Diario literario

Diario literario 2021, octubre (parte III): Los Medici en N.Y., Sifontes en Polaroid, La esponja de Sarah Arvio

Del saqueo de Roma. Francisco Javier Amérigo y Aparici. 1887

22/10/2021

Milán, sábado, 16 de octubre de 2021

A las 5:30, tal vez atraído por las notas del concierto para arpa de Haendel (el único que soportan mis nervios), se presentó un pajarito en algunas de las ramas de un árbol de magnolia cercano y cantó de la manera más alegre y brillante. Creo haber escuchado otras criaturas, dos o tres, que lo acompañaban a pesar del frío de la madrugada de otoño. Tiene que haber sido pura coincidencia, pero apenas terminó el concierto, mi alado amigo calló y desapareció, a pesar de que lo que trasmitieron a continuación era la romántica barcarola de Offenbach para Cuentos de Hoffman. En el silencio de las horas que esperaban la aparición de la aurora de rosáceos dedos, me preguntaba cómo hacían los pajaritos en Venecia, con tanta agua y tan pocos árboles.

El saqueo de Roma. Grabado de Martin van Heemskerck. 1555

Milán, lunes, 18 de octubre de 2021

Los Medici y el manierismo

Un querido amigo me trae de Nueva York el espléndido catálogo de la exposición organizada por el Metropolitan Museum: The Medici. Portraits and Politics 1512-1570. Lo que interesa más es que se refiere a la época de la hegemonía Medici menos frecuentada. La que mejor se conoce fue la que protagonizaron, durante el siglo XV, los primeros miembros de la dinastía, como Cosme el Viejo y su nieto Lorenzo. Esos fueron los tiempos gloriosos que vieron terminada, gracias al generoso aporte de Cosme, la gran cúpula del Duomo, entre otros milagros del arte producidos por Bruneleschi, Ghiberti, Michelozzo, Donatello, Miguel Ángel, Boticelli y todos los demás genios de ese siglo de oro irrepetido. Los Medici de la

muestra neoyorquina son los correspondientes a la llamada “rama joven” de la familia; con otro Cosme, llamado Cosme I, por ser el primero de los grandes duques de Toscana, el título conferido por Carlos V a la familia florentina. Se corresponde con un estilo que prolonga y cuestiona al mismo tiempo la sintaxis clásica de los maestros del Quattrocento, y que se llegó a conocer con el nombre ambiguo de manierismo. Pintores como Pontormo, Rosso Fiorentino, Vasari, Salviati, Bronzino, Parmigianino, Fra Bartolomeo y escultores como Cellini y Bandinelli serían los encargados de ilustrar la pompa de los nuevos Medici.

