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Diario Literario 2021, julio (parte I): Lieber vater, Fabio Biondi, Le quattro stagioni, Back to Painting
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Milán, lunes 5 de julio de 2021
Lieber vater (1)
No sé si Jung lo habría pensado como uno de sus arquetipos, pero una de las conductas más reiteradas del hombre occidental es la búsqueda del padre perdido. El mito y la literatura son generosos en el tratamiento del asunto. Uno de los empeños más urgentes de Ulises, desde que salió de Troya, era el encuentro con el viejo Laertes. La Odisea, por otra parte, comienza cantando y contando los afanes que se tomó Telémaco en la búsqueda de su progenitor. Regresó a casa frustrado para encontrar allí lo que no pudo hallar en el mundo. La épica posthomérica tempranamente se ocupó de la dramática saga de un hijo que encontró al anhelado padre solo para darle muerte. En efecto, en el poema perdido Telegonía, el hijo de Ulises en Circe ha dejado su palacio para buscar a su padre. En sus andanzas, llegará a Ítaca y, después de repetidos desmanes, deberá enfrentar al gobernante de la isla, no otro que Ulises, al que, sin identificarlo, dará muerte en singular combate. La historia termina con un final feliz en el cual Telegón, que es como se llama el joven héroe, termina casándose con Penélope, su madrastra; mientras que Telémaco, digno sucesor de su padre, termina uniéndose a Circe. Eneas no tuvo la suerte de Ulises con su padre y tendrá que hacer el viaje al inframundo para encontrarse con su sombra. Virgilio, que fue original en tantas cosas, es el primero que lleva a su héroe hasta el infierno para encontrarse con la figura familiar. Edipo abandonaría a su padre para encontrarse con el verdadero y darle muerte, reiterando el modelo de Telegón, el del hijo que, por fin, encuentra al que buscaba y acaba con él. La diferencia de Edipo con Telegón es que no toma a su madrastra como esposa, sino a su propia madre. Orestes, con razón, no se atrevió a bajar al Hades y, en su lugar, terminará matricida y demente. A Hamlet su viejo padre le facilitaría las cosas y, desde el infierno, se presentaría en Dinamarca para encontrarse con su hijo. Sabía que, como Orestes, no sería capaz de hacer el viaje al inframundo y decidió ir a su encuentro. Hamlet terminará propiciando la muerte de su tío, hundido ya en la psicopatía. Dante había evitado las consecuencias de este modelo dándose a la búsqueda del padre de los padres, el Padre Celestial, con el que se encontraría después del peligroso periplo por Purgatorio y Paraíso. Pero el florentino es una excepción. Al padre perdido le quedan dos posibilidades: ser hallado y muerto por el hijo o salvarse de este atroz final muriendo antes y esperando en el Infierno a ser hallado. Eso lo sabía Juan Rulfo cuando envió a su héroe a Comala, el reino de los muertos, donde Pedro Páramo es rey. El informe sobre ciegos es una espléndida aventura en el infierno del Buenos Aires subterráneo. También en la novela Bajo tierra, el venezolano Gustavo Valle, quien reside desde hace años en la ciudad porteña, precisamente, hace que su protagonista, en una inquietante y tensa versión de la catábasis virgiliana, descienda al Hades de la ciudad de Caracas en busca de su padre, un ingeniero desaparecido en la topografía subterránea. Al infierno se va por varios motivos: a conocer el futuro, como Ulises; a buscarse a sí mismo, que es lo que hace el cónsul de Malcom Lowry en Bajo el volcán, o a buscar su propio doble, que es lo que, a fin de cuentas, es el padre. Fue lo que hicieron los héroes de Rulfo y Valle. Joyce, quien, como Cervantes, es un genio de las variaciones sobre un tema conocido, propone una catábasis especular. Lo que busca Leopold Bloom en el burdel de Bella Cohen no es a su padre sino al hijo perdido. Y, efectivamente, lo encontrará. Su nombre era Stephen Dedalus, artífice de su propio laberinto.
Händel por Biondi
Es probable que Fabio Biondi sea uno de los músicos más influyentes del siglo XXI. Gracias a sus interpretaciones, dirigiendo su orquesta, “Europa Galante”, hemos aprendido a escuchar a un Vivaldi distinto al de las más de las veces tímidas versiones del novecientos. A Biondi se le debe este redescubrimiento. Sus registros para el sello Harmonia Mundi son todos excitantes, muchos de ellos en compañía de la sublime María Cristina Kier. Lo último, que es lo que escucho hoy en Radio Classica Milano, es su versión del magnífico oratorio del joven Händel, Il trionfo del disinganno e della armonia, con el cual me he familiarizado desde que, hará más de veinte años, me lo obsequió un alumno de la Escuela de Letras. No obstante, como ocurre con Vivaldi, la música del alemán es otra cosa con la batuta de Biondi. Sigue siendo Händel, pero otro, uno más lírico, más brillante el terciopelo oscuro de su barroquismo, como los del palacio Panfilj, uno de cuyos propietarios, príncipe de la iglesia, es el autor de la letra. Desconozco si esta interpretación ha salido al mercado, lo que escucho fue grabado hace un par de semanas en la hermosa iglesia San Giovanni Evangelista, con su magnífica cúpula decorada por Correggio, en Parma, Capital Italiana de la Cultura en este 2021. Esta vez no lo acompaña María Cristina Kier, pero tal ausencia es compensada con la bella voz de Francesca Lombardi Mazzulli. “Lascia la spina”, reutilizado como “Lascia che pianga”, en Rinaldo, es apenas uno de los conmovedores fragmentos de Il trionfo del disinganno. Se reconcilia uno con el mundo ancho y ajeno escuchando estas cosas
Milán, martes 6 de julio de 2021
Lieber vater (2)
La búsqueda del padre es el más grande e inquietante de los asuntos de la literatura occidental.
En forma figurada o directa, ha sido tratado por todos los escritores desde Homero. No tiene que ser el autor necesariamente consciente de que lo hace. Cuando un hijo sale en busca de su padre las consecuencias son impredecibles. No todos los héroes cultivan la pietà de Ulises o Eneas. Macbeth sabía que le daba muerte a su “padre” cuando clavó su hoja en el cuerpo del rey Duncan. No todos los lectores de Sófocles están convencidos de que Edipo ignorara lo que hacía cuando dio muerte a Egisto. Y no son pocos los que le han negado la paternidad del príncipe al anciano rey Hamlet, convencidos de que el verdadero padre es Claudio. Algo que acaso sospechaba Hamlet lo que habría dificultado darle muerte. El padre debe “taparse” cuando lo busca su hijo. Que es lo que, al parecer, decide, al menos en la primera mitad del libro, San José después de abandonar a María y a Jesús. Cuenta Calacciura que, cuando el futuro Cristo llegó a los catorce, abandonó a su madre y se fue, por los polvorientos caminos de Palestina, a buscar a su progenitor. Lo que sigue es uno de los grandes viajes de la literatura europea contemporánea.
Milán, jueves 8 de julio de 2021
Le quattro stagioni
Todo el mundo tiene su Vivaldi, no pocas veces limitado a las Cuatro Estaciones, las cuatro piezas que forman parte del ciclo de “concerti Grossi”, Il cimento dell’armonia e dell’Invenzione. Difícilmente una música más difundida; lo cual, sin embargo, no le ha hecho perder nada de su vigencia y atractivo. Para los turistas, diversas salas de concierto en Venecia la interpretan con trajes de la época del compositor. En los programas de apreciación musical de la primaria italiana es obligatorio su estudio. La historia de mi Vivaldi no es la más ilustre o acontecida. Y tuvo sus inicios allá en la infancia escuchando, los fines de semana, preferiblemente, el disco que tenía mi padre con la versión registrada por London Records, que dirigía Karl Müchinger, con una orquesta que no alcanzo a recordar, pero que continúa siendo una de mis preferidas. Más, incluso, que la más conocida de la agrupación I musici, a cuya presentación en la Valencia de los primeros sesenta no podía dejar de asistir. Dirigida por el reputado primer violinista, Felix Ayo, era una versión considerada canónica por críticos y público (mi padre no estaba de acuerdo con este criterio). Se trataba de un Vivaldi “domado”, más clásico que barroco, casi mozartiano y más apolíneo que apasionado. Con el tiempo, otros sectores de la dilatada producción del veneciano ocuparían mi atención, como algunas piezas de música sacra y las pocas óperas grabadas para esa época. Con satisfacción, habría de enterarme de que Ezra Pound, de la mano de su compañera Olga Rudge, había sido uno de los animadores del redescubrimiento del prete rosso, como llamaban en su tiempo al compositor. Pero, a principios del XXI, de nuevo Le quattro stagioni volvieron a animar mi interés, al escuchar, al azar, como suceden las grandes cosas, uno de los cuatro conciertos en una versión que sería toda una revelación. Escuchaba por primera vez a un Vivaldi nada mozartiano, excitante, operático, teatral y dionisíaco. Se trataba de la versión del maestro Fabio Biondi con su conjunto Europa Galante registrada en 1991. Desde entonces, sus Cuatro Estaciones son referenciales. Y es justo que sea así. Escuchándolas nos acercamos a la sensibilidad distorsionada de aquella Venecia del XVIII, la misma del gran Casanova, cuya relajada moralidad prolongó la duración del carnaval durante seis meses. Así las cosas, hasta que, hace dos años, recibiera la invitación de una amiga para asistir a las actividades del festival Música y Vino, en los espacios del legendario Clos de Vougeot en Borgoña. Como punto central del programa se encontraban las Stagioni en dos versiones. Las de Vivaldi y las de Piazzolla, sus Cuatro Estaciones Porteñas, que dialogaron de la manera más fluida con las del veneciano. Nada de particular entre un compositor italiano y uno argentino con el mismo origen. Sus nostalgias bonaerenses, sus melancolías de hijo de melancólicos inmigrantes, sus iluminaciones, se correspondían, entendían y complementaban con las del maestro barroco. En ese momento, me sentí más desterrado que nunca, como toda su vida parece haberse sentido Piazzolla. Pero no sería mi último encuentro con los conciertos de Vivaldi. La semana pasada, invitado esta vez por Constanza y Alessandro, pude asistir a una nueva representación de las Estaciones. Esta vez a cargo de un quinteto de cuerdas (de acuerdo con la partitura original que incluía un clavecín) en una sala renacentista de Milán iluminada por cientos de velas. No de otra manera se iluminaron los salones de Venecia cuando el prete rosso, en alguna fecha del temprano siglo XVIII, interpretó por primera vez estas Quattro Stagioni inmortales.
