Diario literario

Diario literario 2021, mayo (parte IV): Gertrude Stein, Terragni en Como, Amartya de Dante, Chopin, libros amados, Ishiguro, osos

Casa del Fascio, Como. Fotografía de Danny Alexander Lettkemann

29/05/2021

Milán, domingo 23 de mayo

Gertrude Stein

Un vibrante, aunque no siempre justo, trabajo de la novelista Alessandra Sarchi a propósito de la traducción al italiano, por demás arbitraria (hicieron uso de las comas, un signo de puntuación que la autora consideraba innecesarias), de La autobiografía de Alice B. Toklas, de Gertrude Stein. Uno de los libros más fascinantes que conozco sobre los primeros años de la vanguardia europea, cuya autora, con su hermano Leo, se contó entre los primeros en reconocer y promover el genio de desconocidos ilustres como Matisse y Picasso. Gertrude (1894-1946), aunque no siempre se le reconoce, es uno de los pilares fundadores de la literatura moderna norteamericana, una de las tradiciones más consecuentes de todo el siglo XX. Con su dilatada narrativa, The Making of Americans (Los americanos, en castellano en una trabajada traducción publicada en dos tomos por Barral Editores hacia 1971), la norteamericana daba comienzo a una aventura a la que se iban a sumar los mejores talentos de la “generación perdida”, desde Sherwood Anderson, Faulkner, Hemingway, Dos Passos, Scott Fitzgerald, hasta los poetas Pound, Eliot, Williams, Stevens, Moore o Cummings. A decir verdad, nadie más influyente ni estimulante a su particular manera. No sólo les enseñó a romper con lo establecido, sino que insistió en que, incluso ellos, llegados de un “país bárbaro y semisalvaje” al París que fuera capital del XIX, tenían el deber de escribir tan bien como Flaubert. Esto exigía asumir la literatura como un arte, como un oficio a dedicación exclusiva. Como lo había hecho el compatriota Henry James, demasiado ensimismado, no obstante, como para ser tomado como maestro. Con éstas y otras recomendaciones, colaboró a minimizar el complejo de inferioridad de aquéllos recién llegados a la civilización. Estados Unidos, el que conocemos, apenas tenía cincuenta años de fundado gracias a los esfuerzos de Lincoln, y la Guerra de Secesión era un pasado inmediato. El primer libro de Gertrude, Tres vidas, es una joya flaubertiana, una deriva que superará para dedicarse al proyecto de Los americanos que le llevaría los años 1902-1908. Nada, ni remotamente, tan moderno se había intentado hasta ese momento. Joyce lidiaba con sus cuentos y poemas imaginistas, y Proust no recuerdo en qué andaba pero lejos de su Recherche. La historia que se cuenta en Los americanos no tiene nada de especial. No aparecen monstruosas ballenas blancas ni el protagonista es perseguido por una justicia inexistente. Se refiere la historia del ascenso social de una familia norteamericana de esos primeros años del siglo. Aquí el asunto es irrelevante. Es la voluntad de forma lo que cuenta. El empeño en utilizar formas expresivas que superen el flaubertismo tradicional y permita la expresión de una sensibilidad nueva. Les demostraba a los más jóvenes, especialmente norteamericanos, que eran ellos los encargados de fundar una nueva tradición, eso que llamamos modernidad. La lectura de Los americanos todavía sorprende por su carácter experimental, su humor, que va de lo grave a lo divertido y sus transgresiones. No es infrecuente encontrarse con párrafos, a veces, páginas que ya hemos leído. La Stein, flaubertiana hasta el final, es una virtuosa prosista, cuyo oficio le permite la transgresión de la misma manera que el virtuosismo de Matisse o Picasso les permitía romper con lo recibido. Los americanos es un verdadero work in progress, una obra en desarrollo, abierta, que puede ser reescrita de otras muchas maneras, como si se tratara de un modelo para armar. Sin reconocerlo, Eliot, en su Wasteland, recuerda la gran novela de la norteamericana. Lo mismo que Pound, que sí lo reconoció, en cada uno de sus magníficos Cantos.

