Diario Literario

Diario literario 2022, abril (parte IV): Pascoli, arte política y finanzas (3), nostalgia, frustración, Semprún

22/04/2022

Calamandrana. Fotografía de yoruno | Wikimedia

Calamandrana, jueves, 14 de abril de 2022 

La propietaria de esta grata casa que ha alquilado Constanza para los últimos días de Semana Santa tuvo la feliz iniciativa de acogerse a la oferta de Il corriere della sera, que, en 2012, ofreció a sus lectores, todas las semanas, en cuidadas ediciones y a buenos precios, antologías de muchos de los mejores poetas del XX. Allí están los canónicos, Ajmatova, Ritsos, Pessoa, Tsvetaeva, Yeats, Pound, Auden, Eliot, Montale, Pavese, Ungaretti y otros menos difundidos como Giovanni Pascoli o Dino Campana. Me siento en gran compañía para enfrentar, mañana, el día de la muerte de Cristo y, luego, la gloria de su resurrección. Hoy, día de la Última Cena, botellas de Gouges y Ponsot recordando a mi padre a los ciento y un años de su nacimiento en la remota Nirgua.

Calamandrana, viernes, 15 de abril 2022. Viernes santo

Bello día de primavera en medio de las colinas del Astignano. Estamos a unos setenta kilómetros del mar y se siente el viento salino a esta hora de la mañana. Esta es una región privilegiada, especialmente buena para el cultivo de la uva blanca con la que se produce el Moscato d’Asti.

Giovanni Pascoli

Pascoli

De los libros de poesía que encontré en la biblioteca, he escogido dos para el fin de semana. El dedicado a Dino Campana, cantor de las glorias y miserias de Génova. Y el de Giovanni Pascoli, con una acertada introducción de Claudio Magris. Tengo entre mis planes, después  de terminar con Antonio y Cleopatra, la traducción de L’ultimo viaggio, la estupenda “versión homérica” de Pascoli. Son veinticuatro cantos en alrededor de 50 páginas de la más inspirada poesía. Pascoli es uno de los mayores y más olvidados poetas del novecientos europeo. La culpa es suya, porque al tiempo, como dijo Montale, que escribió algunas de las mejores páginas de la lírica italiana, se encargó de publicar algunas de las peores. Magris se refiere al primero en estas líneas: “Pascoli fue el gran órfico, un lírico que sintió el llanto secreto de las cosas, las lacrimae rerum y las cantó con una perturbadora fuerza poética: antiguo y absolutamente moderno, como quería Rimbaud, Orfeo y Homero juntos. Un Homero a lo Ibsen (Contini) que conoce las tinieblas del Hades pero también el absolutamente despiadado oleaje del mar. La relación entre amor y muerte -azul y negro- en el remolino de la vida, de su florecimiento y desaparición, de su existencia, que hacen difícil distinguir el amor de la muerte”. L’ultimo viaggio es un gran poema en 24 secciones, la última de las cuales traduje hace unos meses para este diario literario.

Calamandrana, sábado, 16 de abril de 2022

Magdalena en alba

Ayer, después de un rápido paseo por la anodina Nizza Monferrato, ayunamos todo el Viernes Santo, y la carne la sustituimos por los quesos de la región, y unos vinos de Nicola Chionetti, el nieto de nuestro legendario amigo Quinto Chionetti, fallecido hace unos cuantos años. Quinto protagonizó una de esas aventuras que narra Primo Levi en La tregua. Como soldado italiano, fue prisionero, a la caída de Mussolini, de los alemanes, los mismos que habían sido sus aliados, una situación cómica y trágica que actúa Sordi en algunas de sus películas. Antes de llegar al campo de concentración en Alemania, Quinto se escapó del tren que lo conducía y, a pie, en un nosto que le llevó meses, regresó a su nativo Piemonte, el mismo de Levi. Quinto se dedicó a producir grandes vinos, Primo a escribir grandes libros.

