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Diario literario 2021, octubre (parte IV): letras en Valencia (España), Bill Evans, 8 notas sobre poesía norteamericana, pajaritos de otoño
Valenci. Fotografía de Federico Galarraga | Flickr
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Valencia (españa), viernes, 22 de octubre de 2021
Paseo nocturno por la plaza central de la ciudad donde anualmente se congregan cientos de miles de personas para participar en las famosas Fallas. El lugar es un breviario arquitectónico de la historia contemporánea de la ciudad. Los edificios de la penúltima monarquía borbona coinciden con construcciones republicanas, y algunas, casi siempre hórridas, del cincuentenario franquista. De las cuales, la única decente es una fachada, émula de las racionalistas italianas. Se llamó, a principios del XX, plaza Emilio Castelar, en homenaje a uno de los presidentes de la efímera Primera República. Así hasta que, como todo durante los años de oscurantismo, se llamó Plaza del Caudillo o del Generalísimo, no recuerdo, y el espacio fue envilecido con una estatua del dictador. A su muerte, se convirtió en Plaza del País Valenciano, y ahora, como debe ser, Plaza del Ayuntamiento. Aunque no es especialmente armónica, nunca lo fue la historia política de esta amable urbe mediterránea, se trata de un espacio grato, especialmente cuando tiene como techo uno de los altos cielos azules tan frecuentes.
Letras
Larga conversación con una querida colega de la Escuela de Letras de la Universidad Central. Sin proponérselo, ha terminado siendo una más de los millones que han abandonado la Venezuela actual sin horizontes ni luz al final del túnel. Me cuenta que tampoco es mucho lo que puede hacer en el país. Ha dedicado su vida a la docencia y la investigación (es editora de una de las mejores ediciones del Quijote que conozco), algo ya improbable en una casa de estudios mancillada y reducida a las ruinas. Del Departamento de Letras Occidentales, al cual pertenecemos ambos, no queda nada ni nadie; y así, poco más o menos, con las otras áreas. La revolución bolivariana ha insistido, como política de Estado, en fomentar la más supina ignorancia entre las juventudes, agobiadas por el más mediocre de los totalitarismos de la historia de Occidente. A sus autoridades, cuando se les habla de letras, apelan a una AK-47.
Milán, domingo, 24 de octubre de 2021
En misa con Alessandro, en una experiencia nada memorable. Llegamos tarde y, con tanta gente, no había manera de recogerse. No encontramos dónde sentarnos y mi pobre espalda recordó los rigores de una vieja lesión en la columna. Lamenté no haber estado a tiempo para la lectura del evangelio en estos tiempos que se aproximan, una vez más, al Adviento. Aunque no religiosa, pero tal vez tan hermosa, en la radio, la música del clásico álbum de los sesenta, Know what I mean? Tal vez mi grabación de jazz preferida de todos los tiempos. Y la primera cosa de Bill Evans que conocí, hacia 1966-67, gracias a mi recordada hermana Alicia. Recuerdo con claridad luminosa el día que me mostró aquel disco con su inquietante cubierta, donde aparecía Cannonball Adderley, con su saxo tenor en un espacio decorado con un bronce de unas piernas colocadas al revés, una foto de Evans y una rosa roja. No menos abstracta pareció la música para mis oídos, acostumbrados al “realismo” de Amstrong y la elegancia cortesana de Ellington. Fue mucho después, en París, cuando un viejo baterista norteamericano, que había tocado con Evans, me habló de su adicción a la heroína. Me pareció tan doloroso. Con las grabaciones en CD, la música de Evans se popularizó de una manera impensable en aquellos años sesenta dominados por las figuras de Davis, Gillespie y Coltrane. Si Evans me volviera a preguntar “Know what I mean?” (¿Sabes qué quiero decir?), mi respuesta sería la misma: “No, Mr. Evans, I don’t know”.