Milán, lunes 24 de mayo de 2021

Como

Durante dos días de visita en la vecina Como. La primera vez, para admirar la Casa del Fascio, el estupendo edificio de Giuseppe Terragni, terminado en 1936, en el momento en que Mussolini disfrutaba de un prestigio internacional que no excluía a Churchill y Roosevelt. Catorce años después de asumir el poder, el Duce no había llegado a la intolerancia de Stalin o Hitler y permitía las manifestaciones de una vanguardia arquitectónica en la cual participaban algunos de los mejores arquitectos de su generación, como Giò Ponti (Premio Mussolini) o Enzo Pollini. Dos maneras arquitectónicas se disputarían las preferencias del dictador. La moderna, de la cual la Casa del Fascio de Cuomo es una de las expresiones más acabadas, y la más tradicional, propiamente fascista por sus implicaciones políticas, de la cual el Palacio de Justicia de Milán es una clara muestra. La primera tendencia estaba condenada a desaparecer en poco tiempo. El exacerbado nacionalismo de estas derivas fascistas terminaría imponiéndose. El “internacionalismo” (Bauhaus; Le Corbusier, a pesar de su fascismo) de los modernistas se haría inaceptable a los teóricos del “Arte del 900”, la estética oficial del régimen. No obstante, a pesar del gusto de Mussolini por el monumentalismo, no tuvo la intolerancia de sus colegas dictadores en Alemania y la URSS. Es lo que explica que, incluso en una obra tan “oficialista”, como la nueva sede de la Universidad de La Sapienza, su diseñador, el arquitecto “oficial” del régimen, Maurizio Piacentini, le encargara el diseño de la Escuela de Matemática a Giò Ponti, quien, fiel a sus convicciones modernitas, construirá un edificio que es una contradicción en términos al monumentalismo del edificio del Rectorado, el cual, a pesar de su belleza, es ayuno de la fina elegancia, el funcionalismo exquisito y la modernidad permanente de la Casa del Fascio, diseñada por el gran Giuseppe Terragni poco antes de morir prematuramente y que, para el amante de la arquitectura y los lagos alpinos, vale el viaje a Como.

Dante Alighieri por Giotto di Bondonne. s.XIV.

Hamartia de Dante

Los griegos, es decir, Aristóteles, atribuían a una hamartia (error de juicio) el cambio de fortuna de un héroe o heroína, que terminaba convirtiéndolo en un personaje trágico. Se trataba de una trampa tendida por los dioses y para la cual no había salida. Si tomaba a la derecha, el fin trágico lo estaba esperando, pero si tomaba a la izquierda, también. La pobre Antígona, si no enterraba a su hermano, estaba actuando mal, y si lo enterraba, también; el suicidio era la única posibilidad filosófica. Los tiempos posimperiales disminuyeron el peso de esta predestinación y dejaron en manos del individuo, al menos parcialmente, su propio destino. Si en tiempos heroicos la soberbia, que llamaban hybris, no era tolerada por los dioses, en la era cristiana pareciera que la imprudencia tampoco. Y ésta fue, me parece, la hamartia del autor de la Divina Comedia. Durante el período del 15 de junio al 15 de agosto de 1299, Dante fue uno de los 7 priores encargados de los asuntos de Florencia, una especie de junta administrativa ocupada en el manejo de los fondos públicos. La mayoría pertenecía al partido Blanco, uno de los dos sectores en los que se había dividido la Parte Guelfa, después de derrotar a los gibelinos. En su condición de exprior le tocaría participar en el fatídico Consejo de los Cien del 19 de mayo de 1301. Dos asuntos de urgencia tenían que ser considerados. El segundo se refería a la designación de un ciudadano florentino como “podestà” de la vecina Colle Valdesa. Un asunto de poca monta cuando se relaciona con el primero, que trataba de la solicitud del poderoso papa Bonifacio VIII para que los florentinos enviaran cien caballeros armados a la Maremma para enfrentar la rebeldía del conde Aldobrandeschi. Dante, que tenía en muy poca estima a Bonifacio, se opuso airadamente a sus requerimientos. Al final, la mayoría terminaría aprobándola. Cuando los detalles de las sesiones llegaron a Roma, Bonifacio VIII no dudó en incluir al gran bardo y deficiente político en su lista negra. Y estar en la lista negra de un papa nunca ha sido una buena noticia, y si era en la de Bonifacio, todavía menos. La situación fue degenerando hacia lo personal y Dante, en privado y en público, no disimulaba la mala opinión que le producía el pontífice como administrador de los asuntos de la iglesia. Estamos en el siglo XIV, cuando la autoridad papal movilizaba ejércitos y hacía caer coronas y dinastías. Todavía, en la memoria colectiva, estaba fresco el recuerdo del emperador Enrique IV, suplicando en la intemperie helada de la improbable Canosa el perdón de Gregorio VII. El poder del papado llegaría a sentirlo, doscientos años después, el príncipe más poderoso que en el mundo ha habido después de los romanos. En efecto, no otro que Carlos V tuvo que ceder ante Clemente VII después de los excesos del saco de Roma de 1527. A cambio de su perdón, el emperador le devolvería Florencia a los Medici dando fin a la república de Piero Soderini.

