Diario literario

Diario literario 2021, marzo (parte II): Janácek & Rattle, Todos nos llamamos Alí, María Braun, Fukushima & Mizoguchi

Fotografía de John Perivolaris | Flickr

13/03/2021

Milan, sábado 6 de marzo de 2021

La pandemia parece insistir en su perversa inclinación a manifestarse con singular violencia en Italia. A un año justo de la primera víctima fatal en la vecina Bérgamo, las cifras cuentan cien mil fallecidos. Después de unos días de tregua, aprovechados para respirar un poco del aire bendito de las cumbres alpinas, una ocasión que mis pobres pulmones han sabido agradecer, hemos regresado a medidas cada vez más extremas. La escuela del nieto funcionó hasta el jueves, única actividad permitida de modo presencial. El confinamiento no permite la salida de los límites urbanos y no es improbable que, en poco tiempo, la vida se reduzca a los límites impuestos por las cuatro paredes de las casas. La única terapéutica disponible es la vacunación, una campaña que ha encontrado todos los percances imaginables. Cada diez días de retraso resulta en el trágico acumulo de cuatro mil muertos que, en un mes, superan ampliamente los diez mil. Tristemente, la Comunidad Europea demuestra su incapacidad para enfrentar situaciones no previstas en las cartas fundacionales. Todavía, después de años, no han encontrado respuesta al asunto de los refugiados, y parecida falta de imaginación han demostrado con la campaña de vacunación. La Comunidad, como en una comedia de Ionesco, ha evidenciado que funciona bien cuando todo está bien.

Leos Janácek. 1890. Autor desconocido

Leos Janácek y Simon Rattle

“Nadie se teme lo bastante”, escribió el distinguido poeta venezolano Teófilo Tortolero en Demencia precoz, uno de los pocos libros que tiene un lugar seguro en el canon de la poesía surrealista latinoamericana. No sé de seguro a qué se refería Tortolero cuando tuvo esa intuición, “Nadie se teme lo bastante”, pero seguramente no era para referirse al gran compositor checo Leos Janácek. Pero recordé la afortunada línea al leer una declaración de Simon Rattle donde reconoce que el músico que más influyó en su trayectoria no fue ninguno de los convencionales (Bach, Haendel, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Lizt, Wagner et al), sino el más “oscuro” Janácek: “Leos Janácek es el compositor que me llevó a convertirme en director de orquesta. Como estudiante de diecisiete años de la Royal Academy of Music, era el pianista y director del coro durante el montaje de La pícara zorra. En ese momento no pensé que, pocos años después iba a dirigir su música en Glyndebourne, como tampoco imaginaba que me casaría con una mujer que viviera cerca de la casa de Janácek, y, mucho menos, que caminaríamos por un bosque llamado en su honor La pícara zorra. Siempre he seguido a Janácek”. Janácek dista de ser uno de los músicos más populares en estos tiempos. Sin embargo, sus composiciones siempre sorprenden por su particular modernidad. Como en una de sus óperas más difundidas, El asunto Makropoulos, una de las más atractivas de todo el siglo veinte y que tuve la felicidad de escuchar y ver en el estupendo montaje de la Ópera de la Bastilla hace varios años. La de Janácek es una modernidad sin histerias ni sectarismos. El mismo Pierre Boulez lo ha reconocido en varias ocasiones. Rattle también menciona en sus declaraciones otras dos óperas que lo han conmovido. Una es Wozzec, lo más cercano a una tragedia griega de todo el moderno repertorio operístico, y la otra es la muy impresionante Escrito en la piel, de George Benjamin, sobre la cual escribí alguna vez en este diario. ¿Qué iba a pensar el viejo Janácek que su música, un siglo después, iba a decidir el destino del que llegaría a ser uno de los directores de orquesta más influyentes de la música occidental? Nadie se teme lo bastante.

