realismo de Strand de estos años es un realismo duro, insistiendo en los contrastes, y sin concesiones a la imaginación o el sueño. El realismo de Stieglitz, igual de moderno, es profundamente lírico, ambiguo, son fragmentos de un discurso amoroso, una muestra de los límites mismos del realismo. O’Keefe es O’Keefe, pero también todas las mujeres que alguna vez han sido amadas. Con esta impresionante y extendida serie, Stieglitz se convirtió ahora en profeta del arte norteamericano moderno y contemporáneo. Recuerdo claramente la experiencia extraordinaria que fue, a finales de 1978, en el Metropolitan de Nueva York, la primera muestra que se hizo de un grupo significativo de estos trabajos. Manos, caras, algunos desnudos, que me dejaban la impresión de ser las primeras manos, caras y desnudos que había visto en mi vida, pintadas o fotografiadas. Había algo de inédito en todo aquello. Una inquietante descripción del cuerpo femenino, hecha por alguien que no solo lo contempló y tocó y acarició, sino que, literalmente, lo había vivido allí, como se vive en una casa, y aquellas fotos habían sido hechas para que supiéramos que lo había hecho. Algo a lo que parece referirse Barthes cuando escribe: “La Fotografía no rememora el pasado… El efecto que produce en mí no es la restitución de lo abolido (por el tiempo, por la distancia) sino el testimonio de que lo que veo ha sido”. De nuevo, Stieglitz había desplegado su maestría. Asunto y forma pasaban a ser la misma cosa. Aquellas imágenes solo podían ser fijadas en planchas de platino para lograr tanta nitidez, tanta definición en los contrastes, tanta profundidad en el plano, tanta extensión en el amor. Imágenes que hablan en silencio con una elocuencia improbable. En esos años, a finales de los setenta del XX, me ocupaba de Stieglitz en vista de su relación con poetas como William Carlos Williams o Hart Crane, y de las fotografías de O`Keefe había escuchado hablar “de lejos”, y acaso si había visto algún retrato. Era un trabajo desconocido, algo de lo que algunos hablaban, nadie había visto y muchos pensaban que no existía. En la sorpresa epifánica que me produjo la muestra, pensaba en las afinidades, a pesar de los setenta años transcurridos, que tenían con los trabajos de Newton, Penn o Avedon, o incluso Cindy Sherman y Mapplethorpe. Tan absolutamente maravillado como yo, estuvo un crítico que difícilmente se maravillaba. En efecto, para el New York Times, Hilton Kramer escribió una de las reseñas más emocionadas de las muchas que he tenido la oportunidad de leerle:

No es una exposición sobre historia del arte. Se trata de una historia de amor. Asimismo, aunque no lo mencione O’Keefe en sus memorias, es la historia de un matrimonio. Podemos acercarnos por el interés en dos figuras célebres del arte norteamericano pero salimos con la intensa impresión de algo más. Un romance que desplegó ardor, elegancia, ternura, ironía e incluso humor para terminar, como ocurre a menudo con las historias de amor, con la separación e independencia.

No hay una sola fotografía en esta serie que no sea hermosa en términos puramente estéticos, pero no es necesariamente la forma lo que nos conmueve, sino la gran emoción que comunican.

Georgia O’Keefe retratada por Alfred Stieglitz

A la muerte de Georgia O’Keefe, se hizo público el acceso a la serie completa de fotografías. Como con los soldados en terracota del monarca chino, todas son diferentes y reveladoras. No debe ser fácil lograr quinientas expresiones diferentes en un solo ser humano. Lo que intuyó Stieglitz, con la intuición de los genios, es que las emociones son volátiles y que pueden durar segundos, y que nuestra emocionalidad modifica nuestra psique y el cuerpo aparece distinto. Tal vez a eso se refería la O’Keefe cuando, poco antes de morir, refiriéndose a estas fotos, declaró que cuando las veía le parecía que estaba viendo a otra persona que no era ella. Stieglitz era dueño de una técnica sofisticada, que comenzó a cultivar cuando estudiaba con el profesor Vogel, pero el arte no es solo técnica, sino también inspiración y amor, cualidades que se despliegan invariables a lo largo de estos fragmentos de un discurso amoroso.

