Diario Literario
Diario literario 2021, diciembre (parte I): Si muero antes de despertar; Antonia Mulas; verdades y posverdades
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Milán, domingo, 28 de noviembre de 2021
Cinema noir argentino (4)
Anoche, Si muero antes de despertar, la última de las tres adaptaciones de historias de William Irish que Hugo Carlos Christensen llevó al cine en 1952. Esta vez estuvo encargado del guion el preterido dramaturgo Alejandro Casona, exiliado en Buenos Aires por la dictadura de Franco. La fotografía es de Pablo Tabernero, argentino de origen judío nacido en Berlín, estudiante de la Bauhaus en la etapa de Weimar quien, en 1936, estuvo en España trabajando como fotógrafo para los republicanos en la columna de Bouenaventura Durruti. Exiliado en Argentina, trabajó en cantidad de películas que le valieron el Premio Cóndor de Plata. Su talento ya lo habíamos apreciado en No abras nunca esa puerta. El eje de la actuación de Si muero antes de despertar fue un casi infantil e inolvidable Néstor Zavarce. La historia es la de un pedófilo que escoge sus víctimas entre las estudiantes del mismo colegio donde asiste Lucio (Zavarce), el joven héroe víctima de los Polifemo de su padre, un investigador policial frustrado, y de sus maestros, testigos de que las enseñanzas de María Montessori no eran las más populares en aquel sistema de educación peronista. Alguna connotación social se ha querido ver en el film, como en las secuencias en que la cámara sigue al asesino y sus víctimas cuando descienden por una escalera al submundo orillero de los barrios pobres de la gran capital. La secuencia nocturna, el viaje de Orfeo hacia Hades en busca de su amiguita de escuela, es memorable. A pesar de lo dañado de estas copias, incluso restauradas a duras penas, el trabajo fotográfico sorprende por la naturaleza táctil, matérica, del trabajo de Tabernero. Christensen, por su parte, tiene el mérito nada corriente de narrar la historia desde el punto de vista de sus protagonistas, con los cuales se establece de inmediato una empatía y solidaridad; uno también estudió primaria y uno también obtenía malas calificaciones (en mi caso, al menos).
Antonia Mulas
En RAI5 TV una hora dedicada a lo que la gran Antonia Mulas consideraba lo mejor de su obra: sus retratos. Tal vez más conocida por sus ambiciosos y logrados trabajos de fotografía urbana, son sus retratos donde se expresa mejor su genio. Sus fotografías de Andy Warhol y contemporáneos (Cage, Rauschenberg, Oldenburg, Lichstenstein, Castelli) están marcadas por una espontaneidad y un sentido del humor que reducen al mínimo la distancia entre el retratado y el que le observa. Incluso Lichtenstein, en apariencia tan estirado, aparece, en sus tomas, jovial y próximo. Mulas tenía la rara habilidad de ganarse la confianza y, al parecer, el afecto de sus retratados, a quienes no les importa aparecer de manera casi impúdica, sin reservas, ante su lente. Pocas veces el enigmático Warhol ha aparecido tan sencillo, tal como en apariencia lo era, al menos la única vez que estuve cerca de él, cuando saludó a Constanza de cuatro años montada en un caballito en una heladería cerca de su Factory en la East 47th St. de Nueva York.
Milán, lunes, 29 de noviembre de 2021
La damnation de Faust
En el canal cultural de la RAI, La damnation de Faust, en la versión estrenada en la Ópera de Roma en 2018. Creo que es una de las pocas veces que la escucho en su integridad. Y, sin duda, en el origen de esta première particular está la sensible e impecable dirección musical de Daniele Gatti acompañado por un notable grupo de solistas (Alex Esposito como Fausto, Verónica Simeoni en Margarita). Sin embargo, lo que me atrajo de manera especial fue el excitante e inteligente montaje del joven director Micheletto Damiani, quien, a pesar de un innecesario exceso (Mefisto viola a Margarita después de la muerte de Fausto), presenta un espectáculo casi irresistible, que le debe, como todos los directores de su generación, mucho a Artaud y Brook. Damiani logra algo que hubiese encantando a su compositor: transformar la ópera en una obra de teatro cantada. No de balde estudió dirección teatral en el Piccolo, de Milán. El resultado es un Berlioz de una inesperada contemporaneidad.
