Diario literario

Diario literario 2022, abril (parte II): Patagonia Rebelde; Ocean Vuong, 100 años de Waste Land

09/04/2022

Fotograma de Patagonia Rebelde, 1974

Milán, lunes, 4 de abril de 2022

Patagonia Rebelde

Ese es el título de una película argentina de 1974, con no pocos aciertos, sobre los ensangrentados levantamientos de los trabajadores de la industria lanar en Santa Cruz Patagonia y de su represión que terminó con asimétricos resultados: 1500 obreros y dos soldados muertos. El infame teniente coronel Varela, siguiendo órdenes del presidente Irigoyen, fue el comandante  que materializó las aspiraciones del grupo de estancieros que reinaban en la región. Irigoyen en no poco prefiguró al inefable Juan Domingo Perón. Se hizo elegir, el primer presidente en lograrlo, como defensor de obreros y campesinos y fue, sin embargo, responsable de dos de las más crueles matanzas que conoció ese país durante la primera mitad del XX: la Semana Trágica y la Patagonia Trágica. Terminaría siendo víctima del primero de los golpes de estado militares argentinos, que se continuarían con disciplinada regularidad hasta su apoteosis en 1976. La dirección de la cinta es de Héctor Oliveira, quien, además, colaboró con Osvaldo Bayer en el guion.

Ocean Voung. Fotografía de Slowking4 | Wikimedia

Ocean Vuong

En una entrega reciente, The Guardian publica una entrevista que, en Nueva York, la corresponsal le hiciera al joven poeta vietnamita-norteamericano Ocean Vuong. Sobre Vuong escribí, hará un par de años, un comentario en estos cuadernos y traduje alguno de sus poemas. Su mismo nombre es una carta de presentación. “Ocean” es el nombre que le dio la madre quien, por mar, y en las más precarias condiciones, consiguió huir de Vietnam después de la derrota de los Estados Unidos. Con su primer libro fue consagrado por la crítica como un pequeño genio, y su primera colección recibió todos los premios, sin excepción, que prodigan la crítica y academia norteamericana. No sé si tanto merecimiento es el más justo, pero es claro que se trata de un joven poeta con notables dotes expresivos. Que esto asegure su carrera es algo a lo que nadie podría apostar. Sus circunstancias biográficas, no distintas a la de tantos refugiados, tal vez algo hayan tenido que ver en tal unanimidad.

OCEAN:

En mi cabeza la guerra está por todas partes. Odio tener que decirlo pero es algo normal. Los desplazamientos y los refugiados cruzando fronteras, padres y madres arrastrando sus hijos, estas conmovedoras escenas, es algo normal para nuestra especie. Si quieren estudiar literatura, estudien las guerras. Porque mientras existan soldados existirán los poetas. (“Un soldado norteamericano se acostó con una joven campesina vietnamita. Así existe mi madre. Así existo yo”).

Milán, martes, 5 de abril de 2022

Filosofía y poesía

Recordaba George Steiner, en la introducción a uno de sus libros tardíos, que solo la poesía (literatura) y la filosofía se expresaban a través del lenguaje, escrito u oral. Todas las demás artes se valen de otros medios para expresarse. Además utilizaba Steiner, como epígrafe, una línea de Durs Grünbein, a quien está dedicado el volumen, donde se refería a las limitaciones de la filosofía, la cual, a diferencia de la poesía, solo contaba con las palabras, mientras que el poeta contaba con el precioso recurso de la imagen. Uno de los primeros en reflexionar sobre el asunto, quien, como poeta en su juventud y precoz lector de Hölderlin, conocía las posibilidades de la eidopeia, fue Nietzsche. Años después, Martin Heidegger no se negaría, de una manera poco convencional, al uso de las imágenes para comunicar lo incomunicable. “El lenguaje es la casa del ser”, por ejemplo, o “Sendas perdidas”, como llamó a uno de sus libros. O “El ser humano no es amo de los seres sino Pastor del ser”. Escribo esto mientras corrijo, una vez más, los poemas de mi nueva colección Flota el tiempo. Treinta textos que cantan el único asunto digno de ser contado y cantado: el tiempo. Para Heidegger, como para su maestro Husserl (“La conciencia es temporal”), la develación del misterio del ser pasaba por la reflexión sobre el tema del tiempo. De acuerdo con el autor de Sein und Geist, el tiempo no se puede reducir a su vulgar experiencia cotidiana, ni se origina de sus diferencias con la eternidad, algo que aprendió del Maestro Eckhart, sino que el tiempo es la unidad entre el pasado, el presente y el futuro. No son más accesibles para el común de la tribu las ideas de Aristóteles o Newton sobre el tiempo. Tal vez a esto se refería Grünbein cuando refería las limitaciones de la filosofía limitada a la expresión conceptual únicamente. Ocean Vuong, hablando del tiempo, se detiene en una imagen y le basta, Time is a mother (El tiempo es una madre). Y, efectivamente, tiene mucho de madre el tiempo, a pesar de las concepciones cronomachistas convencionales desde Grecia. Así, el poeta nacido en las afueras de Saigón en plena guerra: “Para mí, el tiempo es más maternal porque da nacimiento al presente. Todo lo que hacemos es posible por la capacidad que tiene el tiempo de sostenernos. Cuando perdí a mi madre me di cuenta de que había vivido toda mi vida en dos días. El día de hoy, cuando ella no está. Y el masivo ayer cuando estaba conmigo. No importa cuántos meses o semanas han pasado desde que la perdí. No puedo contabilizarlas. De modo que, cuando veo mi vida desde que ella murió en 2019, veo dos días únicamente. Hoy, cuando ella no está aquí, y el gran ayer, cuando aún la tenía”. Lo que sigue es mi traducción de un poema del último libro de Vuong, Time is a Mother, que estará en venta a partir de mañana:

