Diario Literario

Diario literario 2021, octubre (parte I): ritos y mitos, El orden del tiempo, los 3 cofrecillos

09/10/2021

Antey-Saint André. Fotografía de Tenam2 | Wikimedia

Antey-Saint André, domingo, 3 de octubre de 2021

Durante todo el día, en un prado en las afueras de la población, el mercado de ganado vacuno. Un rito anual, uno de los más antiguos que se celebra en esta fecha. Cientos de pastores que traen a sus vacas con sonoros cencerros al mercado, después de alimentarlas durante todo el verano en el “alpegio”, los valles más altos, donde llevan a pastarlas  durante varios meses antes de ponerlas en venta un día como hoy. Todo un año cuidando los animales de los peligros de la cría en esos lugares apartados; en especial, en un año tan difícil como el 2021, con sus granizadas y sequías. Mientras se realizan los tratos, los criadores se calientan el cuerpo con el vino nuevo, producido también en las alturas en las terrazas típicas, donde crece el Fumin o el Petit rouge, uvas regionales que producen un tinto con cuerpo y generosos taninos, bueno para los meses del frío invierno. Después de las ventas, se reunirán en una sala comunal para celebrar con cantos, bailes y más vino. Una costumbre que se celebra en todas las zonas de crianza en Europa. Thomas Hardy, en Tess, canta y cuenta la versión de estas fiestas en su Sussex, al sur de Inglaterra. Aquí, en Antey Saint André, el prado despedía  aromas milenarios de los más antiguos ritos de vegetación.

Milán, lunes, 4 de octubre de 2021

Muy temprano en la mañana (los días han comenzado a ser más cortos), hacia las 6:20 a.m., me despierta la visita de un pajarito solitario con un trino digno de los pulmones benditos de Giuseppe Di Stefano o Tito Schipa. Pocas veces he escuchado un canto con tanta fuerza y belleza producido por una de estas aladas criaturas de los cielos. Estaba tan cerca, probablemente en el pequeño balcón que da a la habitación, parecía algo tan íntimo, que lo entendí como un recital privado y, por desgracia, el más efímero, no más de minuto y medio. Pero es que así es de terrible la belleza. ¿Qué quiso decir mi desconocido amigo con esta fugaz representación? ¿Me anunciaba su regreso después de meses de lamentada ausencia? ¿O quería notificarme que se iba de nuevo pero quería asegurarme de que estaba “pendiente”? Lo único que puedo asegurar es que mañana, por lo menos desde las 6 a.m., estaré esperando un milagro, no ya de la primavera, sino de este otoño, una estación que siempre me ha sido grata.

Milán, martes, 5 de octubre de 2021

No se presentó, como me temía, mi amiguito de ayer. Pero es que la belleza profunda no es de otra manera, efímera como una centella blanca. Por lo demás, cuatro horas después del comienzo de mi vigilia (10 a.m.), no se ha presentado nadie, ningún pajarito quiero decir, a alegrar la mañana con su canto, a pesar de que llueve y no hace demasiado frío. O están de “sciopero” (huelga), sobre lo cual nada he leído, o siguen de vacaciones.

El físico italiano, Carlo Rovelli, dando una clase en la Universidad de Roma La Sapienza. 2015. Fotografía de Marco Tambara | Wikimedia

El orden del tiempo

Desde el pasado agosto no me separo de L’ordine del tempo, el “librito” de Carlo Rovelli. Se trata de una introducción, tan bien escrita como su Empédocles, a las diversas concepciones que, del tiempo, ha tenido el hombre occidental desde la Antigüedad greco-latina. Entiende Rovelli que, hasta comienzos del XX, dos fueron las grandes concepciones sobre el tiempo. La de Aristóteles, quien, en su Física, afirmó que el tiempo es lo que nos sirve para medir los cambios que se producen en el universo y en nosotros. Sin cambios, afirmaba el griego, no hay tiempo, porque, efectivamente, sin cambios nada pasaría, y, si nada pasa, el tiempo no existe. La segunda tesis es la que Newton expuso en su Principia. De acuerdo con esta intuición, el tiempo sería de dos tipos. Uno relativo, que es el de las horas, los días y semanas, y un tiempo absoluto, que es el tiempo de la matemática, que existiría aun cuando nada más existiera, e incluso cuando nada pasara. Pero otros griegos prearistotélicos, los griegos del mito, entendieron que el tiempo era algo absoluto, y lo concibieron como un dios al que llamaron Cronos, una divinidad primordial. Y siendo de naturaleza divina, el tiempo es omnipresente y eterno. Estuvo ya antes de que nada existiera, antes de las horas, días y semanas, y seguirá existiendo cuando todo desaparezca. Lo he dicho antes, el tiempo no pasa, el que pasa es uno.

Los tres cofres del Mercader de Venecia. Dibujo de Edwin Austin Abbey. 1888.

Milán, miércoles, 6 de octubre de 2021

Los tres cofrecillos

El mercader de Venecia, escrito por Shakespeare varios años antes de Hamlet, es una muestra del desprecio -algunos dirían que la ignorancia- del Bardo por los preceptos aristotélicos y neoaristotélicos sobre la tragedia. En su preceptiva, y en la de sus continuadores en el siglo XVII, una tragedia solo podía considerarse dentro del augusto género si observaba las tres unidades clásicas: de tiempo (la acción no podía tomar más de veinticuatro horas), de espacio (todo debe transcurrir en un solo lugar; frente al palacio de Agamenón, por ejemplo) y de acción (solo debe ocuparse de una narrativa; la suerte del rey de Argos, en el mismo caso). El mercader de Venecia parece escrito como una crítica a estas reglas. Nadie sabe cuánto tiempo se demora; va de un lugar a otro sin ningún pudor y la acción de desvía de los asuntos del mercader y prestamista para ocuparse de la suerte de Basanio en sus pretensiones amorosas. Al final, el genio del poeta inglés terminará uniendo los diversos cabos para producir una obra de una gran unidad emocional, la contraparte de los románticos a las concepciones aristotélicas.

La suerte amorosa de Basanio, la acción B de la obra, depende de su reacción ante el acertijo fijado por el padre de Porcia para la escogencia de esposo para su hija. Cada uno de los candidatos (el príncipe de Aragón, el príncipe de Marruecos, Basanio) debe seleccionar uno de los tres cofrecillos que se le ofrecen; si acierta, encontrará el retrato de Porcia en su interior. Además, una condición draconiana debe ser aceptada con anterioridad. Todos los pretendientes se comprometen a permanecer solteros (castrados, es decir) si fracasan en el intento. El primero de los cofrecillos es de oro y su inscripción reza: “El que me escoja obtendrá todo lo que un ser humano desea”. El segundo es de plata, con la inscripción: “El que me escoja tendrá lo que se merece”. El tercero es de plomo: “El que me escoja debe arriesgarlo todo”. Uno de los pretendientes es el joven patricio arruinado, Basanio, al cual conocemos desde el primer acto por su manipulación de Antonio para que le conceda un nuevo préstamo. Como garantía, le ofrece lo que la banca contemporánea conoce como derivado: su matrimonio con Porcia, un enlace que no tiene nada de seguro.

Las repercusiones socioeconómicas del pacto que lleva a Antonio a solicitar un préstamo -ofreciendo como garantía no un derivado, precisamente, sino una libra de su propia carne- han sido sometidas a todo tipo de análisis, algunos de indudable utilidad. Pero menos son los que se han detenido a considerar estas repercusiones en el episodio de los tres cofrecillos. Eligiendo el correcto, Basanio se redime de su desordenada conducta previa, exponiendo su desconfianza frente a una economía del lucro fácil y la especulación. Desecha el cofrecillo de oro por lo mismo, por la creencia extendida de que el dinero puede comprarlo todo, desde los sentimientos a los tronos. Shakespeare, más curioso que formado (“Poco latín y menos griego”), conocía los alcances del dinero en manos de especuladores como los Medici, quienes habían accedido a la corona de Francia. O de los holandeses, quienes, sencillamente, habían comprado un país llamado Holanda. De la plata del segundo cofrecillo, también desconfía Basanio. En ese metal se acuñaba la moneda que había llevado a la ruina a su amigo Antonio al obtener un préstamo usurero. Un metal maldito, con el que se fabricaron las treinta monedas de Judas, y en cuya explotación habían muerto millones de indígenas en ese nuevo mundo que será aludido en la última de sus obras. Por lo demás, la segunda inscripción, en su caso, no era la más prometedora: “El que me escoja, obtendrá lo que se merece”, y Basanio sabe que no es mucho. Solo le queda el cofrecillo de plomo. Dado siempre a manejos turbios y fronterizos, no desconocía el objetivo de toda alquimia, que es llegar a la conversión, en un proceso  espiritual, psicológico, diría Jung, del plomo en oro. Este es otro Basanio, muy diferente al playboy de inicios de la comedia. Lo que busca, como ya dije, es la redención a través del amor, una aspiración no muy distinta a la de Próspero y otros protagonistas de las obras tardías del autor. Basanio es Shakespeare, quien ha visto, con decepción, cómo el detestable modo de producción feudal es sustituido por el modo de producción capitalista, aún más nefasto y desalmado: “Por eso desdeño los fulgores del oro, alimento y perdición del avaro Midas, y también el pálido brillo de la mercenaria plata”. Rechazando el materialismo de los dos primeros cofrecillos, Basanio se redime, optando por la más humilde de las ofertas: la que no le ofrece, en apariencia, ningún futuro en el irresistible mundo de los banqueros y prestamistas.


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