Milán, miércoles, 1 de diciembre de 2021
Me siento tristemente disminuido al poner la fecha en el cuaderno. Ya había sentido algo similar al enterarme de que, en la liturgia cristiana, el domingo pasado fue el primero de Adviento. ¿Cómo es que estamos en diciembre si ayer no más estábamos en enero? Una de las pocas situaciones en nuestro tiempo a la cual no se le puede aplicar la noción de “post” es al tiempo, nada hay más allá del tiempo que no sea la nada.
Posverdad
Y hablando de esto, me escribe una colega amiga para recordarme que de todos los “post” el más peligrosos es la posverdad. Y tiene razón, porque es una aberración que cuestiona los fundamentos mismos de la filosofía. Que sea aborrecible no nos debe hacer olvidar o disminuir sus orígenes. Que uno de sus más hábiles exponentes haya sido elegido una vez, y casi una segunda, presidente de los Estados Unidos, demuestra que, con todo lo que tiene de abominable, el ejercicio de la posverdad es ampliamente difundido, y no solo entre los simpatizantes de Donald Trump. El astuto empresario que desplazó a los líderes tradicionales de su propio partido supo convertirse en el heraldo de una tendencia que habrá de extenderse por lo menos durante las próximas décadas del XXI. Su propuesta de una “verdad relativa”, una contradicción en términos, debe entenderse como un reacción espontánea y malintencionada a la abusiva difusión de verdades absolutas de todo tipo a lo largo de todo el siglo XX.
Como todos los “post”, la posverdad es una reacción radicalizada a la difundida práctica de los ideólogos de la modernidad, todo el siglo XX, de saturar la conciencia colectiva de Occidente a base de verdades absolutas, irrefutables que hoy, en estos indecisos tiempos posmodernos, resultan poco menos que lamentables. Todo debe haber empezado con Nietzsche cuando un día, en un acto de indignación protestante, declaró que Dios había muerto, con lo cual cuestionaba de manera radical todo ateísmo, al aceptar la existencia de Dios, condición sine qua non para que el buen hombre pudiera morir. Muerto “de repente” el que durante tanto tiempo había existido, todo era permisible. Así, Albert Camus, uno de sus mejores comentaristas, escribió, sin derecho a réplica, como ocurre con las verdades absolutas, que “la única posibilidad filosófica era el suicidio”, y con esta tesis nos envenenamos millones de jóvenes e inadvertidos lectores. Pero sería un trío de brillantes judíos los encargados de enunciar las verdades absolutas que modelarían el pensamiento del siglo XX. Marx, ocupado del sector social, declaró que la revolución proletaria era inevitable, con lo que se llegaría al fin de la historia. Y todos nos sentamos a esperar que llegara. Y, de hecho, llegó a algunos países importantes. Mientras Marx, con una capacidad admirable, seguía produciendo verdades absolutas, el profesor Albert Einstein, con la seguridad de un profeta bíblico, nos reveló, como Moisés a su pueblo, que la energía era el resultado de la masa cuando alcanzaba el cuadrado de la velocidad de la luz. Mucho me temo que lo absoluto de la brillante e ingeniosa ecuación tiene los días contados. Como será la mayoría del doctor Freud, encargado de las verdades absolutas en el campo de la psiquiatría. Con no menos ingenio que Marx y Einstein, nos reveló (las verdades absolutas siempre se presentan con revelaciones) que si bien es cierto que “somos porque pensamos”, no lo sería menos que no actuamos como pensamos, y que todos, o la mayoría, de nuestros actos, son condicionados por un inconsciente, al cual no tenemos acceso y que es la fuente de lo que, en verdad, somos. Un cuarto pensador, esta vez de origen ario, encargado del departamento de filosofía, en un tono, es verdad, menos epifánico, pero más oracular, nos recordó que en el origen de nuestras angustias estaba un olvido ancestral, nada menos que el olvido del ser. La posverdad que, con toda razón, teme y repudia mi amiga y colega es el resultado de cien años de verdades absolutas acumuladas, que ahora nos damos cuenta de que tenían tanto de brillantes como de refutables.
Alejandro Oliveros
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