Diario literario

Diario literario 2020, noviembre (parte III): Tosca por Toscanini; Kerr; Alban Berg; Ricardo III; Kazantzakis

Nikos Kazantzakis en Egina, en 1931, traduciendo el diccionario griego-francés al katharevousa (idioma griego formal de la época). Fotografía del Museo Benaki

21/11/2020

Milán, sábado 14 de noviembre de 2020

La Tosca de Toscanini

Mis alondras, en caso de que lo sean, tampoco han aparecido hoy, confirmando mi presunción de que se acogieron a la cuarentena decretada por el gobierno. La providencia, no obstante, ha compensado mi desengaño (estoy despierto desde las 6:00 am, pendiente de los pajaritos) con una experiencia no menos gratificante que el canto exquisito de los pájaros milaneses. Por razones que desconozco, mi invisible amigo, el programador de Radio Classica, escogió una selección de Tosca para comenzar temprano la mañana de este sábado otoñal. Es verdad que una música tan inteligente como la de la ópera de Puccini es bienvenida a toda hora. Mientras preparaba el café en mi tradicional cafetera napolitana, escuchaba el coro de voces infantiles del Primer Acto. Pero fue con el segundo de los fragmentos de la ópera seleccionados por la emisora que tuve la experiencia compensatoria. ¿Quién dirige esta versión?, me pregunté. Conozco alrededor de una docena de registros de esta, una de las preferidas de mis óperas; desde la del gran Sabata hasta las más recientes de Rattle o Tilson Thomas. Pero estaba seguro de que esta nunca la había escuchado. Una concepción casi épica (más Mozart tardío o Beethoven, que Wagner), impecable, como si el mismo músico estuviese tocando todos los instrumentos al mismo tiempo. Una muestra de la belleza como moral, del bien hecho música, una Tosca kantiana por así decir. El director, me dije, no puede ser sino Toscanini. No había que ser dueño de un oído privilegiado para adivinarlo; incluso para los míos de artillero estaba claro. Sólo el maestro bergamasco poseía el ethos y el genio para lograr algo así. Esta vez acerté. Se trataba de la legendaria versión en vivo grabada por el maestro en 1950 durante su exilio neoyorkino. Una grabación que nunca he podido encontrar ni en físico ni virtual, y que hoy no estoy seguro de que esté disponible. El programador de Radio Classica Milano, atendiendo mis ruegos matinales, dejó que llegara hasta el final el conmovedor Tercer Acto, cuando cae el telón sobre aquel triunfo de la música lírica que impresionara incluso a un moderno radical como Alban Berg. Poco después, pude ver en un video a Toscanini dirigiendo la obertura de Tannhäuser, produciendo una sonoridad no muy distinta a la de su Tosca de 1950 con un Giuseppe Di Stefano, quien nos dejó un Caravadossi como los de antes, sin desbordados divismos, más pendiente de la partitura que de los jugosos contratos con las casas disqueras.

Trilogía berlinesa

El criminal pálido es como se llama, al menos en italiano, el segundo volumen del policíaco “histórico” Trilogía berlinesa, del británico Philip Kerr. Ha impresionado a todos sus lectores, porque son impresionantes, las detalladas descripciones de Kerr. En este caso, el escenario es Berlín 1938 (el de la primera entrega, Violetas de Mayo, es la misma capital en 1936). No es primera vez que lo escribo, pero cuesta creer que las exhaustivas referencias a la vida cotidiana en un Berlín casi desaparecido durante la guerra hayan sido escritas por alguien que no estuvo en la capital de Prusia en ese entonces. Es un ingenio irrefutable aquello de que Homero nunca estuvo en Troya. Pero las descripciones del gran ciego no incluían detalles como dónde se encontraban los baños en palacio de Príamo o cuál era la graduación alcohólica de los vinos que consumían. Y son estas menudencias en las que abunda Kerr. Uno puede sentir el olor del tabaco barato que consumen sus policías, o el aroma exquisito del coñac de los jerarcas nazis. Lo mismo con las calles, escaleras de edificios, trenes y, sobre todo, el ominoso ruido producido por las botas claveteadas de las tropas de asalto que infundían terror con sus desfiles. La atmósfera es la más tensa: 1938, poco después de las conversaciones que convencieron a Chamberlain de la infamia pacifista de Hitler. El detective de Kerr, Bernie Gunther, reincorporado, después de su retiro, a la Policía Judicial de Berlín a pedidos del inefable Heydrich, debe encargarse esta vez de encontrar a un serial killer que tiene unas inquietantes preferencias: adolescentes, rubias, clase media. Lo peor, para la administración nazi, es que el criminal, a todas luces, no es un judío. Lo que abre la posibilidad de que el asesino sea uno de ellos, un miembro de la raza aria degenerado a niveles inconcebibles. Philip Kerr revela una de las formas más alarmantes del antisemitismo alemán, tal como lo pusieron en práctica los secuaces de Hitler, Himmler y el mismo Heydrich. Se trata de la violencia con la cual se expresó. Nunca fueron los alemanes más antisemitas que los franceses o los rusos, para no hablar de los irlandeses, pero estas conductas desviadas no alcanzaron, ni siquiera en tiempos de Dreyfus, el violento despliegue que pusieron en práctica los dueños del poder en Alemania después de 1932. Con la inmediatez de siempre, el autor consigue que leamos su narración como escrita por un contemporáneo del chandleriano Bernie Gunther.

Milán, domingo 15 de noviembre de 2020

Madrugada con Alban Berg

Conocía las cualidades interpretativas del solista francés Arthur Grumiaux por su ajustada lectura de los Conciertos para violín de Mozart. Al director Igor Markevitch lo conocía de antes, de cuando mi padre, a comienzos de los sesenta, para su colección de discos de música clásica “en estéreo” adquirió algunos de sus títulos. Mi desdichada memoria no llega a precisar las piezas dirigidas por Markevitch en aquellos discos. Recuerdo, sí, la portada de uno de ellos, con la franja amarillo limón sorrentino de Deutsche Grammophon Gesellschaft, y un close-up con el rostro en perfil del director, huesudo, con una aguileña nariz, una extendida calvicie y el resto de cabellos muy negros, de expresión seria e inteligente. En ese momento me impresionó ‒y me sigue impresionando‒ la nobleza de esa cara, que parecía más estar pensando en los imperativos de Kant, que dirigiendo algunos melosos compases de una sinfonía de Brahms. Ambos virtuosos, Grumiaux y Markevitch, fueron anunciados en la radio, a las 6:30 am, para interpretar el Concierto para violín de Alban Berg. Grumiaux, quien fue reconocido por Béla Bartók como uno de los mejores músicos de su época, es también un notable compositor, algunas de cuyas composiciones no merecen el olvido al que han sido condenadas. Contemporáneo de Berg, vivió su mismo zeitgeist (algo así como el espíritu o la sensibilidad de una época), así que conoce de cerca el sentido de su Concierto. Una pieza favorecida por los mejores violinistas de las últimas generaciones (en la época de mi padre no eran tan accesibles). No obstante, en la versión Grumiaux-Markevitch, la pieza de Berg se despliega como una lograda síntesis de lo dionisíaco y lo apolíneo. La conocida deriva expresionista del autor de Lulu es matizada aquí por un sonido menos efectista y, por lo tanto, más hondo y sentido. Si el expresionismo de la obra se reviste de un bienvenido clasicismo, el tono elegíaco de la partitura (escrito a la muerte de Manon Gropius, hija de Alma Mahler y el gran arquitecto Gropius) es tratado con la elegancia de los salones del Sacher, donde seguramente se encontraron familiares y amigos después del entierro del “ángel” prematuramente desaparecido. Nunca hasta hoy, en esta noche matutina de los días otoñales, se me había revelado con tal claridad la escritura de este concierto de Berg, con lo que quiero decir que nunca lo había entendido en profundidad.

Alban Berg retratado por Madame d’Ora.

Milán, martes 17 de noviembre de 2020

Durante cinco meses de encierro en Venezuela, encontré tiempo suficiente para intentar una traducción al castellano del Julio César shakesperiano. Después de reiteradas revisiones, la mantengo apartada, cumpliendo su tiempo de crianza, en el geométrico silencio de un cuaderno cuadriculado. Este nuevo encierro que nadie sabe, como el primero, cuánto puede durar, me anima a emprender la traducción de Ricardo III, que sería la segunda entrega de un tríptico, La corona y la muerte, que incluiría además a Macbeth. No son las únicas piezas del bardo referidas a la fatal relación entre la corona y la muerte precipitada; Ricardo II (“For in the hollow crown that rounds the temple of a King,/ keeps death its court”), Enrique IV, y Enrique VI, se desarrollan asimismo alrededor de la fatídica imagen. Ricardo III es una obra temprana, imperfecta (no existe un Shakespeare perfecto) y a veces atropellada; si los dramatis personae aparecieran al mismo tiempo no cabrían en escena; algunos de los cuales desaparecen sin explicaciones y otros no justifican su existencia. No es exclusiva, ni fue inventada por el genio de Stratford; esta profusión de caracteres; es más bien de una de las muchas convenciones (venganza, fantasmas, incestos, asesinatos et al) del teatro isabelino. Shakespeare no fue el único que uso y abusó de ellas; antes Kyd, y después todos los dramaturgos jacobinos importantes (Ford, Marston, Middleton y, sobre todo, el mejor de ellos, John Webster). La escritura de Ricardo III no tiene todavía la fluidez y el desbordado ingenio de As You Like It o Hamlet. Se le conoce, y se le debería conocer mejor, por la presentación de un personaje de la inagotable complejidad del protagonista, prefiguración de Macbeth y Próspero, y prototipo de lo que en la Inglaterra de su tiempo se consideraba, equivocadamente, la esencia del maquiavelismo. El “hijo de York” justifica los medios empleados para acceder al poder cumpliendo con un proyecto puramente personal. El héroe de Maquiavelo, el malhadado Cesare Borgia, por ejemplo, justifica la sanguinaria ruta de su ascenso a través de su objetivo final, que no sería otro que la unificación de Italia, el único fin que, según el secretario de la Cancillería florentina, lo justificaría todo. Me da la impresión de que el buen Lincoln siguió a Maquiavelo más de cerca de lo que sus distraídos admiradores piensan. En su primera intervención, el que va a ser Ricardo III no deja dudas del color de sus ambiciones. Y este príncipe no es como el de Dinamarca, este lo que dice que va a hacer lo hace. Si le hubiese correspondido el destino del danés, la venganza encomendada por el fantasma descoronado, no habría pasado del primer acto:

RICARDO III

ACTO I, escena I

Este es el invierno de nuestra discordia,

transformado en glorioso verano

por este hijo de York, y todas las nubes

que se posaban sobre nuestra casa,

yacen sepultadas en el lecho del océano.

Ahora, adornados con coronas de victoria

se ven nuestras frentes, y nuestras armas

abolladas cuelgan de los monumentos;

nuestras rudas alarmas llaman ahora

a festivas reuniones y nuestras temibles

marchas son ahora alegres danzas.

La Odisea de Kazantzakis

Una de las obras más sorprendentes de la literatura moderna tiene que ser la Odisea de Nikos Kazantzakis, el formidable autor cretense condenado a ser conocido por una película, no importa su incuestionable calidad. En efecto, el Kazantzakis de Zorba, el griego sin muchos afanes habría accedido a la inmortalidad sin las magníficas actuaciones de Alan Bates y Anthony Quinn, impecablemente dirigidos por Cacoyannis. No hubo nadie en el hemisferio occidental, a partir del estreno del film, que no escuchase alguna vez la embriagante partitura de Theodorakis y envidiase la embriaguez de Zorba cuando, ante el reclamo de Bates por el desastre cometido en la construcción de un puente, el dionisíaco Zorba le responde: “Sí, un desastre, pero un magnífico desastre”. Sin embargo, Kazantzakis es mucho, mucho más que eso. Entre otras cosas, traductor de la Divina Comedia y de Fausto al griego moderno. Es el responsable asimismo de un libro sobre San Francisco y de una estupenda (incluso con sus vagas especulaciones metafísicas) autobiografía publicada como Reporte al Greco (en la versión al inglés), uno de los grandes testimonios intelectuales del XX desde 1945. Suya es también La última tentación de Cristo adaptada, en uno de sus mejores trabajos, por Martin Scorsese dirigiendo a un convincente Willem Dafoe. De todo el teatro que a escribió sólo conozco su notable Juliano el Apóstata, retrato de un rebelde, como el mismo autor.

La Odisea a la que me refiero, publicada en 1937, es la prolongación del poema homérico, un épico esfuerzo, a la cual dedicó Kazantzakis siete versiones y doce años de su agitada existencia y que se extiende, de manera que alguien llamaría magnífica, y no le faltaría razón, a lo largo de 33.333 versos, una extensión que triplica la del original. Odissey. A Modern Sequel (Una continuación moderna) es como llamó Kimon Friar a su formidable traducción al inglés, realizada con la colaboración del autor y que tuve la fortuna de leer en su reedición aparecida en 1978. Porque de eso se trata, de prolongar las aventuras del héroe homérico cuando decide dejar Ítaca detrás y lanzarse de nuevo a la aventura. Una saga que lo llevará a muchos lugares, como en el original, comenzando con Esparta, donde se encontrará con un aburrido Menelao y una bella Helena, siempre dispuesta a ser raptada, que es lo que hace el personaje de Kazantzakis, ara dejarla más tarde en Creta, en lo que pareciera una venganza del autor contra su nativa Creta, de la cual había recibido no pocos desplantes y humillaciones. La gran aventura pasa a África, donde el incansable errante construye una ciudad ideal que será destruida poco después de un terremoto. El Ulises del cretense no destruye ciudades, las construye; cree en la utopía sin ser un optimista. En otro largo pasaje recuerdo que asume una personalidad quijotesca, otro de sus compañeros de utopía con Jesucristo; al fin y al cabo, esta versión del itacense es más un asceta que un hedonista. Va a morir una muerte transfigurada en algún lugar del Polo Sur. La aventura de este héroe homérico se corresponde con la del lector que se aventura en este viaje, tan gratificante y doloroso a veces, de los 33.333 versos regulares (17 sílabas) de este sorprendente poema, la más inspirada de todas las “versiones homéricas” que se han escrito hasta ahora; y, con Ulises de Joyce, la más formidable reinterpretación de la imagen del proteico hijo de Laertes.

Fotograma de «Zorba, el griego».

Milán, miércoles 18 de noviembre de 2020

The sun of York

Una mañana de nieblas y silencio. Los pajaritos del edificio, mis particulares alondras, no creo que se hayan ausentado solo para cumplir con el lockdown impuesto por el gobierno, sino que aprovechando el asueto han migrado a climas menos drásticos. Al atardecer de ayer martes me asomé a saludarlas antes de que se retiraran a sus residencias y ya no quedaba ni una pluma. Una leve sensación de abandono se hizo de mi ánimo por unos minutos. No es que me haya sentido como Adriana cuando descubrió que el mentido Teseo la había abandonado, pero me sentí un poco más solo, reflejo de las calles por las que no pasaba ni un caballo. No obstante, la aparición de Alessandro en la acera de enfrente, a su regreso del colegio, como el sol de York, transformó el invernal atardecer en glorioso verano.

De Kazantzakis a El Greco

Uno de los más grandes deseos de mi vida ha sido siempre viajar; ver y tocar

países desconocidos, nadar en mares que no conozco, darle la vuelta

al mundo observando nuevas tierras, mares, gentes, ideas y, con insaciable

apetito, verlo todo por primera y última vez, dirigiendo una lenta y prolongada

mirada a todo eso y luego cerrar los ojos y sentir estas riquezas

de acuerdo a su voluntad hasta que el tiempo pase a través de una fina tela

extrayendo la quintaesencia de todos los placeres y sufrimientos.

 Reporte a El Greco (1957).

Nikos Kazantzakis en Zúrich. Fotografía fechada el 15 de enero de 1918. Imagen tomada de archaeology.wiki

Milán, jueves 19 de noviembre de 2020

Muy temprano, la niebla en las ventanas como un muro ciego. Uno de los períodos de niebla matutina más prolongados de los últimos años. No me molesta especialmente, nunca he sido una criatura particularmente solar. He conocido, y padecido, su fuego la mayor parte de mi vida y una tregua no viene mal. Amo el sol sobre las montañas, no el africano de mi país natal, donde siempre he creído que los mejores son los placeres de la sombra. Por lo demás, la neblina se levanta antes del mediodía; y, antes del atardecer, reaparece el Sol Invicto personificado por el pequeño Alessandro que llega a inundar los espacios de la casa con sus voces, luminosidad, ruidos y juegos cada vez más ingeniosos. Su ideología es la del anarquismo y hubiese sido la mascota ideal para los legendarios anarquistas catalanes. El desafío de mi nieto a cualquier forma de autoridad establecida es tan obstinada como la de los buenos integrantes del POUM durante la Guerra Civil.

En tanto, he regresado a escribir con mis dos plumas Delta (2008 y 2018), después de estar escribiendo durante un mes con las menos aristocráticas, pero siempre confiables, Waterman en sus versiones más económicas provenientes de una vieja papelería de la rue Malar parisina, no muy lejos del también proto-anarquista y brillante bistró L’ami Jean. Para esta residencia milanesa, que la intuyo más prolongada que las anteriores, he decidido por traerme las cuatro, dos Delta y dos Delta. Además de una legendaria Montblanc (1961) regalo de un querido amigo venezolano.

Kazantzakis: Odisea

Estos son apenas treinta y cuatro versos de los 33.333 que integran Odisea. Una continuación moderna. Fueron traducidos a partir de la reciente versión al italiano de Nicola Crocetti y de la que realizara Kimon Friar al inglés con la asistencia del mismo Kazantzakis. Ambos traductores son devotos admiradores del poeta cretense. Friar contó con su amistad, y Crocetti, él mismo nacido en Grecia antes de residenciarse, de niño, en Italia, ha sido el consecuente editor de Kazantzakis en la editorial que él mismo dirige. Existe una versión castellana, cuyos méritos desconozco, del profesor chileno, musicólogo también, y jurista.

CANTO I

Después de haber exterminado en los amplios

salones del palacio a los arrogantes jóvenes,

y el arco, saciado, colgase en lo más alto,

llega hasta el baño para lavar su firme cuerpo.

Dos esclavas vierten el agua, pero apenas

ven a su señor, gritan al ver el vientre

y las piernas aún humeantes. Una sangre

densa y negra gotea de sus manos; las jarras

de bronce caen al suelo con estrépito.

El errante, ya calmado, ríe bajo la barba

encrespada y despide a las doncellas

con un movimiento de sus cejas. Disfruta

el baño tibio largamente, mientras las venas

se relajan como ríos y la cansada espalda se relaja;

en el agua la gran mente se refresca y tranquiliza.

Se suaviza y lentamente, con aceites aromatizados,

unta los largos cabellos y el cuerpo reseco

por la sal; la juventud florece de nuevo

después del largo invierno de la carne.

En la penumbra perfumada, sobre ganchos

dorados, brillan los vestidos que tejiera la casta esposa,

adornados con veloces naves, fuertes vientos

y dioses; alarga el brazo, bronceado por el sol,

y con cuidado escoge el traje más encendido

y se lo pone el hombro, y todavía humeante

tira del pasador y sale. Los esclavos, deslumbrados

bajo las vigas ennegrecidas por el humo

del palacio paterno, portan antorchas

encendidas. Penélope, que espera,

pálida y muda en su trono, lo observa

con las rodillas temblorosas por el terror:

“Este no es, Dios mío, el hombre esperado

durante tantos años. Este es un dragón

 gigantesco que pisotea mi casa”.

El habilidoso arquero intuye el terror

oscuro de la pobre mujer, y a su corazón

henchido susurra: “Corazón mío, esta

es la mujer que durante tantos años

ha esperado que le abra las piernas

y vertiera con ella el llanto; la mujer

por la que desesperabas luchando contra el mar,

contra los dioses y las voces graves

de la mente inmortal”. Dice así pero

su corazón no se sobresalta en el viril pecho.

Milán, viernes 20 de noviembre de 2020

Música para la noche nocturna

Ayer, hacia las 6:30pm, iniciada ya la noche “nocturna” (la noche “diurna” comienza hacia las 4:45pm), escucho por radio la música más apropiada. Una melodía que va más allá de toda moral para ser puro espíritu, alma. Las propiedades curadoras de la belleza es una de sus expresiones más irrefutables. Hablo de los cuatros minutos y algo que Mozart dedicó a la musicalización del Salmo 116, su conocido Laudate Dominus en la voz bendita de Barbara Hendricks. Si no a Dios, ¿a quién más se le puede escribir algo tan hermoso? Para corresponder con la pequeña joya mozartiana, el musicalizador de Radio Classica ha tenido el acierto de seleccionar lo más adecuado para la hora: Nocturno No. 16 ópera póstuma, de Chopin, interpretada por el joven virtuoso Lan Lan. La exquisita partitura fue difundida por Roman Polanski, quien la escogió, con la Balada No.1 Op. 23 del mismo Chopin, para su inquietante cinta El pianista.

Ya cuando comenzaba a dudar de su existencia, el sol se ha presentado, a ráfagas, en esta mañana del viernes. Aunque no es comparable a la famosa luminosidad de Caracas, porque, aparte de Roma, nada en el hemisferio occidental es comparable, la claridad de esta mañana de otoño nos devuelve la visión de las cumbres de los Alpes, la cual por alguna razón (falta de nieve, claro) han perdido la blancura de hace un mes, apenas llegados a esta ciudad.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo