Diario literario

Diario literario 2022, febrero (parte II): Salmo Rojo, H.D., Pasolini y los Bertolucci, Alfred Stieglitz

12/02/2022

Fotograma de Salmo Rojo (1971)

Milán, lunes, 7 de febrero de 2022 

Miklos Jancso 

Siguiendo recomendaciones de Daniel Oliveros, su corresponsal en Nueva York, el Cine-Club Ambrosiano de Milán proyectó Salmo Rojo, una de las películas más conocidas del maestro húngaro Miklos Jancso (1921-2014). Salmo rojo fue estrenada en 1971 y es considerada una cinta emblemática y típica del segundo período de su producción, Premio del Jurado en Cannes 1972. El asunto es la revuelta de los campesinos húngaros a mediados del siglo XIX. En realidad, es una brillante alegoría de la opresión a la que fue sometida Hungría después de la gran rebelión antisoviética de 1956, que sería sofocada, a tanque y fuego, por las tropas del ejército del Pacto de Varsovia. Yo tenía apenas ocho años, pero recuerdo la indignación de mis padres (eran los años mudos de Pérez Jiménez) y las fotografías donde se mostraban los grandes tanques soviéticos llevándose por delante todo lo que encontraban a su paso. Jancso tenía treinta y cinco, y seguramente participó en la resistencia heroica de los habitantes de Budapest. Quince años después de la invasión, el director refiere, en Salmo rojo, la violencia de la intervención, representando a los tanques de guerra con el galope asfixiante de una caballería que no deja de dar giros, amenazando a la indefensa población campesina. Las alusiones son directas, aunque no claras. Al fin y al cabo, un tanque es un tanque y un caballo es un caballo, ha podido decir Jancso a la censura. La cinta es un espectáculo visual alucinante, un ballet trágico, de una intensidad en ocasiones insufrible, con planos larguísimos, algunos de diez minutos o más. En total, no pasaron de 26 las tomas de la película, cuya belleza plástica es difícil de olvidar por su obsesiva intensidad. Jancso vivió durante diez años aquí en Italia, donde produjo una serie de films que me propongo ver apenas se presente la ocasión.

Hilda Doolittle

Milán, martes, 8 de febrero de 2022

H.D.

Que H.D. (Hilda Doolittle) sea una de las voces más permanentes de la lírica inglesa del siglo XX (la mejor poesía de ese siglo prosaico) es algo de lo cual no fueron muchos los convencidos. No creo que T.S. Eliot, el criterio dominante durante cincuenta años, haya sido uno de ellos; aunque Pound, al menos durante un tiempo, sí. Fue celebrada por los movimientos feministas de los años sesenta y lo es ahora por razones equivocadas. Tuvo la suerte de contar con un editor convencido, James Laughlin, quien, con cuidado y entusiasmo, publicó, en New Directions, todo lo que le entregaba. Su obra es extensa e irregular, pero menos irregular que la de la mayoría de los vates consagrados por la modernidad. Escribió memorias y dejó muchas cartas. Vivió una vida no exenta de fracturas, que la llevaron al concurrido diván del Dr. Freud, de Viena. Tuvo, como Virginia Woolf, éxito con hombres y mujeres y, al final, se decidió por la compañía, no siempre grata, al parecer, de una querida amiga. Su estilo imaginista -poemas cortos, dicción directa, exquisita musicalidad- la ha hecho víctima de la preferencia de los traductores apresurados, y su poesía ha sido ampliamente traducida a muchos idiomas. Creo que en España, en una de esas muestras recurrentes de desmesura hispana, se tradujo todo lo que la pobre publicó. He escrito sobre ella y, yo también helas, traduje algunos de sus textos para mi Voces ajenas, un volumen de mis traducciones comentadas condenado al olvido inédito. “Eurídice”, que es como se llama el poema que traduje en esa oportunidad, creo haberlo publicado en una difundida página digital. Como Anne Carson, tradujo del griego y escribió sobre el imaginario clásico. Uno de sus libros se llama Helena en Egipto, su propia versión del mito según Eurípides, en el cual la H de Hilde se confunde con la H de Helena. La que sigue es una versión de un claro poema suyo dedicado al mito ensangrentado de Adonis. Desconozco la fecha de composición, mas eso puede ser irrelevante. Como Ungaretti, H.D. se mantuvo fiel a su estilo, una sintaxis que aprendió de su maestro Ezra Pound, y que nunca modificó a lo largo de cincuenta años:

