Diario Literario
Diario literario 2021, agosto (parte V): Faure, American Rennaissance, desasosiego, Zweig y su diario
Monumento a Stefan Zweig. Salzburgo, Austria. Fotografía de Franz Jachim | Flickr
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Milán, domingo, 22 de agosto de 2021
De nuevo escribiendo en mi viejo cuaderno Oxford, el cual, como su nombre indica, fue fabricado en Francia, después de un mes escribiendo en libretas y cuadernos de viaje más pequeños y con otro papel. Las hojas del Oxford son de 50 líneas cuadriculadas en un sedoso papel “óptico” de 50 g. Es el más moderno que he tenido en mi vida, con sus cuatro monogramas en cada ángulo que permiten que los textos sean escaneados con facilidad y archivados en un dispositivo electrónico o enviados por correo. Una serie de ventajas que no me son de ninguna utilidad, habida cuenta de mi impericia en este tipo de arreglos.
Desasosiego
Un querido amigo me hace llegar una copia digitalizada de El libro del desasosiego (Livre de l’intranquilité, en la versión francesa) de Pessoa, en la misma edición que conservo en mi biblioteca en Venezuela. Un oportuno envío porque desasosiego es lo que he sentido cuando, después de las vacaciones, no regreso, como toda mi vida, a mi propia casa en el país natal, sino a este apartamento en el cual habito desde hace casi un año. En este caso “regreso” no parece la palabra más adecuada, aunque no consigo otra; retornar, como en Il ritorno di Ulisse in patria, es lo mismo. El mío es un falso regreso. Uno regresa en verdad cuando vuelve al punto de partida, y el mío no fue Milán. Tomé el avión en octubre de 2020 en Maiquetía, a donde aspiro volver más temprano que tarde. Pero el destierro es así (debo decir que no me considero para nada un exiliado), te lleva de un lado a otro en un espacio y bajo un cielo que no son los tuyos. Hoy, después de ocho meses en esta ciudad, me pregunto, sin consideraciones subjetivas, ¿qué hago aquí?, aparte de acompañar a mi hija y mi nieto. ¿Por qué no estoy en Caracas o Valencia? La psique se resiente y reacciona de la única manera, con resignación y nostalgia; que, en griego, es dolor por el viaje no viajado, de regreso. Un dolor que no hace sino agudizar la incertidumbre, ¿hasta cuándo voy a quedarme? Cuando me pregunto si, en español, la palabra más adecuada para definir este malestar es “desasosiego”, el inefable Diccionario de la RAE acude, como siempre, en mi ayuda, “Desasosiego: falta de sosiego”. Gracias.
Milán, lunes, 23 de agosto de 2021
Rentrée
Esta semana, o la otra, comienza lo que los franceses llaman rentrée, para referirse al inmediato periodo que sigue a las vacaciones, cuando la gente está de vuelta al trabajo y los más jóvenes a sus colegios y universidades. Es el tiempo de lanzamientos editoriales, nuevas exposiciones e inicios de las temporadas de música y ópera. Mi rentrée más memorable ha sido la de 1980, cuando, para la “opening night” de la temporada, la Ópera Metropolitana de Nueva York seleccionó Lulu, de Alban Berg, recién reestrenada en París en la Ópera La Bastille en un montaje de Patrice Chereau con la dirección de Pierre Boulez. La del Met fue dirigida por un joven James Levine, con no menos méritos o aun mayores para algunos críticos serios como Andrew Porter. Los solistas, sin embargo, fueron casi todos los mismos, encabezados por la formidable Teresa Stratas. Fue una experiencia memorable, mi segundo encuentro con las óperas de Berg, después del Wozzec en la misma casa, con el protagonismo de Jose van Dam y Ann Silja. La rentrée también marca el comienzo del último cuatrimestre del año, ya cuesta abajo en su rodada. Una oportunidad para planificar lo que vamos a hacer con el resto de días del año que nos queda. Aunque lo mejor es casi siempre dedicarse a precisar lo que no vamos a hacer, de esta manera nos ahorramos frustraciones y amargos autorreclamos. En mi caso, no son pocos los no. Casi siempre referidos a proyectos electorales: no a mi plaquette con las ilustraciones del Harry Abend; no, por tercer año consecutivo, a la publicación de Razones y ficciones, una amplia selección de mis ensayos y reseñas, víctima de la voracidad de algún agujero negro; no a la publicación de mis Exilios en italiano; un no crónico a la aparición de mis diarios, y un no nuevo para mis traducciones de Julio César y Ricardo III. Ante tantas negativas, el sí esplendoroso de mis Poemas de la luna líquida, anunciada, para la rentrée, por los amigos de la calle Luis Santángel, 10.
Milán, martes, 24 de agosto de 2021
Edgar Faure
Comienzo el día con la música menos apropiada para el momento. Escuchar la hermosa serie de Nocturnos de Fauré a esta hora, siete de la mañana, me hace pensar en que algo no funciona. Como si me hubiese despertado en un lugar distinto al de anoche, cuando me quedé dormido. En cualquier caso, bienvenida sea la música del maestro francés, que durante tanto tiempo estuvo desplazada de las preferencias de intérpretes y promotores. Durante tres años en Nueva York, a finales del siglo que pasó, no creo haber escuchado más de dos de sus piezas transmitidas por las emisoras de música clásica de la ciudad, WNCN y WQXR. Ni sentido algún pianista, en las docenas de conciertos a los que asistí, que interpretara su música. No me fue fácil conseguir su sonata para piano mencionada por Proust en uno de sus libros. Eran tiempos aciagos para la música francesa de la época de Fauré. Ni siquiera Satie, convertido en best-seller poco después, era favorecido por las salas de concierto. Apenas Aldo Ciccolini, y en el espacio “marginal” de un local-bar del Village, se atrevía con las gymnopedies a comienzos de los ochenta. No es que los tiempos cambien, que nuca cambian, sino que la sensibilidad colectiva se desplaza, de manera insensible. Tampoco se escuchaba mucho Chopin, by the way.
American Renaissance
A pesar de la relevancia del American Renaissance, el movimiento cultural que se produjo en los Estados Unidos a finales del siglo XIX, y cuyos protagonistas fueron ingenios como Emerson, Thoreau, Nathaniel Hawthorne, Melville, Whitman y hasta Poe, la difusión de sus obras más allá de las fronteras de la Unión no era la más extendida y aceptada. Tal vez Whitman fuera el menos desconocido, al menos en Francia. Lo mismo que Poe, aunque el autor del “Cuervo” fuera reconocido solo por un minúsculo grupo (Baudelaire a la cabeza y luego Mallarmé), y por equivocadas razones: llegó a ser considerado un gran poeta, cosa que nunca fue. La narrativa sería todavía menos reconocida fuera de los Estados Unidos. E incluso allí, en ese país fracturado por la Guerra de Secesión, las grandes novelas tardías de Melville solo conocerían una publicación póstuma. Me refiero a dos de las narraciones más preciosas e imponentes en cualquier idioma de todo el XIX: Moby Dick y Pierre. Tal vez demasiado protestante la primera, y ambigua la segunda. Fortuna parecida habría de tener su extraordinaria obra poética. Lo mismo con la obra de su maestro y amigo Nathaniel Hawthorne, a pesar de escribir una novela como El fauno de mármol que se desarrolla en Italia y de ser el autor de una impresionante serie de Notebooks y diarios. Fue, sin embargo, más conocido por su novela La letra escarlata y sus libros de extraordinarios cuentos que, como los de Poe, se adaptaban más al gusto de los norteamericanos. Lo que le faltó a esta generación de grandes genios fue un espíritu cosmopolita como el de Gertrude Stein, quien los convenciera de que sus obras, antes que envidiar las de Zola o Maupassant o Dickens y George Eliot, eran por lo menos tan grandes. Para los escritores y poetas de la generación de Faulkner, no era tradición lo que faltaba. Sino el convencimiento de que se trataba de una tradición digna de ser continuada, por una parte, y por la otra encontrar una manera de hacerlo. La lección de Gertrude Stein, la misma aplicada por Ezra Pound, era la única coherente: no se trata de inventar una nueva tradición, lo cual sería un dislate, sino de hacerla nueva. Y que fue lo que hizo la Stein con su estupenda novela The Making of Americans. En la cual un asunto nada original era tratado de una manera nueva. La dicción de los grandes realistas fue transformada y adaptada a las necesidades de una nueva sensibilidad. Siguiendo su ejemplo, Faulkner y su generación hicieron de la novelística norteamericana de comienzos del XX una manifestación solo comparable a la novela inglesa del XVIII. La tradición, en los mismos términos, será prolongada por los escritores norteamericanos de la segunda parte del novecientos, desde Baldwin y Updike hasta Dicky, Carver, De Lillo o Jonathan Frenzen. En este caso, no puede ser más justa la definición de T.S. Eliot, la tradición es el medio que permite que la vitalidad del pasado enriquezca la vida del presente. Lo que Eliot llama la “vitalidad del pasado” en nuestro caso es la asombrosa modernidad de obras como Wakefield, Bartleby, Moby Dick o la poesía de Whitman y las teorías de Poe. La grandeza de la literatura del XX estaba prefigurada en los grandes nombres del XIX en los Estados Unidos. El American Renaissance se ha prolongado, sin solución de continuidad hasta nuestros días del siglo XXI.
Milán, miércoles, 25 de agosto de 2021
Distópico musical
Segundo día con la música menos apropiada para las primeras horas de la mañana. Aunque, a decir verdad, lo que escucho en este momento, algo de Carl Orf, como todo lo suyo, no es bueno para ningún momento. Más acertada la gente de Radio Classique con una brillante versión del nostálgico valse de la Mascarade de Khatchaturian, un genio ingratamente tratado por la vanguardia musical europea. No le perdonaron, aunque sí a Sartre, Aragón o Neruda, sus concesiones a las exigencias ideológicas de Stalin. En una de las frecuentes manifestaciones de estulticia de estos críticos radicales, olvidaban que el mismo Stalin, poco después de la Segunda Guerra, se convirtió en crítico feroz y perseguidor de Khatchaturian, al tiempo que hacía lo mismo con Shostakovitch. Las vanguardias son así, injustas pero necesarias.
Exilios y exiliados
No sé si esa vocación existe, pero la de exiliado es una que nunca haya sentido. En mi proyecto existencial estaba, y hasta el año pasado fue así, el de realizar viajes más o menos largos cada año, para regresar después al país natal. Recuerdo que, en 1981, después de una temporada en Nueva York, me hicieron el ofrecimiento de comenzar a enseñar en Rutgers University, invitado por el chairman del Departamento de Español y Portugués, el profesor José Vázquez Amaral. Decliné la invitación porque me parecía suficiente el tiempo transcurrido en esa oportunidad en el exterior. A pesar de mi vida nómada, soy un hombre, como mi padre, esencialmente sedentario. El fato escogió para mí, no obstante, una existencia “pórtatil”, que no quisiera que se convirtiera en prolongado exilio. Nada me impide regresar al país natal, pero todo me dice que no sería una decisión afortunada. Me aterra, por otra parte, aquella conseja según la cual uno sabe cuándo comienza el exilio pero no cuándo termina.
Milán, jueves, 26 de agosto de 2021. San alessandro
Flota el tiempo
¿Sabrá
ese pichón
que, sin prisa,
vuela
por encima
de la cerca,
cuánto tiempo
le queda?
Fedra
Una amiga, a propósito de los diversos tratamientos del incesto en Faulkner, me recuerda las tentaciones de Fedra. Fue una de las asistentes a un curso organizado, hace unos años, a petición de la Fundación Valle de San Francisco, que dirigía, y seguramente sigue dirigiendo, María Fernanda Palacios. En esa oportunidad, nos detuvimos a comentar las peripecias de Fedra en las versiones de Eurípides y Racine. Me había estimulado para la empresa el montaje de Racine que había presentado la Comédie Française en esos días. Por desgracia, no conseguí una copia del filme de Jules Dassin (1962) sobre el asunto, donde una imponente e inolvidable (siempre lo fue) Melina Mercouri se ocupaba del papel de la hija de Minos en Pasifae, mientras Anthony Perkins, que sabía de este tipo de relaciones después de Psicosis, se ajustaba sin dificultad al rol de Hipólito. El asunto del incesto es uno de los más conspicuos de la literatura. Nada mejor que el dilatado estudio que, con la erudición que le conocemos, Otto Rank dedicó al espinoso tema.
Milán, viernes, 27 de agosto de 2021
Los italianos, a la celebración del onomástico, conceden una importancia desconocida en Venezuela. Ayer le tocó a Alessandro, el nieto, y por extensión a mí, Aleandro, que es como lo pronuncian, ante la ausencia de jota en su alfabeto y la incapacidad para pronunciarla. Como único regalo (Alessandro, en cambio, recibió varios), los Diarios de Stefan Zweig, enviado por Ricardo Bello desde Sevilla, la ciudad maravilla, que vio nacer a los dos mejores poetas españoles de los siglos XIX y XX, Bécquer y Antonio Machado; no poca cosa, en verdad:
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla
y un huerto azul donde florece el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia algunos casos que recordar no quiero…
Los Diarios de Zweig fueron publicados en España por Acantilado, la misma que incluyó en su catálogo En tierra ajena, el extraordinario estudio sobre el exilio de Josep (José, entre nosotros) Solanes, el psiquiatra catalán quien fuera mi profesor, primero, y maestro y singular amigo, después. La casa de Barcelona se ha convertido en una especie de editorial oficial de Zweig en castellano, después del proyecto de las obras completas, en cuatro grandes tomos, de otra editorial española cuyo nombre no recuerdo. Acantilado lo ha publicado casi todo, menos la correspondencia general, sus cartas a una cantidad impresionantes de intelectuales y políticos, entre los cuales el colombiano Germán Arciniegas, el cual generosamente se ofreció para acomodarlo en su país, poco antes de que el gran escritor decidiera quitarse la vida ante la incertidumbre de la situación política brasileña. En el catálogo, sin embargo, las cartas intercambiadas con Joseph Roth y Herman Hesse. Zweig no fue (¿con qué tiempo?) un escritor de diarios, como lo fueron Green, Leautaud o Jünger. Después de interrumpirlos en 1918, los retoma en 1931, ante la inminencia de una catástrofe que, con Joseph Roth, fue de los primeros en prefigurar. El 22 de octubre de 1931:
De pronto, tras años sin escribir, decido reanudar el diario. Lo hago empujado por el presentimiento de que se avecina un período crítico, similar a los días de la Gran Guerra, que amerita un testimonio escrito de la misma manera que en otros tiempos lo requirieron los grandes viajes que emprendí o la guerra. No me refiero a una conflagración armada ni la espero, sino a conflictos sociales internos, que en el caso de Austria podrían ser una revolución fascista o de la Heimwher. En todo caso, va bien ejercitar la mirada atenta. El pretexto inmediato para escribir de nuevo fue la llamada telefónica que recibí anoche del periódico Neue Freie Press comunicándome que Schnitzler había muerto.
El diario se interrumpe en diciembre de ese año, para ser retomado en 1935 y continuar de manera muy esporádica hasta el miércoles, 19 de junio de 1940. Las últimas entradas corresponden a un escuálido Cuaderno de la guerra que se inicia el, 23 de mayo de 1940:
Regreso al diario. En alguna parte tomé notas para los primeros días de la guerra. Una vez más, quería esbozar para mí mismo, pero finalmente abandoné… Tenemos por delante los días más espantosos de nuestra vida. Una vez más la historia universal cobra tintes trágicos. A partir de ahora escribiré a diario.
A pesar de la resolución, el diario de Zweig no pasó del 19 de junio de 1940. El 25 de ese mes con Lote, su nueva esposa, zarpan para Nueva York donde permanecieron hasta el 8 de agosto de ese año. Ese día pone en práctica la decisión fatal de refugiarse en Brasil, a donde llegarán el 21 de agosto. Año y medio más tarde, el 22 de febrero de 1942, hallarán a la pareja muerta en su casa de Petrópolis, después de ingerir una dosis mortal de barbitúricos. Las mejores páginas, que no se puede decir que sean pocas, de estos limitados diarios, especialmente los escritos después de 1931, tienen la misma tensión y despliegan la misma contenida desesperación de otras obras autobiográficas, en especial su estremecedor El mundo de ayer. Bello regalo para el día de san Alessandro.
Alejandro Oliveros
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