Diario literario

Diario literario 2020, mayo (parte I): Kiefer, Roth, De Waal, limbo, Celant

La instalación "Siete palacios celestes" en el Hangar Biccoca de Milán. Fotografía de Jaro Zastoupil | Wikimedia Commons

02/05/2020

Caracas, martes 28 de abril de 2020

Anselm Kiefer

No deben ser pocos los que tienen a Anselm Kiefer como el más importante de los pintores vivos. Lo cierto es que, a sus ochenta años, es uno de los artistas más influyentes a nivel planetario. Sin embargo, la recepción de la producción del maestro alemán no ha sido unánime. Para algunos suspicaces resultan sospechosas sus incursiones en el inquietante mundo del inconsciente colectivo germano y han creído descubrir unas solapadas vinculaciones con el pasado nazi.

No me cuento entre los que han sido beneficiados con esta fina percepción de supuestas afinidades y mantengo por el proteico artista un consecuente respeto y admiración por muchas de esas de sus obras, en especial cuando incorpora fragmentos o líneas de poetas queridos, como Ingeborg Bachmann, en sus telas. En los últimos años he sido privilegiado con la oportunidad de visitar con regularidad una selecta muestra permanente de sus obras que alberga el Hangar Biccoca, de Milán. Se incluyen sus gigantescas construcciones en concreto, “Siete palacios celestes”; así como cuatro enormes telas, entre ellas la que parece un autorretrato de espaldas, que fija la mirada en un boscoso y borroso paisaje, donde aparecen escritos los nombres de los más ilustres pensadores y escritores de lengua alemana.

Desde hace por lo menos diez años, regreso con regularidad a esta iconografía con no poco de oracular. Con otras muestras no menos importantes de sus obras me he encontrado en los últimos veinte años. Recuerdo, por lo epifánico, una a finales de 1998, en la galería Gagossian de Nueva York, donde se exhibieron cuatro gigantescas telas, una de ellas con lo que parecía una pirámide maya con reiteradas inscripciones de versos de Ingeborg Bachmann, lo que nos impresionó mucho a mí, y a la distinguida poeta Sarah Arvio, autora de la mejor biografía de Lorca en cualquier idioma, que había escogido la misma fecha para visitarla.

En otra ocasión me correspondió asistir al chocante, por hidrópico, despliegue de gigantismo en una exposición parisina en Grand Palais. Pero, más memorable, en la misma ciudad, la experiencia a la cual fui llevado por Robert Vifian, uno de los mejores conocedores de arte contemporáneo de París, en la Capilla Octogonal de la Clínica Salpetrière. Se trataba de un acercamiento de Kiefer al hermetismo de la Cábala, expresado en telas casi del tamaño de la inquietante iglesia, cuyos resultados eran por lo menos tan oscuros como el libro de la sabiduría hebrea. El escenario escogido para este despliegue de formas oníricas y recónditas era el más inquietante. La Salpetrière se vincula de manera reiterada con la historia de la medicina francesa. Después de la dilatada visita, a la salida de la clínica, Robert señaló un banco y me dijo: “Allí se sentó la protagonista de Cleo de 5 a 7 antes de que le dieran los resultados del examen”. No imaginaba que en la misma situación, pero en otro banco, habría de encontrarme poco después.

Sobre esta visita escribí una larga reseña para el suplemento “Verbigracia” de El Universal, de Caracas que, con indeclinable acierto y generosidad, dirigía la querida poeta Patricia Guzmán. Recuerdo que, también, en mi Diario literario 1999 incluí unas entradas dedicadas a una retrospectiva de los dibujos de Kiefer en el Metropolitano de Nueva York. En Venezuela hemos tenido la suerte de tener acceso al revelador estudio que a este “Meister aus Deutschland” dedicó el profesor Rafael López Pedraza. Vuelvo a Kiefer hoy por un correo del mismo Robert Vifian, incansable en sus funciones de intermediario Hermes, donde me advierte de una muestra de Kiefer en la galería  Thaddaeus Ropac, cuyo catálogo cuenta con una presentación del Premio Nóbel Orhan Pamuk.

 

Caracas, miércoles 29 de abril de 2020 

Joseph Roth y Rajoy

Retrato del novelista Joseph Roth en 1926 | Wikimedia Commons

Un irascible amigo, y presidente del “Club de lectores de Joseph Roth”, del cual me digno de haber sido, en fecha remota, uno de sus fundadores, preocupado por la liberación de los derechos de autor de las obras del novelista austríaco, lo que ha fomentado un auge en las traducciones y ediciones de sus libros en España, me escribe: “No te extrañe que, con este indeseable vencimiento del copyright de Roth, hasta Rajoy termine publicando su traducción de algún título del pobre hombre”. En su reseña del acontecimiento editorial, el cronista de El País incluye dos fragmentos de sendas nuevas traducciones de La marcha Radetzky, una de Alianza Editorial, inaceptable, y la otra, menos indecente, en una editorial cuyo nombre no recuerdo. La más aceptable, según la opinión del presidente del CLJR, seguiría siendo la muy discreta de Edhasa. Entre los puntos a discutir en nuestra próxima reunión de Club está el de dirigir una carta a la oficina de patentes austríaca para que prolongue, por otros cien años, la extensión del copyright de las obras del oficiante del Café Tournon.

 

Por el camino de Charles

Edmund de Waal, como su tío abuelo, Charles Ephrussi, uno de los modelos del Charles Swan de Proust, es un hombre tan talentoso como conspicuo. La timidez y humildad no se cuentan entre sus tantos atributos. Ceramista notable, dista de ser uno de esos antiguos maestros chinos y japoneses que preferían la discreción y no pocos el anonimato. No sólo dedica sus desvelos a la producción de objetos convencionales, jarrones, tazas, sino que produce ambientes enteros que no escapan a la mirada de ningún público.

El más reciente de ellos lo mostró en la Bienal de Venecia de 2019 (¡helas!) y ahora permanece en el Museo Británico esperando tiempos mejores. De una personalidad como la suya no se pueden esperar libros, hasta ahora ha publicado dos, que se ocupen de las tribus Nuba o de los primitivos sieneses o de las milagrosas incursiones de Burton en la Meca de las Mil. El asunto de su producción literaria no puede ser otro que él mismo. Aun cuando se encargue de la biografía de su olvidado tío, el protagonista siempre es Edmund de Waal. Por fortuna, lo hace con indudable gracia y accesible estilo. La liebre con ojos de ambar es una crónica  de la familia Ephrussi, el clan de judío de comerciantes de trigo de Odessa, que llegó a París a finales del XIX y, en apenas veinte años, se convirtieron en el prototipo del refinado nuevorriquismo judío que exhibió sus galas a lo largo de la calle Monceau con grandes palacios y ostentaciones. Charles fue un diletante consumado y esmerado dandy autor, de un estudio sobre los dibujos de Durero que pocos han leído y nadie recuerda. También fue uno de los primeros coleccionistas de pintura impresionista, llegó a adquirir cuarenta para su colección y otro par de docenas para una prima.  Después de comprar el “Paquete de espárragos”, de Manet”, el pintor agradecido le hizo llegar, de regalo, una pequeña tela con un solo espárrago dispuesto en diagonal sobre una mesa, una pequeña obra maestra en la colección del Museo D’Orsay, con una notica: “Este espárrago se escapó del paquete”. La segunda incursión de Edmund en la literatura cuenta sus experiencias (por supuesto) como ceramista en busca de las raíces e historia de su oficio en tres grandes centros producción; especialmente China, donde se originó todo.

La exposición de Venecia y ahora en el Británico es una inusual, bienvenida y admirable muestra de desprendimiento por parte de De Waal. El asunto que refiere es el más urgente: es como se llama y se trata de una instalación donde se despliegan más de 2000 libros traducidos al inglés de autores que han padecido o padecen la nefanda experiencia: “Es sobre el exilio”, ha escrito De Waal, “lo que quiere decir trasladarse a otro país y hablar otra lengua”. Reconoce el autor que la mudanza más dolorosa para el desterrado no es la del clima o las costumbres o la comida o la gente, sino la del idioma ajeno. “El lenguaje es casa del ser”, escribió el filósofo. Vivir, obligados, fuera del país natal puede ser insoportable; pero si, además, estamos conminados a vivir fuera de la comarca del parlar materno, la situación puede ser la más cruel. Ovidio lo refiere y lo padece, actualmente, una cantidad dramática de compatriotas.

No es la facilidad idiomática una facultad garantizada a todos los humanos, como caminar o pensar. No de balde la Torre de Babel se tiene como el peor de los castigos, de los tantos que ha padecido la tribu, desde que fuera exiliada del Paraíso. Es una verdad difundida, que cualquier lugar del planeta donde se hable castellano siempre habrá un poco del país natal, algo que no es obvio en otros ámbitos. Recuerdo que, después de casi cuatro meses en Italia, tuve a bien trasladarme a Valencia (España) a visitar unos amigos queridos. Apenas instalado, y mientras caminaba hacia un automercado cercano, sentí, de pronto, la sensación de que me encontraba en una ciudad de Venezuela.

