Diario literario

Diario literario 2020, mayo (parte III): Tollot-Beaut, vinos y música; Khachaturian; Cinema Noir; Hockney; Ezio Bosso

16/05/2020

Atentado del 11 de septiembre de 2001. Fotografía de Michael Foran | Flickr | Wikimedia

Caracas, sábado 9 de mayo de 2020

Torres y coronavirus

En octubre de 2001, a unas semanas apenas del ataque terrorista a las torres del WTC, en una breve visita a Nueva York, un amigo de origen judío, llegado de niño a la ciudad con su familia escapando de un pogrom del humanismo comunista de la URSS, me aseguraba todavía asustado (lo estaríamos todos cuando, por error, se encendió la alarma del local donde nos encontrábamos): “Profesor (me decía así cariñosamente), después del desastre de las torres, el mundo no volverá a ser como antes; todo va a ser distinto, el mundo que vivíamos se terminó para siempre”. En boca de cualquier otro no hubiese resultado tan estremecedora la opinión, pero en la de mi amigo, quien, a los cinco años, abandonó su Moscú natal sin saber que su pequeño mundo no volvería a ser “como antes”, me pareció irrefutable. Después sería la disparatada cruzada (todas lo son) contra el terrorismo, la exacerbación del ancestral antiarabismo occidental, animado por los más oscuros intereses; las limitaciones a la libertad individual; la manipulación de la malsana “razón de estado”; la extendida inseguridad y sucesivas crisis financieras; mientras China, con sus pasos de silencioso bambú, aprovechaba el desconcierto para transformarse en una potencia, gracias al reconocimiento de que el único “salto hacia delante” posible era a través de la técnica. En estos momentos de pandemia, todos parecen estar de acuerdo en lo que me decía mi amigo en aquella oportunidad, sólo que ahora no tiene nada de original y es difícil equivocarse. De nuevo el mundo no será “como antes”. Y será, eso sí, me temo, peor.

Caracas, martes 12 de mayo de 2020

Desde Madrid, una de mis queridas hermanas me escribe para decirme que en la capital española las cosas comienzan a mejorar, una expresión que debería apreciarse en toda su gloria. Después de dos meses de miedo, al fin una buena noticia. No sólo me alegra lo que me dice, sino que la envidio. Pocas cosas pueden ser peores que la incertidumbre. Fue lo que acabó con Hamlet y casi con Dinamarca. No saber qué hacer ante las órdenes del fantasma. No muy distinto es lo que ocurre entre nosotros. No saber nada se ha convertido en Venezuela en la única manera de saber. No sé nada, no pienso, luego existo, podría decir un cartesiano adepto al régimen. La situación no es nueva, sólo que con la pandemia se ha agudizado. El “no saber nada” como forma de conocimiento ha sido, sin duda, una de las políticas públicas más exitosas. Desde los primeros días, hace dos oscuras décadas, el liderazgo manifestó su malestar ante la educación tradicional y, en verdad, ante toda forma de educación. No sólo formal sino, asimismo, la que se organiza fuera de la academia a través de las instituciones culturales. De manera segura, y constante, fueron exterminando las galerías privadas y los museos públicos; las librerías internacionales (me formé visitando las estupendas librerías francesas, anglosajonas, alemanas e italianas de Caracas) y las nacionales. La música quedó en manos de otro carismático, cuyo grotesco personalismo fue manipulado ad maiorem gloria del mandatario, y todas las otras manifestaciones musicales ardieron en el holocausto de esta psicopatía. Nos adaptamos al monolingüismo madrileño; Madrid es la nueva Atenas de los compatriotas, y consumimos sus traducciones de manera acrítica, cumpliendo así con otras de las técnicas del ignorantismo oficial. Y así nos hemos ido acostumbrando a sentirnos bien con nuestra ignorancia recién adquirida. A la vuelta de veinte años, descubrimos que no se vive tan mal en la ignorancia. Sin librerías, museos, teatro o conciertos, sin periódicos ni revistas nacionales o extranjeras, sin radio ni canales de TV culturales. De modo que lo que nos produce incertidumbre ahora, este no saber lo que está ocurriendo, al final será bienvenido. Una expresión más de la exitosa política de ensimismamiento que adelantan las autoridades, siguiendo el lastimoso ejemplo del servilismo antillano. Y nos acogeremos a la doctrina del generalísimo español, aquélla de que nunca es bueno saber tanto. No sé nada de nada, luego existo.

Vino y música

Nathalie Tollot-Beaut dirige una de las casas vinícolas más respetadas de Borgoña. Descendiente de una vieja familia de la región. Uno de sus antepasados estuvo entre los primeros en hacerse cargo del embotellamiento de sus vinos en la propia cantina, una operación que, en general, era dejada en manos de los negociantes, unos menos honestos que otros. Los vinos de Nathalie proceden de prestigiosas denominaciones, todas distribuidas alrededor de la ciudad de Beaune. Entre ellas las codiciadas Corton Bressandes y Corton-Charlemagne. Además, es la responsable de la producción de lo que hemos adoptado como vino familiar, el Chorey-les-Beaune (el nombre de la pequeña población donde tiene su sede la hacienda) Pièce du chapitre (una pequeña parcela propiedad exclusiva). Para celebrar el cumpleaños de mi nieto, la querida amiga confeccionó una botella única del año 2012 en formato de tres litros. Se trata de un tinto de delicado rojo rubí, elegante y equilibrado, sedoso y estructurado, musical como un cuarteto juvenil de Mozart. La asociación con la música no es arbitraria. Nathalie es una de las más entusiastas animadoras del Festival Beethoven que se realiza en Beaune todos los años en abril. Y una de las colaboradoras que animan el Festival de Música y Vinos en Clos de Vougeot, donde un grupo de productores comparten con los amigos y asistentes sus vinos, así como las interpretaciones de distinguidos solistas internacionales. En la edición del 2019, se rindió un emocionante homenaje a Vivaldi y Piazzolla, y sus respectivas versiones de las Cuatro Estaciones. Por si fuera poco, Nathalie sigue de cerca, y apoya, la carrera de jóvenes músicos, como la virtuosa del chelo Astrig Siranossian, cuya interpretación del concierto para ese instrumento de Khachaturian es sencillamente notable.

El Concierto para chelo no es la pieza más difundida del compositor y es una lástima. En la versión de Astrig (le digo así, sin conocerla, porque es amiga de Nathalie), a su indudable talento se le agrega su empatía por la música de Khachaturian (ambos son armenios). A pesar de las dificultades para expresarse libremente en aquellos tiempos de Stalin, dificultades que Shostakovich y Prokofiev conocieron y padecieron, en los mejores momentos de su partitura, Khachaturian, el maestro del ballet Espartaco, es más personal, más autobiográfico y menos oficialista. El primer movimiento en el chelo de la joven intérprete es de una radiante luminosidad, que refuerza las zonas de sombra que se insinúan entre los sostenidos destellos sonoros. Escrito en 1946, como todo el concierto, el claroscuro de este movimiento inicial refiere, con elegante distancia, la historia de privaciones, dolores y pérdidas que padeció el compositor, con el resto de los soviéticos, durante la salvaje intervención alemana durante la Segunda Guerra. Y esta sería su perdición, manifestar en este dramático concierto sus experiencias personales durante el conflicto. Una decisión que, poco después del estreno, en el mismo 1946 interpretado por Sviatoslav Knushevitsky, para el cual fue escrito, le costaría al músico el ostracismo y la expulsión de la todopoderosa Unión de Compositores Soviéticos. Si hubiese superado la censura en el expresionista primer movimiento, habría sido igualmente condenado por la íntima belleza del Andante, con sus nocturnas melodías que revelan el espíritu romántico del gran compositor. Astrig, a lo largo de su tensa interpretación, nos invita a la reflexión sobre el papel de la belleza, como catarsis y cura, en tiempos de indigencia. Es lo que se propuso Khachaturian en su espléndido Concierto, considerar las posibilidades de un mundo donde la belleza no sea delito y el espíritu pueda consumirla sin sufrir persecución y castigo. En estos tiempos de confinamiento, músicas como la de Khachaturian e interpretaciones como la de Astrig nos liberan del acoso de virus y paredes, y nos sentimos de nuevo al aire libre, respirando un aire abierto, iluminados por este sol que es el mismo que alimenta los viñedos que hacen posible el milagro del Chorey-les Beaune Pièce du Chapitre, de la querida Nathalie Tollot-Beaut.

Aldo Ray y Anne Bancroft en Nightfall (1956). Jacques Touneur

Caracas, jueves 14 de mayo de 2020

Cine club de cuarentena

Mejor conocido, con razón, como “Black Cinema” o “Cinema noir”, el “Cine negro” fue escogido por los organizadores de Luxor Cine-Club, una estimulante iniciativa que nos tiene a mí y a mi esposa como únicos miembros, como tema del Ciclo que se viene presentando desde hace un par de semanas después de los dedicados a Kiarostami y Mizoguchi. El martes se exhibió “Al caer la noche” (Nightfall, 1956), con la impecable dirección, a pesar del apresurado guión que perjudicó lo que era una buena historia, del eficiente Jacques Laqueur. La fotografía de Burnett Guffey incluye algunas secuencias memorables en las montañas nevadas de Wyoming y elocuentes encuadres de la belleza y el talento de la estupenda Anne Bancroft. En el fondo, es una versión más de la quimera del oro, pero esta vez con un oro mal habido como bien puede, y suele suceder, en las historias del cine negro. En alguna oportunidad, Tarantino declaró que había tenido muy en cuenta el film de Lacquer cuando rodó su premiada Pulp Fiction.

Cornel WIlde y Jean Wallace en THe Big Combo (1955). Joseph H. Lewis

Anoche, en “double header” (es un término de béisbol), el programador del LC-C seleccionó “Agente especial” (The Big Combo, 1955) y “Mercado de ladrones” (Thieve’s Highway, 1949). La primera, a pesar de la cuidada actuación de Richard Conte, quien supo aprovechar las debilidades actorales de Cornel Wilde, su contraparte, no supera las limitadas gratificaciones de un film Tipo B. Su  permanencia en la historia del género la garantiza la extraordinaria secuencia, digna de Lang o Hitchcock, en la que el capo mafioso (Conte) ordena el asesinato de uno de sus subordinados, un pobre diablo quien llegó a ser su jefe y ahora es rebajado a una nulidad, cuya sordera debe ser compensada por unos auriculares. Los cuales, como una última gracia, serán retirados con delicadeza por el cínico rufián para salvarlo del desagradable ruido de las ametralladoras que acabarán con su vida. En ese momento, Joseph L. Lewis, el director, pone la cinta en off y la escena aparece con el tono macabro de alguna pieza del teatro isabelino. El final, con la ajustada cámara de John Alton, es una lograda versión de los últimos shots de Casablanca. Mucho más lograda “Mercado de ladrones”, pero es que aquí el realizador es el maestro Jules Dassin. Fue su última producción en EE. UU. antes de marcharse a Francia escapando de la caza de brujas de McCarthy. Con el mismo Richard Conte en el papel de vengador errante, la cinta es una corrosiva crítica al sistema de explotación capitalista en el mercado de frutas de California. A cargo de esta manifestación de capitalismo salvaje, el legendario Lee J. Jacobs, aún fresco de su estreno de La muerte de un viajante. La película, como todo Dassin, es de una rica complejidad formal y temática. El patrón es el mismo de todos los viajes desde la Odisea. Los peligros de la travesía nocturna que recuerdan los de Salario del Miedo. Los accidentes reiterados, el enfrentamiento con el monstruo Polifemo (Jacobs), el transporte de alegóricas manzanas que llevarán al héroe a los brazos de una Circe desmejorada moralmente; la muerte aparatosa del compañero de travesía y la redención final a través del amor. La fotografía de Norbert Brodine es tan ajustada como la dirección de Dassin, siempre alérgico a los adjetivos y excesos retóricos. No de la altura de Rififi o Fedra, Mercado de ladrones es la obra de un maestro quien, incluso realizando películas menores como ésta, seguía siendo un maestro. El Luxor Cine-Club anuncia para el fin de la cuarentena la visita de los buenos amigos Rodolfo Izaguirre y Daniel Labarca, quienes compartirán un cine foro sobre “Cinema noir, los grandes logros de un arte menor”. Al final está programado un pequeño homenaje al poeta y realizador Jesús Enrique Guédez quien fuera un sostenido amante del cine negro.

Autorretrato, Baden-Baden. 10 de junio de 1999. David Hockney

Caracas, viernes 15 de mayo de 2020

Pintura y cura

David Hockney se merece algo más que ser recordado como el autor de la pintura más costosa de los últimos años. Su sólo dibujismo (es el mejor dibujante de su generación, no precisamente ayuna de grandes dibujantes), de una finura que recuerda a los alemanes y flamencos del Renacimiento, le garantiza un digno espacio en mi Museo Imaginario. Durante los últimos años, Hockney, el cronista de los espacios urbanos californianos, se ha dedicado al paisajismo con todas las de ley. Sale con su caballete y sus acrílicos al campo, primero de su comarca natal en Inglaterra y luego en la Normandía amada por Monet and Co. Allí, en Normandía, lo sorprendió la pandemia, pero no ha dejado de pintar, imagino que ahora asomado a la ventana. Nunca viejo, Hockney, a sus 82 ha entendido la nueva sensibilidad que se ha venido insinuando en Occidente durante las últimas décadas, y que exige del artista, y el poeta, una sensibilidad de supere la narrativa de neurosis y pesadillas a las que nos acostumbró la modernidad y que se comprometa con su arte con la empresa de acudir al colectivo y participar de sus desvelos. El más urgente, salvar el planeta, ese pequeño detalle. Atendiendo la invitación de una amiga, el artista participa en el proyecto de invitar a los franceses, no necesariamente artistas y de cualquier edad, a que presenten una pintura o un dibujo con una imagen de la primavera. La idea es desviar los fantasmas del encierro abriendo las puertas, ventanas, claraboyas, etc., para que la estación florida, así sea por un instante, reanime el alma y le devuelva un poco la vapuleada fe en el futuro. El arte ha entendido que, para sobrevivir, no tiene que alcanzar los precios manipulados del mercado, sino hacerse público, plural. Con una lucidez irrefutable, Hockney reconoce: “Como unos idiotas perdimos nuestro contacto con la naturaleza aunque formamos parte de ella. Esto va acabar un buen día… Tengo 82 y voy a morir. Morimos porque nacemos. Las únicas cosas que importan en la vida son la comida y el amor, en ese orden. Creo de verdad en esto, y para mí el fundamento del arte es el amor. Amo la vida”.

Ezzio Bosso. Fotografía de Francesco Modeo

Ezio Bosso

En Radio Classica Milano, un sentido y apresurado homenaje, al Ezio Bosso, el gran compositor italiano muerto hace un par de días a la edad de 48 años reducido por una enfermedad del colágeno. El programador, in memoriam, ha seleccionado la transmisión de su admirable Concierto para violín #1, donde el maestro Bosso, con un sabiamente administrado minimalismo, expresa su visión del mundo que le tocó vivir, violento, desalmado, pero siempre maravilloso y bendito, un sentimiento que se reitera a todo lo largo del radiante primer movimiento de su concierto. Una baja seria para los amantes de la música contemporánea. Y para los que amamos la vida, el único culto al cual se entregó el maestro en su vida tan efímera. “Lo primero que haré cuando termine el confinamiento será llevar sol y abrazar un árbol”. Salute e addio, caro Ezio.


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