 

TEORÍA DE LA NIEVE

 

Este es un buen día.

Desde el 2006 no he asesinado a nadie.

Afuera, la humedad como un bebé recién nacido.

Marqué las páginas del libro y enseguida

Pensé en masturbarme.

Cómo podemos volver a nosotros mismos

Sino pasando las páginas hasta la mejor parte.

En la TV otro país en llamas.

Lo que perdimos es algo que siempre tendremos.

En la nieve, el seco contorno de mi madre.

Prométeme que no volverás a desaparecer, le dije.

Yació por un rato, pensándolo mejor.

Una por una se apagaron las luces de las casas.

Me acosté sobre su contorno para conservarla.

Juntos hacíamos un ángel

Como algo destruido por el vendaval.

Desde entonces no he asesinado a nadie

The Waste Land. Primera edición

Milán, miércoles, 6 de abril de 2022

The waste land 100 años (1)

“Con las Elegías de Duino, de Rilke, seguramente La tierra baldía (así fue como se dio a conocer, de una manera arbitraria, como todas las traducciones, The Waste Land en castellano), es el libro más oscuro de la poesía del siglo veinte”. Esta fue la primera referencia que tuve del famoso poema de T.S. Eliot. El autor de la afirmación era el crítico inglés y traductor del Quijote y Santa Teresa, además de Montaigne y Rousseau, J.M. Cohen en su manual La poesía de nuestro tiempo (Poetry of this Age. Penguin), una compilación de sus autorizados comentarios sobre los vates más destacados de la poesía moderna, y que me sirviera de Virgilio en mis primeros años de aprendizaje. La afirmación habría de impresionarme a mis diecinueve años como pocas. De hecho, es lo único, por desgracia, que recuerdo del volumen del buen Cohen. En castellano, al menos, el acceso a la lectura de Waste Land (la traducción más acertada sería “Tierra estéril”) nunca ha sido difícil. Las dificultades del texto parecen haber excitado a los traductores que, con fortuna más o menos irregular, han acometido la empresa. Elegías de Duino es otra historia. En general, las imágenes de Eliot, en ese poema, pueden ser puestas en otro idioma de una u otra manera (“Abril es el más cruel de los meses”, “Abril es el mes más cruel”, “De todos los meses abril es el más cruel”, por “April is the cruellest month”), pero con las elegías rilkianas es otra cosa, sus imágenes casi siempre presentan problemas insalvables. Así, en el conocido íncipit de la Octava Elegía, “Con todos sus ojos los animales ven lo abierto” ¿se debe traducir con todos sus ojos? ¿O en castellano es suficiente con sus ojos? Por su parte, en el original, Rilke utiliza el “todo”, “Mit allen Augen sieht die Kreatur das Offne”. En todo caso, ¿qué quiso decir el poeta con esta oracular intuición? Muchas cosas, seguramente. Por fortuna, mi lectura de las Elegías se demoraría todavía unos años. En esa época, mediados de los sesenta del XX, era uno de los libros más difíciles de encontrar. Su única traducción completa se le debía a José Vicente Álvarez, publicada por una remota casa argentina, las legendarias Ediciones Assandri (Stefan George, Rimbaud, Apollinaire, Los metafísicos ingleses del siglo XVII, William Blake, Hölderlin, Novalis) y su rareza era la de un incunable.