Aun cuando hoy tienda a olvidarse o disminuirse, el nuevo estilo, la nuova maniera, coincidió con el devastador Sacco di Roma de 1527. Fue tal la violencia desatada contra la Urbe, que alguno de los testigos llegó a pensar que se trataba del fin de los tiempos. Lo que ocurrió, y que cuenta de manera fascinante André Chastel en un viejo libro con el mismo nombre, fue que el emperador Carlos V, defensor de la fe, ahíto de los manejos del Papa, ordenó a las tropas imperiales marchar sobre Roma para darle una lección y, si posible, apresar al Sumo Pontífice. Mal aconsejado, el hijo de Juana la Loca destacó al traidor Carlos de Borbón a que avanzara con tropas católicas por un lado, mientras que, por el otro, Guillermo de Orange lo haría desde los Países Bajos. Al despedirse de su esposa, Orange le prometió regresar con la cabeza del antipapa en las alforjas. Los papistas, incrédulos y mal preparados, fueron incapaces de soportar el sitio y, un día del mes de mayo de aquel año, los saqueadores entrarían a Roma. En la defensa se destacó, al menos es lo que dice en sus Memorias, Benevenuto Cellini, quien, con un disparo de arcabuz, segó la vida de Carlos, quien se distinguía de lejos por el emplumado blanco de su casco. Lo que siguió es el sujeto del brillante diálogo de Valdés, De los sucesos acaecidos en Roma. Valdés, erasmista protoprotestante, al hablar de los saqueos de las tropas, comenta que los católicos, sin duda con razón, se quejaban amargamente por la pérdida de varias reliquias invalorables. Entre otras, las únicas  plumas que se conservaban de la paloma del Espíritu Santo y, no menos venerado, el prepucio de Jesucristo (se aseguraba que había otros en Francia). Ante la violencia del ataque, el Papa, no otro que Clemente VII Medici, tal vez enterado de la promesa de Orange, se refugió en Castel Sant’Angelo, dejándose la barba hasta que los ocupantes se retiraran. Los horrores se extendieron durante semanas, las iglesias fueron convertidas en establos, los conventos y monasterios en cuarteles donde la soldadesca hacía de las suyas. Los numerosos artistas que residían en Roma en ese momento huyeron a otras ciudades. Sebastiano del Piombo, funcionario de la corte papal, como señala su nombre, se fue a Venecia. Rosso Fiorentino decidió escapar a Francia y fue acogido en Versalles, donde, por desgracia, más pudo la depresión y terminó convertido en el primer suicida de los artistas del Renacimiento. Las cosas en España no iban muy bien para el Emperador, quien tuvo que suspender los festejos por el nacimiento del heredero, el futuro Felipe II, ante el malestar de una población que no se sentía a gusto con un rey excomulgado. Carlos V tuvo que recoger sus ejércitos y aceptar las condiciones que ahora imponía Clemente. No solo tendría el emperador que correr con los gastos de la reconstrucción, sino, mucho más comprometedor, tenía que apoyar a los Medici a retomar Florencia, de la cual habían sido expulsados. En lo sucesivo ya nada sería igual. La línea fina y la aspiración clásica de los artistas del Renacimiento se hizo curva, sinuosa alambicada. Comenzó el divorcio entre el creador y la sociedad. El arte se hizo cortesano, palaciego, elitesco y desproporcionado. “Amanierado”, a fin de cuentas. A partir del último Miguel Ángel, con su cromatismo de neón, los manieristas prefigurarían las distorsiones del Barroco. Es el tiempo del cual se ocupa la exposición de Metropolitan, cuyos protagonistas se llamaron Pontormo, Bronzino, Salviati, Fra Bartolomeo, Vasari, Rosso Fiorentino, Parmigianino, Tintoretto, Allori, Cellini, Bandinelli.

Fotografía de Santiago Sifontes.

Milán, miércoles, 20 de octubre de 2021

Sifontes en Polaroid

De las tres alternativas que tenía Santiago Sifontes (“Polaroids en blanco y negro”, Sala Mendoza) para hacer sus retratos, escogió la que tal vez sea la menos segura: las fotos Polaroid. Las otras dos posibilidades, la cámara convencional y el teléfono celular, no se ajustaban, al parecer, a sus necesidades expresivas. La primera, tal vez por demasiado objetiva, demasiado “conductista”. Incluso en el trabajo de los grandes maestros, con las excepciones del caso (Nadar, Avedon, etc.), sabemos de los protagonistas lo que piensan y hacen. Son seres no “en situación”, sin embargo. No sabemos lo que sienten en profundidad. Incluso la miseria de los desgarrados personajes del Adams de los 30 la sentimos como material, existencial si se quiere, pero no espiritual. Es el cuerpo vencido lo que vemos, no el alma. La empatía no es un asunto del espíritu.  De los productos del celular, Sifontes tiene que haber desconfiado de su fugacidad. Los modelos se esfuerzan en destacar de manera casi histérica que estuvieron allí, no que son allí. La fuerza del instante en permanente oposición a la permanencia. Lo epidérmico es su signo, nos contentamos con saber, y hacer saber, que estuvimos allí, no importa si fuimos o no en ese instante. Al optar por la Polaroid, nuestro joven artista se inclina por el riesgo, por el peligro, por la atracción de lo inseguro. El soporte es el más frágil, la impresión la más inestable, la escritura de la imagen la más precaria. No obstante, y tal vez sin que sus inventores, el buen doctor Benjamin Land y sus amigos, se dieran cuenta, la foto Polaroid es la más subjetiva de las posibilidades de la fotografía. Sin el detallismo, profundidad y luz de las Hasselblads, Rollei, Leica M3 o Nikon F, la Polaroid tiene la rara habilidad de llegar a la subjetividad de sus personajes, de acercarse al alma de sus protagonistas. La Polaroid es la historia de la subjetividad de los retratados. El genio de Warhol le permitió ser uno de los primeros en explorar este atributo de la foto instantánea. Lo que a todos pareció superficialidad era, efectivamente, lo contrario. Esto es lo que tienen de inquietante los trabajos del norteamericano, los originales y los intervenidos. Sus retratos de los grandes líderes o estrellas del cine, por ejemplo, son  definitivos. Liz Taylor o Marylyn Monroe para siempre serán como las presentó Warhol;  Warhol les llegó al alma.