Hoy, almuerzo en Alba, la más elegante de las ciudades piamontesas, con su estupenda catedral. Y una iglesia dedicada a María Magdalena, un templo tardío barroco, inspirado en los atrevidos diseños de Borromini. El único que conozco dedicado a esta formidable mujer, tan conspicua en estos días santos.

Calamandrana, domingo, 17 de abril de 2022

Terminamos esta breve estadía almorzando al aire libre de un día luminoso, después de una interesante conversación con la signora Lucia Tului, la propietaria, destacada médico e investigadora. Antes de despedirnos, me entrega un pequeño cofre con los tres libros de poesía que escribió en diversos momentos de su vida. “He debido hacer lo que Ud. hizo”, me dice, “dejar la Medicina para dedicarme a la poesía. En cambio, hice lo contrario, y me puse a escribir después de vieja”. Uno de los tres tomitos lo tituló Postmoderno, que es como llama a las experiencias vividas después de una intensa juventud y madurez. Una típica “settantaotene”, que es como designan aquí a los soixanthuitards franceses. Los protagonistas de todas las protestas, pacíficas y violentas de los años sesenta. Sé de lo que me habla. La dicción de sus poemas es, sin embargo, cuidada y discreta. Sabe lo que dice y lo dice sin pretensiones.

Retroactive II. 1963. Robert Rauschenberg

Milán, lunes, 18 de abril de 2022

Arte política y finanzas

La victoria “definitiva” del abstraccionismo al final no fue tan definitiva, y el fin de la historia del arte no pasó de ser una etapa, sin la permanencia de mega-períodos como el barroco o el romanticismo. A finales de los años cincuenta del XX, críticos tan avisados como Gillo Dorfles habían celebrado el arte abstracto como la etapa final de una evolución darwiniana que había comenzado pintores rupestres. En Nueva York, la Roma del arte no representativo (un poco antes en Londres, a decir verdad) comenzaban a insinuarse signos de cansancio, de saturación, de desfasaje. Una nueva sociedad había venido a desplazar el período de transición de la inmediata postguerra. Nuevas necesidades, y con ellas nuevos ritos y nuevos mitos (Dorfles), eran impuestos por una industria publicitaria cuya eficiencia e influencias adquirían rasgos casi metafísicos. Sus campañas eran irrefutables y rodeadas de un aura de divinidad. La robustecida y hegemónica economía estadounidense ofrecía, sin pausa, nuevos productos, fomentando el consumo como cultura y religión. Más que el afecto y el respeto mutuo, lo que garantizaba la armonía familiar, y acaso el más allá, era la adquisición de electrodomésticos de indudable utilidad pero asimilados como fetiches no desprovistos de atributos metafísicos. Lavadoras, aspiradoras, pulidoras, tostadoras, licuadoras, radios y, más tarde, televisores. Detroit se encargaba de proporcionar el transporte y lo que era bueno para General Motors era bueno para los Estados Unidos. La vida ya no era tan trágica como la que le tocó vivir a la generación anterior. El desgarramiento existencial era matizado por el consumo y la gratificación inmediata. El presidente Eisenhower no solo no era tan profundo como Roosevelt, es que ni siquiera era plano. La superficialidad era el signo de los tiempos. El aburrimiento de los domingos en la mañana, que canta Wallace Stevens, incluía la visita a la iglesia y el campo de golf en la tarde. La guerra de Corea era sangrienta, como todas, pero la prensa no se ocupaba de ella y se mantenía muy distante en un país tan lejano como China. La caminata por los parques se cambió por el paseo semanal por los limpios supermercados. Y la cocina tradicional fue desplazada por las atractivas ofertas de productos enlatados, intraficables y asquerosos, pero garantizados por la omnipresente publicidad. Si no te gustaba, era cuestión de acostumbrar el paladar a los gustos nuevos. Una sensibilidad tan hueca como la de los “pacificados ‘50” necesitaba una expresión más “democrática” y accesible. Esta sociedad no se encontraba expresada en las gigantescas y dramáticas telas de Motherwell o en la violencia de los personajes de De Kooning. Nada les decía el vertiginoso abismo de Rothko ni la furia suicida de Pollock. El crecimiento de la cultura suburbana no implicaba un crecimiento paralelo de la infraestructura de museos, galerías o salas de concierto. No les hacía falta. Al fin y al cabo, el abstraccionismo es la consumación del elitismo del arte del siglo XX. Una pintura hermética desprovista de interés para esta generación post postguerra. Su falta de humor, su seriedad de golpe de ataúd en tierra, no cabía en las paredes de aquellos suburbios dedicados al disfrute mecanizado de la American way of life. Una vuelta al realismo se imponía. Un arte directo que ilustrara los espacios suburbanos sin complicaciones existenciales. Y eso fue lo que ofreció un mercado que sería tan manipulado como el que impuso al abstraccionismo. Un realismo en apariencia despolitizado y al alcance de todos. El victorioso abstraccionismo, a la vuelta de una década, sería desplazado por lo que los críticos llamaron pop-art, ese realismo que prefiguró al postmoderno, y que de “popular” solo tenía la imaginería porque, como ocurrió con la pintura abstracta, también el arte pop terminaría siendo un arte elitista. No es fácil convencer al suburbio de que la pintura de una lata de sopa es arte por el cual hay que pagar cantidades no deleznables. El arte pop “estaba hecho para el mismo y exclusivo público del arte abstracto”, como escribió Barbara Rose. No se trató solo de una expresión de la vieja dicotomía “low art” versus “high art”. La civilización del consumo produjo un nuevo arte, un nuevo realismo, pero, por desgracia, su difusión no llegó al suburbio que siguió huérfano y cada vez más excluido de la sintaxis de la cultura urbana.

