Diario literario

Diario literario 2021, febrero (parte IV): Jean-Pierre Melville, Günter Eich, Calaciura, traduciendo a Ricardo III

Paisaje de las afueras de Milán. Fotografía de Federico Donati | Flickr

27/02/2021

Milán, lunes 22 de febrero de 2021

Adaptándome a las tierras llanas de Milán después de una semana en las alturas alpinas. Aquí estamos a nivel del mar y, aun cuando el Mediterráneo se encuentra lejos, se percibe la sensación de estar en lo más bajo. Una sensación que compenso con las vistas desde el apartamento de Constanza en un séptimo piso con terraza. Desde allí puedo contemplar de nuevo la blancura de las nieves llevadas al lienzo por Matteo Olivero. A propósito, un querido amigo me hace llegar toda la información sobre un productor de Diano d’Alba, de donde han salido todos los Oliveros, llamado precisamente Paolo Olivero. Me siento en buena compañía con estos recién adquiridos parientes, uno artista y el otro productor de buenos vinos.

Pocas veces han sido los lunes mis mejores días para el trabajo. Me pasa lo mismo que a los niños con su renuencia a regresar a la escuela después del ocio de fin de semana. Admiro, por esto también, por su capacidad de trabajo, al ruiseñor que canta frente a mi ventana. Hoy, hacia las 4:30 a.m., ya había comenzado su jornada, que se mantuvo sin interrupción hasta cerca de las 6:30 a.m. ¿De dónde saca esta diminuta criatura tanta fuerza? No es sólo que canta seguido durante horas, lo cual ya es admirable, sino que lo haga además con tal intensidad y sostenido virtuosismo. Lleno de vergüenza, me levanto y, antes de las 7 a.m., ya estoy preparando un oloroso arábiga sudamericano. Además, mis lunes en Milán son especialmente cortos. Se prolongan apenas hasta las 3 p.m., cuando Alessandro regresa de clases. Entonces las prioridades cambian, y paso de Ricardo III a los comics de Teen Titan.

Günter Eich

Milán, martes 23 de febrero de 2021

Günter Eich 

Eich (1907-72) es uno de los poetas alemanes más interesantes del novecientos; penosamente marginado por la celanomanía de las últimas décadas de ese siglo. No fue el único, también Hilde Domin o Helmut Heissenbütel, entre otros. Como consuelo, vale decir que, incluso poetas de las dimensiones de Bertolt Brecht, el más completo y complejo en un siglo, por lo menos, vio reducida su difusión a un teatro que ya no admiramos como una vez, mientras que cada vez más admiramos su lírica. Para recordar a Eich, y después de leer a Dürrenmatt, Andrés Boersner me hace llegar un par de textos breves de Eich, el más breve, una especie de haikai. Decía Eich, no sin razón, que todos los poemas son demasiado largos, en cuyo caso, el haikai es la menos dramática de las salidas:

Die Kastanien blun.
Ich nehme es zur Kenntnis,
äussere mich aber nicht dazu.

El original está escrito en versos libres; en mi traducción, he escogido ponerlo en dos octosílabos rimados y en el medio una línea de cinco sílabas:

Ya florecen los castaños.
Lo tengo en cuenta,
pero no hago comentarios.

En el segundo poema, “Die Herkunft der Wahrheit bedenken” (“Piensa en el origen de la verdad”), se encuentran algunas inquietantes referencias autobiográficas que he destacado en mi traducción:

Piensa en el origen de la verdad,
sus raíces cubiertas de arena,
sus huellas,
el medido desplazamiento del aire
cuando llegaba como un pájaro.

Conocimientos que debemos al Pervitin,
reservados para la huida con las golondrinas.
¡Avancen, avancen, hacia la noche y la cima de la montaña!

En el follaje, las señas del picapedrero,
solo accesibles en el sueño,
como las bromas de los abuelos.
Cierra los ojos,
lo que ves te pertenece.

El Pervitin es un psicofármaco, lo que se conoce como metanfetamina, que altera la conducta haciéndola más agresiva y desprejuiciada. Fue utilizada ampliamente por la Wehrmacht para manipular a los soldados durante la Segunda Guerra. Günther Eich da cuenta de su consumo durante sus años de servicio en el ejército alemán. Conocí la poesía de Eich tempranamente, pero, víctima también del culto a Paul Celan, no le presté suficiente atención cuando fundé la revista POESÍA (Valencia-Venezuela) en 1971. En cambio, a Celan dediqué, en 1972, un homenaje en la sexta entrega de la publicación, que incluía, en la primera versión al castellano, su conferencia El meridiano y una selección de sus poemas, todos traducidos de manera impecable por el destacado germanista argentino Rodolfo E. Modern, autor también de una estupenda Historia de la literatura alemana del siglo XX. A Modern, a su solidaridad y sabiduría, debo mucho de lo poco que sé de la lírica germánica del período. Con Eich mantengo, desde entonces, una deuda acumulada, que quiero creer que he comenzado a saldar con las traducciones de los textos que, en buena hora, me ha hecho llegar el obstinado lector de estos diarios que es Andrés.

Fotograma de L’armée des ombres (1969). Jean-Pierre Melville

Luxor cine-club

En su sede milanesa, y después de tres meses de interrupción, el LUXOR CINE-CLUB ha reiniciado actividades. Animados por las preferencias del gran Ari Kaurismaki, quien en una lista de selecciones parciales (limitadas a los filmes restaurados por The Criterion Collection) incluye dos cintas del francés Jean-Pierre Melville, los organizadores han programado un ciclo, Un gran director olvidado, que propone cuatro obras de Melville: L’armée des ombres (El ejército de las sombras, 1969); Le deuxième souffle (El segundo aliento, 1966); Le cercle rouge (El círculo rojo, 1970) y Le flic (Un policía, 1972). Presumo que en parte motivado por la exclusión del Melville de sus difundidos programas sobre el Cinema Noir, la directiva del LC-C han incluido tres clásicos del género en su programación. Lástima que no hayan sumado otras dos grandes expresiones del negro francés, Samurai y El soplón. Para compensar, abrirán el programa con El ejército de las sombras, un “chef d’oeuvre” sobre el espinoso asunto de la resistencia francesa. Se trata de una película con no poco de legendaria. Estrenada un año después de las revueltas del mayo francés de 1968 dirigidas contra De Gaulle, no contó con las simpatías de ni del público ni de los críticos, que quisieron entenderla como una exaltación del general expresidente. Archivada durante muchos años, finalmente se estrenó en 2006 en los Estados Unidos. Esta vez, la recepción fue la más entusiasta y fue incluida entre los diez estrenos del año por el NYT. Dejando de lado las eventuales implicaciones ideológicas, El ejército de las sombras es una muestra del gran talento de su director. Una escritura ajustada, sin concesiones, sin desperdicios, que tiene a John Ford y John Huston como modelos. No erraba quien aseguraba que Melville era el más norteamericano de los realizadores franceses por su realismo sin adjetivos y la precisión de sus montajes. La fotografía, en blanco y negro, es igualmente notable, una especie de Figueroa urbano. El asunto es el muy incómodo de la resistencia francesa, del cual Melville fue uno de los primeros en ocuparse. Y ningún director con más autoridad para hacerlo. Melville, judío por los cuatro costados, participó en aquella resistencia variopinta  sacralizada por De Gaulle y sus acólitos, entre ellos Malraux, que nunca aceptaron que la parte más activa de la resistencia fue protagonizada no por franceses, sino por refugiados españoles. Tampoco deja de recordarnos Melville que la guerra es amoral. El bien es la búsqueda de la sobrevivencia, y el mal es que el enemigo lo haga. La moral reaparece al final de las hostilidades. Los protagonistas de Melville, miembros de la resistencia, hacen su primera aparición ejecutando de la manera más cruel (el garrote vil que más tarde institucionalizó Franco, enemigo mortal de todas las resistencias) a un delator. Con la misma crueldad, se despiden de la cinta asesinando a sangre fría a Simone Signoret, excamarada cuyo heroísmo salvó a varios de sus compañeros. No son ni buenos ni malos, ni mejores que los nazi, simplemente hacen lo que tienen que hacer, despojados de consideraciones éticas y morales. Al final, los que escriban la historia decidirán cuáles son los buenos y los malos. Melville no esperó y denunció los excesos de cada bando. La muerte de cada hombre me disminuye, habría podido decir el gran y olvidado maestro del cine francés.

Retrato de John Keats. 1822. William Hilton

Milán, miércoles 24 de febrero de 2021

El ruiseñor de Keats

Escuchando el pajarito noctámbulo que canta por los alrededores desde las 4:30 a.m., y que quiero creer que es un ruiseñor, recordé una vieja lectura de mis veinte años. Se trata de “Oda a un ruiseñor”, uno de los poemas más conocidos y admirados de la poesía británica y que, en aquel entonces, sólo conocí en una versión castellana. El traductor era el conocido Ricardo Baeza, y había sido incluido en la mejor antología que todavía existe de la poesía de habla inglesa hasta Oscar Wilde, Poetas líricos ingleses; con traducciones de diversos especialistas, entre ellos nuestro Pérez Bonalde (“El cuervo”). El volumen formaba parte de la estupenda colección Clásicos Jackson, editada por el mismo Baeza con la colaboración de nombres como Silvina Ocampo, Alfonso Reyes o Jorge Luis Borges. De su versión de la formidable “Oda a un ruiseñor”, apenas creo recordar las primeras líneas (originalmente en prosa):

