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Diario Literario 2021, julio (parte III): Montblanc, Petrarca, Santa Margarita, sobre Faulkner, Guillermo Sucre
Montblanc. Fotografía de Giorgio Rodano | Flickr
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Santa Margarita Entrèves, sábado, 17 de julio de 2021
Montblanc
Cada vez que estoy frente a estas montañas me siento como los tuberculosos que encontraban alivio a sus disminuidos pulmones en las alturas. El aire frío que se respira en estas regiones disminuía el avance del incansable bacilo de Koch por el delicado parénquima pulmonar, especialmente en aquellos pacientes, como los de La montaña mágica, que desconocían las modernas medidas de prevención y tratamiento. Nunca me he sentido alejado de este cuadro porque bajo la dirección de mi padre funcionaron los sanatorios antituberculosos de Bárbula durante más de treinta años. Su jubilación coincidió con el final de la reclusión de enfermos que ahora recibían un tratamiento itinerante. Desde niño, estuve familiarizado con los términos relacionados con la llamada, de manera con la enfermedad, TBC, neumotórax, placas, rayos X, camas de hospital. Estos eran términos que escuchaba en las conversaciones de mi padre con sus amigos médicos. No de balde su libro más respetado era la novela de Mann, en una edición argentina que conservo en lo que pueda quedar de mi desandada biblioteca. En estos paisajes alpinos, vuelvo a sentir sus advertencias sobre el contagio de la TBC y me las repito en medio de una terrible pandemia. El aire cristalino y la luz más blanca y azulada son privilegios que agradezco a los altos dioses de estas montañas.
Petrarca
Se sabe que un día como hoy nació Horacio, un poeta preterido por la modernidad, siempre excitada con lo estrafalario, desgarrado y doloroso. Fueron buenos tiempos para Catulo, Horacio y Ovidio, y disminuidos para el autor de las Odas, defensor del espíritu clásico, del equilibrio y la lucidez. Poetas hubo en el XX que lo apreciaron, como Machado, pero no hicieron legión. En uno de mis libros de poesía incluí una “imitación” de Horacio que no pasó desapercibida para algunos lectores como Guillermo Sucre y Ana María del Re, quienes la incluyeron en la antología que prepararon de Poesía Hispanoamericana. Horacio no nació en Roma ni en ninguna ciudad vecina, como la Mantua de Virgilio o Verona de Catulo, sino en la distante Lucania, en Basilicata, al sur de Italia, y hoy una de las regiones más despobladas de la isla. Fue conocida durante el imperio más por sus vinos que por sus poetas. En las faldas del extinto Vulture se ha cultivado desde los griegos el Aglianico, un vino no tan difundido en nuestro tiempo, pero que en la Antigüedad llamó incluso la atención de Julio César. A ambos, Horacio y el Aglianico, les esperan mejores días en lo que queda de estos tiempos amplios marcados por la superación del sectarismo y miopías modernistas.
Salman Rushdie
Desde algún lugar del Mediterráneo occidental, Ricardo Alfredo Bello me copia unas líneas en alemán (¿escritas originalmente en alemán?), en las que el arriesgado autor de Versos satánicos confiesa el dolor del apartamiento y las limitaciones de las comunicaciones electrónicas. Más de seis meses sin la presencia y la figura de sus seres queridos, entre ellos su hijo. Son experiencias impensadas y que nos enfrentan a las limitaciones de los encuentros no presenciales. “Acaba de aparecerte ya de vero”, como escribió Juan de la Cruz en otra situación igualmente ingrata, en su caso, la del místico que espera la improbable visita del Creador.
Santa Margarita Entrèves, domingo, 18 de julio de 2021
Schumann en Los Alpes
Uno de los programadores de las radios que frecuento ha decidido, y es difícil no estar de acuerdo, que la música más apropiada para esta hora de la mañana, mientras se despejan las nieblas de las cumbres, es algo de Schumann, su Arabesco para piano, en especial, una música no menos cristalina que la luz que se extiende por el valle de Entrèves.