Cuenta Alessandro Barbero, en su estupendo libro sobre Dante, que el 28 de septiembre, en una nueva sesión del Consejo de los Cien, interviene Dante para opinar sobre asuntos de menor importancia: “No podía saberlo, pero sería la última vez que se levantaba para hablar en uno de los consejos de la Comuna de Florencia”. Mientras, Bonifacio llevaba a cabo su venganza contra el Gobierno de Florencia, no sólo dirigida hacia Dante, sino hacia todos los integrantes de la fracción blanca del partido güelfo. El poder es poderoso, ha debido recordar el Sumo Poeta. Bonifacio VIII contaba con el apoyo incondicional del rey de Francia. En alianza con Roma envió a su hermano, Carlos de Valois, al mando de 1200 jinetes, a pacificar los ánimos que enfrentaban a Blancos y Negros en Florencia. Detrás del propósito pacificador se escondía la intención de castigar a los que desde aquella reunión del Consejo de los Cien se habían contrariado las órdenes del papa. No sé si de primero, pero Dante, en lo que sería el comienzo de su tragedia, se encontraba entre los que encabezaban la lista negra del Sumo Pontífice.

Chopin en su lecho de muerte. Teofil Kwiatkowski.1849

Milán, martes 25 de mayo de 2021

Los funerales de Chopin

En Los europeos, el oceánico recuento de la mundana vida de los habitantes de París y sus alrededores, Orlando Figes ofrece una vívida reseña de los funerales de Chopin, el más amado de los compositores de esos tiempos envidiables. No sin antes citar una carta de Pauline Viardot a Georges Sand: “Todas las grandes damas parisinas consideraron de riguer acudir a desmayarse a su habitación, que estaba atestada de artistas dibujando bocetos, además de un hombre que hacía daguerrotipos y que quería mover la cama y acercarla a la ventana para que el moribundo quedara iluminado”. Escribe Figes:

El funeral se celebró en la iglesia de la Madelaine el 30 de octubre (de 1849). Delante de la iglesia, cuya fachada de columnas estaba tapada de negro para la ocasión, se congregó una gran multitud. Sólo se podía acceder por entrada. En torno a cuatro mil personas estaban invitadas… Berlioz concluyó que todo París artístico y aristocrático estaba allí… Meyerbeer fue uno de los portadores del féretro, junto con Delacroix, el príncipe Czartoryski y Camille Pleyel… Turguénev estaba sentado en uno de los bancos delanteros. Había llegado temprano para hacerse con un buen sitio para escuchar a Pauline cantar la parte de contralto en el Réquiem de Mozart, tal como Chopin lo había solicitado…

