Diario Literario
Diario literario 2021, octubre (parte II): Eliot y el Leman, Art brut, Edgar Bayley, Arlecchino, Ungaretti, Poemas y memorias: “fez”
Vista del lago Leman. Fotografía de Laurent Morand | Flickr
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Lausanne, jueves, 7 de octubre de 2021
A orillas del Leman
Debe haber sido en 1968, a mis veinte años, mientras cursaba tercer año de Medicina, cuando leí por primera vez lo que habían puesto en español como La tierra baldía (en el original, The Waste Land). Su competente traductor era el poeta catalán Agutí Bartra, seguramente víctima de la cruzada franco-fascita que acabó con la república en España. El poema me pareció, desde su primera línea, “Abril es el mes más cruel”, difícil y oscuro y, por eso mismo, fascinante. Varias líneas se me grabaron de aquella primera lectura. Entre ellas la que decía “A orillas del Leman me senté a llorar”. Y la evoco o, mejor dicho, se me ocurre con frecuencia, y me parece y sigue pareciendo la más desoladora del desolador poema de Eliot. Es probable que esta persistencia, de manera poco consciente, me haya animado a escribir un largo ensayo sobre esa tierra baldía. Después de muchas lecturas y pesquisas, pude saber que el protagonista de la línea era el mismo poeta. Y el motivo secreto de su llanto (una línea bíblica, por lo demás) había sido la muerte de su amor inconfesado por un joven francés, de nombre Jean Verdenal, muerto hacia 1918 en los Dardanelos, durante la primera guerra mundial. A esta Lausanne, a orillas del Leman, fue enviado Eliot por razones médicas (una depresión) a una casa de reposo. Desde Londres, ligero de equipaje, pasó por París para dejar en manos de su amigo Ezra Pound el original mecanografiado y único de La tierra baldía. Uno de los tesoros más apreciados, casi inaccesible, de la Colección Berg de la Public Library neoyorkina (pude verlo, a pesar de la resistencia de los curadores, gracias a la intervención de la Fundación Guggenheim de la cual era yo Fellow en 1979). Pound se encargó de reducir el poema original por lo menos en un sesenta por ciento, páginas y páginas tachadas con tinta roja. A su regreso de Lausanne, Eliot se encontró en Londres con el mutilado original, y lo hizo publicar enseguida, tal como lo había dejado su amigo y miglior fabro. Fueron muchas, no obstante, las líneas que se salvaron. Una de ellas, y no podía ser de otro modo, era la que decía “A orillas del Leman me senté a llorar” (By the waters of Leman I sat down and wept). El Leman, como se sabe, es un lago que ahora, gracias a la generosidad de dos queridos amigos venezolanos, tengo frente a la ventana del hotel, y contemplo por primera vez desde que leí la memorable línea, en la Valencia venezolana, hace más de cincuenta años.
Hans Emmenegger
Descubrimiento (lo conocía solo de nombre) de este gran pintor suizo, multifacético y brillante, con una magnífica retrospectiva en la Fundación Hermitage. Un signo más del arte post Era, preterido durante casi todo el siglo pasado, por su resistencia a los sectarios criterios de la modernidad. El figurativismo de Emmenegger, en este momento, en su país natal, lo siento más “contemporáneo” que el de sus compatriotas más radicales y totalmente abstractos, como el influyente, y hoy olvidado, Max Bill.