 

ADONIS

 

I

 

 

Como tú,

cada uno de nosotros

ha muerto alguna vez,

cada uno

ha atravesado

el flujo de las hojas

en el bosque,

rotas y dobladas

torturadas y derechas

en la nevada invernal,

luego quemadas

en puntos dorados,

de nuevo iluminadas,

crujiente ámbar,

escamas de hojas de oro,

convertidas en oro

y de nuevo soldadas

al calor del sol.

 

 

II

 

Ni el oro en la fachada del templo,

donde estás de pie,

es un oro como este,

ni el oro que ata tu sandalia,

ni el oro enlazado

a tus rizos cincelados,

es como el oro de las hojas

del pasado año,

ni todo el oro forjado y laborado

y batido en el rostro de tu amante,

con la frente y el pecho desnudos

es un oro como este:

 

como tú,

cada uno de nosotros

ha muerto alguna vez,

como tú, cada uno de nosotros

está aparte, listo, como tú,

para ser adorado.

Pier Paolo Pasolini

Milán, miércoles, 9 de febrero de 2022

Seguimos con unas jornadas casi primaverales en medio del invierno, con altos cielos azules y la cristalina luz de los Alpes que se extiende por la ciudad. Días buenos para los pulmones, que descansan de la mugre urbana. Es un placer caminar con este clima flotante, suficientemente frío y absolutamente claro. Las mañanas son dulces y excitantes, como los besos de la mujer amada. Para hoy, en el cual la iglesia italiana conmemora el día de San Rinaldo (¿el de Tasso?), tengo dispuesta una botella de Vermentino di Gallura, un blanco de Cerdeña, con sus perfumes mediterráneos, que son bienvenidos en estas laderas que preceden a los Alpes.

Pasolini 100 años

Para celebrar los 100 años del nacimiento  de Pier Paolo Passolini, el Cine-Club Ambrosiano (la sede milanesa del Luxor Cine-Club de Caracas) ha programado un mini ciclo dedicado a Bernardo Bertolucci, con El conformista y El tiempo de la araña. Bertolucci, durante un tiempo, al comienzo de su carrera, fue ayudante de dirección de varios filmes de Pier Paolo, con el cual mantenía más de una afinidad electiva. Como la preocupación por entender la etiología del fascismo, ¿cómo fue que Mussolini pudo apoderarse de la voluntad de los italianos? ¿Qué fue lo que se hizo y lo que no se hizo? ¿En qué consistía la seducción de una ideología  que hizo estragos dentro y fuera de Italia, consiguiendo las simpatías de hombres como Churchill, Roosevelt y la admiración de un ególatra como Hitler? Buena parte de la producción de ambos realizadores estuvo marcada por esta ansiedad. No fue lo único que unió a estos dos grandes intelectuales. Aún más intensa que las coincidencias políticas fue el amor por la poesía. Pier Paolo fue uno de los poetas más destacados de su tiempo y Bertolucci, en principio, sintió que era la poesía su verdadera vocación. Lo cual, de acuerdo con los resultados, no pasó de ser una fijación paterna, porque su padre, Attilio Bertolucci, fue un poeta notable. Para celebrar esta amistad, que fue de las que duran, como le decía Albert Camus a Francis Ponge, el Cine-Club Ambrosiano proyectó anoche El conformista, estrenada en 1970. El título, y todo lo demás, fueron tomados de la que tal vez sea la mejor novela de Alberto Moravia. La adaptación al cine era inevitable. El conformista es una de las mejores respuestas a las preocupaciones de Pasolini y Bertolucci sobre el origen del fascismo. Una de las causas, sugiere Moravia en su novela, fue la indiferencia cómplice de la decadente aristocracia italiana, aburrida y agónica, buscando un segundo aire en las proclamas de aquel marginal con pretensiones de ungido que era Benito Mussolini. El guion de la cinta es del mismo Bertolucci, y la actuación, admirable, la asumieron Jean-Louis Trintignant (no era su primera aparición en el cine italiano, antes había trabajado en algún Spaghetti Western de la mano del maestro Sergio Corlucci), la inocente perversa Stefania Sandrelli y esa nativa de otro planeta, mejor que este, Dominque Sanda. El protagonista es el peor de los fascistas, ni siquiera es fanático, no siente ningún entusiasmo por los proyectos del Duce, pero, en su indolencia, la muerte y el sexo, que pueden ser lo mismo, es lo único que lo atrae. Y el fascismo ofrecía ambas gratificaciones sin ningún tipo de reservas. Trintignant, dirigido por Bertolucci, quien aprendió del hombre de teatro que fue Pasolini, a dirigir actores, asume de manera inolvidable la transformación del conformista en asesino. No obstante, su psicopatía no se expresa en la transgresión del tabú primordial del homicidio, sino en su absoluta incapacidad para sentir culpa. No solo cometió un asesinato, sino que lo planificó a sangre fría. Y con gusto lo volvería a hacer porque, como buen psicópata, no se siente para nada culpable. Para Moravia y Bertolucci, y Pasolini, el mejor amigo de los dos, esta irresponsabilidad, esta incapacidad para ser responsable, para asumir las consecuencias de sus acciones, sería una de las causas de esa enfermedad colectiva conocida como fascismo, que nunca será del todo erradicada y que, por fortuna, en Italia, sigue siendo motivo de análisis y estudio. Lo mejores de estos estudiosos saben, y ese es el problema, que, aunque no lo sepamos, todos cargamos a cuesta, escondido en alguna gaveta de la psique, nuestro “conformista”. Para justificar esta crónica cinematográfica en un diario literario, he traducido este poema de Attilio Bertolucci, padre de Bernardo y gran amigo de Pier Paolo. El mundo tiende, aunque no lo es, a ser redondo, como los caballos. Attilio procuró la publicación de la primera novela de Pier Paolo; Pier Paolo, años después, llamaría a Bernardo como asistente de una de sus películas, su primer trabajo en una actividad a la que se entregó de por vida, siempre inspirado en el ejemplo de su maestro, nacido hace 100 años.

ATTILIO BERTOLUCCI

 

“Los años”

 

Las mañanas de nuestros años perdidos,

las mesitas a la sombra soleada del otoño,

los amigos que iban y volvían, los que no

regresaron, he pensado en todos ellos con alegría.

 

Porque este día de septiembre resplandece

con tanta belleza en las ventanas,

en horas parecidas a esta de ahora,

que transcurre en un tiempo pacífico,

la multitud es igual en las aceras doradas,

solo el lirio y la violeta se hacen verde y rosa,

el paso es el paso lento y alegre de la provincia.

Bernardo Bertolucci y Pier Paolo Pasolini

Milán, jueves, 10 de febrero de 2022

Pasan los días en este exilio casual e involuntario. Dieciséis meses que estaban supuestos a ser tres o cuatro, que era la rutina de mis idas y venidas de los últimos años. No sé cuánto pasaré todavía en Milán o cuándo volveré al país natal, a mi casa, a mis libros, mis discos y amigos, a mi cielo y mi mar. Especialmente el cielo, el techo del poeta. Un cielo, como el de Milán, con todas sus eventuales bellezas, es ajeno, como el techo de la casa de los otros. Hoy, de nuevo, es viernes y van seis como ellos desde la última vez que pude cambiar palabras con un amigo. Ahora no sé cuánto tendré que esperar para hacerlo de nuevo. 

Pasolini & bertolucci

En una entrevista reciente para Il corriere della sera, a propósito siempre del centenario de Pasolini, el realizador Marco Tulio Giordana, autor de un film sobre el director de Teorema, se refiere a las relaciones de este con el joven Bernardo Bertolucci (diecinueve años de diferencia).

