Diario literario

Diario literario 2020, mayo (parte IV): Graham Greene, Giosuè Calaciura, “Desvío”, Vasijas rotas

23/05/2020

Tom Neal y Ann Savage en la película Desvío | IMDB

Caracas, sábado 16 de mayo de 2020

Lectores

Desde hace un tiempo en Prodavinci.com aparece una selección de entradas de mi Diario literario. Un ejercicio que me privilegia porque puedo mantener el contacto con un grupo de lectores, unos desconocidos y otros no tanto y, casi todos, amigos. En una medida no deleznable son el contrafuerte que mantiene en pie esta iniciativa. Sé que me van a leer y escribo pensando en ellos. En las raras ocasiones en las que me encuentro con un lector desconocido que me dice “siempre leo su diario en Prodavinci”, se lo agradezco y lo incluyo en la lista de amigos lectores. Tan grata es la experiencia de ganar un lector como es dolorosa la de perderlo, que es lo que me ha ocurrido esta semana al enterarme de la muerte del que fue mi nuevo querido amigo, el profesor Elbano Provenzali. Saber que no me va a leer hoy me disminuye, como diría el poeta inglés. Elbano, aparte de ser, “en el buen sentido de la palabra, bueno”, era una persona de curiosidad renacentista. Igual se apasionaba por las tácticas de Julio César en Farsalia, que por la versión de “Take Five” que Brubeck y Desmond nos ofrecieron en su memorable presentación en el Municipal de Caracas en 1966; un concierto en el cual, sin saberlo, coincidimos. Uno de los grandes atributos de la condición humana es su libertad para pensar. Lo que me faculta para seguir pensando en que, también hoy, Elbano me va a leer con la misma atención y cariño que me prestaba cada sábado.

Caracas, lunes 19 de mayo de 2020

Graham Greene

Póster de la película The End of the Affair (1999) | IMDB

 

Ayer, en televisión, otra vez la versión de 1999 de The end of the Affair (no recuerdo el título que le pusieron en español; sí sé que la de 1955, con Deborah Kerr, ostentaba el sospechoso Vivir un gran amor) dirigida por Neil Jordan con su propio guión y las logradas actuaciones de Julianne Moore, Ralph Fiennes y el siempre impecable Stephen Rea. Ya no sé cuántos años han pasado desde que leí esta autobiográfica novela de Graham Greene, pero el efecto que me produjo lo mantengo cerca, y sentí que se reactivaba mientras volvía a ver la cinta de Jordan. Es decir, esa misma y vieja duda, la más angustiosa de todas, y es la que concierne a la existencia de Dios. Un asunto reiterado por el novelista a lo largo de su producción. Greene ha sido uno de los autores a los cuales he admirado más en mi vida. Más que a la mayoría de los “grandes” novelistas del XX, incluyendo al venerado Franz Kafka. No me atrevo a escribir que haya sido tan original e influyente, se trata de una manifestación de empatía. Me solidarizo e identifico más con sus héroes que con las criaturas del autor de El castillo. Empatizo y simpatizo más con su heterodoxo cristianismo que con el talmudismo del checo.

Uno de mis sueños como lector es el de tener sus ficciones completas reunidas en tres o cuatro volúmenes y no en ediciones dispersas e irregulares. Algo como lo que hacen en Francia con las ediciones de la Pléiade, en Italia Mondadori, en Alemania Suhrkamp Verlag y en los Estados Unidos Library Of America. Pero es que los británicos nunca dejan de ser británicos. Todo lector, no los coleccionistas de libros, cuenta con una serie imprecisa de frustraciones al no haber dejado escapar ciertas ediciones anheladas durante años. Tengo a la mano tres, todas producto de la conocida estupidez humana. Una de ellas tiene que ver con Greene y se refiere a la oportunidad perdida, después de tenerla en mis manos, de comprar la edición de la Emecé argentina de los que llamaron Obras completas de Graham Greene, en dos hermosos tomos  empastados en oscuro verde. Aunque eran traducciones al castellano, la edición ofrecía una buena muestra de los títulos del narrador. Como decía, la tuve en las manos pero, ah, estulticia, tormento de mis descansos, la regresé al estante. La semana siguiente, cuando pregunté al librero, me dijo que alguien, menos retardado, la había comprado el día anterior. Las otras dos frustraciones son todavía más penosas. Claro, siempre hay compensaciones, como haber conseguido, en una librería de Buenos Aires, las entregas de La nouvelle revue française, donde se publicó por primera vez La condición humana de Malraux. O, después de muchos afanes, haber conseguido en Lima la edición de La tortuga ecuestre de César Moro. Regresando a Greene. Tengo como una de las más ingeniosas y reveladoras novelas de la segunda mitad del novecientos Monsignor Quixote, su precisión de la iglesia católica española como cómplice de las nefandas trapacerías del franquismo después de la guerra civil, en el contexto improbable de la vida de un descendiente directo del Caballero de la triste figura. Por otra parte, Greene ha sido privilegiado con una de las mejores biografías escritas en Inglaterra en los últimos tiempos. Escrita con una prosa digna de su biografiado, Norman Sherry le dedicó tres generosos volúmenes a la vida tan acontecida del autor inglés.

Caracas, martes 19 de mayo de 2020

Giosuè Calaciura

Portada del libro Borgo Vecchio, del periodista Giosuè Calaciura. Imagen de Amazon.es

Mi amigo Robert Vifian es un hombre multifacético. Aparte de ser un agudo conocedor del resbaladizo panorama del arte contemporáneo, y de ser propietario, con su hermano Fredy, de una de las cavas de vinos más selectas de París, fue amigo cercano de Marguerite Duras y de los más avanzados intérpretes de música rock. Pero es, también, aparte de otras tantas cosas, un incesante y acertado lector. Compartimos la admiración por la escritura de autores como Gracq o Paul-Jean Toulet y, más recientemente, por la del italiano Giosuè Calaciura, quien se hiciera conocido en la geografía planetaria por Borgo Vecchio, donde cuenta, y parece que cantara -tal es la musicalidad de su prosa-, la violenta miseria de un grupo de niños en un barrio del centro de Palermo. La escritura de Calaciura, nacido en 1960, en Palermo, por supuesto, confirma el viejo dictum de T.S. Eliot según quien lo primero que debemos precisar, cuando comenzamos a leer algún libro, es la forma, el estilo del autor; el asunto, en su opinión, debe ser secundario. Si lo que se le atribuye a Buffon, aquello de que “el estilo es el hombre”, es o no es cierto, no lo puedo asegurar, aunque sospecho que es así. Y cuando se refiere al escritor, es aún más irrefutable: el estilo es el escritor. No lo que dice, que nunca será tan interesante como lo que ya dijo Homero, sino decir lo mismo de otra manera. Es lo que pasa con los grandes libros. De lo que ocurre en Las olas no es mucho lo que puedo decir, salvo el nombre de algunos de sus personajes; pero sí me podría detener a hablar de la ondulante musicalidad de la prosa de Virginia Woolf; de la ondulada longitud de sus frases que parecen versículos de Saint-John Perse; de la tensión que recorre sus páginas y de la estricta medida de su cadencia. Son frases que uno quisiera que no llegaran nunca al punto final (con Proust me ocurre lo contrario). No cambio la memoria de esta música que me recuerda la de algunas óperas de Richard Strauss (Arabella, Capriccio) por un detallado sumario de lo ocurrido a lo largo de sus doscientas páginas. No pasó lo mismo con Calaciura, sin embargo. Sus asuntos son más urgentes que los de Woolf, pero su estilo es igualmente musical. Desde la primera línea de su libro más conocido, Borgo Vecchio, quedamos impresionados por el ritmo de su escritura que suena a mercado de pescado de Palermo, al vocerío de los vendedores de erizo y humeante pintxos, a motorino desenfrenado con su carga de familias enteras, a dialecto con voces árabes, españolas y griegas. Una música, rara y mestiza, rápida pero precisa y nostalgiosa, como la de un violín en balcón abandonado de la capital siciliana. Las primeras líneas de Borgo Vecchio:

Si chiamava Domenico, ma non lo sapeva. Da sempre lo chiamavano Mimmo. Era nato la prima domenica di settembre uscendo da sua madre per i piedi. C’era una pioggia sottile a inzuppare e una nebbiolina profumata di bosco che in quella città non s’era mai vista. Altre nebbie avevano il sopravvento, con la consistenza pesante dei fumi delle arrostite da strada che il vento dal mare scombinava in vortici ballerini portando odori di carne sin dentro le case di quelli che carne non mangiavano mai. E un poco si allietavano, un poco si struggevano. Invece quando nacque Mimmo la nebbia aveva la consistenza delle favole. Così gli aveva raccontato sua madre.

(Se llamaba Domenico, pero no lo sabía. Siempre fue llamado Mimmo. Nació el primer domingo de septiembre saliendo de su madre de pie. Había una suave lluvia que empapaba una neblina con perfumes de bosque nunca vista en esa ciudad. Otras nieblas tenían el control, con la pesada consistencia del humo de las parrillas callejeras que el viento del mar transformaba en  danzantes remolinos que llevaban el olor de carne dentro de las casas de unos que nunca comían carne. Y a ratos jugaban, a ratos se consumían. Sin embargo, cuando nació Mimmo, la niebla tenía la consistencia de los cuentos de hadas. De esa manera se lo había contado su madre.)

En este fragmento, donde no se disimulan las alusiones al mito, no es difícil apreciar la lírica musicalidad de la prosa de Calaciura. La aliteración de las consonantes: “Si chiamava Domenico”/”lo chiamavano Mimmo”; “odori di carne…/quelli che carni”. La puntuación subordinada a la musicalidad individual de cada frase; casi cuatro largas líneas seguidas sin puntuación hasta el punto y seguido. Una prosa lírica donde las imágenes no abruman, como en tanta prosa narrativa de finales de siglo pasado, donde se extrema hasta lo incomunicable el sano y claro culto de Baudelaire por las imágenes. Sin mayores trabajos se podrían disponer muchas de las líneas del palermitano en versos libres como los de Ungaretti:

C’era una pioggia
sottile a inzuppare
e una nebbiolina
profumata di bosco.

(…)

Invece
quando nacque Mimmo
la nebbia aveva la consistenza
delle favole.

Robert se ha leído todos los libros de Calaciura, por desgracia en francés, pero estoy seguro, dado su entusiasmo por el autor, que para la publicación del próximo libro del palermitano ya su italiano haya progresado para poder disfrutar la particular musicalidad de su siciliana prosa.

Caracas, miércoles 20 de mayo de 2020

Vasijas de ayer y hoy en el infierno

Releyendo el Capítulo VII de Psyché, de Rhode, en la nueva y monumental edición francesa de Belles Lettres, vuelvo a una cita de Pausanias que lejanamente me recuerda a una de las imágenes de un texto que escribí hacia 1995 y fuera publicado en mi Magna Grecia y más tarde recogido en Espacios en fuga. Se trata de “Poema hermético”, el cual, con motivo del Día del Idioma, grabara en un video el distinguido vate venezolano Alexis Romero. Rhode lo incluye en sus eruditas consideraciones sobre “La vida en el más allá”, donde refiere los castigos que esperan en el otro mundo a los que no se iniciaron a su debido tiempo en los misterios de Eleusis: “Por no haberse ocupado de someterse a las ceremonias de iniciación deben ahora, hombres y mujeres, llevar agua a un barril sin fondo en medio de vasijas rotas, y esta pena no tiene fin”. En mi texto aparece la imagen de las vasijas sin que, en su momento, las relacionara con lo narrado por Pausanias y citado por Rhode. En verdad, no lo relacioné ni con el historiador griego ni con nada; sencillamente, se me ocurrió y lo incluí en este Poema hermético cuyos significados siguen siendo tan oscuros para mí como fueron hace 25 años:

Poema hermético

Camino hacia el este con vasijas
que se quiebran a lo largo de la playa.

Hasta aquí la asociación, el resto de la poesía puede ser relacionado o no con el Hades de Pausanias:

Las ventanas del hotel son muérdago
en medio de la boca.
Aquí duelen los caballitos de mar,
la tranquilidad de la selva que se sienta
en el horizonte sin bordes.

 No tengo cuerpo,
una espalda me da la espalda
y ya no siento el humo de los labios,
son los delfines los que danzan
en las manos olvidadas.

Caracas, jueves 21 de mayo de 2020

Cinema noir

Continúa el ciclo, “Grandes clásicos de un género menor” del Luxor Cine-Club, dedicado a una selección de películas policíacas producidas por Hollywood, especialmente durante la posguerra. En general, son cintas de bajo presupuesto, en ocasiones de productoras marginales y con actores poco conocidos. Al lado de estas películas “menores”, el éxito del Cinema Noir estimuló otras realizaciones más conocidas, como El halcón maltés, Laura, Perdición (así llamaron a Sunset Boulevard), El sueño eterno, La dama de Shanghai, El tercer hombre, La jungla de asfalto, Los sobornados (The Big Heat), El beso mortal (Kiss Me Deadly), dirigidas por maestros como John Huston, Otto Preminger, Billy Wilder, Howard Hawks, Carol Reed o el legendario Fritz Lang. En tiempos menos distantes, el CN se ha manifestado con cintas como Un largo adiós (1973), Chinatown, L.A. Confidential, la premiada Pulp Fiction o la menos premiadas Reservoir Dogs y Jackie Brown.  Un “neo-noir” que se manifestó en los años ochenta con otras producciones como Bajos instintos (1991), de Paul Verhoeven; Fuego en el cuerpo (Body Heat 1981) de Lawrence Kasdan o La última seducción (1994), de John Dahl. Los programadores del LC-C han querido detenerse en las producciones del primer tipo: películas “menores”, de bajo costo, con actores poco conocidos y directores en su mayoría olvidados como los interesantes Jacques Tourneur, Joseph H Lewis o Edgar Ulmer.

De Ulmer se presentó la noche pasada Desvío (Detour), con un costo que no parece haber superado los $50.000 (Sunset Boulevard, en cambio, le hizo desembolsar a la Paramount $1.750.000). Durante mucho tiempo olvidada, arriesgando ser destruida por el fuego de los bomberos, Desvío sobrevivió para conocer una revalorización a partir de los años ochenta cuando se presentó en el legendario Film Forum de Nueva York durante un festival dedicado al Cinema Noir. En la actualidad, en sus escasos 67 minutos, es una cinta de culto después de ser seleccionada, en 1992, por la Biblioteca del Congreso (USA) para ser incluida en el National Film Register. Se trataba del primer film de Cinema Noir seleccionado con esa distinción. La historia de Desvío es la más sencilla, como son en general estas realizaciones de bajo costo, pero esconde, en su precario desarrollo, una inquietante complejidad. Un pianista frustrado (toca en un pequeño bar, pero el sueño de sus ojos era Carnegie Hall) emprende en “auto-stop” el largo trayecto que lo llevará de Nueva York a Los Ángeles.  Un viaje simbólico, una Odisea norteamericana, en búsqueda de su Penélope constante que aguarda por él en la urbe californiana. En una etapa nocturna de su aventura, un tonto accidente termina con la vida del hombre que, a cambio de su sola compañía, se comprometió a acercarlo a su destino. En una decisión desesperada, nuestro héroe (Al Roberts protagonizado por un oscuro Tom Neal) opta por deshacerse del cadáver y asumir la identidad del muerto. La idea, no del todo mala aunque inmoral, era deshacerse de este doble obligado al llegar con el automóvil a Los Ángeles. Pero la verdadera hamartia, el fatal error de juicio, lo comete cuando accede a darle la “cola” a una joven mujer (Ann Savage en el papel de Vera) que encuentra al borde del camino, como una Circe cualquiera en las orillas de una de las islas del mediterráneo odiseico. Vera es la encarnación más radical de la “femme fatale”, descarada, sexy, ávida y, sobre todo, mortal. Pero es que Al es un personaje trágico, como Edipo, para el cual no es posible un final no trágico. Después de dar muerte de manera accidental a Vera, el protagonista abandona su sueño de llegar a Ítaca, que lo eximiría de su verdadera condición y decide emprender, en las mismas azarosas condiciones, el viaje de regreso, esta vez a ninguna parte. Para este saco lleno de sueños rotos no hay salida, como tampoco la hubo para el rey de Tebas; donde quiera que pusiera la mirada, negras ruinas de su vida se levantaban. Al, como Ulises, es una alegoría de la aventura del hombre moderno. Menos optimista que los griegos, Ulmer escoge para su personaje el fracasado y absurdo destino del hombre moderno. Antes de cumplir con su destino, Al reflexiona y pronuncia sus últimas palabras como narrador: “Sí, el destino u otra fuerza misteriosa, sin ninguna razón en especial, pondrá un día su dedo sobre mi hombro, o sobre el de cualquiera de ustedes”. No muy diferente debe haber sido lo pensado por Edipo cuando se disponía a la voluntaria ceguera.

Caracas, viernes 22 de mayo de 2020

Más cinema noir

  1. Anoche, en una presentación del Luxor Cine-Club, El beso fatal (Kiss Me Deadly, 1957), el clásico (realmente lo es por su influencia y originalidad) de Robert Aldrich, escrito en los años de la gran paranoia de la bomba de hidrógeno que llegó para superar la vieja bomba de uranio y tomar ventaja ante los soviéticos, quienes desconocían la fisión de hidrógeno (sus extraordinarios espías pronto descontarían esta ventaja). Una nueva aparición, y última, de acuerdo al final escogido por los distribuidores, de Mike Hammer, el detective privado más conocido como Philip Marlowe. La secuencia inicial de la protagonista descalza, con sólo su impermeable puesto, huyendo a toda carrera por una desierta carretera en medio de la noche, es uno de los grandes comienzos de la historia del cine, un elocuente y angustioso travelling que marca el ritmo violento que adoptará la cinta. La cámara del maestro Ernst Lazlo tiene la precisa agudeza de los stylo con los que escribían los autores antiguos. Cada plano es una lección de cinematografía. Con Aldrich, quien le daba la libertad que necesitaba hizo una pareja célebre y trabajando para Stanley Kramer obtuvo el Oscar. El beso fatal es un film insoslayable en la historia del Cinema Noir y fácilmente se cuenta entre los mejores quince de todos los tiempos. La novedad de su escritura fue apreciada por Godard y Truffaut, quienes la reconocieron como la película que más influyó en el surgimiento del Nouveau Cinema francés.


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