Lausanne, viernes, 8 de octubre de 2021
Art brut (1)
Poco antes de su muerte, Jean Dubuffet donó su colección de más de cinco mil “obras de arte” a la ciudad de Lausanne, la cual visitaba frecuentemente animado por una pareja de coleccionistas norteamericanos. El gesto era el eslabón final de una actividad comenzada, oficialmente, en 1945, cuando el artista propuso lo que llamó “art brut” (arte en bruto) como una alternativa al “art culturel” de academias, galerías y museos. La dedicación a esta empresa no demoró su labor creadora, que lo llevó a ser uno de los artistas más admirados y cotizados de la segunda mitad del novecientos. A comienzos de los ochenta, sus esculturas abstractas de gran formato comenzaron a formar parte del paisaje urbano de muchas localidades francesas. Fue, además, uno de los claros antecedentes de todas las formas de neofiguración ,con su retratística realizada en años de cerrado abstraccionismo a ambos lados del Atlántico. Formó parte con Derain, Balthus, Giacometti o Buffet de la resistencia a una deriva que llegó a ser considerada como la realización de las búsquedas iniciadas por Apeles en Grecia. Pollock, Rothko, Hartung, Soulages o Wols serían los más conspicuos exponentes de ese arte “definitivo”. Como bien puede y suele suceder, la resistencia terminaría imponiéndose. El arte de Dubuffet y sus investigaciones sobre el art brut son indisociables, y no podía ser de otra manera. Traducir es una forma de admirar, y coleccionar también. A la larga, el artista francés terminó siendo, él mismo, un cultivador más de ese arte marginal, no intelectual, ingenuo, psicopatológico, brut, que llena las salas del estupendo Museo del Arte Bruto que la ciudad de Lausanne abrió para albergar la colección cedida por el francés.
Dubuffet, no en pocas oportunidades, teorizó sobre lo que dio a conocer como art brut: “Con este término designamos las obras realizadas al margen de la cultura artística, en las cuales el mimetismo está ausente, contrariamente a lo que ocurre con el arte intelectual. Y sus autores, en lo que se refiere a temas y materiales, los buscan en su interior y no en la vulgaridad del arte clásico o a la moda”. No fue el primero en hacerlo, como él mismo reconoce, pensando en Hans Prinzhorn, pero sí el que produjo las reflexiones más inquietantes sobre la producción de objetos de arte. ¿Cómo calificar las imágenes, a menudo de inquietante belleza, producida por niños, locos, presos o mujeres sometidas y sin educación? De acuerdo, el arte es un oficio que exige un largo aprendizaje y disciplina. Es una actividad que depende tanto de la sensibilidad como de la racionalidad del que la produce. Siguiendo estas exigencias, el arte en Occidente terminó convirtiéndose en ideología, falsa conciencia, con la cual se han llenado cientos de salas de pintura académica, aburrida y soporífera, como las del Louvre dedicadas al XVII y XVIII, con las honorables excepciones que todos conocemos. Más excitantes y hermosas, las 800 obras de la colección permanente del Museo del Arte Bruto en Lausanne, una de las dos instituciones museísticas que conozco, con la igualmente reveladora de Montpellier, consagradas a este arte paralelo y desterrado. No hay en el mismo Louvre ni una pequeña sala dedicada a estas producciones. Y, por lo mismo, ni en Londres, Berlín, Madrid, Roma o Nueva York. Como tampoco, y esto es ya imperdonable, en los dedicados al arte moderno y contemporáneo. Como hipócrita consuelo, las autoridades culturales de Nueva York, para no contaminar los augustos salones de su MoMA, abrieron un museo marginal, que queda efectivamente al lado, dedicado a las obras de arte no culturales. Y fue precisamente en las salas de esta “casa de al lado” donde se efectuó una de las exposiciones más excitantes de arte contemporáneo de las últimas décadas. En efecto, en las angostas salas del American Folk Art Museum tuvo lugar la retrospectiva de Martín Ramírez, el jornalero mexicano quien, después de ocho años de trabajo extenuante en los campos de California, terminaría siendo recluido en una institución psiquiátrica de San Diego. Allí, de manera incansable y, con la dedicación obsesiva del caso, realizó una de las iconografías más reveladoras de la pintura latinoamericana de tiempos recientes.
Lausanne, sábado, 9 de octubre de 2021
Art brut (2)
En Venezuela, las manifestaciones de art brut (“arte en bruto”, sería el equivalente), como en cualquier país del mundo, han sido las más variadas. No obstante, en la acepción que le daba Dubuffet al término, la primera de la cual tuve noticia fue la propiciada por el profesor José Solanes en el Pabellón No.1, del cual era director, de la Colonia psiquiátrica de Bárbula, a poca distancia de la ciudad de Valencia. Solanes fue uno de los distinguidos miembros de la generación de psiquiatras catalanes de la preguerra civil, quienes fundarían lo que se conoce como psiquiatría moderna. Animados por el maestro Mira y López, y otros profesionales del Institut Pere Mata de Reus, fueron los primeros en reorientar la terapia de la enfermedad mental. Por primera vez, con la excepción formidable del doctor Pinel, el enfermo dejó de ser tratado como un loco para ser considerado un “hombre enfermo”. Y, en esa condición, era susceptible de ser considerado apto para una serie de funciones en la sociedad. Como laborterapia se conocería más tarde la incorporación de estos individuos a una serie de actividades productivas que formaban parte de un tratamiento más holístico y humanizado. Como todo en aquella mini Edad de la Luces que fue la España previa a la catástrofe, las actividades de los psiquiatras catalanes serían frustradas; primero, por la persecución policial, y luego por la reorientación de la psiquiatría para adaptarla a la retrógrada y criminal ideología franquista. Obligados al exilio, algunos de estos profesionales se radicarían en Francia. Entre ellos, Solanes y el mercurial y, probablemente, genial, Ferenc Tosquelles, quien se haría cargo del semiabandonado, oscuro y oscurantista hospital de Saint Alban, no lejos de Toulouse. Saint Alban es un locus mítico en la historia de la psiquiatría moderna. Con Solanes como asistente, Tosquelles pudo profundizar en la concepción antropocéntrica de la psiquiatría. Una experiencia que llamaría la atención del joven Lacan, así como de los poetas y artistas de vanguardia como Paul Eluard y Jean Dubuffet. Solanes dejaría Saint Alban para radicarse en Venezuela y, desde 1956, trabajar en la colonia de Bárbula. En esa institución, a mediados de los años sesenta, dando continuidad a sus experiencia en Saint Alban al lado de Tosquelles, y probablemente del mismo Dubuffet, Solanes promovió la creación de una revista con colaboraciones de los pacientes, cuyos escritos y dibujos fueron impresos por ellos mismos con la ayuda de un multígrafo. También de ellos, el título de la revista con el inescrutable neologismo Nanasinder. Las ilustraciones eran muestras del más puro art brut. Por desgracia, y por diversas razones, la iniciativa no fue más allá de unos cuantos números. No obstante, es el más claro, y menos conocido, de todas las expresiones del art brut que se han producido en Venezuela.
Una de las grandes dificultades que presenta el art brut no es la producción, garantizada mientras existan manicomios, prisiones y otros sitios de reclusión, sino su conservación, habida cuenta de que los lugares donde se produce, manicomios, cárceles, correccionales, no son los más propicios para esta actividad. Por otra parte, su soporte (papel, cartón, arena) no es el más perdurable. Una de las obras más impresionantes que se pueden encontrar en la librería del Musée de l’Art Brut de Lausanne es precisamente el facsímil de los cuadernos en los cuales Dubuffet fichaba cada una de las piezas adquiridas en los lugares más variados y en las condiciones más extrañas (un taxista, un destacado científico que sucumbió la locura, y así). Son incontables las expresiones de art brut que se producen en todos los países del mundo, en las clínicas psiquiátricas o en las cárceles, especialmente en aquellos donde un sistema carcelario dirige sus destinos. Precisamente, la última expresión del art brut que conozco en Venezuela fue para mí la más inesperada. Se trata de Arte tras las rejas, una recopilación de testimonios de diez de los cientos de presos políticos del régimen revolucionario. Sus autores, Diana López y Carlos Javier Arenciba, tuvieron la oportuna ocurrencia de pedirles a los autores de los textos testimoniales que los acompañaran con ilustraciones elaboradas por ellos mismos. Escribe López en la Introducción:
En su mayoría, estos presos de conciencia no tenían habilidades artísticas; sin embargo, las circunstancias de una libertad arrebatada buscan en el arte una manera de abstraerse de las rejas para plasmar paisajes o rostros familiares, buscan en sus memorias una forma de acompañamiento a las interminables horas de encierro. A algunos los motiva la necesidad de dejar testimonio y denunciar, a través del lápiz y el pincel, las condiciones de sus injustos encarcelamientos, y plasmar en el papel las torturas vividas.
Ajenos al mundo de la producción plástica, los detenidos se entusiasmarían con el proyecto y producirían una serie de ilustraciones en la mejor tradición del art brut, tal como la formularía Dubuffet. Son casi siempre imágenes desgarradoras, saturadas de emoción y sentimientos, algunas de incontestable belleza. Es que no ingresarán en la colección de la Galería de Arte Nacional, pero seguramente muchas de ellas serían recibidas con entusiasmo en los espacios del Musée de l’art Brut de Lausanne. Como demuestra el libro de López y Arenciba, en condiciones límites, todos somos, como intuyó Dubuffet, susceptibles de expresarnos en las imágenes del siempre inquietante art brut.
Musée de beaux arts
El Museo de Bellas Artes de Lausanne dispone, desde hace unos cuantos años, de una espléndida sede, a pocos metros de la estación de trenes, diseñada por el estudio arquitectónico italo-español Barossi-Veiga. Si bien su colección de arte moderno y contemporáneo no impresiona por su vastedad, no es el MoMA, por supuesto su mismo tamaño hace que el visitante disfrute sin presiones las interesantes piezas de la colección. Las manzanas de Gauguin, colocadas al lado de las de Cezanne, son una elocuente expresión de la gravitación del maestro sobre el más joven y rebelde pintor en busca de un estilo y un asunto personales. Dos pequeños lienzos que son una clase magistral de arte postimpresionista. Lo mismo son de útiles las piezas de Rodin al lado del estupendo busto de Bourdelle. La expresiva tensión del primero, en una copia de El beso, en contraste con el mármol del Bourdelle de su período clásico. Dos obras de Rodin y una de Bourdelle como preparación para admirar los dos grandes bronces de Giacometti. Hacía mucho que no disfrutaba con tanta libertad la obra de estos padres de la escultura moderna. Poca gente, tiempo suficiente y la escala y luminosidad impecables de unas salas, tan adecuadas a la escala humana, que el espectador siente en casa los enormes espacios blancos, hechos aún más gratos por los pisos de hermosa madera. Es un placer casi íntimo, por el tamaño de la colección, contemplar esta exquisita antología de obras del XIX prolongada en la colección de arte contemporáneo. Allí, el legendario rey de los gatos de Balthus, o un conjunto de doce dibujos de Brauce Nauman preparatorios para la inquietante escultura que cuelga del alto techo. Un imponente “árbol” de Giuseppe Penone, por lo menos tan impresionante como el de la Piazza della Signoria florentina. Un espejo del infalible Anish Kapoor; un lienzo de Kennelis antes de que se dedicara a exhibir caballos vivos. Hartung, Soulages, entre otras interesantes ofertas que incluyen cinco o seis piezas de Dubuffet, un consentido de esta ciudad suiza, entre ellas un raro retrato de Artaud. Al final, como diría Brillat-Savarin, de una buena comida, uno queda con ganas de seguir disfrutando los dones del arte moderno.
Milán, domingo, 10 de octubre de 2021
Después de ciertas reservas, el otoño ha decidido instalarse en la ciudad. La líquida claridad alpina se ha extendido por la planicie lombarda, con sus azulísimos cielos que, en su altura, parecen rivalizar con los de Roma. No serán, por desgracia, tan bellas todas las jornadas otoñales; no obstante, esta de hoy, como una tela de Matisse, se quedará en los espacios de mis retinas para siempre.
Dubuffet y Constanza
En sus escritos sobre el art brut, lo opuesto a lo que él mismo llamó “arte cultural”, Dubuffet ponía como ejemplo la producción de los pacientes mentales, en lo que seguía a Hans Prinzhorn, la de los presos y la de los niños. No sé si alguna vez escribió sobre el efecto en los niños de estas manifestaciones. Sólo sé que Constanza, a sus cuatro años, en nuestras repetidas visitas al MoMA (en aquella época el museo todavía conservaba una escala humana), siempre se detenía ante la que era la preferida de sus obras de todo el museo, una vaca verde de Dubuffet que cumplía con todos los requisitos de una obra de art brut.
Milán, martes, 12 de octubre de 2021
Edgar Bayley
La gentileza de Igor Barreto me ha hecho conocer una grabación de Edgar Bayley donde lee uno de sus tantos magníficos poemas. Edgar pertenece a la leyenda, no solo por su poesía, una de las más luminosas escritas en el siglo XX en Latinoamérica, sino por haber fundado, en Buenos Aires, un par de revistas emblemáticas, y participado activamente en las actividades de la vanguardia artística argentina durante los cincuenta, sesenta y setenta. La más influyente de estas publicaciones fue la legendaria Arturo, un solo número, con una diagramación que se adelantaba a las que se harían frecuentes en los años sesenta. Uno de los colaboradores era Torres García, y en los textos críticos destacaba el de Guila Kosice, animador incansable de la vanguardia bonaerense. Edgar publicaría varios poemas de sus veinticinco años en esa entrega única, uno de ellos un hermoso homenaje a Mozart. Su hermano, el muy influyente teórico de arte y artista, Tomás Maldonado, lo acompañó en algunas de estas aventuras. Escribió Edgar también sobre el tema y publicó dos libros con sus ensayos. Su obra poética fue recogida en ocho títulos. Lo conocí en Buenos Aires en 1972, en un viaje de recién casados. Enseguida, gracias a la intervención de Raúl Gustavo Aguirre, nos hicimos amigos. No sabía qué tanto me estimaba hasta que me nombró padrino de su boda, la tercera, creo. Celebramos con otros pocos cercanos en su apartamento donde leí, después de bajar varias botellas de malbec, el poema de Apollinaire a la boda de su amigo Andrés Salmón. Era un notable ensayista además de extraordinario poeta, pero muy mal escritor de cartas, así que no era fácil permanecer en contacto. Lo que me ha hecho escuchar Igor es este poema que ilustra bien su magnífica escritura y la contemporánea musicalidad de su poesía:
Es infinita esta riqueza abandonada
esta mano no es la mano ni la piel de tu alegría
al fondo de las calles encuentras siempre otro
cielo
tras el cielo hay siempre otra hierba playas
distintas
nunca terminará es infinita esta riqueza
abandonada
nunca supongas que la espuma del alba se ha
extinguido
después del rostro hay otro rostro
tras la marcha de tu amante hay otra marcha
tras el canto un nuevo roce se prolonga
y las madrugadas esconden abecedarios inauditos
islas remotas
siempre será así
algunas veces tu sueño cree haberlo dicho todo
pero otro sueño se levanta y no es el mismo
entonces tú vuelves a las manos al corazón de
todos de cualquiera
no eres el mismo no son los mismos
otros saben la palabra tú la ignoras
otros saben olvidar los hechos innecesarios
y levantan su pulgar han olvidado
tú has de volver no importa tu fracaso
nunca terminará es infinita esta riqueza
abandonada
y cada gesto cada forma de amor o de reproche
entre las últimas risas el dolor y los comienzos
encontrará el agrio viento y las estrellas
vencidas
una máscara de abedul presagia la visión
has querido ver
en el fondo del día lo has conseguido algunas
veces
el río llega a los dioses
sube murmullos lejanos a la claridad del sol
amenazas
resplandor en frío
no esperas nada
sino la ruta del sol y de la pena
nunca terminará es infinita esta riqueza
abandonada.
Milán, miércoles, 13 de octubre de 2021
Immer Schumann. Arlecchino
Recuerdo a Teófilo Totolero diciéndonos a Eugenio (Montejo) y a mí, mientras escuchábamos algo que ha debido ser de Brahms: “Cuando era joven y escuchaba esto, lloraba”. Me gustaría decir lo mismo de lo que escucho ahora, y que conocí hacia 1973. Se trata de la Fantasía Op. 17 de Schumann, en la versión de Rudolph Kemp. Todavía ahora, la conmovedora partitura me hace sentir lo que los franceses llaman “le royaume perdu”. Aquello que sentía a mis veinticinco no era, después de todo, sino una prefiguración de lo que puedo sentir ahora, casi cincuenta años después. La grabación de Kemp incluía, asimismo, el no menos hermoso “Carnaval” del mismo Schumann. Leo que, para la escritura de su “Arlequín”, tercera sección de la partitura, su composición, Schumann arregló sus notas para representar la hiperkinesia del personaje. Un atributo que destaca el montaje de Arlecchino servitore di due padroni, de Goldoni, en el montaje de Giorgio Strehler que pude disfrutar anoche. Se trata de un verdadero monumento a la Commedia dell’arte, la única manifestación que, en teatro, no inventaron los griegos, y que ha sido aprovechada holgadamente por los grandes dramaturgos de todos los tiempos, desde Shakespeare y Moliere hasta Pirandello, Brecht y Peter Weiss. La versión de Strehler, estrenada en 1947, es una estupenda síntesis de las experiencias de varios siglos de improvisación por parte de actores y compañías venecianas, genovesas o napolitanas. Más de setenta años después de su primera presentación, el diseño de Strehler sigue siendo de una actualidad irreprochable. De acuerdo con medioevales orígenes de la Commedia, la gente del Piccolo Teatro de Milán destaca la esencia popular del espectáculo y sus pretensiones de un arte total. En el Arlequín de Goldoni-Strehler se suceden pantomimas, bailes, cantos, música en vivo, acrobacias, travestismo y drama, poesía y reflexiones sobre la sociedad, la esencia misma del teatro. El profesionalismo de la compañía explica por qué es de las más respetadas del teatro europeo. Los actores encargados del papel de arlequín se suceden en términos casi dinásticos. Cuando después de muchos años se retira el actor, es sucedido por el delfín, que se ha venido preparando para asumir el rol. Las confesiones de los comediantes son impresionantes. El actual, Enrico Bonavera, que sucedió a su maestro, el legendario Ferruccio Soleri, en una entrevista reciente revelaba que le tomó un par de años encontrar la voz adecuada para el personaje. Ferruccio, a su vez, escribió que Strehler le había dicho algo que no olvida: “Ferruccio, io non capisco. Tu invecchi, ma tuo Arlecchino è sempre più giovane. Ma come fai?” Es que así es Arlequín, inmortal.
Milán, jueves, 14 de octubre de 2021
Cinco días de esplendor otoñal con su cristalina luminosidad y cielos de azul infinito. Recuerdo que estos eran los días que más disfrutaba cuando vivía en Nueva York. Eran jornadas esperadas a lo largo del año. La ópera comenzaba en esas semanas, lo mismo que la Asamblea General de ONU, que traía amigos de todas partes, primus inter pares, el poeta panameño Roque Javier Laurenza. Se comenzaba a respirar el ambiente de Navidad, con un entusiasmo generalizado que no se conoce en otras urbes como Londres, París, Milán o Roma, aunque sí Viena. En este otoño post Era del 2021, extrañamos el cromatismo típico del otoño, retrasado por el verde vegetal que no cede aprovechando los rigores del cambio climático.
Sentimiento del tiempo
Este es el envidiable título de uno de los libros de Ungaretti, Sentimento del tempo. A pesar de su nombre, la palabra tiempo, solo aparece mencionada unas cuantas veces, como en el poema homónimo:
Y por la luz justa
cae solo una sombra violeta
sobre el yugo menos alto,
la lejanía abierta a la medida,
cada latido mío, como usa el corazón,
pero lo escucho,
te apresuras, tiempo,
a ponerme sobre los labios
tus últimos labios.
Fez
En 2011 tuve el privilegio de visitar Fez, una de las principales ciudades de Marruecos, la más recogida y sede de la universidad de estudios islámicos. Su cultura, como sus construcciones, puede ser la más sofisticada. Más allá de Fez está el desierto y la fortuna de los que la encuentran. De Cantos y memorias, un libro en preparación, es este borrador:
Fez
En Fez escuché por última vez el desierto.
La voz milenaria del aeda era un viento de luces y sombras
en el rostro de la amada, de rodillas ante la fuente estelada.
Pasaban en el canto los beduinos, silenciosos en sus camellos,
leyendo historias de miel y arena.
La noche de Fez, en su alfombra de seda, volaba cada instante,
mientras el cantor cantaba cuentos de amor y guerra.
De su laúd sin tiempo, la luz bebía tu mirada de dátiles y menta.
En Fez, recordaba el aeda, sin ojos y palabra lenta,
la última vez que escuchas el desierto se cierra una puerta.
Alejandro Oliveros
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