S. Margarita Evtrèves, LUNES, 19 DE JULIO DE 2021
Una invitación de Giovanny Gómez para participar en las actividades del XV Festival de Poesía de Pereira. Recuerdo haber asistido a la primera edición de esta reunión, con amigos como Ramón Cote y Juan Manuel Rocca. En esta oportunidad, las participaciones son a distancia: un nutrido recital de inauguración y una mesa para hablar de los problemas de la traducción. Un asunto que, a pesar de estar traduciendo desde los veintitrés años (“Estrella amarilla” de Max Jacob), no tengo nada claro. Aunque es insuficiente e injusta, me siento cerca de la opinión de Robert Frost, cuando escribió que “poesía es todo lo que se queda fuera en la traducción”. Un juicio que, tal vez con razón, ha molestado a los traductores desde que el norteamericano la hizo pública. George Steiner le dedicó primero lúcidas páginas, algunas de las mejores se encuentran en su antología Poem Into Poem, y luego un exhaustivo y agotador estudio con el título más excitante y descriptivo, After Babel, porque en los envidiados tiempos previos, la figura del traductor no se conocía. Cervantes, en algún párrafo del Quijote, pone al protagonista a decir que una traducción es como un tapiz flamenco visto por detrás.
S. Margarita Entrèves martes 20 DE JULIO DE 2021
Notas sobre Faulkner (1)
William Faulkner fue uno de los grandes héroes de la modernidad. Al fin y al cabo, fue el autor de una de las novelas más espléndidas y, lo más importante, de más difícil lectura de todo el siglo moderno. El ruido y la furia parece escrita para que no se entendiera. Y hubiese sido así de no ser por los aclaradores comentarios de sus críticos, que hicieron de esta actividad una profesión lucrativa. La dificultad fue uno de los criterios más sospechosos de la modernidad y más aplaudidos. Ya lo había sido de la poesía del siglo XVII, una de las preferidas de los modernos, por lo mismo, por sus dificultades, cuando un poeta, para referirse a la primavera, decía: “del año la estación florida”, para. Ser oscuro, hermético, casi ininteligible, fue uno de los criterios más respetados en el siglo XX. A su paso, como Aquiles en Troya, iban cayendo los novelistas que no se sumaban a su empresa. Como Steinbeck, a quien no le perdonaban ni el Nobel, ni su escritura, una versión novecentista de Zola, uno de los escritores del siglo XIX más repudiados. O como Hemingway, a quien se le podía perdonar un Nobel que comenzaba a devaluarse, pero no que se convirtiera en el escritor más popular de la literatura de su país. Se pasaba por alto su entrega flaubertiana al credo de “le mot juste” y la limpieza de su dicción, y se le encontraba culpable de facilismo y banalidad.
Lo mismo ocurrió con los poetas. La academia norteamericana alienada por los presupuestos, a menudo arbitrarios de T.S. Eliot, no consideraba dignas de ser enseñada en las universidades poesías como las de Edgar Lee Masters, Vachel Lindsay o Carl Sandburg. Ni siquiera William Carlos Williams estaba a salvo. Su minimalismo no fue entendido y fue despachado por banal. En 1929, Faulkner publicaría dos novelas. La primera, Sartoris, es un triunfo de la narrativa realista del siglo XX; no obstante, parecía demasiado clara, fácil y demótica para los sectarios teóricos de la modernidad. Tendría que esperar por la segunda novela de ese año, El sonido y la furia, para que el autor nativo de Mississippi, fuera considerado como uno de los grandes, al lado de otros “oscuros” como Joyce, Mann, Broch y Kafka.
S. Margarita Entrèves, miércoles, 21 de julio de 2021
Más padres
Pedro Téllez, psiquiatra y bibliófilo, hijo de Pedro Téllez, psiquiatra, bibliófilo y mi profesor en la Escuela de Medicina de la Universidad, me escribe para recordarme lo que no es necesario recordar, que, como en todas partes, la búsqueda del padre, como topos, tiene una larga tradición en Venezuela. La prueba más irrefutable es que dos de los cinco poemarios más notables que se escribieron en ese país durante el siglo XX tienen al padre como figura central. Me refiero, claro, a Mi padre el inmigrante, de Vicente Gerbasi, y Elegía a la muerte de mi padre Guatimocín, alias el Globo, de Caupolicán Ovalles. Muchos otros poetas se ocuparon del asunto, y uno de ellos, José Barroeta, le dedicó una tesis de grado. La originalidad de Giosuè Calaciura, en su Io sono Gesù, es que se ocupó de la búsqueda primordial de la leyenda cristiana, la de Jesús en busca de José. Y lo hizo de modo memorable
S. Margarita
Ayer se celebraron las fiestas de la patrona del pequeño pueblo de Entrèves, y en la noche se iluminaron las calles y callejuelas con “mil velas”. Al final, los asistentes brindaron y compartieron una taza de la sopa “valpellipense”, el plato típico de la localidad con muchas hierbas, pan y queso fontina, una especialidad valdostana.