Milán, lunes 8 de marzo de 2021

No cesa la nefasta actividad del coronavirus. Ni en Italia, el país con más víctimas fatales de la Comunidad Europea. Ni en el país natal donde hace un año justo se tomaron las primeras medidas de confinamiento. Recuerdo los primeros días del encierro, y mi esperanza de que la pandemia no se extendería más allá de cuatro meses y que, en julio, podría asistir, como en el 2019, al estupendo festival de música en el castillo de Vougeot. En cambio, en estos días las autoridades han anunciado una nueva radicalización de la profilaxia, que incluye la prohibición a visitar a parientes y amigos dentro de una misma ciudad. Se espera una Pascua por lo menos tan aislada como lo fue la Navidad. El proceso de vacunación en Italia, por otra parte, está signado por una proverbial desorganización, y nadie sabe cuándo le corresponderá ser vacunado. Es una muestra patética de las limitaciones de la CE. Las limitaciones de sus instituciones científicas, agobiadas por los recortes de presupuesto es lamentable. Es de lo más triste que un Instituto como el Pasteur se haya declarado incapaz, hace más de un mes, de producir una vacuna, una de las especialidades de la institución. Pero lo mismo el Instituto Koch de Berlín. Y de la Universidad de Oxford es mejor no hablar después de su anfractuosa aventura farmacológica. De nuevo se ven los europeos en la dependencia de los Estados Unidos para sobrevivir, como en las dos Guerras Mundiales del siglo XX. Sólo un nuevo Plan Marshall de vacunación promovido por ese país podrá salvar a Europa del desastre.

Milán, miércoles 10 de marzo de 2021

Días preprimaverales, luminosos y frescos. Se siente en la planta de los pies al caminar por la calle el ligero temblor que produce la tierra preparándose desde lo profundo para explotar en los próximos días cuando lleguemos al Equinoccio. La luz es tan clara como la de algunas ciudades de Venezuela, pero más blanca por el reflejo de las nieves cercanas. Tal vez lo más lamentable de la primavera sea que, en su brevedad, es seguida por los implacables calores del estío. Como quiera que sea, la primavera es el único milagro que a estas alturas nos permiten los dioses.

Fotograma de Todos nos llamamos Alí (1974). Rainer Werner Fassbinder

Fassbinder: Alí

Como Todos nos llamamos Alí fue conocida en algunos países la película estrenada por R.W. Fassbinder (1945-1982) en 1974. Y es una de las cintas seleccionadas por el Luxor Cine-Club para el homenaje al realizador alemán, que incluye otros títulos más conocidos: Las lágrimas amargas de Petra von Kant (1972), Marta (1974) y El matrimonio de María Braun (1979). El título original de Alí es Angst essen Seele auf, una deformación de Angst isst Seele auf (El miedo devora el alma). Se trata, entre otras cosas, de un homenaje al preterido Douglas Sirk, el autor de notables melodramas hollywoodenses de los años 50 y 60, en especial de All That Heaven Allows. Alí es una historia lineal que cuenta la inesperada relación amorosa entre Amy, una viuda en sus sesenta que trabaja en la limpieza de un edificio, y Alí, joven y apuesto inmigrante marroquí. La pareja tendrá que enfrentar todas las pruebas que se imponen a los héroes en la forma del racismo, la avaricia, el desprecio y otras prendas de la miseria humana. Rodada con prisa característica apenas en quince días, el resultado es uno de los mejores Fassbinder que conozco. Lo más relevante de su dicción se despliega en los noventa minutos del film. Su conocido minimalismo, que me gusta llamar Camera povera, aludiendo al movimiento artístico italiano de los años sesenta. Y que se refiere al precario manejo de la cámara, sin grandes travellings ni espectaculares grúas, o expresionistas picados y contrapicados, vistas aéreas, zooms y otros excesos. En su lugar, largas tomas con cámara fija que recuerdan a Mizoguchi, encuadres que se repiten sin temor a la redundancia. Todo sostenido por una cuidada fotografía y un estupendo trabajo actoral, que para eso Fassbinder era director y autor teatral, más cercano a Brecht que a Stanislavski. Una pobreza de estilo que sería admirada, y desarrollada, por realizadores de generaciones siguientes, como Aki Kaurismaki. La marginalidad existencial de la fauna de Fassbinder no es muy distinta, en su orfandad, a la que encontramos en el Kaurismaki de La chica de la fábrica de cerillas, Contraté a un asesino o El hombre sin pasado. Alí fue reconocida por público y crítica en Cannes en 1974, lo que facilitaría al realizador su anhelada proyección internacional. El guion y la historia son del mismo Fassbinder. La fotografía es de Jürgen Jürgens y la música de Peer Raben (María Braun, Lili Marlen, Querelle). La pareja protagónica estuvo a cargo de la formidable Brigitte Mira (Deutscher Filmpreis por su trabajo) y el actor norafricano, Hedi Ben Salem, a la sazón amante del director.