Robert Rauschenberg. Fotografía de Jac. de Nijs | Anefo | Wikipedia

El nuevo triunfo, el del pop-art, que esta vez nadie consideró definitivo, fue el resultado de la inteligente negación de los grandes atributos del abstraccionismo, especialmente su a veces insoportable falta de humor. No fueron capaces de asimilar el sentimiento lúdico de futuristas como Carrà o “expresionistas” como Klee. El arte para los abstractos de todas partes, como el francés Soupault o la portuguesa Da Silva o el alemán Hartung o el chino Zao Wu Ki, era una empresa fundamentalmente seria, su esencia era la distancia que imponía ante la banalidad cotidiana, la superficialidad y la falta de compromiso existencial. Todo lo que más tarde iba a representar el pop en los caballetes de Hamilton, Paolozzi, Rauschenberg, Johns, Oldenburg o Warhol. Los primeros en darse cuenta del agotamiento del abstraccionismo fueron los ideólogos del Departamento de Estado, ahora al servicio de la política de Nueva frontera de la administración Kennedy. Una nueva vanguardia comenzaba a ser protagonizada por artistas como Robert Rauschenberg y el grupo de profesores de la Universidad de Back Mountain en Carolina del Norte. Bajo la dirección, primero del Bauhaus Josef Albers y luego del poeta Charles Olson, Rauschenberg cuestionaba la pintura abstraccionista y proponía una pintura donde lo banal y cotidiano tuviera cabida. Empobreciendo el soporte con elementos cotidianos y usando técnicas como la serigrafía, Rauschenberg incorporaba el humor como instrumento de cuestionamiento y apertura. Bastaba ya de tanta solemnidad, había llegado el momento de explorar como asunto la nueva realidad objetual de la sociedad opulenta y consumista. A su manera, harían lo mismo otros miembros de la generación de la post postguerra: Lichtenstein, Johns, Oldenburg, Warhol. Esta vez, la intervención de la política ya no sería escondida detrás de la fachada de instituciones como el MoMA. Ahora, en los Estados Unidos triunfales de John Kennedy, la injerencia de la política oficial sería notoria y notable. De nuevo, el Departamento de Estado, esta vez con el apoyo de tirios y troyanos, de representantes de la derecha, como Daniel Bell, y de la izquierda, como Susan Sontag, determinaban la evolución del arte norteamericano, desde las oficinas del Departamento de Estado en Washington. El nuevo estilo escogido fue el Pop-art, crítico pero sin compromisos políticos, por lo menos al comienzo. Era necesario un lanzamiento mundial y nada mejor que la Bienal de Venecia. Y así, con el apoyo de galerías como Leo Castelli, el Departamento de Estado  privilegió la participación de los nuevos artistas, para los cuales se adaptó la sede del que había sido consulado de los Estados Unidos en san Gregorio, y se presionó fuertemente al jurado para que el premio recayera en uno de ellos. El escogido, y fue la mejor escogencia en ese momento, fue Robert Rauschenberg, consagrado internacionalmente con el León de Oro de la Bienal 1964.