Milán, martes, 15 de febrero de 2022

Venezolanos

A propósito de lo que escribía ayer, esta mañana en Radio France el Concierto para piano #1 (por fortuna solo el tercer movimiento) de Chopin en la dramática y existencial versión de Claudio Arrau. Esto no tendría nada de extraño, de acuerdo con mis apresuradas intuiciones de ayer, lo que me resulta inquietante es que, antes y después de su emisión, Radio France ha desplegado un homenaje a Gustavo Dudamel, a propósito de su presentación inaugural como director de la Ópera de París, cuya mediocre orquesta seguramente se transformará bajo la dirección del venezolano. Justo después del concierto de Chopin de esta mañana, la luminosa y compleja Fuga con pajarillo, de Aldemaro Romero, con la Orquesta Juvenil de Venezuela bajo Dudamel. Luego la participación de Teresa Carreño, Serenata Guayanesa (“Joropo Oriental”) y Gabriela Montero con las estupendas “Canciones infantiles”, de Antonio Estévez, reseñadas oportunamente por José Balza. Durante mis conversaciones con Antonio Estévez nunca hablamos de estas piezas infantiles, a pesar de que le comenté en una ocasión sobre la Suite para piano de juguete, de John Cage. En esos años, 1969-1970, el maestro estaba empeñado en una ambiciosa pieza con el nombre preliminar de Sinfonía expectante, para orquesta y sintetizador. La tenía como su eventual opus magnum y no parecía interesado en sus otras composiciones, salvo su Cantata criolla, de la cual le gustaba contar, y lo contaba muy bien, los detalles de su composición. Como el memorable encuentro con el Indio Figueredo, el gran arpista llanero con el cual se tropezó por azar un día a punto de regresar frustrado a Caracas por no haber encontrado el arpista adecuado. El Indio Figueredo cumpliría largamente con todas sus exigencias y terminarían siendo buenos amigos, aunque la parte para arpa llanera no apareció en la versión final de la partitura.

Fotograma de Mr. Orchid. 1946. René Clément

Milán, jueves, 17 de febrero de 2022 

Mr. Orquídea

Después de muchas búsquedas, el Cine-Club Ambrosiano proyectó ayer una de las mejores películas que se hizo sobre la resistencia francesa, el tema de un interesante ciclo que el C-C A presentó en diciembre pasado. Se trata de Père tranquile o Mr. Orchid, la producción de René Clement estrenada en 1946, apenas un año después de la liberación. Los prejuicios y distorsiones de la detestable hegemonía degaullista son grotescos. Y aquí, el pobre Clement, una mentalidad amplia y generosa tuvo que acogerse al criterio del general que obligaba a ignorar el papel decisivo de los refugiados españoles (llegaron al París liberado con un día de anticipación a las alquiladas tropas del general Leclerc) en la liberación de Francia. El pueblo donde se desarrolla la película, a pocos kilómetros de España, fue un centro de actividades de los españoles que hicieron, de verdad, la resistencia. Clement, no obstante, superó la supervisión oficial y rindió un disimulado homenaje a la participación republicana, presentando a los integrantes de la resistencia trajeados a la manera de los soldados del ejército republicano.

Anne Carson. Fotograma de Louisiana Museum of Modern Art

Milán, viernes, 18 de febrero de 2022

Anne carson: hombres en sus horas libres

Sería de necios negar la privilegiada retina que han tenido los editores de poesía de la editorial Pre-textos a la hora de escoger los poetas de otras lenguas para incorporarlos a su catálogo. Dos muestras recientes son Louise Glück,  desconocida entre los países de habla castellana como la otra cara de la luna, hasta que fuera reiteradamente publicada por la editorial valenciana, y de cuyos derechos fuera despojada por la rapacidad de un dudoso competidor. Y Anne Carson, la carismática poeta canadiense de la cual han publicado dos libros necesarios. El primero es el discutido y discutible, y no por eso menos admirable, Hombres en sus horas libres, uno de los poemarios más inquietantes publicados en inglés durante las últimas décadas, no menos que la saga de Richard Logue o el “Machado” de Robin Robertson. Reproduzco uno de los poemas que lo integran, en la ajustada traducción de Jordi Doce, publicada de manera bilingüe, bajo la minuciosa curaduría de Manuel Ramírez, por Pre-textos en 2007, el mismo año de la publicación del libro en inglés.

 

EL GUANTE DE TIEMPO, POR EDWARD HOPPER

 

Cierto, no soy sino la sombra de un pasajero de este planeta

pero a mi alma le gusta vestir de gala

a pesar de las manchas.

Ella franquea la puerta.

Se quita el guante.

Es que cruza la pierna.

Esto es una pregunta.

Quien habla.

Otra pregunta.

Todo lo que puedo decir es que

no veo indicios de otro guante.

Las palabras no son una frase, no te centres en eso.

Céntrate en esto.

No es un tiempo vacío, es el momento

en que el aire empuja las cortinas dentro del cuarto.

Cuando la lámpara está lista.

Cuando la luz da en la pared justo ahí.

¿Y el guante?

Entonces se levantó-la   vida que hubiera podido vivir (par les

                                         soirs bleus d’été).

Sucede

que la pintura inmóvil.

Pero si acercas un oído al lienzo oirás

el sonido de una rueda espléndida en camino.

En algún lugar alguien está viajando hacia ti,

viajando día y noche.

Abedules desnudos se suceden.

La carretera roja se desvanece.

Ten, sostén esto:

indicio.

Sucede

que un buen guante de noche

mide 22 cm del dobladillo a la punta.

Éste fue un guante “filmado por la espalda”

(como dijo Godard de su Rey Lear).

Mientras escuchaba a sus hijas Lear

sintió deseos de ver sus cuerpos

extendidos sobre sus voces

como piel blanca de cabritilla.

Pues ¿en qué difiere el tiempo de la eternidad sino en que lo

                                                                                 medimos?


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