Milán, jueves 11 de marzo de 2021

En un comentario de prensa, una psicóloga húngara recordaba los estragos que a nivel de la psique está provocando esta pandemia de más de un año. Comenzaba señalando el cansancio psíquico que resulta de la incertidumbre y las contradicciones con las que las autoridades han enfrentado la situación. Las idas y venidas se suceden y lo que, en marzo del 2019, se entendía como una estado pandémico convencional, pocos meses después sería desmentido por las fuentes, que comenzaron a hablar de un segundo avance -“oleada” es como la llaman- y de un tercero, y algunos piensan en un cuarto. En Italia, el estado de incertidumbre se agudiza con la expresión de la intensidad del contagio en un mapa coloreado que va del más grave, “rojo reforzado”, al anhelado blanco, eximido de contagios. Los cambios de coloración son los más arbitrarios y se puede estar en amarillo un lunes para despertarse en anaranjado el martes. “Siamo en arancione, Alejo”, fue como me saludó una mañana mi nieto después de escuchar el noticiero en Radio Classica. No saber cuál será el tono que nos corresponde mañana es agotador. La consecuencia más lamentable de estos confinamientos (en rojo no se pueden visitar ni siquiera a los pacientes) imprecisos es la soledad. Que nos afecta a todos. Los niños no pueden salir a jugar, que es lo que los hace niños, y los adultos ni a compartir un chisme con el dueño del café. “Al fin una buena noticia”, fue el comentario de un amigo de Alessandro cuando supo que su bulto escolar había sido recuperado. Ambos no pasan de ocho años. A las inseguridades de toda epidemia, agrega la especialista húngara, se suman los provocados por las imprecisas campañas de vacunación, una fuente adicional de incertidumbre. Es cierto que la psique y el cuerpo tienen una gran capacidad para soportar estas situaciones tan estresantes, lo que no es seguro es qué tanto más puede tolerar este acoso permanente. “La mayoría de las veces uno no sabe nada”, como intuyó el vate venezolano Juan Sánchez Peláez.

Fotograma de El matrimonio de María Braun (1979). Rainer Werner Fassbinder

Fassbinder und frau Braun

Envejecer es una contradicción en términos, cuando se refiere a animales y seres humanos. En cambio, es posible en algunas de sus creaciones. En una oportunidad, mi hermano, Daniel Oliveros, me hizo probar un Chateau Latour de 1870 que no había envejecido. Lo mismo con las obras de arte. Es lo que ha ocurrido, me di cuenta anoche gracias a las proyecciones del Luxor Cine-Club, con una película como El matrimonio de María Braun, filmada por R.W. Fassbinder en 1979, y que me tocaría algunos años más tarde. Después de cuarenta años de su estreno, su vigencia permanece inalterada. Que es una de las características de lo que hemos dado en llamar “clásico”. Es decir, algo que soporta imperturbable el paso del tiempo. No deja de ser oportuna la escogencia del asunto cuando se pretende producir un clásico. Los grandes temas son una ayuda nada despreciable. Fassbinder optó por el arquetipo de la femme fatale, uno de los más apreciados por la sensibilidad moderna. No recuerdo una sola de estas criaturas en toda la obra de Goethe. Pero sí me vienen muchas a la cabeza cuando pienso en Shakespeare. Desde la escabrosa reina Tamora de Tito Andrónico hasta la más discreta, pero no menos peligrosa, Crecida. La femme fatale es una debilidad romántica y Shakespeare, como se sabe, fue el primer romántico. El cine adoptó el personaje y rodó millones de pies de película sobre su reprobable conducta. En Alemania, G.W. Pabst, a partir de la pieza de Franz Wedekind, se encargó de llevar a la pantalla a Lulu, la más extraordinaria de las femme fatales del cine. Alban Berg la llevaría a la ópera de manera inquietante. Ambas versiones tuvo presente Fassbinder cuando escribió y filmó su María Braun. Pero no es el tema lo que califica a una obra de arte como clásica, sería demasiado fácil. La forma es el tema, decían los formalistas a mediados del siglo pasado. Y en parte, sólo en parte, tenían razón. Homero no es el más grande de todos por tratar un asunto que conocían bien todos los habitantes del Mediterráneo oriental. Homero es Homero por la forma como trató la historia de la caída de Troya, sus sonoros hexámetros, sus reiteraciones y repeticiones, sus fórmulas para facilitar la memoria y el canto, su música para ser instrumentada, y así. Es lo que ocurre con María Braun. El cuento es de lo más interesante, pero no pasaría de allí si Fassbinder no lo hubiese narrado en la forma en que lo hizo. Para un realizador que había hecho de lo mínimo y precario una poética, no debe haber sido sencillo, ni económico, cambiar de dicción para referir la historia de Frau María Braun. Todos los recursos del lenguaje del cine son utilizados aquí con un virtuosismo digno de Bergman o Siodmak o Welles. Un ingrediente adicional, la historia de María sin la participación actoral de la formidable Hanna Schygulla no sería un clásico, como tampoco lo sería la Lulu de Pabst sin la inmortal Louise Brooks. Son esas raras ocasiones en las que todo, como diría Hamlet, se confabula, en su caso para estimularlo a la venganza, en los de Pabst y Fassbinder para realizar un par de clásicos del arte de la cinematografía. No fue poca la colaboración del legendario Michael Ballhaus (trabajo como extra para Max Ophuls en Lola Montes) como su director de fotografía (Las amargas lágrimas de Petra von Kant, Ruleta china).

Fukushima. Fotografía de Jun Teramoto | Flickr

Milán, viernes 12 de marzo de 2021

Fukushima & Mizoguchi

Ayer se cumplieron diez años de uno de los desastres más dolorosos ocurridos en Japón desde los tiempos de Hiroshima. En efecto, a las 2:46 pm de Tokyo, 1:46 am de Venezuela, del 11 de marzo de 2011, un terremoto de magnitud 9 se registró frente a la costa japonesa de Tohoku. Menos de una hora después, un tsunami golpeó la central nuclear de Fukushima Daiichi. Cuatro horas más tarde, se declaró la emergencia, y poco después se produjo la evacuación en un radio de dos kilómetros de la central. El 12 de marzo, un día como hoy, se amplía el radio a 20 km, cuando aparecen los primeros signos de fisión en el núcleo de tres reactores. Durante los próximos tres días las explosiones y los incendios se suceden, provocando el derrumbe de las enormes paredes de la central. Cálculos extraoficiales refieren la muerte de más de 20.000 personas; pocas, sin embargo, que no fueran causadas por el terremoto y la marejada. Fukushima, como Chernobyl, se convirtió en el escenario de una inimaginada distopía. Lo de Chernobyl, sin embargo, no menos terrible, fue diferente. En Rusia, las causas de la catástrofe no requerían mayores reflexiones. La burocracia moribunda de un imperio moribundo se atribuían la causa de los males. Lo de Japón fue una tragedia sin amartía, sin error de juicio. Un caso típico de “improbabilidad”. Los ingenieros japoneses habían tomado todas las previsiones. La planta construida, orgullo de la ingeniería nipona, había sido pensada a prueba de terremotos y tsunamis. Y sin embargo. Hoy, la psique de los sobrevivientes no se ha recuperado de la impensada e impensable tragedia. Un sentimiento que, como una larga y gris nube, se extendió por todo el país. Culpa, pesimismo, depresión, inseguridad, parálisis. Desde el lugar de los hechos, el físico y novelista, Paolo Giordano, se formulaba la pregunta más inquietante: “¿Cómo desarrollar un sentido nuevo para comprender lo que ni siquiera llegamos a imaginar?” En una medida cargada de proselitismo, el gobierno japonés obtuvo la organización de los Juegos Olímpicos. La fachada fue repintada para recibir a los visitantes que estimularían el ánimo de los nativos. Un recurso que el coronavirus terminaría frustrando. Como si estuviera pendiente de lo que escribo (en ocasiones me parece que es así), el programador de Radio Classica Milano se ha decidido por la música más oportuna: de Richard Strauss sus Cuatro Últimas Canciones en la milagrosa voz de Bárbara Hendricks, la única versión digna de ser escuchada después de la de Elizabeth Schwarkopf. Más conscientes, en todo caso, los organizadores de las actividades del Luxor Cine-Club, quienes alteraron la programación dedicada a Fassbinder para proyectar Ugetsu Monogatari, la obra maestra del japonés Kenji Mizoguchi. Su atmósfera fantasmagórica, la intromisión de lo “improbable” en la vida de los personajes, el fantástico como cotidiano, la convivencia con lo fantasmagórico. Una realidad no muy distinta a la que han vivido, en esta década negra, los habitantes de Fukushima y más allá.


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