GIORDANA:

Bertolucci fue su asistente, pero antes había querido ser poeta, como su padre Attilio y como Pasolini a quien desde niño había visto de visita en su casa. Un lazo fortísimo, profundo que nunca disminuyó. Era encantador escucharlo hablar de Accatone, donde había sido asistente de dirección: una especie de descubrimiento del cine para ambos, la maravilla de aprender el lenguaje fuera de cualquier academia. Era el verano de 1969 e Italia estaba en llamas con las manifestaciones contra el gobierno de Tamborini. La impresión que recibí de las palabras de Bertolucci era el de un período violento y entusiasta donde todo podía suceder, todo podía cambiar.

Giordana se refiere a los llamados “años de plomo” en los cuales la banda de renegados terroristas, “Las brigadas rojas”, mantenían en jaque a los gobiernos de la democracia cristiana que, presionados por los Estados Unidos, se negaban a un diálogo con la poderosa izquierda italiana. De tal impasse, surgieron los ánimos confundidos pero violentos de un sector de la juventud italiana. Pero, como “se canta lo que se pierde”, fueron años especialmente fecundos para la cultura italiana. Los años de Berio, Maderna y Nono, de Passolini y su generación, de poetas como Luzzi o Zanzotto, de las novelas del mejor mejor Gadda y todos los ingenios del arte povera. Sobre estos protagonistas, la sombra oscura del fascismo de Mussolini.

Manos juntas de Margaret Prosser en sus rodillas. Fotografñia de Alfred Stieglitz

Milán, viernes, 11 de febrero de 2022

Alfred Stieglitz

Después de cuarenta años, vuelvo a ocuparme de Stieglitz, uno de los responsables del nacimiento y desarrollo de la modernidad en los Estados Unidos. Nacido en una improbable Hoboken, de padres judíos alemanes, en 1864, año final de la Guerra de Secesión, Stieglitz escogió la fotografía como instrumento de sus necesidades expresivas, y la publicación de revistas como vehículo de sus ideas renovadoras. Fue uno de los más obstinados defensores de la idea de la fotografía como arte en un país bárbaro y semisalvaje, como diría Ezra Pound, su contrapartida modernizadora en poesía. Stieglitz se sumaría a los representantes del “pictorialismo”, la tendencia que se extendiera, primero en Europa y luego en Estados Unidos, la cual propiciaba la manipulación de la imagen fotográfica mediante elaborados procesos químicos que terminarían haciendo de la foto un grabado sujeto a ingeniosas manipulaciones. Como pictorialista dejó una serie de trabajos excepcionales, imágenes incorporadas al imaginario del siglo XX: “Invierno en la Quinta Avenida”, “La terminal”, “La calle”, “El entrepuente”. No obstante, lo mejor de su producción estaría al final de su carrera cuando, pensando en el alemán August Sander o en sus contemporáneos Eward Steichen o Anselm Adam, se incorpore al realismo desnudo que es la sintaxis donde los norteamericanos, en cualquier género, se han expresado hasta el punto de crear un estilo que los caracteriza en arte (Hopper), poesía (Lindsay, Sandburg, Lee Masters, W.C. Williams), narrativa (Anderson, Steinbeck, Hemingway, Cheever, Capote, Baldwin) y cine (Ford, Hawks, Wyler, Houston, Bailey). Lo mismo con la fotografía. Es la sintaxis que prefirió Stiglitz para su inmortal serie sobre el cuerpo de su esposa, la gran Georgia O’Keefe. No fue su única relación con las artes plásticas su matrimonio con O’Keefe. Mucho antes, desde 1909, por lo menos, en su Galería 291 de Nueva York,  exhibió  las obras de Cezanne, Picasso, Picabia o Brancusi (por primera vez). Siempre profético e irreverente, en su última exposición, 291 le mostró al público la más radical propuesta de la vanguardia de comienzos de siglo, la inquietante “Fuente”, de Marcel Duchamp. 291 fue también el nombre de una de las revistas de arte y literatura más estupendas de la primera mitad del siglo XX, con colaboradores habituales como Picabia y Apollinaire. Como todo profeta, Stieglitz fue sectario, intolerante y luminoso. Cuarenta años después, la luz de sus ideas y los perfiles de su fotografía, me impresionan aún más que hace cuarenta años, cuando le dediqué uno de los ensayos de mi Imagen, objetividad y confesión. Estudios sobre poesía norteamericana contemporánea.


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