Más tarde Figes oportunamente cita la descripción del mismo Turguénev:

El servicio fúnebre fue muy bello y conmovedor, no tanto una ceremonia como una verdadera despedida a un amigo muy querido. Había muchísimas mujeres en la iglesia, muchas de las cuales lloraban tras sus velos. La orquesta tocó una marcha de Chopin, triste y quejumbrosa; y uno de sus pequeños preludios, con el órgano, podría haber sido más conmovedor si el organista no hubiera exagerado el registro de la “voz humana”.

La Pauline a la que se refiere Figes es Pauline Viardot una de las más celebradas cantantes de su tiempo. Con su esposo, Luis Viardot, e Ivan Turguénev, su público amante, es el trío alrededor del cual el autor despliega su historia del siglo XIX, el más ávido y “pesetero” de la Europa posimperial. Pauline es una buena muestra de esta inclinación: “Pauline quiso cobrar por actuar en el funeral de Chopin. Pidió una tarifa de 2000 francos, casi la mitad de lo que costó el funeral entero. Era una exigencia que muchos achacaron a una actitud mercenaria. Pero, Pauline, una vez más, lo consideraba un compromiso profesional, exactamente igual que cualquier otro, y siempre había dicho que un cantante no debía cantar gratis. Según se dijo, se ganó sus honorarios”.

Libros amados

En un artículo publicado por el New York Times, el novelista indio, que no hindú, Rashman Rudie, se pregunta y nos invita a preguntarnos por lo libros que más amamos (“Lo que verdaderamente amas nunca te será arrebatado”, Pound) y habla de los cuentos de Andersen, el Mahabharata y la Mil y una noches. Me he hecho la pregunta en esta espléndida mañana de primavera y, del modo más espontáneo, la memoria me ha presentado un título nada obvio. Lo inquietante del asunto es que, de acuerdo con esta involuntaria convicción, mi libro más querido es uno que ni siquiera he leído, y que nunca he tenido en mis sucesivas e igualmente caóticas bibliotecas. Se trata de El águila solitaria, que es como llamaron en castellano las memorias de Charles Lindbergh sobre su histórico viaje. Mi historia con Lindbergh es la siguiente. Cuando apenas contaba nueve años, acompañé a mi madre, al atardecer, a realizar una llamada en el único teléfono disponible en nuestra urbanización (“Los Sauces”, un notable proyecto arquitectónico de Pérez Jiménez). No era precisamente un teléfono público, pero estaba a la disposición de los clientes de la estación de servicio Esso, situada a un par de cuadras de la casa. Después de realizar su llamada, noté que mi madre fijaba con avidez sus grandes ojos en un objeto. Se trataba de un libro gris, que en seguida tomó en sus manos preguntándole al empleado que si el libro era suyo. Antes de que el joven respondiera que no, ya mi madre había tomado posesión del volumen prometiendo devolverlo si alguien iba a buscarlo. Como buena maestra de escuela, era una gran lectora y, al parecer, siempre había querido leer esas memorias. De regreso a la casa, antes de acostarme, comenzó a leérmelo en su cama esperando la llegada de mi padre del trabajo. Se trataba de las peripecias de Lindbergh para conseguir financiamiento para su aventura. Me impresionó la seguridad de aquel joven provinciano. En ningún momento, incluso sin dinero y sin avión, puso en duda el buen término de su empresa. Nada menos que volar de Nueva York a París sin escala, algo que muchos habían intentado sin fortuna. Mi madre me leía todas las tardes unas cuantas páginas hasta que terminamos la primera sección del libro, la que va desde la idea de efectuar el vuelo hasta que, gracias a la colaboración de sus paisanos, consiguió el aeroplano justo, el legendario “Espíritu de San Luis”, un monoplaza frágil como una rosa blanca que lo llevaría a través del Atlántico hasta el viejo continente. Nunca he tenido interés de releerlo ni, como dije, de tenerlo entre mis libros. Por lo demás, no se trata de uno de los libros más difundidos. No sé cómo será leerlo, pero haberlo escuchado en la voz tierna y pausada de mi madre en aquellos atardeceres valencianos es una expresión de las capacidades de la tradición oral, que son las que mantienen hasta hoy a El águila solitaria como el más amado de mis libros.