La obra de De Waal, que conozco gracias a la generosa información de la institución londinense, recuerda los alcances y actualidad del mal del destierro, no menos planetario y tan terrible, como el coronavirus. En su instalación, las blancas paredes, pintadas con porcelana líquida, están recorridas por los nombres de las grandes bibliotecas desaparecidas a lo largo de la historia. Un gesto que nos anima a creer que el proteico De Waal ha por fin entendido que, mientras menos personalista, se es más universal. Le prometo a este diario detenerme en la reseña de su casi siempre fascinante La liebre de ojos de ámbar, la historia del auge y caída de la familia Eprhussis, uno de cuyos integrantes más conspicuos fue su tío Charles, modelo de Proust y envidiado propietario del solitario espárrago de Edouard Manet. 

 

Caracas, viernes 1º de mayo de 2020

Otro viernes que pasa frente a mi ventana con la cruel indiferencia del tiempo que nos encuentra, como los últimos dos meses o algo así, en esta “situación límbica”, que nos permite informarnos de todo lo que ocurre este momento, como las posibilidades de una reactivación del virus en una urbanización de Seúl, pero nos mantiene desinformados de lo que ocurre a escasas cuadras de nuestras casas. La desinformación sigue siendo nuestra única desinformación; una vieja, casi anciana, táctica de las dictaduras para neutralizar la emocionalidad de sus gobernados.

Sentimos horror por lo que pasa en Nueva York, pero no sentimos nada por lo que ocurre en el país. Los pocos muertos “oficiales” tienen menos presencia que el precio de los alimentos básicos, y ante la oficial cifra de recuperados permanecemos incrédulos e indiferentes. Puedo aquí, sin mayores afanes, consignar la cifra de fallecidos, durante las últimas veinticuatro horas, en Italia, Francia, España o el Reino Unido sin mayores despliegues nemotécnicos; en cambio, cuántos son los infelices compatriotas que han perdido la vida en estas semanas no lo podría decir. Y así, en el limbo, me encuentra este viernes, cuando me preparo a conmemorar el aniversario de la muerte de mi madre con mis únicos hermanos, dispersos en Miami, Nueva York y Madrid: ¡Feliz cumpleaños, Alicia!

 

Caracas, jueves 30 de abril de 2020

Adiós a un visionario

El artista italiano Germano Celant en 2015. Fotografía de Atta Kenare | AFP

Ningún movimiento artístico más interesante, desde el futurismo, que el “Arte-Povera”. El Expresionismo Alemán, con todos sus genios, no fue sino la brillante reiteración de una de las tendencias más remotas de la plástica occidental. Y, más o menos así, con las decenas de vanguardias que se presentaron en el siglo más fecundo en vanguardias. A pesar del radicalismo de muchas de estas proposiciones, ninguna, con la excepción de Joseph Beuys, un movimiento artístico él mismo, se propuso entre sus objetivos quedarse fuera de la tradición del arte occidental por lo menos desde Praxíteles: el arte como expresión de la belleza; la mímesis como principio; el artista como un elegido, la tribu como público y así.

Lo que hacía coincidir al grupo de artistas que, en 1967, en la Galería La Bertesca de Génova, presentaron sus trabajos, era lo que el organizador de la muestra, el también genovés Germano Celant, definió como una “aspiración a un arte pobre”. Celant fue el inventor del término y teórico del movimiento hasta su lamentada muerte de ayer, víctima, a los ochenta años, del coronavirus. A esa edad, Germano desplegaba una actividad alucinante. Al tiempo que se ocupaba de la ingente encomienda de asesorar a Muccia Prada en todas las iniciativas de la Fundación que lleva su nombre; con sedes en las espléndidas instalaciones de Milán, donde hace poco expuso Javier Téllez, y en Palazzo della Regina, en Venecia, también atendía compromisos en todo el mundo, literalmente.

Un temperamento locuaz y polémico, fue abierto al abrazo y la conversa inteligente. Fue querido por muchos, entre ellos la venezolana Milagros Maldonado, que fue su amiga en la época de oro de Celant. Decía Karl Jaspers que la grandeza de un filósofo la definían su originalidad e influencia. Si esto, que parece irrefutable, es cierto y se puede aplicar a los críticos de arte, la permanencia del genovés es incontestable. Su originalidad era propiciada por sus facultades de visionario, las cuales le permitían ver siempre más allá que el común de los mortales. Y a través del Arte-Povera, y sus propuestas más recientes, su influencia no parece sino comenzar. No hay curaduría de vanguardia en estos momentos que no tenga en cuenta las aventuras de Celant. Ejemplos, la Tate Modern, Documenta Kassel o Hangar Bicoca. La muerte de todo hombre nos disminuye, pero cuando se trata de la de un visionario, como el admirado Germano Celant, nos disminuye doblemente, por lo menos.


ARTÍCULOS MÁS RECIENTES DEL AUTOR

Suscríbete al boletín

No te pierdas la información más importante de PRODAVINCI en tu buzón de correo