Entréves, jueves 22 de julio de 2021
Notas sobre Faulkner (2)
“Háblame del sur”, y Quentin Compson escoge el mito de Thomas Sutpen, una “épica negativa”, para compensar la ignorancia de su amigo del Norte. Como todo héroe, Sutpen cumple con la premisa del “oscuro origen” que distingue Campbell en su fenomenología del heroísmo. El protagonista de Quentin sencillamente aparece, se presenta, como el verano tórrido o el gélido invierno. Un buen día de 1833, a caballo y en la compañía de 20 esclavos semisalvajes y semidesnudos, que ejercerán todas las funciones, guardias de corps, trabajadores de los campos de algodón, obreros y fuente de diversión. Ni siquiera dominaban el inglés y solo se comunicaban con su amo. Para Faulkner, Thomas Sutpen es una metáfora de los dones y miserias de los habitantes de aquel dilatado espacio que se extendía desde el Atlántico hasta Texas. También la fuente de la enorme fortuna del personaje es incierta, como lo fue la negociación que lo llevó a adueñarse de cien millas cuadradas de terreno que pertenecían a los aborígenes. Para Quentin, representante de los blancos ilustres del sur, todo parece natural, no así para su amigo canadiense, producto del industrialismo y una sociedad sin mito. Nada de extraordinario tiene que Sutpen reitere su comportamiento perverso y criminal. No todo en Sutpen le parecía criticable. Más bien mucho de admirable encuentra en aquel hombre llegado de ninguna parte. Respeta su voluntad sin pausa, que lo llevó, con esfuerzos nada obvios, a construirse la mansión más grande del condado, y a plantar algodón, sólo con la ayuda de sus esclavos, sus ingentes dominios. Es un hombre de la tierra, sin aspiraciones a una acumulación basada en la producción en masa o la industrialización. El origen de su fortuna no es un motivo de ansiedad en aquella sociedad sureña rica en inmigrantes y oportunistas. Sutpen, que no tiene idea de lo que pueda ser el amor (su infancia es otro misterio), escoge su esposa entre las jóvenes más respetables del pueblo y con ella tendrá dos hijos que se encargarán de mantener su apellido. Su viudez trata de remediarla casándose con su cuñada, a la cual lleva treinta años y a quien propone un trato inmoral: hagamos el amor y, si tienes un hijo varón, me casaré contigo. De esta propuesta sólo obtendrá el odio sin tregua de la joven insultada. Los ratos de ocio los pasa el héroe negativo de Quentin, no jugando a las cartas o cazando, como el resto de los hombres de aquella sociedad maldita. Prefiere luchar semidesnudo, en combate singular, con sus esclavos. O seducir a alguna esclava, con una de las cuales tendrá una hija, Clitemnestra, como él mismo la bautizó. Pero, como decía, algo de admirable encuentra el narrador en este Fausto al servicio de los más oscuros intereses. Esclavista medular, Sutpen fue a la guerra al mando del coronel Sartoris, y su comportamiento heroico sería reconocido por escrito por el mítico general Lee. Con la derrota, la gesta de Sutpen acabó un montón de ruinas. Pero, como diría su mayordomo, camarada, sirviente y compañero de tragos, Wash Jones, “nos derrotaron, coronel, pero no nos mataron”. Consecuente con su heroísmo negativo, Sutpen seducirá a la quinceañera nieta de Wash, la cual quedará en estado y su alumbramiento será celebrado con un ingenio que le causará la muerte: “Lástima que no seas una yegua, porque te habría encontrado espacio en el establo”. La descendencia del héroe no será menos acontecida. En aquella sociedad endógena de los blanco del sur, el incesto no era una rareza, como tampoco la llamada “misgenation” que convertía en mestizo indeseado el fruto del cruce racial. Con el homicidio eran los tres grandes y con frecuencia violados tabúes: homicidio, incesto y mestizaje. Los tres serían contemplados por la descendencia Sutpen. En una perversa e implacable búsqueda del padre, Charles Bon, hijo de Sutpen en una mestiza, lo que le valió que fuera repudiada, se presenta en la mansión Sutpen para enamorar a su media hermana y proponerle matrimonio. En primer lugar, aceptado y luego rechazado, Bon, el mestizo en busca del padre, será enfrentado y ultimado por el hijo legítimo de Sutpen, su medio hermano. Con su historia interminable, Quentin quiso satisfacer la curiosidad de su amigo canadiense. Y fue lo que buscó Faulkner al escribir su épica negativa. Que los norteamericanos del norte, los triunfadores en la guerra e invasores, conocieran las marcadas diferencias entre norte y sur. Y que la Guerra de Secesión fue motivada por algo más complejo que la esclavitud. Se trató, en realidad, del fatal enfrentamiento entre dos formas de entender el mundo. Una ávida y materialista, sin proyecto existencial que no sea la acumulación y otra basada en valores tradicionales, rurales, esclavista y defensora del mito de su propia superioridad. Con estos retorcidos ideales no entendieron que la de Lincoln no era una cruzada moralista, sino una guerra imperial con el objetivo claro de convertir al vasto sur en colonia del industrializado norte. Demasiado para que el héroe negativo de Quentin lo entendiera. Aquí no hay que entender, habría dicho, al norte hay que derrotarlo y destruirlo.