José Solanes

Milán, martes, 19 de abril de 2022

Nostalgia. Suponer no es saber

Durante las no pocas veces que hablé a mis alumnos en la universidad sobre Ulises, nunca dejé de detenerme en el significado y alcances de la palabra nostalgia. Me detenía a comentar ese especial dolor (del griego algía) que experimenta el que no puede regresar (nóstos). Que no siempre es lo mismo que exilio, que, en sentido original, implicaba la imposibilidad de este regreso, véase Ovidio, y que es la etiología de un dolor mayor. A la víctima de nostalgia nada le impide regresar. Nada sino el fato, quiero decir. Es lo que le pasaba al de Ítaca, por definición, el héroe de la nostalgia. No son pocas las lágrimas que derramó mientras aguardaba por el postergado regreso. No es la historia de todos los héroes, por supuesto. En todo caso, no el del émulo de Ulises, el gran Eneas, quien no tenía patria a la cual regresar y que, de sentir nostalgia, sería equivalente al síntoma del miembro fantasma, del paciente que siente frío o calor en el miembro mutilado. Sobre esto, y más, conversé con mis alumnos a lo largo de años. Y también con mi maestro, el psiquiatra catalán José Solanes, un verdadero príncipe del exilio y uno de sus mejores estudiosos, como lo saben los privilegiados que han leído su tesis, Los nombres del exilio (reeditado hace unos años en España por editorial Acantilado). Es probable que también yo haya escrito sobre la nostalgia hablando de Ulises. No obstante, no fue sino hasta hace unos días que sentí este “dolor del no regreso”. Me llegó así, sin aviso, como una incómoda ráfaga de fría brisa. Nunca había sentido, en mis desgarramientos existenciales, nada semejante. Quedé con la impresión de que a mí, como a Ulises, nada me impide regresar, salvo el destino.

Milán, jueves, 21 de abril de 2022

Después de varias jornadas luminosas, la primavera ha cambiado de humor y los días son fríos e indecisos. Los que vienen serán de lluvia, esas lluvias de abril de las que habla Machado en sus memorables versos. A mí me han conducido a una especie de molicie que me hace difícil cualquier empresa más o menos seria. Estoy, como el tiempo, indeciso; y, mientras me decido, termino haciendo nada de la manera más inmoral. Ni prosigo con la traducción de Antonio y Cleopatra, ni avanzo en la revisión de los textos de Flota el tiempo, ni termino la reseña de la estupenda muestra de Tiziano en Palazzo Reale, ni recojo los fragmentos traducidos del Anatole de Mallarmé para enviarlo a mi editorial. Algo de esta frustración la debo a la distancia de mi biblioteca. De pensar en la cantidad de libros de Tiziano que tengo en Venezuela, desde los tres volúmenes de Wethey hasta el Panofsky, colapso. Lo mismo con el texto de Mallarmé, las mejores ediciones se encuentran fuera del alcance de mis ojos, La Pléiade o la versión insuperada de Jean-Pierre Richard, sin olvidar la esmerada traducción al inglés de Paul Auster. Y así con todo lo demás. De Antonio y Cleopatra, sin embargo, y gracias a la generosidad de mi hija, acabo de recibir la edición insustituible de Arden. Apenas he aprovechado el tiempo para leer el interesante estudio sobre la CIA y la guerra fría cultural que, en buena hora, me ha hecho llegar la amiga Milagros Socorro, donde se descubre que no solo, como ya he escrito en estos diarios, el triunfo del arte abstracto  en los Estados Unidos fue producto de las manipulaciones de la CIA, sino que el éxito del Pop-Art también estuvo estimulado por los atentos críticos de arte de la Compañía.

Milán, viernes, 22 de abril de 2022

Ha comenzado el período lluvioso de esta primavera. Una bendición, especialmente en esta zona de Italia, donde la sequía se ha instalado por más de cien días. Con la lluvia ha llegado una baja de la temperatura y un aumento intolerable de la humedad. Así es la estación, como los adolescentes, impredecible e inestable.

Frustraciones

Este parece ser uno de las sentimientos inventados especialmente para las víctimas de los gobiernos revolucionarios, cuyo proyecto es despojar a los de cualquier gratificación, una experiencia limitada a la élite dominante y a la corte de profesionales a su servicio. No importa si las personas están dentro o fuera del país, el totalitarismo en esto, por lo menos, es el más democrático de los sistemas. La escasez generalmente comienza con los documentos de identidad. Bajo un frío y estudiado cálculo, se obliga a la población a un insoportable “indocumentismo” que la hace más insegura y dependiente. Cédulas y pasaportes, para no hablar de partidas, adquieren la apariencia de espejismos; crees ver lo que no hay. La frustración es un mecanismo psicológico resultado de la negación de la gratificación. Mi caso de estos días no reviste mayor gravedad, lo cual no le quita el amargo dejo de la frustración. Por falta del pasaporte prometido, no podré salir al exterior a un festival dedicado a Beethoven, donde, en una actividad paralela, debía leer mis “Exilios” en la edición francesa publicada hace un par de meses. Ya vendrán tiempos mejores, me digo. Mientras, pasemos al otro salón a hablar cosas absurdas, como hubiese recomendado el querido Juan Sánchez Peláez, mi padrino de bodas, con José Solanes y Eugenio Montejo.

Jesús Semprún

Jesús Semprún

Esta ha sido la única vez en mi vida de lector que, en una misma semana, me he tropezado con el nombre del médico y crítico literario venezolano Jesús Semprún (1882-1931). La primera vez, cuando me tocó leer sus infelices opiniones sobre Marinetti y el futurismo publicadas en El cojo ilustrado hacia 1914. La segunda, verdaderamente improbable, fue en la introducción a la más reciente edición de Anthony and Cleopatra en la prestigiosa colección Arden en el idioma original. La inesperada mención ocurre cuando los editores se refieren a las convicciones “arielistas” de la generación latinoamericana de Semprún, convencidos de las bondades de las teorías de José Enrique Rodó. De acuerdo con las cuales, la sensibilidad latinoamericana, heredera de las “supuestas” bondades de la tradición europea, vivía bajo la amenaza del “calibanismo” (del Calibán de La tempestad) representado por los Estados Unidos. El venezolano es citado textualmente: “(los norteamericanos) son rudos y obtusos calibanes, alimentados por brutales apetitos, enemigos de todo idealismo, furiosamente enamorados del dólar, insaciables consumidores de whisky y salchichas, invasores y furiosos payasos”. Era radical Semprún en estos juicios. En ambos casos andaba descaminado, por exceso.


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