Notas sobre la poesía norteamericana del siglo xx (1)
Whitman vs. Poe
La moderna poesía norteamericana es un subproducto del surgimiento del moderno Estados Unidos después de la Guerra de Secesión. Hasta ese momento, había sido un vasto país dividido en dos grandes sectores tan antagónicos como lo podían ser sus modos de producción; uno feudal y el otro capitalista. El triunfo de Lincoln es la consolidación de un Estado moderno, listo para llevar adelante la visión del destino manifiesto imaginado por los padres fundadores. El nuevo país tuvo la suerte de contar con un poeta a la altura de las circunstancias. Nada menos que un inspirado bardo con un aliento tan dilatado como las nuevas fronteras, que todos los años se extendían con típica voracidad imperial. Walt Whitman, que es como se llama el poeta, asumió la misión de contar con un canto nuevo la historia de un nuevo Estados Unidos. La gran poesía de Whitman es la más moderna de todas las que se escribieron durante el siglo XIX en Occidente; no la mejor, por supuesto. Sin los personajes de Homero, escribió una épica en la que los protagonistas eran él y los Estados Unidos. Aunque murió a finales del XIX (1892), la actualidad de su poesía se mantiene inalterable. Con Whitman, e incluso contra él, se dio comienzo a lo que me parece la más sostenida de las tradiciones líricas del siglo veinte, la de la poesía escrita en los Estados Unidos.
Una presencia tan avasallante, sin embargo, no podía dejar de estimular reacciones igualmente importantes; tanto en los Estados Unidos como en Europa, por un grupo de vates exquisitos que no encontraban mucho que admirar en aquel rústico vate cuya sostenida inspiración estimulaba todo tipo de sospechas. Fueron tal vez los franceses los primeros en enfrentar esta influencia, y lo hicieron encontrando un oscuro modelo proveniente también de la unión norteamericana. En efecto, Charles Baudelaire, el más influyente de los poetas franceses de su tiempo, encontró en Edgar Allan Poe el sumo representante del poeta maldito y elitesco. Poeta mediocre, cuentista genial y teórico original, Poe estimuló la admiración del francés, quien enseguida lo tradujo a su idioma y convenció a sus seguidores de la importancia del torturado autor de “El cuervo”. Después de Baudelaire, su mejor discípulo, el huidizo Stéphane Mallarmé prolongará la devoción de Baudelaire. Tiempo después, el poeta norteamericano T.S. Eliot dirá que la admiración de los dos franceses por la lírica de Poe tuvo su origen en el insuficiente dominio que ambos tenían del inglés. Es probable.
Pero la calidad de la poesía de Poe es lo que menos interesa. Su influencia, que llegará a ser tan difundida como la de Whitman, la ejercería no a través de sus poemas, sino de algunos pocos ensayos que escribió sobre el arte de escribir versos, en especial su “Filosofía de la composición”. Con precisión quirúrgica, Poe sostiene que el poema en ningún momento es un hecho inspirado, sino el producto del más frío cálculo. Y le propone al lector que lo acompañe mientras explica, de la manera más serena y calculada, cómo escribió un poema que terminaría llamándose “El cuervo”. Lo que pretendía demostrar el autor es que el poema era el resultado de una actividad absolutamente racional. Que la forma, la longitud, el asunto y hasta el título eran racionalmente “compuestos”. Afirmar esto en una época en la que el romanticismo era la ideología dominante en Occidente era una franca provocación que no fue bien recibida, por supuesto. Sin embargo, a principios del XX, las teorías de Poe serían el fundamento de la revolución modernista que ingresaría a la lírica norteamericana en los anales de la poesía moderna. Al monstruo inspirado de Whitman se opondría el destartalado y enfermo Poe. Ambos son los fundadores de una ilustre tradición. Bajo la gravitación del uno o del otro, se desarrollaron las dos tendencias definitivas de la mejor lírica escrita durante el siglo XX en Occidente.
Milán, lunes, 25 de octubre de 2021
Flota el tiempo, segunda versión
Sigo trabajando en una segunda versión de Flota el tiempo, mi nueva colección de poesías. De acuerdo con este proyecto, cada uno de los poemas será acompañado de otros textos, como entradas de mis diarios, otros poemas ya publicados, fragmentos de otros autores con los que coincido en la concepción del tiempo, traducciones de otros poetas que hablen de lo mismo, citas (Machado decía que la poesía era “palabra en el tiempo”), y así. La idea, que es vieja como Dios, es proponer una lectura alternativa a la del poemario convencional. Tengo lista para publicar una sección que incluye dos poesías nuevas y una serie de textos relacionados. Vamos a ver, en Dios confío.
