Literatura
Diario literario 2021(noviembre#2): Tutti a casa!; “pateando hojas”; traducciones
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Milán, martes 9 de noviembre de 2021
Tutti a casa!
Anoche una cinta memorable Tutti a casa!, la tragicomedia de Luigi Comencini (1960) con el impecable trabajo actoral de tres grandes: Alberto Sordi, Martin Balsam y Serge Reggiani. La absurda saga de los soldados italianos en 1943, cuando quedaron en medio de la nada después de la firma del armisticio entre Italia y los aliados.
Mersault, jueves 11 de noviembre de 2021
Ayer tuvimos la última sesión del taller La poesía norteamericana del siglo XX, con los comentarios a la generación “postconfesional” (Hall, Justice, Strand, Simic, Wright, Glück) y más recientes aborígenes, gringos, chicanos, “newyoricans”, colombo-americanos y marginales como Bukowski. Reproduzco aquí uno de los textos leídos, un bello poema de Donald Hall publicado en 1978 y que, en otra versión, traduje para el primero número de la revista Milenio, que, en sus cuatro entregas, dirigí a finales de los noventa. “Kicking the Leaves” fue publicado en la página editorial del New York Times, un raro honor. Y oportuno, porque se trata de la última gran expresión de lo que llamo “All White Poetry”. En lo sucesivo, el panorama de la lírica de ese país será enriquecido y reforzado por las contribuciones de una serie de poetas pertenecientes a grupos tradicionalmente desplazados. Dos casos notables son los de Natalie Diaz, aborigen Mohawk, y Giovannina Caprai, “newyorican”, ambas estupendas poetas y narradoras. Bienvenido el siglo XXI, por fin.
Pateando las hojas
1.
Es octubre. Pateo las hojas mientras regresamos a casa
después del juego, en Ann Arbor,
un día color hollín con aires de lluvia;
pateo hojas de arce,
setenta matices de rojos y amarillos
como papel viejo y hojas de álamo, pálidas y frágiles.
Y las del olmo, estandartes de una raza condenada.
Pateo las hojas que se elevan desde mi bota
produciendo un sonido familiar,
y revolotean y recuerdo
los octubres cuando caminaba hacia el colegio,
en Connecticut,
con pantalones cortos de pana que silbaban
como las hojas. Y un domingo mientras
compraba un vaso de sidra en el quiosko
de una sucia carretera de New Hampshire.
Pateo las hojas, otoño de 1955 en Massachussets,
seguro de que mi padre estaría muerto
cuando ellas desaparecieran.
2.
Cada otoño en New Hampshire, en la granja
donde creció mi madre, una joven campesina.
Mis abuelos terminaban las labores de la temporada
recogiendo los vegetales en los fríos campos,
preparando conservas y almacenando
raíces y manzanas en el sótano,
debajo de la cocina.
Después, mi abuelo se encargaba de la última tarea
del otoño, barriendo las hojas hacia la casa.
Un noviembre viajé desde la universidad para visitarlos.
Utilizamos grandes rastrillos, como cuando recogíamos
heno en verano, y amontonamos las hojas
contra las bases de granito alrededor de la casa.
Para mantenerlas en su sitio cortamos hojas de abeto
y las cruzamos sobre las hojas, verde sobre rojo,
hasta que la casa pareció arremangada, lista para la nieve
que congelaría las hojas y la apretarían como una
ajustada falda.
Luego entramos, jadeando, por la puerta, nos quitamos
las botas y los abrigos, nos frotamos las manos
y nos sentamos en cocina, meciéndonos y bebiendo
el oscuro café preparado por mi abuela;
los tres sentados sin hablar en el noviembre gris.
3.
Un sábado antes de la guerra -yo todavía era un niño-,
mi padre regresó a casa a las doce, después de medio día de trabajo
en la oficina,
y se puso su suéter Bates, negro y rojo, con palos de jockey
cruzados sobre el pecho y rastrilló a mi lado
en el patio trasero y se tiró sobre las hojas conmigo, riendo
y me cargó, mi cabeza llena de hojas, hasta la ventana de la cocina
donde mi madre podía vernos y sonreír, y hacer señas
para que me bajara por temor a que me cayera.
4.
Pateo las hojas, hoy, mientras regresamos a casa después del juego,
en medio de la muchedumbre con sus brillantes insignias,
tan brillantes y numerosas como las hojas. El cabello
de mi hija es del mismo color rojo amarillento
de las hojas del abedul. Ella misma es alta como un abedul,
creciendo, llegando a los quince, creciendo. Y mi hijo
de veinte, flamante como un arce, de visita
de la universidad, anda delante de nosotros, saltando,
impaciente por viajar a través de los bosques de la tierra.
Los observo desde un montón de hojas,
a un costado de esta casa de cartón piedra, en Ann Arbor,
frente a la escuela donde aprendieron a leer,
sus figuras en la distancia disminuyen mientras saludan
pero ahora sé que soy yo quien disminuye,
no ellos, mientras voy de primero
hacia los hojas, tomando el camino que ellos
seguirán dentro de los próximos años y octubres.
5.
Este año, mientras las hojas caían, los poemas regresaron.
Pateando hojas las escuché contar sus historias,
recordando y, no obstante, mirando hacia delante
para levantar la casa de morir. Miré hacia los arces
y allí estaban, las luminosas vocales del deseo.
Creí que se habían ido para siempre y el pájaro
cantaba te amo, te amo y movía su negra cabeza
de un lado a otro con su ojo rojo sin párpados,
a lo largo de años de invierno, frío como el sabor
de la tela metálica y la música de cenizas.
6.
Pateando hojas descubro las losas de las tumbas.
Mi abuelo murió en marzo, a los setenta y siete
cuando la savia corría. Y recuerdo a mi padre, hace veinte años,
tosiendo hasta morir, a los cincuenta y dos en una casa
de los suburbios. ¡Ah, cómo lanzábamos hojas
hacia el aire! cómo caían y revoloteaban a nuestro
alrededor,
semejantes al agua lenta de una cascada, cuando caminábamos juntos
en Hamden, antes de la guerra y el estanque Johnson
no había cedido ante las construcciones. Nosotros dos,
de la mano, y por el aire húmedo el olor de las hojas al quemarse;
y dentro de seis años tendré cincuenta y dos.
7.
Ahora caigo, salto y caigo, para sentir cómo se trituran
las hojas bajo mi cuerpo, y siento mi cuerpo
flotando en el océano de hojas, en la noche,
la noche que se eleva con las muerte y las hojas
que se mecen como el océano.
¡Ah, este caer delicioso en brazos de las hojas,
en el suave regazo de las hojas!
Nado en ellas, boca abajo, sin dificultad,
aspirando el olor agrio del arce, precipitándome
en largos deslizamientos hasta el fondo de octubre
donde la granja yace enroscada contra el invierno,
y la sopa despide sus olores a zanahorias y cebollas
hacia las humedecidas ventanas y cortinas,
y más allá de las ventanas veo el esbelto tronco
desnudo del arce con sus ramas; el roble
con algunas hojas de marrón otoñal
y los abetos conservando sus verdes.
Ahora salto y caigo, exultante, recuperando de la muerte,
a cuenta de la muerte, de acuerdo con los muertos,
el olor y sabor de las hojas,
y el placer, el único dilatado placer de ocupar
un lugar en la historia de las hojas.
Meursault. Fotografía de dvdbramhall | Flickr
Meursault, viernes 12 de noviembre de 2021
Los viñedos de esta querida región descansan en paz después de un año casi trágico. El granizo y las heladas de primavera diezmaron la cosecha que, en algunas zonas, llegó a un ochenta por ciento. Al final, las plantas se recuperaron y dieron frutos de una calidad excepcional. Ahora duermen, esperando que lleguen las nevadas de invierno que las mantendrá cálidas hasta la llegada de abril, el mes más cruel para los muertos, y el más esperado para los habitantes de estas latitudes.
Comparto mis visitas a algunos productores amigos con actividades literarias y musicales. Las primeras se refieren a las correcciones finales de mi libro de poemas en francés que será publicado en enero del 2022. Se trata de la serie de “Exilios”, brillantemente traducidos por Idoli Castro, profesora francesa de padres republicanas, que es maîtresse de conferences (profesora titular) de la Universidad de Lyon. Desafortunadamente, Idoli no estará para a discutir sobre sus traducciones con los editores, quienes llega hoy de París y con el amigo Guillaume D’Angerville, responsable de la edición.
Traducciones
Somos la consecuencia de dos grandes maldiciones. La que nos hizo incapaces de entendernos frente a la infinita posibilidad de idiomas, y después la que nos hizo creer que era una dificultad superable. Ante eso, la muerte, la única posibilidad filosófica seria es la de pretender que esa contingencia era superable. Después de meses de consulta y, hoy, de tres horas de intensas discusiones sobre la posibilidad de poner algunas de mis poesías en francés, llegué a la certeza de que es mejor “dejarlo así”; que lo que está en español siga en español: y, lo que, digamos, está francés que siga en francés. La traducción, en verdad, y si ese organismo fuera serio, es algo que debería estar condenado por el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de la ONU.
Alejandro Oliveros
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