Fotografía de Santiago Sifontes

Y este parece ser el empeño de los trabajos de Sifontes, presentar el alma de sus modelos. En los casos más reveladores, son retratos hechos desde el alma del fotógrafo. Una intimidad que, en principio, requiere de la complicidad, voluntaria o no, del retratado. En tiempo real puede ver el fotógrafo “cómo ha quedado” su trabajo, sin esperar revelados o nuevas tomas. Warhol hizo de la Polaroid un arte que ha permitido a otros artistas, como Santiago Sifontes, expresar su visión del mundo desde dentro, con dramatismo, poesía y solidaridad. Para los que todavía se entusiasman con la polémica sobre las consideraciones de la fotografía como arte, siempre es conveniente recordar las opiniones de Benjamin, en su ensayo de 1936: “En vano se aplicó mucha agudeza para decidir si la fotografía es un arte, sin plantearse la cuestión previa sobre si la invención de la primera no modificaba por entero el carácter de la segunda”. Las Polaroids de Sifontes no son retratos de amigos, desconocidos o familiares. Son todos autorretratos, alegorías, en las cuales, presentando los rostros de otros, se empeña en recoger los fragmentos de un yo fracturado en una etapa de crisis. Sifontes “pone sus cosas en orden”, desdoblándose, para terminar reconstruyéndose a sí mismo en un proceso alquímico. Esto solo es posible con la Polaroid, la más subjetiva y terapéutica de las técnicas fotográficas, actualizada en nuestros días por Sifontes en su muestra “Polaroids en blanco y negro”.

Sarah Arvio

Milán, jueves, 21 de octubre de 2021

El mar de Sarah Arvio

Sarah Arvio, a la cual me he referido reiteradamente en estos diarios, la última vez a propósito de su estupendo estudio sobre Lorca, me hace llegar su último libro de poesías, recientemente y bellamente editado por Knopf. Le hago llegar un par de líneas donde le digo que me parece el mejor de sus cuatro libros publicados. Cry Back My Sea (algo así como Vuelve a llorar mar mío) es la narrativa cantada de un desengaño. La protagonista, la misma Sarah, aparece como una de las tantas Ariadnas que en el mundo han sido. Quien, como nos dice Ovidio, despierta en un lecho solitario mientras por la ventana, a lo lejos e irreversible, se puede ver la nave donde huye el ser amado. Pocas historias más reiteradas en verso y prosa. No obstante, Cry Back My Sea es uno de los poemarios más actuales, más contemporáneos que he leído en no pocos años. Como toda obra de arte verdaderamente original, el libro de Sarah no tiene nada de nuevo. El logro de la autora, singularmente dotada para el dominio del inglés, radica, en primer lugar, en haber hecho nuevas una serie de formas expresivas de la poesía moderna norteamericana; y en segundo, ensamblarlas en una admirable Gestalt, donde el resultado final es bastante más que la suma de las partes. La voluntad de forma, que es una de las marcas de la poética de la autora, se expresa en cada página; así como en el diseño del proyecto: “48 poemas en 6 olas”, que es como está organizado el volumen. La palabra de Arvio es una de las más luminosas e interesantes de su generación. Incluso en el trato de un asunto tan desgarrador, el más desgarrador, como el abandono, la luz no abandona el canto, con sus contrapuntos y variaciones.

ESPONJA

 

El alma como una sucia esponja que absorbe todos
tus oscuros pedazos revueltos y mezclados

con el sucio de los días los viejos cabellos y odios
Oh Dios mío sabía que existía el odio en el mundo humano

pero desconocía que iba a ser el trabajo de mi alma
limpiarlo    Cómo podría limpiarlo si mi alma

es la esponja que lo absorbe   Al final eso no va a ninguna parte
salvo a mi alma cada vez más sucia

Y digo  está bien   llorando se limpiará   pero de nuevo
estoy agachada llorando por la bella esponja de mi alma

que yace en las profundidades de un tibio y tropical
mar aguamarina con pececitos revoloteando en sus exquisitos

colores  joya  y los rayos del sol iluminando
han sido utilizados para secar las crueles sobras

de un hombre iracundo   Si   cruel suena como  joyel
y debería haber una joya   Cómo puedo escurrirlo

necesitaré una esponja nueva   pero no puedo tirar mi alma
y si cada lágrima es una gota de un tropical  mar aguamarina

tal vez pueda volver a llora mar mío   No es fácil lavar
un alma   algunos dicen semanas  y otros dicen siglos


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