Notas sobre la poesía norteamericana (2)
Emily Dickinson
Indiferente ante las incursiones de Whitman en la épica o de Poe en la alquimia de la composición, se desplegó el genio íntimo de Emily Dickinson. Nativa de Amherst, Nueva Inglaterra, representante exquisita de la cultura WASP (White, Anglo-Saxon, Protestant), escribió durante una reclusión que duró toda la vida, más de dos mil poemas, casi siempre breves, que han encontrado una inesperada, especialmente, estoy seguro, por la misma poeta, recepción entre los poetas y críticos del siglo XX. Y lo que, al parecer, más ha atraído a la sensibilidad moderna ha sido efectivamente su improbable crítica a los dos grandes criterios representados por los dos poetas fundadores. Ante el aliento bárdico y desordenado de Whitman, Dickinson opuso una poesía de un intimismo indeclinable, un susurro lírico que apenas fue escuchado en su tiempo por unos pocos lectores. Tiene de pública su voz como tiene de privada la de Whitman. Tan obsesiva en su voluntad de forma como Poe, no despojó su canto de una espontaneidad que no quería ser diversa al canto del mirlo de rojo pico o al florecimiento de las florecillas silvestres. Se podría decir que hay una delicadeza femenina en todo lo que escribe, como se diría que en Safo hay un desgarramiento femenino en todo lo que toca. No se casó nunca Dickinson y apenas se le conoce un fugitivo romance. Su imagen es la de una Artemisa que va al bosque, no de cacería, sino para sumar nuevas muestras a su herbario, tan dilatado y hermoso como sus cuadernos de poesías. De su influencia han sido pocas las poetas norteamericanas que han querido estar libres. Ninguna poetisa norteamericana hasta ahora se ha podido sentar a escribir poesía sin tener presente el antecedente de Dickinson. Ninguna ha podido, si es que lo ha pretendido, escribir como ella, pero sin ella habrían seguramente escrito de otra manera no mejor. Hacia 1977, Elizabeth Bishop publicó Geography III, uno de los mejores libros de la década; entre otros textos memorables, “Un arte”, que asoció, y seguramente Bishop también, con la poesía de Dickinson.
Notas sobre la poesía norteamericana (3)
Edgar Lee Masters
Whitman es uno de esos poetas a los cuales no se les puede perdonar que hayan estimulado la escritura de tanta poesía nefasta. Si no directamente, sí a través de sus seguidores. Como Neruda en nuestra lengua, en la lengua del poeta también. Por fortuna, al lado del servilismo y la admiración acrítica surgió una serie de poetas que, amparados en el ejemplo del fundador, escribieron obras notables. Estos son apenas algunos: Edgar Lee Masters, Carl Sandburg, Archibald MacLeish, Robinson Jeffers, Hart Crane, Vachel Lindsay, Edward Arlington Robinson. Y a su manera, conciliando a Whitman con Poe, otros vates tan influyentes como Ezra Pound, Louis Zukofsky, Charles Olson, John Berryman o Robert Lowell, empeñados en escribir el gran epos estadounidense del siglo XX. Whitman fue un poeta de asunto y forma. Sus temas, aparte de él y el futuro de la democracia en su país, se dirigían a sus compatriotas. Norteamericanos de todo tipo, los obreros, los campesinos, los colonos, los indios, los niños y las mujeres, los humildes y los ricos, los inmigrantes. Hoy esto no parece novedoso, pero en su tiempo no eran muchos los que lo hacían. Es de balde buscar campesinos en las poesías de Verlaine, Gautier, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé o Claudel. Un poco más sensibles son los ingleses como Blake o Wordsworth, pero no es notable en los Estados Unidos. Los asuntos de Whitman, novedosos cuando no originales, se correspondían con la forma expresiva; si no original, sí innovadora. Animado tal vez por modelos bíblicos o los antecedentes anglosajones, escribió lo mejor de su poesía en un verso liberado de rimas y métrica. El famoso verso libre que se convertiría en el modo preferido por sus compatriotas y colegas al otro lado del Atlántico que no incluía, a pesar del idioma común, a los británicos. La mayoría de los vates whitmanianos mencionados acudirían a esta forma poética para escribir sus obras. Algunos, como Edgar Lee Masters, encontrarían, en las decadentes formas de la Antología Griega, una coincidencia con la sintaxis de Whitman y la adaptarían a su poesía.