Back to painting
Después de años de videos, “performances”, instalaciones, actuaciones, filmes y conceptualizaciones de todo tipo, un poco de pintura convencional es más que bienvenida. Es lo que entendieron los directivos de la milanesa Galleria d’Italia cuando organizaron Back to Painting (en inglés en el original), la muestra de pintura italiana de los años ochenta. Entre otros artistas que nunca abandonaron el cultivo de formas, líneas y colores, la exposición presenta obras de Mario Mertz antes de su actividad “arte-poverista”, Francisco Clemente, Enzo Cucchi, Nicola de Maria y Sandro Chia, integrantes de la influyente Transvanguardia inventada por Achille Bonito Oliva (el mismo sujeto de una muestra en el palacio Tivoli, una especie de “curador curado”). Uno de los aspectos más reveladores es el homenaje al preterido Enrico Baj, ese genio del para-surrealismo (si es que esta expresión sirve para algo), visionario y revelador, hermano gemelo de Picabia y, como él, inclasificable cuanto incomprendido. Lo de la Galleria d’Italia es una expresión del antisectarismo, de la posmodernidad, en realidad, uno de sus mejores atributos. A pesar de los cuarenta años que han pasado bajo el puente, la obra de estos “artistas de la pintura” no ha perdido ni actualidad ni atracción. Su mismo eclecticismo les confiere una frescura difícil de observar en la mayoría de los sectarios ismos del siglo XX, del cubismo al cinetismo. Ya era hora de que regresáramos a la pintura, back to painting.
Milán, viernes 8 de julio de 2021
Una mañana de excepcional belleza, que la hacen todavía más bella los acordes del segundo movimiento del Concierto de Schumann para piano Op. 54. El programador de Radio Classique optó por la versión de Sviatoslav Richter, la única que debería ser autorizada para ser difundida en un medio público. En el teclado del virtuoso ruso es la expresión más acabada de la esencia del llamado romanticismo alemán. Debería ser obligatoria, como lo es la lectura de L’âme romantique et le rêve, el revelador estudio de Albert Béguin. Nunca he escuchado a Clara Schumann interpretando la pieza de su alucinado marido, ni debe haber sido registrada, pero estoy seguro de que no debe haber sido distinta a la de Richter.
Lieber vater (3)
Yo mismo me cosí un saco como había aprendido observando las manos de mi padre. Mi madre no preguntó nada, pensando que se trataba de mi nostalgia por sus gestos. Todos los días llenaba el saco con alguna prenda que a escondida sustraía de la cuerda donde se guindaba la ropa para ser secada. Hasta que tuve una muda completa. Podía partir. Esperé la noche. Sentía la respiración dormida de mi madre. Cómo me hubiese gustado correr a su cama, tenderme a su lado y volver a respirar su olor. En lugar de eso, me levanté sin hacer ruido, agarré el saco que había escondido debajo de la paja y lentamente abrí la puerta. En el cielo había una luna inmensa, blanca y brillante. Muchos habrán observado cómo me alejaba. Subí a lo alto de la colina y me detuve a mirar mi adormecida casa. Con la luz del día mi fuga se haría más difícil, pero quería esperar hasta que amaneciera para volver a ver a mi madre. Cuando aclaró vi que se abría la puerta de la casa. Barría el polvo de la noche. Dentro de poco iría a despertarme. Tenía que irme rápido. Me detuve a mirarla. Era joven y bella. No sabía cuándo la volvería a ver. Madre. Qué duro fue y cuánto dolor me produjo darte la espalda, irme. Pero tenía que encontrar a mi padre.
El que habla es Jesús de Nazaret en Io sono Gesù, de Giosuè Calaciura, una de la novelas más formidables que he tenido la fortuna de leer en los últimos años. José, mejor conocido como San José, un buen día decide abandonar la humilde casa familiar dejando a Jesús, de doce, en compañía de María, su confundida madre. A los catorce, el hijo decide salir en búsqueda de su padre. Lo que sigue es la crónica de uno de los itinerarios más conmovidos del arquetipal viaje de un hijo en la búsqueda de su padre, su propio doble.
Alejandro Oliveros
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