Diario literario

Diario literario 2020, parte II: coleccionistas, Peter Brook, Schwarzkopf, Machado-Heidegger

Estatua sedente de Antonio Machado. Antonio Pérez Almahan. 2009. Fotografía de Huanghuibi | WIkimedia

09/05/2020

Caracas, domingo 3 de mayo de 2020

Coleccionismo y deseo

Para dar inicio a una serie de artículos sobre la “contemporaneidad” del arte para Robinson, la revista literaria de La Repubblica, el influyente crítico italiano Achile Bonito Oliva ha escogido el espinoso tema de museo y coleccionismo. Al final de su enrevesada y sesentista exposición, Bonito Olivo, siempre polémico y provocador, ofrece su tesis sobre lo que, de manera inconsciente, se proponen los coleccionistas de arte:

El coleccionista es alguien que renuncia a ejercer sus propias pulsiones profundas y secretas, y acepta su vida bidimensional, sin riesgo, en el cual la obra se convierte en la posibilidad de una aventura, que él no puede o no quiere, realizar; se trata de la posibilidad hecha realidad vivida por interpósita persona. Si el arte es la producción de deseos de imposibles posibilidades, entonces el coleccionismo es la pareja del deseo, insatisfecha y convertida en nostalgia, cultivada a través de la acumulación de obras de arte.

He aquí las intuiciones finales de Bonito Oliva sobre las proyecciones que, en su opinión, disimulan en la actividad del coleccionismo. Afirmaciones que habrían sido las delicias del Dr. Freud en aquella Viena fin-de siècle donde el coleccionismo era una actividad generalizada:

El coleccionista tiene envidia del artista de la fantasía-pene y trata de evitarlo a través de la cautivante actividad del coleccionismo. El coleccionismo se convierte así en casa,  en el papel femenino, la imaginación masculina de quien ha sido capaz de procrear. Se establece en una relación fundada sobre el deseo inconsciente, de parte del coleccionista, de seguir una suerte de rito canibalesco en el cual se devora la obra de aquel que se ha mostrado más potente.

Las especulaciones del difundido crítico italiano, a la par que imaginativas, despiden un rancio olor a café sorboniano del ’68, a Deleuze y Guattari, a Foucault y Sartre; las cuales,

después de impresionar por su ingeniosidad, terminan, aburriendo, sin dejar de ser, a su manera, inquietantes.

Hamlet. 1964. Grigoriy Kozintsev

Caracas, lunes 4 de mayo de 2020

Peter Brook siempre

Uno de los libros que me ha resultado más revelador en estos años de “medio exilio” es la autobiografía de Peter Brook que, en su esmerada versión italiana, hallé en un montón de volúmenes usados que un automercado milanés ofrecía de gratis a sus clientes. Vuelvo a ella con frecuencia, y lamento no habérmela traído conmigo. Hubiese sido un compañero ideal en estos días de clausura. Sus opiniones siempre me descubren algo sobre el teatro, el cine, el arte que no se me había ocurrido. Una experiencia parecida, en lo que al teatro se refiere, a la que ofrece Jean Kott en su libro sobre Shakespeare, el cual, no de balde, en su traducción al inglés, tiene una introducción del director de la memorable Moderato Cantabile. Brook, no solo en su autobiografía, es siempre revelador. Como en esta perdida entrevista para The Tulane Drama Review en otoño de 1966, que comienza con lo que parece una arbitraria afirmación si no fuera porque es irrefutable:

Hay dos películas de Shakespeare que merecen especial atención, el soviético Hamlet, de Kosintsev (1964) y Trono sangriento, de Kurosawa (1957); que es una obra maestra, tal vez la única obra maestra inspirada en Shakespeare, pero que, en propiedad, no se puede considerar de Shakespeare porque no utiliza el texto. Kurosawa sigue de cerca la historia pero, al situarla en la edad media japonesa y hacer de Macbeth un samurai, estaba realizando otro Los siete samurais. De dónde viene la historia es irrelevante; él hace lo que todo director de cine ha hecho siempre, construir un film a partir de una idea empleando el diálogo apropiado. De manera que lo que puede ser el mejor film shakesperiano no nos ayuda con los problemas de filmar Shakespeare.

Y sobre Kosintsev, y aquí la opinión de Brook es para recordar, aun cuando no se refiera a la alucinante banda sonora escrita por Shostakovich. Lo que sí advierte es la importancia del texto utilizado por el director ruso, no otra que la de Boris Pasternak. Una realidad esencial, el de la traducción, para un montaje de Shakespeare y que las más de las veces tiende a ser dejada de lado. Dice Brook en la misma entrevista:

El Hamlet de Kosintsev ha sido criticado por lo académico, y es verdad; sin embargo, tiene un mérito enorme -todo en él se relaciona con la búsqueda, por parte del director, del sentido de la obra-, su estructura es inseparable de su significado. La fuerza de la película radica en su habilidad para realizar con claridad sus propias convicciones. Hamlet es una obra de una gran firmeza; Kosintsev sabe dónde se encuentra él social y políticamente… Conoce la relación del blanco con el negro; de la pantalla llena con la pantalla vacía en términos de contenido. Además pudo escaparse de la tradición rusa de un teatro operático al utilizar la nueva traducción de Pasternak que es más rápida y más realística que la versión del siglo XIX.

La entrevista de Brook tiene más de cincuenta años y su vigencia es inobjetable. Como casi todo lo que escribió y dijo el proteico realizador. Su interés es para siempre.

Elisabeth Schwarzkopf. Fotografía de Max Albert Wyss

Caracas, miércoles 6 de mayo de 2020

Schwarzkopf

En Radio Classica Milano, mi fiel compañera en estos días a la sombra, la cual, con Radio Classique y Radio France Musique, forman parte esencial de mi psicoterapia 24/7, “Un bel di vedriemo”, de Butterfly con Elisabeth Schwarzkopf. No creo haber escuchado antes esta grabación, o no lo recordaba aunque no parece fácil de olvidar. La de Puccini es una de las arias clásicas del repertorio y, desde Rosa Poncelle, por lo menos, no ha habido soprano que no se mida con esta cumbre del neoromanticismo pucciniano. Las más de las veces las sopranos, con razón, aspiran a expresar el desengaño de la protagonista con la delicadeza de una cinta de Mizoguchi, el desespero velado de una geisha encerrada en las paredes terminales de una casa de papel. La Schwarzkopf se libera de la narrativa convencional y asume el rol de una mujer moderna, herida de muerte por la grosera insensibilidad de su amante. Un desgarramiento existencial que me hizo recordar el de Annie Girardot en el Rocco viscontiano. Una criatura acosada por el fato, cuya única salida, en ambos casos y distintas maneras, es el afilado acero. Una versión, la de la gran Elizabeth, para ser “montada”, como si de una tela de Artemisia Gentileschi se tratara. No exagera el presentador de RCM cuando habla del perfeccionismo maníaco de la soprano prusiana, a quien le debemos, también, las mejores interpretaciones de la Mariscala de Der Rosenkavalier y de las Últimas Cuatro Canciones del mismo Strauss.

Martin Heidegger. Fotografía de Renaud Camus | Flickr

Caracas, jueves 7 de mayo de 2020

Subdiario de una plaga. El tiempo de cuarentena

Ser y tiempo (Sein und Zeit) se llama el libro más discutido de la filosofía de los últimos cien años. Cuando lo escribió, tengo la impresión de que su autor, Martin Heidegger, tenía una clara idea de las reacciones que habrían de estimular sus provocadoras consideraciones, el olvido de la pregunta por el ser era apenas una de ellas. Debía sentirse como aquel Hegel que había dejado a la humanidad la tarea de entenderlo. Si no lo hizo, eso fue lo que nos dejó, el arduo deber de entender lo que aventura en su tratado de 1927. Desde entonces no ha habido pensador, a nivel planetario, que no haya ofrecido su versión particular, las más de las veces en oposición a la de otros intérpretes, estimulando una confusión “rashomoniana” entre los lectores. La más voluminosa es El ser y la nada sartreano, despachado con crueldad y falta de elegancia por el siempre elegante George Steiner, como una “foot-note” a Ser y tiempo. Hasta los días de confinamiento que corren dificulto que, con honorables excepciones (Gadamer es uno de ellos) son muy pocos los que han hecho la tarea completa y muchos, como en bachillerato, han sido redirigidos a los exámenes de “reparación”. En los países de habla castellana no han sido muchos los que se han destacado en la difícil empresa, y uno de ellos ha sido el menos obvio. Me refiero a Antonio Machado quien, mientras escribía su poesía, verso a verso, pudo licenciarse en filosofía. Fue uno de los primeros en ocuparse de Heidegger en aquella España prefrancófila, y sigue siendo uno de los más acertados. Siempre obsesionado, como buen poeta por el tiempo, las especulaciones especulares del pensador de Friburgo deben haberle resultado familiares. Sánchez Barbudo sigue siendo el mejor conocedor de la obra del poeta sevillano. Sobre su poesía publicó un estudio notable y sobre su pensamiento otro no menos ejemplar. Del segundo son estas afirmaciones:

No puede caber duda de que Machado, en sus últimos años (en realidad a lo largo de casi toda su vida) pensaba que la intuición de la Nada y la consiguiente emoción del poeta ante el paso del tiempo era lo que determinaba su poesía… Después de 1934, tras haber leído a Heidegger, Machado perfila y retoca su pensamiento, ajustándolo a él y clarificándolo.

Hablando de otra cosa, pero siempre de Machado, impresiona la lectura que hizo de Heidegger en aquella España ilustrada donde todas las maravillas intelectuales eran posibles. Los primeros poetas franceses que leyeron al pensador alemán (esto parece redundante) lo harían sólo en los años de la posguerra y dificulto que alguien lo haya entendido la mitad de bien. Éste es Machado:

No es, pues, según Heidegger, la muerte un accidente ocurrido en nuestra existencia mundana, es la existencia en sí misma en trance de alcanzar su propio acabamiento. Por una vez intenta un filósofo -y había de ser un alemán quien lo intentase- darnos un cierto consuelo del morir con la muerte misma, como si dijéramos con su esencia lógica, al margen de toda promesa de reposo o vida mejor. Porque es la interpretación existencial de la muerte -muerte como un límite, nada en sí misma- de donde hemos sacado ánimo para afrontarla: la decisión resignada de morir y la no menos paradójica libertad para la muerte.

Sobre el tiempo, aliado imperturbable de la muerte, nunca dejó de escribir, en verso y prosa, Machado. Aquí en alejandrinos:

Al corazón del hombre con red sutil envuelve
el tiempo, como niebla de río una arboleda.
¡No mires, todo pasa; olvida, nada vuelve!
y el corazón del hombre se angustia…! Nada queda!

(…)

El tiempo lame y roe, pule y mancha y muerde;
socava el alto muro, la piedra agujerea;
apaga la semilla y abrasa la hoja verde;
sobre la frente cava los surcos de la idea.

Pienso en Machado -siempre lo hago-, y en Heidegger -casi siempre-, por la evolución del tiempo en estos meses de confinamiento inesperado. Una experiencia inédita para mí como para la mayoría de los mortales, que no incluye a los religiosos de clausura, por supuesto. Estar “encerrado en la casa” es el peor de los castigos para un niño que no pueda salir a jugar. Pero el hombre es homo ludens siempre, y el espacio para los grandes juegos es la calle, no la casa. El tiempo del hombre se divide en dos, el que pasa afuera y el que pasa dentro, sin que exista necesariamente simetría entre ambos. Estar todo el día afuera es tan alienante como estar todo el día dentro. En ambos casos se trata de una existencia mutilada, incompleta. El tiempo es el ser, de allí su fugacidad, su precariedad. Que es lo que hace de la condición humana una situación tan lamentada. Que el tiempo nos devora lo sabían muy bien los griegos que lo sabían todo, e ingeniaron para representarlo la terrible figura de Cronos, que se alimentaba de sus propios hijos que somos todos. Hijos de Cronos sería justo que nos llamáramos. La cuarentena no ha alargado los días, como pensé cuando me vi obligado a observarla, sino que los ha hecho más breves. Cada vez más chiquitos, ellos que nunca fueron largos o grandes, siento los días. Nunca como ahora, y ha sido para mí una angustia marcadora, he sentido que el tiempo, esa “red sutil” pudiera ser tan efímero. Percibo con redoblada angustia, en la luz indecisa del encierro, cómo “lame y roe, pule y mancha y muerde”, sin que pueda hacer nada para evitarlo. El fugit irreparabile tempus nunca ha sido tan fugaz. Ya no sé cuántas semanas llevo de reclusión y perdí la cuenta de los días. Hago esfuerzos para distinguir un día del otro. Llevo este diario, no me aparto ni un segundo de mi vieja moleskine; tengo a su lado una libretica Rhodia, donde anoto los deberes que debería realizar y no realizo; cuento aun con una tercera más grandecita de color anaranjado que compré en Sête, donde llevo un subdiario de mi traducción de Julio César; tengo mi reloj de pulsera y otro frente a mí en la pared y otro digital en el cuarto; tengo programada la alarma del iPhone para que suene cada treinta minutos, con la intención de medir las horas que dedico al trabajo. No obstante, apenas le doy la espalda, la jornada se apresura a llegar a su fin ante mis ojos despavoridos, y siento cómo la vida entre los dedos se me escapa, como escribió Quevedo. Tienen no poco de ilusorias las experiencias de la cuarentena. Es como si el coronavirus no sólo escogiera las vías respitarias en su ataque despiadado, sino que se extendiera por el mismo aire que respiramos, acelerando de manera criminal el paso del tiempo que «sobre la frente cava los surcos de la idea».

Caracas, viernes 8 de mayo de 2020

Y así, como si de una pesadilla se tratara, ha pasado otra semana de confinamiento sin que nadie me responda. ¿Qué se hicieron los siete días que han pasado cuando, en esta misma silla, en el mismo cuaderno y con las mismas plumas Delta, regalos de mi hija, me quejaba de lo que hoy me quejo? Los efectos del coronavirus, efectivamente, no se sienten exclusivamente en las vías respiratorias, sino que, como el tiempo del poema de Machado, “lame y roe, pule y mancha y muerde”.


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