El mejor, y uno de los mejores, de la lírica de su país, Lee Masters, es whitmaniano en sus asuntos y formas. Sus personajes son una fauna dramática de pequeños habitantes de una inventada pequeña ciudad de provincia. Su influencia se extendió por todo el mundo occidental. En Venezuela, poetas como Jesús Enrique Guédez, Caupolicán Ovalles, Víctor Valera o José Barroeta lo leyeron y adoptaron. Y más recordada fue su influencia entre los novelistas: Rulfo y García Márquez, que son apenas dos de ellos. El triunfo de Lee Masters es el triunfo del realismo que terminaría convirtiéndose en la deriva que ha hecho marcado la obra de los mejores artistas y escritores del país. El realismo norteamericano, que es el de John Ford o Hawks en el cine; Edward Hopper o Georgia O’Keeffe en pintura o Copland y Bernstein en música, será sometido a las más diversas versiones por parte de sus poetas.
Milán, martes, 26 de octubre de 2021
Notas sobre la poesía norteamericana (4)
Hart Crane
Uno de los más destacados de los seguidores de Whitman y Lee Masters, un realista “extremo” y uno de los poetas más interesantes de todo el siglo XX en cualquier lengua fue Hart Crane, muerto a los 33 años después de lanzarse al Mar de las Antillas durante una travesía. Autodidacta, singularmente dotado y dueño de una sostenida inspiración, dedicó lo mejor de su tiempo a la escritura de El puente, una larga y compleja épica que parecía aspirar a convertirse en la Ilíada estadounidense. Una épica fundadora donde aparecen desde los conquistadores españoles, los aborígenes americanos y otros tantos protagonistas de la historia de su país. En estos días, poco favorecido por el público, contó con la admiración de criterios tan respetados como los de Allen Tate y Harold Bloom quienes han escrito reiteradamente sobre Crane y su intento épico. Un proyecto que no era efectivamente modesto:
En términos generales se trata de una síntesis mística de “América”. Historias y hechos, locaciones, etc., todas tienen que ser transfiguradas en una forma abstracto que funcionaría casi de manera independiente de su temática en sí misma. Los impulsos iniciales de nuestro pueblo tendrán que ser unidos hacia el clímax del puente –el símbolo de nuestro futuro constructivo, nuestra identidad única, en el cual también están incluidos nuestras esperanzas científicas y logros futuros. El augurio místico de todo esto ya está parpadeando en mi mente… pero el hecho de escribirlo, juntar las fuerzas para hacerlo, me tomará meses, en el mejor de los casos. Y tal vez tendré que abandonarlo. Tal vez sea una ambición imposible.
Al final, tenía razón Crane. Se trataba de una misión imposible. El mismo poeta que en su primer libro, White Buildings, fue considerado como autor de algunos de los mejores poemas del idioma, con The Bridge sería objeto de las feroces críticas de los que antes habían confiado en su genio. La historia de El puente es la de un fracaso no menos grande que el gran puente que escogió como símbolo de una épica frustrada. Un utópico, y trágico, intento de conciliar los opuestos de las poéticas de Whitman y Poe. Crane era un consumado artífice, con un dominio admirable de todas las formas poéticas del inglés, al tiempo que sentía la inspiración whitmaniana en sus pulmones. Sus alas, sin embargo, eran de cera y, como el hijo de Ícaro, moriría naufragando en las aguas del mar proceloso.
Milán, miércoles, 27 de octubre de 2021
A las puertas de la Universidad Central me senté a llorar.