Mi primera lectura de La tierra baldía, por otra parte, no presentó mayores dificultades. La selecta biblioteca del Ateneo de Valencia (Venezuela), le ofrecía a sus lectores la ajustada versión al castellano de Agustí Bartra, publicada en México, lejos del empolvado castellano franquista de Madrid. Recuerdo esta primera experiencia como una mezcla de fascinación y rechazo. La fascinación de lo que no entendemos, y el rechazo por lo que consideramos ininteligible. Mucho después, encontraría las causas de esta segunda apreciación. Su primera lectura fue algo memorable, mi primera experiencia sería con la poesía del siglo veinte en su vertiente “hermética”, representada por los más celebrados vates del XX. Eso fue en 1967, a los cuarenta y cinco años de aparición del poema que ahora celebra su primer siglo. Con el tiempo, La tierra baldía se convertiría en uno de los poemas modernos que más habría de frecuentar. En 1972 habría de producirse una circunstancia extraordinaria relacionada con el texto. Cuyos originales, en muestra de agradecimiento, fueron obsequiados por Eliot al mecenas norteamericano-irlandés John Quinn (Joyce haría lo propio con el manuscrito de su Ulises). A su muerte prematura, los papeles de Quinn fueron a engrosar el catálogo de la exquisita Barnes Collection de la Biblioteca Pública de Nueva York. De manera inexplicable, al poco de llegar a la sede de la biblioteca, la carpeta con los papeles de Eliot, que incluían el original de La tierra baldía, se perdieron sin dejar rastro. El extravío era el más inquietante. No se trataba solamente del original del poema más leído y comentado en lengua inglesa del siglo XX, el más influyente e imitado en todo el planeta, incluyendo India y Japón. No era solo eso, ciertamente. Lo más inquietante del asunto es que se sabía, por la propia confesión de Eliot, que su amigo, el desacreditado poeta norteamericano (había sido partidario público y sonoro de Mussolini), Ezra Pound, había tenido en su escritorio el original y lo había corregido extensamente. ¿Cómo era posible que el más respetado poeta de la lengua se dejara corregir un poema tan importante por un chiflado como Pound? Y no solo eso, sino que, además, se lo agradecería de manera reiterada y se lo dedicaría diciendo que Pound era “il miglior fabro” (el más grande artífice), y que había sido el partero de La tierra baldía.

Filippo Tommaso Marinetti. Fotografo desconocido

Milán, jueves, 7 de abril de 2022

Actualidad de Marinetti (1)

En la introducción a su preciosa serie de ensayos sobre los “grandes filósofos”, Karl Jaspers aventura que la grandeza de los pensadores es susceptible de ser determinada tomando en cuenta dos variables: su originalidad y su influencia. Un aserto discutible, efectivamente, pero al cual no se le puede negar su utilidad. Y en el caso de sus filósofos (Platón, Kant, Hegel y otros tantos) es irrefutable. No sé si en la literatura esta afirmación es igualmente útil. Lo es, no obstante, en muchos casos, pero no creo que en todos. Sirve para precisar la grandeza, en tiempos postimperiales, de autores como Dante, Boccaccio, Petrarca (inventor nada menos que del petrarquismo), Chaucer, Shakespeare y el resto de los conocidos. Pensando en el siglo XX, a los ya consagrados (Joyce, Proust, Kafka, Cavafis, Borges) es hora de que la crítica se deslastre de retorcidos prejuicios e incluya en la selecta lista a Filippo Tomasso Marinetti. Nadie más original y más influyente a lo largo de la centuria pasada. El genio del italiano prefiguró de la manera más diáfana, para mencionar unos pocos, a Tzara y Dadá, Picabia (su más aventajado discípulo), toda la vanguardia rusa, Ezra Pound y los vorticistas, Malevich y su Suprematismo, el Hart Crane de The Bridge, el Joyce de  Finnegans Wake, Warhol y todo el Pop, los distintos cinetismos, aparte de toda la música post Strawinsky, incluyendo a Varese, Honegger, Cage, Xenakis, Boulez, Stockhausen, Berio, Nono, Glass y Reich. Esto en cuanto a su influencia. Su originalidad es irrefutable. Haber intuido, en 1909, lo que hoy nos parece moneda corriente, que un Ferrari o un Lamborghini o un Pagani pueden ser tan bellos como una escultura. De acuerdo con Jaspers, entonces, Marinetti es un “gran poeta y pensador”. Y el indudable inventor del arte moderno. Gottfried Benn, poco dado a elogios gratuitos no pudo menos que reconocerlo: “El acontecimiento fundacional del arte moderno en Europa fue la publicación del Manifiesto futurista de Marinetti que apareció en París, en Le Figaro, el 20 de febrero de 1909. Asistiremos al nacimiento del Centauro, ‘un carro de carrera es más bello que la Victoria de Samotracia’”. Y más adelante recuerda que el “poema moderno” (el de Valéry o el primer Eliot o el de Bretón) era una expresión de la exigencia del italiano en el mismo Manifiesto: “détruire le Je dans la littérature”.