Guillermo Sucre
En aquella época el correo venezolano, a pesar de las quejas que acompañan incluso a los mejores servicios postales, funcionaba de manera envidiable. Uno recibía todas las semanas el TLS (Times Literary Supplement) y leía, en Valencia, Venezuela, la misma edición que en ese momento leían los profesores e intelectuales londinenses; cada quince días me llegaba la New York Review of Books, y en casa de mi suegro leía el mismo número de The New Yorker, que comentaban en el Sardis actores y directores atentos a las opiniones del semanario. La apoteosis de este privilegio fue cuando recibí, enviada por Strand, los treinta y un tomos de la onceava edición, de segunda mano, de la Enciclopedia Británica. Ahí, en una Valencia tan alejada del mundo nunca me he sentido más cosmopolita. A mi amigo Daniel Labarca sorprendía con mis informaciones sobre la agenda cultural londinense que él desconocía en su cubículo de Imperial College. Y con Eugenio (Montejo) comentaba las últimas críticas literarias de Le Monde des Livres, que él leía en su apartamento de rue Vaugirard y yo en la casa de mis padres en la Calle 132-A de la Urbanización Los Sauces. Un buen día de 1972 me sorprendió mi cartero en su bicicleta de reparto. Aparte de los habituales periódicos y revistas me entregó un paquete inesperado. Cuando en la etiqueta vi el sello timbrado de la Universidad de Pittsburgh, sabía que era de Guillermo. A esa dirección enviaba las cartas de una correspondencia que había comenzado en 1971, cuando fundé la revista Poesía, de la cual fue un colaborador permanente. Frente a mi mesita de trabajo abrí el envío, y enseguida vi el rostro de William Carlos Williams en una foto de juventud. Se trataba de Imaginations, una colección de los primeros títulos de poeta norteamericano, publicada, como siempre, por New Directions, la editorial del poeta James Laughlin. En una de mis cartas le había hablado al profesor Guillermo Sucre (así lo llamaban en la Escuela de Letras de la UCV, el único distinguido con ese raro privilegio, de ser llamado por su nombre y apellido. Todos los demás éramos la profesora María Fernanda, el profesor Cadenas, el profesor López-Sanz, la profesora Chumaceiro, la profe María Pilar, solo Guillermo era Guillermo Sucre) de mi interés en publicar en mi revista a los grandes de la lírica norteamericana y quería saber si podía traducir a uno de ellos. La respuesta, como todo lo de él, fue la más socrática, enviarme el original para que me encargara yo mismo de la traducción. No sé si él lo sospechaba, pero yo no imaginaba que ese libro iba a cambiar de tal manera mi existencia. Fue tanto lo que me impresionó la escritura de Williams que terminaría convirtiéndome, con el tiempo, en profesor de poesía norteamericana en la Escuela de Letras. Y fue allí donde nuestros contactos epistolares se convertirían en reiteradas caminatas antes de entrar a las aulas. Largos paseos, tan largos como los cigarrillos Marlboro King Size que consumíamos sin piedad, como una locomotora de un viejo tren con carbón. Pero nada me marcó tanto como aquel inesperado envío. Desde ese mismo día, como dijo Sartre de Camus, nunca escribí una línea sin pensar en qué diría Guillermo. Lo único que me hacía suponer su simpatía es que sabía que para Guillermo era una contradicción insalvable ser buen amigo de un mal poeta. No me siento liberado con su muerte. Escribiendo esto lo veo allí, esperando “para leer lo que, sobre mí”, está escribiendo Alejandro.
Alejandro Oliveros
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