No he abandonado mis naves, ni quisiera hacerlo, como lo hiciera Eneas al llegar a Italia en un viaje sin regreso. Lo que parece innegable es que cada vez se hace más difícil la ruta de retorno y el puerto más borroso.
Notas sobre la poesía norteamericana (5)
Vachel Lindsay
La herencia de Whitman no se sintió afectada por el doloroso fracaso de Hart Crane. Al fin y al cabo no era un whitmaniano puro. Demasiadas concesiones al elitismo de Poe y sus seguidores. En su empresa, Crane le había dado la espalda, no fue el único, ni mucho menos, al colectivo norteamericano. A las grandes poblaciones del interior, a los habitantes de un país en formación que había dejado las grandes ciudades para ocupar las grandes planicies que una vez fueron propiedad de los aborígenes. The Bridge fue escrito para sus colegas y para los universitarios que ejercían la crítica literaria. Nadie escribe con éxito una épica privada. En su origen, el público era lo más relevante. No será Crane el único empeñado en la escritura de un epos elitesco. Igualmente ruidosos serán los fracasos de Zukofsky, Olson, Berryman, Lowell, para decir algunos. La esencia de la herencia de Whitman fue prolongada por poetas como Vachel Lindsay o Carl Sandburg, quienes escribieron para ser leídos, y escuchados, por las multitudes a las que aludía el viejo vate fundador. El caso de Lindsay es uno de los más particulares de la poesía moderna en Occidente. Hijo de una familia burguesa, se dedicó a recorrer a pie, como había hecho Whitman en un país menos dilatado, parte de los Estados Unidos, durmiendo donde lo encontrara la noche. Medio juglar, medio poeta profesional, encarnó la herencia libertaria de Lincoln, su paisano, y la escribió y difundió entre los más humildes y más ávidos lectores de poesía. Su canto es una gran elegía a la pérdida del gran sueño norteamericano de una sociedad no solo democrática, sino justa y humanista.
Reseñó la extinción de las últimas tribus originales, la explotación de los trabajadores y el despojo de los sueños colectivos por la rapacidad incontrolable e irreversible de Wall Street, donde se trazaron y trazan los planes para una sociedad condenada a morir a consecuencia de un sistema plutocrático de gerencia. Los Estados Unidos no siempre fueron la cínica sociedad que es hoy, nos recuerda Lindsay en su poesía. Una vez, hace ya un siglo, era un país que todavía confiaba en las posibilidades del sueño, en la factibilidad de una escurridiza utopía. Lindsay escribió en todas las formas a su alcance, tradicionales y académicas, pero su ideal era una lírica demótica y musical, al alcance de todos. La academia no se lo ha perdonado del todo, una especie de primo pobre que es conminado a usar la puerta de servicio. No creo que este sea su destino final. Con agotamiento de los sectarismos de la modernidad, uno de los cuales conminaba al poeta a que fuera oscuro, hermético, ininteligible, una lírica transparente, con mucho de testimonial, como la de Lindsay, tiene asegurada, más temprano de lo que se cree, una copia de la puerta principal. Su suicidio, la única salida que encontró a todas sus miserias, es una de las vergüenzas de la sociedad de su tiempo y una mancha negra en los anales de su poesía.
