Diario literario

Diario literario 2021, noviembre (parte I): Matsumoto Seicho, Ashbery, Villa Tugendhat en Caracas

06/11/2021

La última cena. 1480. Domenico Ghirlandaio

Milán, lunes, 1º de noviembre de 2021. Ognissanti

Hoy es Día de Todos los Santos, Ognissanti, como dicen en Italia. Es el nombre, también, de una de las plazas más discretas de Florencia, donde se conservan los restos de Sandro Botticelli. En la orilla derecha del Arno, la plaza alberga la iglesia del mismo nombre. A su lado, el oratorio donde Ghirlandaio realizó su fresco sobre la Última cena, una de las glorias del Renacimiento, y el mejor tratamiento del tema después de la de Leonardo. El Palazzo Giuntini fue convertido en Grand Hotel, en cuyo bar me he detenido en reiteradas ocasiones con mi hermano para compartir unos negroni, de regreso de las giras por Montalcino. En otro Palazzo renacimental, el Lenzi, funcionaba la librería francesa, donde una mañana inolvidable de 2001 se me apareció, como una epifanía, la Correspondencia Ingeborg Bachmann-Paul Celan bellamente editada.

Matsumoto Seicho

Matsumoto Seicho

Mi hija me animó a la lectura de Tokyo Express del japonés Matsumoto Seicho. El escritor japonés de novelas policíacas que ha sido comparado, por su productividad (más de cien títulos), con el belga Simenon (bastante más de cien títulos). Al parecer, Tokyo Express, que he leído en la cuidada versión de Adelphi, es la más difundida de todas sus novelas. Se trata de un libro policíaco “en pureza”. El escritor se limita a presentar a unos policías a la caza del asesino. Nada más. Nada de esposas pequeñas burguesas, como las de Simenon o Donna León. Ni alusiones de tipo político, como en Hammet, o sabrosas disquisiciones gastronómicas, como en Vázquez Montalbán y Qiu Xialong, ni referencias culturales y turísticas, como en Camilleri, o alegorías políticas, como en Sciascia, o recetas de coctelería, como en Chandler. Los detectives de Seicho ni comen ni beben, apenas si duermen y nada más. Una entrega al oficio a tiempo completo, como la de los místicos.

Milán, martes, 2 de noviembre de 2021

Un espléndido día de otoño después de jornadas de lluvia. Una cristalina y alegre luminosidad alpina con perfumes a pino y moho. Un inminente viaje a Borgoña me va a impedir regresar en estos días con Constanza y Alessandro a las queridas montañas de Valle d’Aosta. Todavía hay tiempo y, con suerte, las podré visitar antes de Navidad. También debe estar claro  el cielo en Caracas, con sus frescos vientos salitrosos.

John Ashbery. Fotografía de Michael Teague

Ashbery

Nunca he sido un buen lector de John Ashbery. Tengo casi todos sus libros, alguno de ellos dedicado por el poeta, pero nunca hemos empatizado su poesía y yo. Cuando escribí un libro sobre poesía norteamericana, me abstuve de dedicarles un capítulo a los poetas de la New York School por la incapacidad que sentía de detenerme en una lectura analítica de su obra. Siempre me he sentido más afín a O’Hara o Koch, sus compañeros de ruta. No le niego a Ashbery  inteligencia o sensibilidad. Ni sus lecturas, uno de los pocos poetas de su generación con dominio del francés como para traducir a varios autores de esa lengua. Al fin y al cabo, su dicción debe haber tenido su origen en la frecuentación de los vates surrealistas. No es la única afinidad que me vincula con Ashbery; también lo es su interés en las artes plásticas derivado de O’Hara, quien fuera curador del MoMA, y su entrega a la docencia. No obstante, algo hay en su escritura que me resulta antipática. Adaptando con inteligencia las técnicas de asociación libre, Ashbery tiende a escribir lo que se le ocurre, de acuerdo con su propia confesión. De este modo, cada línea suya es una sorpresa, sabemos cómo comienza pero no cómo va a terminar; y, con la excepción de Shakespeare, soy poco amigo de las sorpresas, fuera y dentro de la literatura. Es cierto que no siempre escribe así, como en las primeras páginas de su autorretrato convexo, pero esa dicción sorpresiva, que hace difícil su poesía, fue lo que le sumó la admiración acrítica de la mayoría de los académicos de su tiempo, responsables de la lluvia de premios y reconocimientos que cayeron sobre su cabeza a lo largo de su carrera. Si hubiese sido por estos críticos profesionales, el Nobel se lo hubiese otorgado a él cuando estaba vivo y no a Louis Glück, cuya lírica, menos oscura, fue mirada con desconfianza por los sectores más radicales del academicismo gringo. Tal vez, y ojalá fuera así, sea Ashbery el último gran representante de la poesía de la modernidad, una tradición que hizo de la oscuridad y la incomunicación un criterio irrefutable. El surrealismo de Ashbery es un surrealismo de cámara, de apartamento, literario, limitado a la poética, dejando de lado toda ética. Si Bretón, Aragón o Artaud en principio se propusieron cambiar la vida, Ashbery no encontraba nada criticable a su vida tranquila de profesor universitario y poeta oficial de la academia.

Milán, miércoles, 3 de noviembre de 2021

Como corresponde al otoño, una estación húmeda de acuerdo con Hipócrates, a los días de azul líquido y aire de montañas, ha sucedido un tiempo de lluvias y horas grises. Lluvias sin intensidad tropical, pero que pueden durar días seguidos. A pesar de todo, para los pajaritos de Milán, cada día más numerosos en mi cercanía, y más musicales, este tiempo parece el más estimulante. Imagino que todos se han provisto con tiempo de sus impermeables Burberry’s para protegerse del agua fría.