Mi curiosidad por Marinetti, y mi admiración por el futurismo, son de larga data, desde mis primeros años como profesor de la Escuela de Bellas Artes “Arturo Michelena”. Pero, un buen día de 1995, tratando de cruzar una calle en medio del impenetrable tráfico napolitano, entendí que, primero que nadie, Marinetti había entendido que, en los “tiempos modernos”, la esencia del arte, como lo había intuido Baudelaire, no podía ser otra que la sintaxis caótica de la ciudad postindustrial, llena de luz, movimiento y color, los propios fundamentos del arte occidental. Solo la perversión de una ideología tan perversa como la marxista pudo insistir en la negación del papel del italiano en el surgimiento de la modernidad occidental.

Buenos Aires, 1972

Sigo conmovido por un ajustado documental argentino donde se narra en detalle lo que produjo el malhadado golpe de estado de 1976, el mismo que desplazó a la viuda de Perón, y dio paso a la más sangrienta tiranía, con la de Pinochet, que han padecido nuestras tierras latinoamericanas. Me encontraba en Buenos Aires en agosto de 1972, van a ser ahora cincuenta años, cuando todo, de alguna manera, comenzó. La idea de ese viaje de bodas era visitar a los poetas de la desaparecida revista Poesía Buenos Aires, que había servido de modelo para mi revista Poesía, en Valencia, Venezuela. Y, efectivamente, compartimos grandes, inolvidables, momentos con todos ellos y algunos del celebrado grupo surrealista: Raúl Gustavo Aguirre, Edgar Bailey (fui testigo de su boda con Alicia Dujovne Ortiz y, en la privada celebración, leí el poema de Apollinaire dedicado a André Salmón), Rodolfo Alonso, Juan Antonio Vasco, Carlos Latorre, Enrique Molina, Aldo Pellegrini. Fue precisamente durante unos vinos en casa del “Chino” Latorre, en la madrugada del 22 de agosto, donde recibimos la noticia que estremeció al país entero. Un trágico preámbulo de lo que sería la larga noche de la dictadura argentina. En un intento de fuga, en la lejana prisión de Trelew, al sur del país, habían sido asesinados, a sangre fría, dieciséis jóvenes de la izquierda peronista. Recuerdo la honda preocupación de los invitados, todos enemigos del régimen militar del almirante Lanusse. Conocían bien la situación como para presentir que se trataba del principio del fin. De regreso al hotel, lo único que se sentía en aquella noche porteña, donde una especie de auto de queda voluntario se había establecido, era el ruido producido por los vehículos militares que habían tomado la ciudad suspendida. Al día siguiente, la prensa ofreció la versión oficial del episodio que nadie se creyó. Pero ya nada sería igual. Toda sonrisa era una mueca y la alegría era la careta del miedo. Cuatro años después se produciría el golpe de estado de los militares, pero aquella noche lluviosa de agosto, de hace cincuenta años, se dio inicio a lo que, a partir de 1976 y por ocho años, fue la más sucia dictadura que ha conocido el continente.

Anselm Kiefer. Fotografía de JOEL SAGET / AFP

Milán, viernes, 8 de abril de 2022

Síndrome de goethe; Kiefer & Emo

Hace muchos años inventé esta expresión, “síndrome de Goethe”, para referirme a una costosa patología que se apodera del espíritu alemán cada vez que olvida las enseñanzas del autor que es, o debería ser, su misma conciencia. Por supuesto, me refería a Goethe y su convencimiento, expresado en sus mejores trabajos (Elegías romanas, Diarios de Italia, Diván, Fausto) de que, sin experiencia mediterránea, el reconocimiento del espíritu clásico, el aprendizaje de los alemanes sería peligrosamente fragmentario, incompleto. El síndrome de Goethe se manifestó, durante el siglo pasado, de la manera más alarmante: dos guerras mundiales, una guerra civil, una sórdida postguerra y la psicopatía de no reconocer culpa. No ha habido en el mundo moderno poeta o artista alemán digno de consideración que no haya seguido al autor de Fausto y se haya alimentado de la claridad meridiana. Eso que Gottfried Benn llamó la atracción “ligúrica”, “la luminosidad, el arrojo, la alegría de vivir”. Vuelvo a este asunto al leer en Robinson, el papel literario de La Repubblica, una reciente entrevista al proteico artista alemán Anselm Kiefer (nuestro Rafael López Pedraza le dedicó un inquietante estudio), uno de los invitados especiales de la Bienal de Arte de Venecia 2022. No es la primera vez que el artista participa en la magna exposición. Ya en 2011, y seguramente antes, nos había impresionado con su muestra de “telas” metálicas en la sede de la Fundación Vedova, en Ponta della Dogana. Esta vez, y ya me referí a esto hace unas semanas en este diario, la invitación es a exponer en los enormes espacios de la Sala dello Scrutinio y en la Sallad della Quarantia Civil Nova, en el Palazzo Ducale de la Serenísima, donde se conservan las enormes telas de Tintoretto. Pero es que la palabra enorme está hecha para distinguir a Kiefer. La desmesura, en la mejor tradición wagneriana (El anillo de los Nibelungos es una ópera talmente larga que se toma cuatro días) es su atributo. Sus espacios expositivos son casi siempre desmesurados (la Capilla octogonal de La Salpetrière, Grand Palais, Hangar Biccoca), y ni siquiera el contacto con la racionalidad ligúrica ha podido controlarlo. “Mastodónticas”, es el término utilizado por el crítico de La Repubblica, para designar las nueve telas destinadas a la exposición. Que no sea Venecia la más racional (“Venecia está sobre las aguas como una mentira”, decía el iluminado poeta venezolano Teófilo Tortolero) de las ciudades mediterráneas no es casual. Dice Kiefer:

 

Venecia es la síntesis, la concentración en un solo lugar de Oriente y Occidente, de norte y sur, de fuerza y decadencia, victoria y derrota, tanto en Creta como en Dalmacia… Un puerto libre para mí. La elijo al azar se puede decir. Cuando estuve aquí hace dos años para el reconocimiento del lugar, tenía en el bolsillo la segunda parte de Fausto. Fue así como entendí que Venecia es como la Helena de Troya evocada por Goethe: es la cultura clásica que logra adaptarse a la nueva métrica. Es una historia sin fin.

¿Como artista, tiene sentido del fracaso?

Cuando comienzo a trabajar en una pintura, sé que es un fracaso. Cuando joven, entre los años sesenta y setenta, esto me frustraba y desilusionaba, pero ahora conozco el proceso. Mis pinturas viejas son como cadáveres. Las mantengo encerradas en mi estudio, en Francia. Las tengo en un container esperando la resurrección. A veces saco algunas para ver cómo han cambiado, qué ha sido de ellas lejos de mí, esto es lo más interesante. El objetivo no es la obra sino el movimiento. Para Andrea Emo, el ser es la presencia perfectamente real de la nada. La obra de arte contiene su negación. Es una idea que comparto con Emo incluso antes de conocerlo. Y antes de organizar esta exposición ignoraba que la Salla dello Scrutinio se había incendiado en una oportunidad. El título de la muestra (una frase de  Emo), Cuando estos escritos se quemen, ofrecerán por fin un poco de luz, es el más indicado incluso por esta circunstancia.

¿Cuándo descubrió a Andrea Emo?

Hace seis años, gracias a un libro de fragmentos publicado en Alemania por Massimo Donà, con un prefacio de Massimo Cacciari. Fue como encontrar la teoría de mi arte. Emo sostiene que la palabra de Jesucristo se realizó finalmente en la cruz. A este filósofo dediqué una muestra en Francia en 2018, después de eso el libro de Emo se agotó.

Esta vez, ¿qué libros se trajo a Venecia?

La poesía de Hölderlin y de Nietzsche y además a Borges, Brodsky y, obviamente, Andrea Emo. No hace mucho leí las últimas poesías de Passolini, que acaban de ser publicadas en Alemania. Me gusta mucho Passolini, su cine, como el de Fellini. Hace un par de noches, estuve viendo por casualidad La strada, y no puede dejar de verla a pesar del sueño, qué película tan extraordinaria, esos blancos y negros fantáticos.

Como lo mejor de la tradición alemana, desde Winckelmann, Kiefer sabe que el mejor antídoto contra los estragos del síndrome Goethe es esa “luminosidad, arrojo y alegría de vivir” del espíritu ligúrico del que hablaba Gottfied Benn en su famosa conferencia.

 


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