Diario literario

Diario literario 2020, septiembre (parte II): Velázquez y Flaminia, Memorias de ultratumba, Ser y tiempo

Venus del espejo. Óleo sobre lienzo. 1947-1951. Diego Velázquez

12/09/2020

Caracas, sábado 5 de septiembre de 2020

Velázquez y Flaminia (1)

Pintó un solo desnudo -y es algo que uno no deja de lamentar- Velázquez, y lo hizo fuera de aquella España de los Austria. Conocedor de la historia del arte gracias a su curiosidad intelectual, y las lecciones de su erudito suegro Francisco Pacheco, sabía que el desnudo había sido un género favorecido de sus grandes rivales en la historia de la pintura europea. Entre ellos y, primus inter pares, el inigualado Apeles, quien, con sus desnudos, entretenía la vida errante de Alejandro Magno. Y, en sus viajes a Italia, el maestro sevillano había admirado las admirables pinturas con las que Miguel Angel, Giorgione, Tiziano, Palma, Piombo, Veronese o Tintoretto habían enriquecido el género. Recordaba la libertad y facilidad con la cual el gran Rubens, de visita en la corte de Felipe IV, desnudaba a las mujeres en sus cuadros, mostrando sin pudor sus rosadas y rollizas humanidades. Un solo desnudo que, como todo lo de Velázquez, es, efectivamente, alegórico. Se trata de una de las geografías femeninas más inquietantes de la pintura occidental, con la modelo escondiendo su rostro (no estamos seguros de que el que aparece en el espejo sea realmente el suyo) y ofreciendo, en cambio, su dorso entero a la mirada del espectador. Aun sin la impudicia de la Olympia de Manet, no se puede negar la esencia provocadora de la decisión del pintor. La negación agudiza del libido, se dice que dijo Freud, y debería ser verdad, porque para más de uno, como yo, no ver a la modelo de frente no hace sino aumentar el imposible deseo, todos los grandes deseos son imposibles, de ver a la dama de frente. No excluyo una malsana morbosidad en esta frustración.

Aparte de estas extraviadas consideraciones, hay otra más digna de ser tomada en cuenta. Y es que, como creo haber escrito hace unos treinta años, en La mirada del desengaño. Estudios sobre poesía europea del Barroco, el cuadro de Velázquez debe ser entendido, también, como un manifiesto de la estética barroca. Lo cual es, en esencia, no otra cosa que una despiadada reacción en contra de los principios de la ideología renacimental. Como uno de los más firmes exponentes de la nueva tendencia, Velázquez, en no pocas ocasiones, manifiesta su desacuerdo con los ideales de artistas como Rafael, Giorgione, Leonardo, Miguel Ángel, Tiziano o Veronese, para quienes los ideales de la cultura grecorromana eran los únicos dignos de ser emulados e ilustrados. “La Venus de Urbino” nos mira a los ojos, los aromas de su piel son una exquisita combinación de fresas y guanábana, una invitación a los placeres prodigados por Venus, de cuyo nacimiento Boticelli había dejado una crónica en imágenes. Los protagonistas del mito son presentados en admirables actitudes heroicas: Baco al encuentro de Ariadna; Danae cediendo ante una irresistible lluvia de oro; Ganímedes hermoso y complaciente en los brazos del ave imponente; Apolo poniendo en su puesto al atrevido Sileno. Los dioses griegos representados tal como uno se los imagina: hermosos, atléticos, elegantes, eternos. Ninguna de las tantas Venus del Renacimiento nos muestra su trasero de una manera tan rotunda como la de Velázquez. Por el contrario, todas buscan nuestra mirada, nos invitan en silencio a la caricia. Algo que es difícil sentir con la Venus del sevillano; quien, en algunos casos, produce más estupor que deseo. La Venus del espejo es más un artefacto precioso que un cuerpo para ser deseado.

Caracas, domingo 6 de septiembre de 2020

Velázquez y Flaminia (2)

En dos ocasiones estuvo Velázquez en Roma, capital indiscutida e indiscutible del espíritu barroco. El asombro nunca abandonó la mirada penetrante del amigo de Zurbarán; hasta el final, el sueño de sus ojos fue Roma. Durante su segunda visita (1649-1651; la primera fue entre 1629 y 16319), Velázquez vivió los mejores años de su vida. Del parroquial Madrid a la ultra cosmopolita Urbe. Sin las obligaciones cortesanas, pero con la segura protección de su rey, su genio se encontró entre pares durante esos dos años inolvidables. Como Goethe mucho después, sintió y se dejó llevar por el daimón de la sensualidad meridiana desplegado en una ciudad tan liberal que hasta los papas mantenían amantes. Y el sevillano aprovecharía para hacer lo propio. La elegida fue Flaminia Triva, hermana del joven pintor Dominico Triva, más conocido en Alemania que en Italia. A Flaminia, como modelo, para evitar suspicacias, debe haberla recibido en su residencia en el Colegio Nardini, cerca de Piazza Navona; y con ella tendría su único hijo varón, algunos de cuyos rasgos la imaginación quiere ver reproducidos en el niño que sostiene el espejo en la pintura del maestro español. Más seguro es que Flaminia haya sido la modelo para su Venus. Hizo todo lo posible el artista, ahora en su quinta década, para demorar su regreso a Madrid y prolongar sus horas en aquella Arcadia irrepetible. En 1651, sin embargo, y muy en contra de sus deseos, regresa a la corte llamado por Felipe IV. Nunca más, aseguran los biógrafos, volvería a ver a Flaminia ni a su hijo. De haber sido poeta y no pintor, Velázquez hubiese precedido a Goethe escribiendo  unas sensuales Elegías romanas, dedicadas a la elegante y hermosa, al menos de espaldas, Flaminia Triva.

Francois-Rene de Chateaubriand (1768-1848); por Girodet de Roucy-Trioson, Anne-Louis;

Caracas, martes 8 de septiembre de 2020

“…Como una nube… cual naves… como una sombra”

De nadie se podría esperar una opinión que contradiga el común acuerdo según el cual la prosa del vizconde François-René de Chateaubriand (1768-1848) sería una de las más bellas y expresivas de la lengua francesa. Sobre su acabado estilo han hecho el suyo los mejores prosistas modernos y contemporáneos: Baudelaire y Stendhal, Valéry y Breton, Malraux y Camus. Una escritura plástica y musical, precisa y elocuente, que dice lo que quiere de manera impecable. Lo mejor, sin embargo, es su aparente espontaneidad, que disimula con elegancia las horas de trabajo. Leyéndolo se siente a plenitud lo que otro de sus émulos,  Roland Barthes, en otro contexto, llamó “le plaisir du texte”. Son autores con los que se pierde no poco cuando se leen en otro idioma. No es precisamente el caso de Balzac, pero con Chateaubriand se pierde lo mejor. Es lo que me ha ocurrido esta mañana cuando, por azar, encontré, entre los pocos libros de mi biblioteca, una selección de sus Memorias de Ultratumba, traducida de manera ajustada al inglés por Robert Baldick para los clásicos de Penguin Books. Lamento, una vez más, estar tan lejos de mis libros, entre los cuales guardo con cuidado los dos tomos de la edición Pléiade de les Mémoires d’outre tombe.

No se había secado la tinta de estas líneas cuando recibo, también por azar, enviada por un consecuente amigo, la traducción completa al español de las Memorias que la distinguida editorial Acantilado publicó hace unos años. Se trata de un esfuerzo digno de respeto si no de admiración. No sólo incluye, en sus casi dos mil páginas, el texto completo de Chateaubriand, sino que incorpora un prólogo admirable del admirado Marc Fumaroli, una de las mejores introducciones al genio del francés que existen en castellano. Además, una advertencia del traductor donde nos dice que también las notas de la autorizada edición han sido incorporadas al proyecto que salió al mercado en 2004. La casual circunstancia me ha regresado a la relectura fragmentaria de  Chateaubriand, un autor que nunca he tenido muy lejos de mis ojos desde que me leí las Memorias, en la edición Gallimard, en 1979 mientras vivía en Nueva York. Una lectura que fue precipitada por el comentario del recordado poeta panameño Roque Javier Laurenza, tío del compositor Rubén Blades, cuando me dijo, camino a un concierto de Leontyne Price en Naciones Unidas, que no era digno de un hombre como yo (¿?) que no me hubiese leído el libro de Chateaubriand.

También en la ciudad norteamericana, en una helada madrugada (todas lo son) del invierno de ese año, en el duermevela escuché, en WQXR, la emisora del New York Times, los compases de una partitura desconocida, brillante y tersa, escrita para un conjunto de cuerdas. Poco después pude averiguar que se trataba del sexteto “Recuerdos de Florencia”, la bella pieza de Tchaikovsky. De acuerdo con el inefable Roque, la única grabación que valía la pena (pocas veces erraba) era la del Cuarteto Guarnieri con dos solistas invitados. De acuerdo con el comentarista de la radio, de florentina la música sólo tenía el nombre, porque las melodías provenían de aires tradicionales rusos. Como quiera que sea, más de cuarenta años después, el Sexteto del mal conocido Tchaikovsky me sigue fascinado por su luminosidad y riqueza melódica. Y, a pesar de los sabios comentaristas de WQXR, no puedo evitar pensar en Tchaikovsky cuando me toca caminar por las orillas del Arno. Y no tengo la menor duda de que también a Chateaubriand le hubiese encantado la encantadora música del ruso.

Caracas, jueves 10 de septiembre de 2020

“Como una nube… cual naves… como una sombra”

Releyendo las Memorias de Chateaubriand en la versión clásica de Garnier ante la falta de mi vieja edición Gallimard. Y aprovecho para darle una ojeada a la publicada hace cuatro años por Acantilado. Un acontecimiento literario con una respetuosa traducción no ayuna de errores, como bien puede y suele suceder en los trabajos de esta naturaleza (2000 pp). Por ejemplo, en la página noventa el traductor atribuye a Sexto Pompeyo, hijo de Pompeyo Magno, la victoria de sus trirremes en Sicilia sobre la flota de Augusto. En realidad, el resultado de este enfrentamiento donde se jugaba la suerte del futuro imperio, fue exactamente el opuesto y Sexto Pompeyo con el resto de su armada huiría sin futuro hacia el Oriente. No por eso deja de ser un esfuerzo serio el del traductor que se limitó a la literalidad ante las dificultades de encontrar un estilo análogo al de Chateaubriand en castellano.

Chateaubriand romántico

Ahora que, de la manera más azarosa, he regresado al querido y megalómano Chateaubriand, a quien George D. Painter dedicó un magnífico, como todos los suyos, trabajo autobiográfico, se me ocurre que, con Victor-Hugo, fue el único escritor romántico de Francia de proyección permanente en las literaturas occidentales. Los otros parecen ser “poetas menores de la antología”, sin la grandeza de sus pares alemanes o británicos. Recuerdo a Lamartine, mejor historiador y político que poeta; a De Musset, De Vigny, de los cuales sólo recuerdo el nombre. Aunque escribió muchas páginas románticas, Balzac no es susceptible de ser encasillado en una tendencia única, y acaso lo mejor de su romanticismo sea su correspondencia con Madame Hanska. Lo mismo Stendhal, cuyo romanticismo tal vez sea más moderno y existencial que romántico. Chateaubriand, por su parte, es romántico en todo. En su existencia, acontecida y desordenada; en su imaginación (muchas de las páginas de sus Memorias son alta ficción, como su encuentro con Washington); en su estilo preciosista y narcisista; en su desbordado yo del tamaño de una catedral gótica; y en su inclinación a empresas heroicas. Fue contemporáneo de los grandes románticos alemanes y le tocó vivir la Europa prefigurada por Rousseau. Si Diderot es un magnífico representante del neoclasicismo, Chateaubriand es exactamente lo contrario. Y lo contrario del neoclasicismo es lo que llamamos romanticismo.

Chateaubriand meditando en las ruinas de Roma; por Anne-Louis Girodet de Roussy-Trioson

Caracas, viernes 11 de septiembre de 2020

Chateaubriand en el exilio

El vizconde Chateaubriand, literalmente con las tablas en la cabeza después de participar como soldado en la derrota del Ejército de los Príncipes por parte de las fuerzas revolucionarias bajo el mando del futuro mariscal Kellermann (Francisco de Miranda sirvió con honores bajo su mando en Valmy), desembarcó en Southampton en 1793. A Londres llegaría un poco después para vivir las miserias del exilio, como los cientos de miles de franceses que huían del terror revolucionario:

Decidimos que compraríamos el pan más barato; que permitiríamos que nos sirvieran como de costumbre el agua caliente con algunos restos de azúcar que quedasen en el fondo del azucarero. Pasaron cinco días de este modo. El hambre me devoraba; me consumía de ansiedad; no pegaba ojo; chupaba trozos de ropa que empapaba en agua; mascaba hierba y papel. Cuando pasaba por delante de las panaderías, mi tormento era horrible. Durante una cruda velada de invierno, me quedé plantado dos horas delante de una tienda de frutos secos y de carnes ahumadas, devorando con los ojos todo cuando veía: me habría comido no sólo los comestibles, sino hasta las mismas cajas, cestas y canastillos.

Las miserias del exiliado, como se sabe, no son siempre materiales. Chateaubriand va a referir una de las experiencias más dolorosas de la fenomenología del exilio. Que no es otra que sentir la culpa de ser responsable de las arbitrarias persecuciones a las que son sometidos los seres queridos que se quedaron en el país natal.

Mi tío de Bédée me mandó noticias de las persecuciones sufridas por el resto de mis parientes. Mi anciana e incomparable madre había sido arrojada dentro de una carreta con otras víctimas, y conducida del interior de Bretaña a las mazmorras de París, para que compartiera la suerte de su hijo al que tanto había querido (el hermano mayor de Chateaubriand y su esposa habían justiciados en 1792). Mi mujer y mi hermana Lucile, en los calabozos de Rennes, esperaban su sentencia, convertido en fortaleza del Estado: se acusaba a su inocencia del crimen  de mi emigración. ¿Qué eran de nuestras tristezas en tierra extranjera comparadas con las de los franceses que se habían quedado en su  patria? Y, sin embargo, ¡qué desgracia, en medio de los sufrimientos del exilio, saber que nuestro propio exilio se convertiría en pretexto para la persecución de nuestros allegados!

Como buen romántico, Chateaubriand, como Napoleón o Byron o Bolívar, hizo de su vida una obra maestra donde la aventura es el signo dominante. De sus miserias exiliadas escribió Chaeaubriand veinticinco años más tarde, cuando, al servicio de la Restauración borbónica de Carlos X, se ocupaba como embajador de Francia en Inglaterra: “He aquí que tras mis correrías por los bosques de América y los campamentos de Alemania, llego en 1793, pobre

emigrado, a esta tierra en que escribo todo esto en 1822 y donde soy en la actualidad embajador magnífico”.

Miradas al tiempo

De un libro en preparación con ese título provisional.

SER Y TIEMPO

No puede
el hombre
contra
el tiempo.

No preguntes
cómo pasa,
pues lo hace
sin porqué,
como el viento.

Y fue el primero
en pasar
desde que el mundo
fue hecho.

Somos
esa sombra
que no fija
el azogue
en el espejo.

La eternidad
es el consuelo
que nos ofrece
Silesio:
“Yo soy Eternidad
cuando abandono
el tiempo;
y a Dios me aferro
como él a mí
debe hacerlo”.

Ahora,
con la aurora,
lo pienso,
no es prudente
perder a Dios
como lo pierdo.

Entre el ser
y el tiempo,
habita
el misterio.


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