Me duele el corazón
y un lánguido sopor invade
mis sentidos, como si habiendo
tomado cicuta, o vaciado
hasta las heces un trago de láudano,
rodase ya camino del Leteo.
No es envidia, oh, no, de tu destino
prodigioso, sino exceso de alegría
en el tuyo, alegría de que tú,
alada dríada de los árboles…

El ruiseñor siempre ha estado asociado a la poesía y los poetas. Por lo menos desde Shakespeare: “It was the lark, the bird that sings at dawn,/not the nightingale”. Para los románticos era una criatura emblemática, como lo fuera la cigarra para los alejandrinos. El romanticismo hizo de la noche su escenario, y del amanecer un enemigo. “Muss der Morgen immer kommen?” (¿Tiene que regresar siempre la mañana?), se preguntaba Novalis, príncipe de los poetas románticos.

Giosuè Calaciura. Fotografía de ActuaLitté | Flickr

Giosuè Calaciura

Calaciura (Palermo, 1960) es uno de los narradores italianos más interesantes de su generación. Tal vez más apreciado en el extranjero que en su país natal (Premio Femina Extranjero), es conocido por sus estremecidos relatos sobre los barrios populares de su ciudad natal. Lo cual es el asunto del único de sus libros que he leído, Los niños del Borgo Vecchio. Su trabajo más reciente, Io sono Gesú (Sellerio, 2021, 288 pp) ha sido bien reseñado por los críticos de La lettura, el más respetado de los suplementos literarios italiano. El asunto de  esta novela es el muy trajinado de la vida de Cristo. La particularidad de la versión de Calaciura es que se trata de un Jesús que, antes de los tres años de su vida pública, dedica los doce de su vida escondida a la búsqueda del padre, como un personaje de Shakespeare. José, el carpintero, abandonó el hogar cuando el hijo no pasaba de los nueve años. Ésa es la tarea de este héroe de Galilea que debe cumplir con todas las etapas de la trayectoria heroica. La reseña de la prensa despertaría la curiosidad del lector más indiferente: “La intención de Calaciura es la representación de la frágil figura de un Jesús que se enamora, hace el sexo, trabaja, toca la flauta, trabaja duro y vive el sufrimiento de la muerte de la mujer amada”. En su versión del episodio de las Bodas de Caná, el autor palermitano hace que Jesús se emborrache con el vino que acaba de producir del agua, caiga en un alegórico pozo y sea rescatado. Tengo la impresión de que las 288 páginas de este libro son de lo más excitantes que puedo leer en estos efímeros comienzos del 2021 y me prometo regalármelo de cumpleaños.

Milán, jueves 25 de febrero de 2021

Todo hace pensar que los días del invierno están contados, desafortunadamente. El calentamiento planetario acorta los inviernos de manera dramática, lo cual no es bueno ni para las vides ni para mí. Soy, como el nebbiolo, una criatura del frío y la niebla, a pesar de mi nacimiento y crianza tropicales. Una adversidad a la que he sobrevivido gracias a los ventiladores y climatizadores que he usado desde la infancia. El calor es humillante, le escuché decir alguna vez a una amiga, y no puedo sino estar de acuerdo.

Fotograma de Looking for Richard (1996). Winona Ryder y Al Pacino en los papeles de Lady Ana y Ricardo III

Traduciendo a Ricardo III (4)

¿Alguna vez una mujer en ese estado de ánimo/ha sido seducida? ¿Alguna vez/ en ese estado de ánimo conquistada?”, se pregunta el para entonces duque de Gloucester y más tarde Ricardo III. Es el final del prolongado diálogo que mantuvo con Lady Ana, la hija más joven del poderoso décimo sexto conde de Warwick (“the King maker”). La mayor fue la esposa de Clarence, hermano de Ricardo. Ana era la jovencísima viuda de Eduardo, muerto en la batalla de Tewkesbury como príncipe heredero de su padre Enrique VI. En 1472, terminaría Ana desposando a Ricardo III y coronada como su reina en 1483. Murió de causas desconocidas, aunque la más conocida de las causas en esa corte era el mismo Ricardo, quien moriría en el campo de batalla en 1485. Para desmentir los rumores, Richard manifestó en público su pesar por la muerte de su esposa. Según los historiadores no hay razón para no creer en la sinceridad de su confesión. Ana hace su aparición sólo tres veces en la obra de teatro que le dedicó Shakespeare a Gloucester. En la segunda escena del Primer Acto para ser seducida por Gloucester en una de las secuencias más célebres, con razón, del teatro occidental. La tercera de sus apariciones será en la forma de uno de los fantasmas que acosan al protagonista al final de la pieza. La presencia de Ana en el Primer Acto no podía ser más fúnebre. En compañía de unos pocos nobles y ningún miembro de la exfamilia real, avanza por el escenario con el féretro de su exsuegro Enrique VI, muerto por Ricardo poco después de la batalla de Tewkesbury. Disimuladamente, Ricardo observa la solemne procesión y justo cuando ha llegado al centro de la escena la detiene de manera sorpresiva. Sus intenciones no son desconocidas para el espectador. Al final de la escena anterior había manifestado, en otro soliloquio, su intención de casarse con Ana, “Qué importa si fui la causa de la muerte de su esposo y de su suegro?” Lo que no se esperaba nadie, aunque a Freud no le ha debido causar ninguna extrañeza (en un trabajo de 1916, se refirió al “sentimiento de una posible comunidad interior con Ricardo”, que es lo que uno puede sentir en esta escena), es que la seducción ocurriera en la menos obvia de las situaciones. Al final de la escena, los aficionados al psicoanálisis encontrarían en el intercambio dramático una nueva muestra de la extraña atracción entre eros y muerte. La secuencia es una de las más conocidas de todo Shakespeare. La mejor versión del cine es la de Lawrence Oliver, con la inquietante Claire Bloom como Ana. Alguna lectura “de género” no le perdona al Bardo haber presentado a una Lady Ana tan voluble y dócil. El poeta desmiente la peregrina objeción con el realismo de la acción y su incisiva psicología. La actitud de Ana puede ser criticable, pero su conducta es para nada improbable. El diálogo entre Ana y Ricardo se extiende por 194 pentámetros generalmente regulares, aunque no es obvio encontrar más de dos pentámetros regulares seguidos en Shakespeare, de acuerdo al aguzado oído del doctor Johnson. Lo que sigue son las últimas líneas del diálogo entre ambos personajes, que he preferido traducir en versos de  10 a 12 sílabas, teniendo en cuenta la eventual lectura por parte de los actores en una distante puesta en escena.

RICARDO

Tus ojos, dulce señora, han infectado
los míos.

ANA

Quisiera que fueran basiliscos que te
dejaran muerto.

RICARDO

También yo, para morir de una vez
por todas, porque ahora me matan
con una muerte en vida. Tus ojos han
hecho brotar saladas lágrimas
de los míos, avergonzándolos
con gotas infantiles; estos ojos
que nunca soltaron piadosas lágrimas;
ni siquiera cuando York, mi padre,
y Eduardo lloraron al escuchar la queja
estremecida de Rutland, en el momento
en el que el pavoroso Clifford
le clavó su espada. O cuando tu airado
padre contaba, como un niño,
la triste historia de la muerte del mío,
y en muchas ocasiones se detuvo, entre
sollozos y llantos, mientras la escolta
tenía empapadas sus mejillas,
como árboles que daña la lluvia;
en esa ocasión mis viriles ojos
sólo soltaron una humilde lágrima;
y lo que ese dolor no produjo
tu belleza lo ha logrado, cegándolos
con el llanto. Nunca, frente a un amigo
o enemigo, mi lengua dijo suaves
palabras, pero ahora que tu belleza
es la propuesta recompensa,
mi orgulloso corazón la demanda
y anima mi lengua a hablar.

(Ana lo mira con desprecio)

No le enseñes a tus labios a expresar
tanto desprecio; porque fueron hechos
para besar, señora, no para mostrar
desdén. Si tu vengativo corazón
no puede perdonar, he aquí mi espada
de aguda punta para que, si es tu
deseo, la ocultes en este pecho
sincero, que desnudo para tu golpe
mortal, y liberes el alma que te adora,
mientras, humildemente, la muerte
imploro de rodillas. No te detengas,

(Se desnuda el pecho. Ana lo apunta con la espada)                               

porque fui yo quien asesinó al rey
Enrique, aunque provocado por tu belleza.
Anda, hazlo, porque fui yo quien apuñaló
al joven Eduardo, aunque instigado
por tu rostro celestial.

(Deja caer la espada)

Levanta la espada
o levántame a mí.

ANA

Álzate, impostor, aunque tu muerte
deseo, no seré tu verdugo.

“El que perdona muere, Alejandro”, me decía siempre un amigo de la infancia que nunca se leyó a Shakespeare.


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