Notas sobre la poesía norteamericana (6)
Carl Sandburg
Sandburg no fue menos whitmaniano que Lindsay, pero sí más afortunado. Se incorporó a la economía urbana y se adaptó no sin penas y privaciones. Pero la divergencia fundamental entre ambos es que Lindsay era un continuador de las tradiciones de la juglería, para las cuales el contacto con el público es esencial. Sandburg fue más intelectual y a él le debemos la más completa biografía, cinco tomos, que se haya escrito sobre Lincoln. Lindsay se casó con unos Estados Unidos míticos, mientras que Sandburg limitó su matrimonio a la ciudad de Chicago. Suficiente. La ciudad a orillas del lago Michigan se había convertido en el centro ganadero de una nación cuyo consumo de carne crecía en términos proporcionales. Con el comercio llegaron los trenes, los bancos y una gigantesca actividad comercial. Todo estos factores propiciaron el surgimiento de una cultura particular, tan alejada de la sofisticación neoyorkina como de las inclinaciones orientalistas de San Francisco. Pocas veces un poeta ha representado tanto su ciudad natal. Tal vez Pushkin y San Petersburgo, o Pessoa con la capital portuguesa. Nada extraño que el primero y más difundido libro de Sandburg se llame Poemas de Chicago. Poemas breves casi siempre, en versos libres siempre, cargados de ironía, indignación, amor y odio. Con el tiempo Sandburg se convertiría en una especie de vate nacional leído y admirado por todos de manera tan unánime que la desconfianza de la crítica académica no surtió el efecto devastador del caso de Crane. Sandburg, como su modelo, contenía multitudes, todo Chicago, para empezar dispuestos a defender a su bardo. La dicción de Chicago Poems es directa, demótica, coloquial, en busca de sus lectores para justificar el canto. Fue un defensor de la democracia antes de que se pervirtiera y escribió una poesía “democrática” para difundir su ideología. Fue popular y querido por todo el mundo. Amigo de Marilyn Monroe, fue escogido por el Congreso para que diera el discurso que recordaba los ciento cincuenta años de su admirado presidente Lincoln.
Milán, jueves, 28 de octubre de 2021
Días tan puros los de otoño como una melodía de Mozart. Es, con diciembre, mi mes más esperado, con sus altos cielos, tanto aquí como en el país natal. Son los mismos de mi infancia. Una luminosidad que me permitía divisar, ya no tan lejos, los días de Navidad, fiesta que esperaba con un sentimiento de felicidad que nunca he vuelto a sentir a lo largo de la vida, a pesar de la cantidad de momentos con los que he sido privilegiado por los dioses. Ahora escucho a Mozart y pienso en la armonía de aquellos momentos en los cuales el sol comenzaba a ser más tolerante con nosotros los habitantes de la zona tórrida.
Notas sobre la poesía norteamericana (7)
Robinson Jeffers
Jeffers (1887-1962) es un renegado dentro de la tradición whitmaniana. Lo más cercano a un genio que produjo la poesía norteamericana del XX fue precoz en todo. Incluso como amante, al enamorarse y hacerse con el amor de la esposa del fiscal de Los Ángeles, un suceso que sería reseñado ampliamente por la prensa de la ciudad. Poco después, Una, que es como se llamaba, conseguiría el divorcio y se iría a vivir con Jeffers. En una costa perdida de California, con sus propias manos y la ayuda de un albañil, el poeta se construiría su propia casa de piedra con la torre correspondiente. A pesar de la armonía de su vida conyugal, de su lucidez y de su inspiración constante, Jeffers de manera sostenida se preocupó de cantar su fatalista visión del ser humano. Una épica negativa es su primer intento serio. Un largo poema narrativo escrito en amplios versos libres, con la musicalidad de las viejas baladas y los nuevos imaginismos de Yeats o Hardy. Su nombre, Tamar, se corresponde con el cuento bíblico marcado por el incesto y la muerte. En efecto, ni siquiera en las más escabrosas tragedias isabelinas, el tabú del incesto protagoniza de manera tan reiterada una obra literaria. Tamar comete incesto con su hermano, de la misma manera que su padre lo había hecho con su hija, la hermana ya fallecida de la protagonista. El final no puede ser sino trágico. La historia no es nueva y es tan vieja como la Biblia, la diferencia, como en toda forma de arte, está en la voluntad de forma de Jeffers. Su manera de cantar y contar los grandes temas que al final es el objetivo de toda épica. La dicción del poema es violenta, encantatoria, con una musicalidad de piedras y vientos, como la casa donde Tamar fue escrita. Pocas escrituras más apasionantes que la de Jeffers en esta tradición poética de los Estados Unidos del siglo XX. Jeffers es la oveja negra de la herencia whitmaniana. No es que la democracia se haya desviado, que el sueño haya sido degradado por Wall Street o los políticos de Washington. Para Jeffers, como para los grandes profetas del puritanismo, Lancelots Andrewes, por ejemplo, lo que está podrido no es Dinamarca, sino los hombres que la habitan. Si alguna crítica favoreció la poesía de Jeffers, ya para comienzos de los cincuenta los jóvenes poetas prefirieron leerlo poco o no leerlo. Demasiado grandilocuente en una época, como la de la posguerra de Eisenhower, que no quería saber más nada de épicas y héroes. La poesía que se impuso fue la exaltada en las universidades. Una poesía con metros tradicionales, cuidada, culta, de pequeños grupos y respaldada por la gran tradición de la poesía inglesa del siglo XVII y XVIII. Con Jeffers y los demás distinguidos whitmanianos, el mismo Whitman perdió el favor de los lectores, seducidos por el redescubrimiento de retóricas más ingeniosas como las de John Donne y otros “metafísicos”.
Milán, viernes, 29 de octubre de 2021
Pájaros de invierno
Definitivamente, a los pajaritos de Milán les gusta el frío. Desde hace aproximadamente una semana se han venido acercando al edificio donde vivo, aunque en número reducido. Ya no es el coro verdiano de los tiempos de primavera, cuando al menos una docena de ellos se unía en un concierto matutino. Ahora no son tantos, ni se unen alrededor de una partitura única. Son menos y más autónomos, cada uno canta “por su lado”. Menos laboriosos, comienzan su trabajo poco antes de las 7 a.m. para terminar poco después. El horario vespertino es aún más impreciso, y se pueden presentar al trabajo en cualquier momento entre las 5 y las 6 a.m. para una aparición igual de efímera. Son anarquistas estos pajaritos milaneses de otoño. Un anarquismo que, al atardecer, no es tan inoportuno como en la mañana, con su horario impredecible. A nadie le puede gustar que lo despierten todos los días a una hora distinta. No importa si lo hiciera la misma Rosa Ponselle o el mismo Jussi Björling. Como quiera que sea, con su llegada, son menos silenciosas las auroras del destierro.
Notas sobre la poesía norteamericana (8)
La otra banda
Fuera del programa, dediqué la sesión de ayer del Taller sobre poesía norteamericana contemporánea a lectura de poemas escritos por algunos destacados poetas afroamericanos. Algunos en el original y otros en traducciones insuficientes, como todas las traducciones, pero todas estupendas muestras de la riqueza de esta tradición tan extraordinaria como las que se desarrollaron a partir de Whitman o Poe. Lo más admirable es que se trata de una tendencia independiente, a pesar de ser escrita en inglés y de acuerdo con patrones convencionales. Ha sido para mí una revelación tardía. Me siento ignorante y culpable de mi ignorancia cuando, al dedicarle un libro entero a la lírica estadounidense, no hice una sola referencia a la obra de estos estupendos autores. No querría excusarme, pero las fuentes que utilicé, impecables desde el punto de vista académico (Tate, Penn Warren, Crowe Ransom, Matthiesen, Rosenthal, Packard, Allen, Brooks, Kazin, Trilling, Donoghue, Vendler), no hacían referencia a estas manifestaciones de una poesía que era por lo menos tan notable como la que escribían sus contemporáneos blancos, desde Stevens hasta Ashbery o Glück). Ni siquiera en los cursos de una institución como The Social School for Social Research se tomaba en cuenta a los vates afroamericanos, con la excepción de Leroi Jones, y más por sus actividades políticas que por su poesía. Confieso que, gracias a la poesía de estos autores, mi complejo de culpa es ahora menos urgente. Lo que leímos y comentamos fueron poesías del fundador Langston Hughes, su antecedente en el XIX, la esclava Philiy Heatley, y sus continuadores en el XX, entre tantos otros, Robert Hayden, Gweendolyn Brooks, Maya Angelou, Lucille Clifton, Michael S. Harper, Rita Dove, Tarrence Hayes o la muy joven e inquietante Amanda Gorman.
Gracias a la oportuna generosidad de la buena amiga Milagros Socorro, y a propósito de “La otra banda”, llevo dos días leyendo I Wonder as I Wander, las fascinantes memorias de Langston Hughes, cuya popularidad en los países de habla hispana a ambos lados del Atlántico llegó a ser la más difundida. Fue traducido, en España, por poetas como Alberti y, en Latinoamérica, por escritores como Borges.
Alejandro Oliveros
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