Kazuo Ishiguro en Estocolmo durante la conferencia de prensa de la Academia sueca el 6 de diciembre de 2017. Fotografía de Frankie Fouganthin | Wikimedia

Milán, miércoles 26 de mayo de 2021

Kazuo Ishiguro

De este escritor británico nacido en Japón y Premio Nobel, sólo he leído dos libros pero siempre he querido leer más. Respeto su prosa tensa y tersa. No siempre lo que dice es todo lo que dice. Sus historias tienen una inquietante inocencia y uno después de leerlo queda convencido de que lo que entendió con la lectura no es todo lo que hay que entender. Ishiguro insinúa mientras Murakami señala. Anthony Hopkins lo entendió cuando hizo de Stevens en Lo que queda del día. Y esto es lo que explica que recuerde a Peter Sellers en Desde el jardín. Un par de criaturas “conductistas”, anticartesianas, que no piensan y, sin embargo, existen. En su última novela esta condición, al parecer, la delega en un ser no humano definitivamente. Según la reseña, se trata de uno de estos frecuentados mundos distópicos donde los adolescentes, privados del contacto personal con sus semejantes, limitada toda comunicación a la de tablets y ordenadores, matizan su soledad con la compañía de robots cuya AI (Inteligencia Artificial) ha sido desarrollada hasta hacerlos capaces de acceder al mundo de la emocionalidad. Todavía no lo entienden todo pero sienten cada vez más. La soledad crepuscular de los personajes de Ishiguro se reitera en Klara y el sol, que es como se llama el libro. En una conversación con Paolo Giordano se refiere al asunto: “Quería indagar, a través de Klara, si los seres humanos son fundamentalmente unos solitarios. No en el sentido corriente del término, como cuando se habla de que los medios sociales hacen a los adolescentes cada vez más aislados, sino a un nivel más profundo. Es posible que la manera en que vivimos, en la que nos reunimos, sea en el fondo una estrategia para evitar que reconozcamos todo lo solitario que en realidad somos”. Esta vez, como otras, la novela de Murakami tendrá que esperar a que estos tiempos, donde la soledad del confinamiento es nuestra única compañía, comience a ser desplazada.

Dante en el exilio. Domenico Peterlini. 1860

Milán, jueves 27 de mayo de 2021

Hamartia de Dante (2)

