Diario literario

Diario literario 2020, octubre (parte IV): Il Ritorno; libros de verdad; Kingswood; Tuymans; Florensky; Pasando el tiempo

Una calle vacía de Milán después del cierre de los comercios, el jueves 22 de octubre de 2020. Fotografía de Miguel Medina | AFP

24/10/2020

Milán, sábado 17 de octubre de 2020

Cuando dejé esta ciudad hace siete meses, el gobierno central se preparaba para una cuarentena generalizada después de los brotes de intensidad inesperada en ciertas ciudades de Lombardía. Encargado por Prodavinci, publiqué tres “despachos” sobre el avance de la pandemia durante esas jornadas iniciales. Hoy, de manera que no debería ser inesperada, la situación vuelve a ser grave. Se piensa en aplicar las mismas medidas extremas del mes de marzo ante el segundo ataque del virus invasor. La población, en toda Europa, se dejó llevar por el optimismo y cantó victoria antes de tiempo, uno de los comportamientos menos recomendables en una guerra, porque de eso se trataba, o se trata. Aunque las fuerzas encargadas de la defensa de la población cuentan esta vez con una preciosa experiencia, la ofensiva cuenta a su favor la imprecisión de las fuerzas enemigas, que no se uniforman ni responden a un plan de batalla. Como cualquier guerra que se respete, sobre ésta se puede precisar cuándo comenzó. A mi favor, la compañía de Constanza y la del gran Alessandro, después de una espera que nadie sospechaba iba a ser tan prolongada.

Milán, domingo 18 de octubre de 2020

Cielo de noche

Después de siete meses limitado a la reducida porción de cielo a la que tengo acceso en mi apartamento de Caracas, me asomé anoche al cielo nocturno de Milán, vista desde la terraza de este edificio. Había olvidado que el cielo de noche fuera tan grande y diferente al cielo de día. El que descubrí en mi incursión nocturna no es infinito como el azul que el sol ilumina. El cielo de noche tiene forma de enorme bóveda de un negro transparente y brillante. Un cielo que nos cubre como la cúpula de una catedral de Miguel Ángel o Alberti. Sentí pocas cosas más diversas que el cielo de noche y el cielo de día. No sólo el tiempo cambia, también el cielo.

De un encierro al otro, así anda la vida en estos tiempos de pandemia. Para los que llegan del país suramericano de cuyo nombre no quiero acordarme, impresiona un sentimiento olvidado que es lo que desde los griegos conocemos como libertad. No es algo concreto, como el frío o el hambre o la sed, pero se siente en lo más profundo del ser. Una especie de oxígeno extra que nos mantiene por encima de la simple experiencia de existir. Sólo en libertad nos podemos preguntar por el ser.

Milán, lunes 19 de octubre de 2020

Libros

El placer de los libros sigue siendo inigualado. Acaso una buena botella de Borgoña o Rioja. Al llegar a Milán, me esperaban tres de las más diversas procedencias, cada uno con sus propios olores. Una experiencia olvidada durante mis siete meses de radical encierro. Los libros, como los vinos, no pueden ser prestados; en estas circunstancias la experiencia es limitada. El vino hay que tomárselo y el libro hay que tenerlo. El primero de mis tres libros nuevos, con sus olores a huerta valenciana (de España), es Kingwood (Pre-textos), la última colección de relatos de Antonio López Ortega. Una docena de ellos en una prosa cada vez más esmerada, varios de los cuales (“Rostros de cal”, “Los rusos”)  remiten a su existencia en la isla de Margarita, una experiencia central en la vida del autor. En estas narraciones, no sólo es insular la geografía donde se desarrollan las historias, sino que los mismo personajes, sin darse cuenta, parecen islotes de un archipiélago existencial. No es la primera vez que el escenario margariteño aparece en la narrativa de López. Ya en su libro anterior, La sombra inmóvil, también en Pre-textos, el autor había referido su traslado a la isla: “El viaje definitivo a Margarita se cumplió el 20 de septiembre de 2009. No pensábamos que el momento llegaría, pero al final se presentó como un día cualquiera, calmo y soleado”. Sin haber terminado su lectura, siento elementos fantásticos insinuándose en algunas de estas historias cuyos finales son invariablemente inquietantes. El segundo de los libros que esperaba mi regreso es el Libro de Ofelia, la antología poética de la suiza Anne Perrier, amorosamente traducida por el poeta canario y excelente diarista, de los mejores de la lengua, Rafael-José Díaz. En otras páginas de este cuaderno reproduzco algunos textos de este volumen. El tercero de los títulos es la continuación de La trilogía de Berlín, cuya primera entrega también reseñé en este diario tiempo atrás. El británico Philip Kerr es el autor de esta apasionante saga que se desarrolla en la acontecida Berlín de 1938, donde el protagonista, Bernie Gunther, excomisario de la Policía Judicial berlinesa, acepta un peligroso encargo del siempre letal Heydrich. El talento de Kerr fue el de escribir sus historias como si también él hubiese vivido, como su compatriota Christopher Isherwood en la ciudad alemana en los años previos al Apocalipsis.

Milán, martes 20 de octubre de 2020

Pasando el tiempo

Pensando en mi querido Eugenio Montejo cuando me dijo, a su regreso de su primer viaje a París, hacia 1969, que en la capital francesa el tiempo pasaba con una lentitud desconocida en Venezuela, y de regreso a la segunda cara de mi exilio de dos ciudades, unos nuevos versos que son más un borrador que un texto terminado.

De Pasando el tiempo

Tiempo de Milán (borrador)

El tiempo
de Milán,
cerca
de los Alpes
y lejos
del mar,
no es tan
violento
ni pasa
tan rápido
como
el de mi país
natal.

Las corrientes
del Po
van hacia
el Adriático,
envueltas
en hiedras
y nieblas
que, a diario,
a su destino
se entregan.
No es
nuestro
Caroní,
con sus aguas
de tormenta,
quitadora
de vidas
y espumas
de sombras
siniestras.

El tiempo,
en mi trópico
de mangos
e insectos,
y el de esta
Milán
en arrozales
envuelto,
al final
son uno
y el mismo;
ambos,
como
la corriente
estrecha,
nos aproximan
al inevitable
delta.

Milán, miércoles 21 de octubre de 2020

Cinco días ya en esta Milán más invernal que otoñal, negada al sol que apenas se insinúa a media mañana para desaparecer en el manto blanco que se extiende hasta los Alpes y más allá. Me consuelo, consuelo ingenuo, pensando que, en París, la Ciudad Luz, el tiempo es el mismo. Lo peor es que no piensa cambiar hasta la semana entrante. Por lo demás, no es mucho lo que me pierdo, porque debo permanecer en cuarentena por otros nueve días para cumplir con los protocolos de las autoridades sanitarias, alarmadas ante el previsible segundo ataque del virus; que, en todo, parece un reflejo del arte y la literatura del post-post-modernismo: impredecible, desprejuiciado, impúdico, oportunista, “deconstructor”, proteico y transgresor. La recepción también es parecida, alienada, interesada y, no pocas veces, estúpida.

Me entretengo con la lectura de los libros mencionados antes, con la adición de uno “online” que me hace llegar un consecuente amigo. Se trata de La guerra de Occidente, la apasionante reconstrucción que de la Primera Guerra hace el joven escritor francés Eric Vouillard, especialista en una nueva versión de la novela histórica y autor de varios títulos donde incursiona en este rico subgénero que tiene antecedentes tan ilustres como Stendhal o Tolstoy. La diferencia es que los personajes son los mismos protagonistas de la historia, en lo que se siente más cerca del Enrique IV, de Heinrich Mann, una de las grandes novelas históricas de nuestro tiempo.

Luc Tuymans

Luc Tuymans. Fotografía de Marc Wathieu | Wikimedia Commons

En el New York Times una entrevista con Luc Tuymans, a propósito de una postergada exposición que por fin abrirá este fin de semana en Hong Kong. Como recuerda el cronista, a Tuymans se le distingue como uno de los pintores que, a comienzos de los noventa, o antes, se replanteó  posibilidades inéditas de la figuración. Una especie de neo-neo figuración que superaba las estrecheces de algunas variantes de la tendencia, como la de los representantes de la llamada Escuela de Londres (Kitaj, Auerbach, Kossof, Bacon, Freud); en el fondo, todos “expresionistas alemanes” (Baselitz). La idea parece haber sido la de explorar las posibilidades de una figuración más del XXI que del XX, replantear las formas de representación del cuerpo y, en ocasiones, dotar el asunto con un cierto sentido del humor que pasaron por alto los de Londres, con la posible excepción de Hockney, el único vecino a la aventura contemporánea. Conocí la obra de Tuymans gracias a Robert Vifian, quien, a finales del 2002, me llevó al Museo Pompidou a la reveladora muestra Dear Painter, Paint Me, la cual, además del propio Tuymans, incluía a grandes pioneros del neo-neo, como Picabia y Buffet, y a diversos exponentes del movimiento: Kippenberger, Glen Brown, Peter Doigt, Sigmar Polke, Alex Katz, Carole Benzaken, Neo Rauch o Elizabeth Peyton. Casi veinte años después, aquí, en Milán, me encontraría otra vez con Tuymans. Esta vez como organizador de la colectiva Sanguine, donde presentaba a los visitantes a la Fundación Prada, su particular visión del Barroco a través de una selección que partía de Caravaggio y Rubens y terminaba con jóvenes artistas, como el venezolano Javier Téllez, quien presentó su inquietante cinta “Nosferatu”, en la que relaciona al personaje de Murnau, citándolo “textualmente”, con el lamentable discurso de los hospitales psiquiátricos. Lamento no estar en estos momentos en Hong Kong para lo de Tuymans, donde seguramente me encontraría con Javier, mi paisano y amigo de tantos años.

Milán, jueves 22 de octubre de 2020

Pavel Florenski

Pavel Florenski | Wikimedia Commons

Temprano en la mañana la sorpresa de un envío de María Pilar Puig, mi recordada directora de la Escuela de Letras y responsable, con  Juan Pablo Gómez, también de Letras, de una de las mejores ediciones que existen del Quijote, con la versión digital del influyente estudio de Pavel Florenski, El iconostasio, una teoría de la estética. Florenski es uno de esos grandes personajes que protagonizaron la tragedia bolchevique y fueron martirizados por ella. Un verdadero genio, una de esas inteligencias superiores, como las de Newton, Einstein (fue uno de sus mejores intérpretes), Fermi, Bohr o Heisenberg, quienes, con sus originales construcciones, para bien o para mal, signaron el siglo XX. No son muchas las biografías de Florenski, pero sus capítulos no son muy distintos a los de tantas víctimas del genocidio estalinista, sólo que más trágica. Incursionó en lo que puede incursionar un genio, que es todo, desde la tradición religiosa ortodoxa (nunca se despojó de sus vestiduras de sacerdote), hasta la ingeniería eléctrica (fue empleado por los comunistas para electrificar grandes extensiones del territorio soviético) y la historia del arte. El iconostasio, seguramente conocido por Panofsky, es un aporte notable a los estudios de  iconología. La edición que me hace llegar María Pilar es de 2016 y fue publicada en Salamanca con el apoyo de la Fundación Mikhail Prokhorov en su programa de apoyo a las traducciones de textos clásicos rusos. Hasta ahora, del gran Pavel contaba entre mis libros sólo con Beyond Vision. Essays on the Perception of Art, publicado en 2003 con un  magnífico ensayo de Nicoletta Misler (Universidad de Nápoles); son estas líneas las que nos acercan al mundo de ideas estéticas alrededor del cual Florenski desarrollaba las suyas, siempre al servicio de la interpretación de la religiosidad ortodoxa, con sus formidables misas como forma inigualada, en su opinión, de la síntesis de las artes:

Los trabajos sobre historia del arte de Florensky revelan su familiaridad con
las novedosas investigaciones de sus contemporáneos europeos: su análisis
de la espacialidad muestra un cercano parecido a las teorías de Ernst Cassirer,
Erwin Panofsky y Alois Riegl; sus investigaciones sobre iconografía y
antropología recuerdan las conclusiones de Fritz Saxl y Aby Warburg,
mientras que sus ideas sobre lo que podría llamarse metodología formalista
indican un claro reconocimiento a Conrad Fiedler, Heinrich Wolfflin
y Wilhelm Worringer.

En este nuevo confinamiento las intuiciones de Florenski, su convicción religiosa y sus interpretaciones de los símbolos sacros son buena compañía. Al fin y al cabo, los tiempos de incertidumbre, las situaciones límites, reactualizan la cuestión sobre la existencia de Dios. Como diría el maestro: “En este momento sólo un Dios puede salvarnos”.

Milán, viernes 23 de octubre de 2020

Fog

Continúa el mal tiempo en la parte septentrional del continente. Aquí en Milán, lluvia y niebla temprana, como en Londres o Venecia. Es admirable la fuerza de voluntad de estas poblaciones del norte, las cuales, frente al tiempo más adverso, se levantan a diario para ir al trabajo o la escuela. A Alessandro lo despertamos a las 7:30 a.m. generalmente, cuando todavía el apartamento parece una boca de lobo. Como diría mi madre, es un crimen levantarlo tan temprano de su tibio lecho para que salga a la calle donde lo espera la lluvia y el frío. ¡Chapeau, Ale!

Dvorak y Chopin

Retrato de Frédéric Chopin (sin terminar) por Eugène Delacroix | Wikimedia Commons

El programador de Radio Classica tiene dos fijaciones de las cuales solo comparto la segunda. La primera, que me persigue como un incómodo fantasma sin importar a donde vaya, es con la dudosa Sinfonía Nuevo Mundo de Dvorak, como se sabe. La segunda, que comparto en todas las notas, es con la Balada #1 Op. 23 de Chopin. A menudo compito con el anónimo empleado de la radio milanesa tratando de adivinar el nombre del solista. Pocas veces lo he logrado (con la de Pollini, me parece) y una de las razones es que acude a todas las grabaciones publicadas. La última vez, hace un par de días,  no me lo perdono.  Se trataba de la más emblemática; la de Janz Olejniczak, el gran intérprete polaco cuyos servicios serían solicitados por Roman Polansky para que interpretara la Balada en El pianista. Olejniczak no era ajeno al mundo del cine, fue el protagonista de The Blue Note, haciendo el papel de su compatriota Chopin  bajo la dirección del también  exiliado polaco Wladislaw Szpilman.

 

 

 

 

De Pasando el tiempo

Carreta (Borrador inconcluso)

En su carreta
nos lleva
el tiempo
por autopistas
y caminos
de tierra.
Pasa veloz,
como
una bicicleta
cuando
acelera
al bajar
la cuesta.

Una carreta
sin las ruedas
de los trenes,
pero el tiempo
siempre llega
donde quiere.
Solo la voz
del Otro
lo detiene,
en medio
de la selva
húmeda
o la nieve.


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