Vila Tugendhat. Fotografía de Petr1987 | Wikimedia

Villa Tugendhat en Caracas

Hace una decena de años me leí la novela de Simon Mawer, The Crystal House, una “reality-fiction” sobre la Villa Tugendhat,  una de las casa más visionarias y espléndidas construidas en la Europa  de la primera mitad del XX: “Es como el Partenón (…) sin duda la casa más hermosa del mundo”, opinó Philip Johnson cuando la visitó en los años 30.  En el libro de Mawer, la protagonista es, en efecto, esta magnífica construcción, diseñada por Mies van der Rohe. A la novela, sin embargo, se le ve la costura. Sus intenciones de hacer un best-seller son por lo menos obvias. Amparado en el perfil ficcional del libro, el novelista insiste en los elementos que hacen taquillera una película de Hollywood. El proyecto Tugendhat es mucho más de lo que se describe en la novela. Aquí, de nuevo, la realidad es lo que importa, no la ficción, mucho menos no bien intencionada. Se trata, simismo, de la historia de la pareja de recién casados checos, Frtiz Tugendhat y Greta Low Berr, judíos ambos y pertenecientes a adineradas familias de la ex Checoslovaquia. El abuelo de Greta fue uno de los responsables de la modernización del país, la más desarrollada de todo el este europeo. Como presente de bodas a su nieta, le regalaría una enorme extensión de terreno en las afueras de Brno, con una estupenda vista sobre el valle y el perfil urbano. Fascinados por la arquitectura de van der Rohe, y con la ayuda de Lilly Reich, su estrecha colaboradora, consiguieron la participación del maestro en la construcción de la vivienda. Después de visitar y quedar fascinado por el enorme terreno, el fundador de la Bauhaus se hizo cargo de la empresa que quedaría terminada, con la una vez celebrada eficiencia checa en menos de dos años, 1928-1930. El mobiliario, alfombras, utensilios y todos los detalles fueron diseñados por van der Rohe-Reich. Es la primera casa de cristal diseñada por Mies, con las paredes reducidas al enorme muro de ónix marroquí que separaba el comedor de la sala de estar. Una de los logros más extraordinarios es la incorporación del paisaje como un elemento clave del diseño. El jardín y el bosque no estaban allí para ser admirados y disfrutados con la mirada, la intención de Mies era que formaran parte de la casa, como el pío o el techo. Para lo cual se hizo construir un ventanal de cinco metros, una extensión de vidrio que bajaba en toda su extensión de manera automática, estableciendo unos vasos comunicantes entre el exterior y el interior. Una realización que se convertiría en aspiración de todos los grandes arquitectos del siglo. Gio Ponti con la Casa Planchart de Caracas y Carlos Raúl Villanueva con la Ciudad Universitaria, llevando El Ávila al corazón del proyecto, son apenas dos muestras. La casa fue habitada por el matrimonio Tugendhat a partir de 1930. No sospechaba la entusiasta pareja que los tiempos aciagos estuvieran a la vuelta de la esquina. En efecto, con el fracaso de las bufas negociaciones de Chamberlain con Hitler, la invasión de Checoslovaquia era inminente. Si no sospecharon una llegada tan temprana de los nazis, sí intuyeron las consecuencias. Y antes del desastre de Polonia en 1939, toda la familia se trasladó por un tiempo a Suiza. Y de Suiza, en 1941, a Caracas. Cuánto tiempo se residenciaron en la capital venezolana es algo que desconozco. Sé que en esa ciudad nació una hija de la pareja, Daniela, en agosto de 1946 en alguna clínica caraqueña. Reconozco que hasta hace muy poco, una semana a lo sumo, no conocía esta extraordinaria, aunque dramática, circunstancia. Daniela regresaría en una fecha imprecisa a Europa. A su entusiasmo se debe, en parte, la difícil reconstrucción de la casa paterna, convertida en depósito por los nazis y en establo por los soviéticos. Más tarde sería transformada en una escuela de gimnasia. Preside la profesora Tugendhat-Hammer la fundación que se encarga del mantenimiento de aquel monumento a la historia de la arquitectura occidental, y es profesora de historia del Arte en la Universidad de Viena. Tengo noticias de dos de sus libros. Uno dedicado a la construcción de Villa Tugendhat y otro a la pintura flamenca escrito bajo la influencia de su tutor, el gran Howard Pätch. Es una de esas movidas inescrutables del destino la que unió bajo el mismo cielo a los propietarios de la mejor casa de Mies van der Rohe y los de la mejor vivienda de Giò Ponti.

Milán, viernes, 5 de noviembre de 2021

Poema oculto de Cavafis

LAS CUATRO PAREDES DE MI CUARTO

 

Lo sé, que todo es pobre,

que deberían de ser otros los

adornos para mis amigos, algo más señorial

y, sobre todo, más grande.

 

Pero ¿qué van a decir estas palabras?

Mejor aspecto tienen las paredes de mi cuarto;

además no me quieren por mis regalos.

Éstas no se parecen a los hombres.

 

Saben, incluso, que un instante sólo

me tendrán a mí y mis cosas.

Mis alegrías y mis penas

y todo cuanto poseo aquí en la tierra

 

pasarán rápido. Las viejas paredes

son indiferentes a tales regalos.

Su vida es larga y nada exigen

de mi pequeña existencia.


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