En su exilio trágico (todos los exilios lo son) que comenzó a finales de 1304, Dante perdió mujer, hijos, amantes (con una de ellas, se cuenta, tuvo una hija que llamó Beatriz), casa, fortuna, libros, caballos (era oficial de caballería) y espada, cansada de la edad. Había combatido con éxito de soldado a los Gibelinos y a los güelfos negros y, con menos fortuna, a los güelfos blancos de su propio partido. Al final, terminaría del lado de los gibelinos que con tanto ahínco había combatido al comienzo de su carrera política. Lo que le esperaban eran veinte años de amargo exilio, de los cuales es muy poco lo que conocemos. Son los años “oscuros” de Dante, de cuya ignorancia nunca nos lamentaremos lo suficiente, porque fueron los tiempos en los cuales escribió la mayor y mejor sección de sus obras. No sólo la Comedia, sino su imprescindible tratado sobre la Monarquía, y su necesario para entender la literatura posclásica De vulgari eloquio (De la elocuencia en vulgar) así como la difundida Carta a Cangrande La Scala, el jefe de la familia bajo cuya protección deben haber transcurrido sus últimos años. De la Comedia sólo sabemos, y no lo sabemos bien, que había escrito los siete primeros cantos antes de dejar, para siempre, la ciudad natal. Pero ni siquiera esto es seguro. Tiene que haber sido muy apresurada su salida, con su cabeza puesta a “rogo”, para detenerse a recoger unos papeles, así se tratara de unos en los cuales se habían escrito algunos de los versos más hermosos de toda la literatura romance. A la vecina y acogedora Arezzo, con el paisaje musical de sus verdes colinas, se escapó Dante a reunirse con sus compañeros de la parte Blanca, víctimas de las componendas de Bonifacio VIII, a quien encuentra responsable de todos sus desgracias. Tal vez tenía razón. Con el nuevo papa, Benedeto XI, tampoco cambiará su suerte signada por uno de los más largos exilios, con el de Ovidio, de la literatura occidental. El siglo XX, entre otros signos de enfermedad, será pródigo en exilios trágicos. No siempre es necesaria una hamartia para padecer el destierro. Muchas veces es apenas necesario estar allí, en el lugar equivocado en el momento menos recomendado.

Milán, viernes 28 de marzo de 2021

Música al amanecer

Esta vez el programador de Radio Classica Milano no ha optado por la música más adecuada. Comenzar el día con una de las últimas sonatas para piano de Beethoven puede ser una experiencia alucinada. No quería creer lo que estaba escuchando. Todavía con las imágenes del sueño desdibujándose en mi memoria, tuve que enfrentar aquellas Niágaras de sonidos alucinados, brillantes, conmovedores en su tragicidad pero demasiado precoces para mi psique desarmada. Sentí que el torrente me llevaba en sus aguas como aquel río de la novela de George Eliot. Que no era un sueño lo sabía, pero hubiese querido estar equivocado. Demasiada realidad para ser soportada. Por fortuna fueron los últimos minutos de aquella música desesperada que de continuar me hubiesen llevado al colapso de no terminar con la transmisión. Nuestro programador no puede haber dejado de sentir sus desacierto porque enseguida compensó aquel maravilloso torrente de sonidos con una pieza de Fauré, cuya dulzura inteligente es la de las Madeleines.

Ayer, la segunda exposición apenas en estos ocho meses de confinamiento milanés. Una muestra grande del ambiguo artista sino-británico Simon Fujiwara en los espacios de la Fundación Prada los cuales comienzan a estar abiertos al público. Fujiwara en ocasiones es demasiado irónico para mí y otras veces poco emocionante, en el sentido en que pueden ser emocionante otros artistas como Meirelles, Baselitz o John Kelly. Tal vez lo más atractivo sea el sentido lúdico del proyecto en exhibición. Aviones, carritos, robots parlantes, imágenes infantiles y su reiterado erotismo. No es que me haya parecido memorable, pero un poco de arte es tan necesario para el alma y el cuerpo como una buena botella de tinto.

Osos en la familia

En su presentación de fin de curso de su escuela, el nieto Alessandro aparecerá disfrazado de osito. Me cuenta Constanza que apenas pudo dormir de la emoción. Menos emocionado estuve yo cuando, también de oso, me correspondió actuar en el estupendo montaje de Ubu Rey del Teatro Universitario de la Universidad de Carabobo. Fue la apoteosis de mi carrera como actor, la más aplaudida. Sólo espero que la actuación de Alessandro sea también recibida como la mía. Es más probable que en alguna vida anterior, menos comprometida que ésta, nos haya tocado vivir como pardos osos pescando salmones salvajes en algún torrente de Escocia, desmintiendo al trío de lobos que una vez vi como animal emblemático de la familia. Es mucho lo que le debemos los Oliveros a las alturas de Escocia y muy poco a los bosques de Alemania o Hungría ahítas de lobos y lobeznos. La merienda de Alessandro esta tarde será con base en salmón salvaje escocés, por supuesto.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo