Diario literario

Diario literario 2020, junio (parte IV): Bernard Williams, Diderot, Arvo Pärt, Siodmak, Courbet is back

Estudio del artista. Gustave Courbet. 1855

27/06/2020

Caracas, jueves 19 de junio de 2020

Cuando los griegos hablan

Bernard Williams en su influyente Shame and Necessity: “Cuando los griegos hablan, no hablan sobre ellos, sino que hablan sobre nosotros. Pueden decirnos no sólo quiénes somos, sino quiénes no somos: pueden revelar la falsedad o parcialidad o las limitaciones de nuestra imagen de nosotros mismos”.

Diderot y la crítica de arte (2)

Hacia 1994, cuando dirigía Zona Tórrida, la revista de Cultura de la Universidad de Carabobo, que  había fundado poco antes con la asistencia distante (estaba en ese momento en París) de Eugenio Montejo, le dediqué un número especial a la crítica de arte que no recibió ningún comentario a pesar de la participación en el proyecto de distinguidos estudiosos del tema, como Lindsay Kemp y Michael Podro. Por su parte, Gerda Panofsky me autorizó para traducir el ensayo de su esposo Edwin (por supuesto) sobre los retratos de Erasmo. Pude también contar con trabajos de los venezolanos Rafael Romero y José Solanes. Lo que no pude incluir fue un comentario extenso sobre las actividades de Diderot en el campo de la crítica literaria, si no su fundador, uno de sus más influyentes exponentes: “Diderot ciertamente no inventó la crítica de arte pero le dio un impulso decisivo y un nuevo giro, dotándolo de una audacia imaginativa sin precedentes”, como escribió el profesor Gilles Gourbin (“Diderot et l’art d’écrire”) o Jean Starobinsky antes que él. Desde aquel lejano 1994, me he sentido en deuda con el autor de los Salones. En estos meses de encierro, la lectura de la biografía de Andrew Curran, Diderot y el arte de pensar libremente me ha animado a hacer referencia a sus críticas en estos diarios. No menos estimulante ha sido la lectura del catálogo Diderot et l’art, de la exposición organizada en París en 1984 a los doscientos años de la muerte del filósofo.

Arvo Pärt. Fotografía de Woesinger | Wikimedia

Caracas, sábado 20 de junio de 2020

Arvo Pärt

Me levanto tarde (7:45 a.m.) y el azar quiere que lo haga escuchando música del querido Arvo Pärt. Lo que transmite en este momento Radio Classique es su Spiegel im Spiegel para piano y cello, que puede ser una de las mejores introducciones al complejo mundo del compositor lituano. Estos espejos que se reflejan sin cesar recuerdan la espiritualidad de los cantos gregorianos alumbrados por la luminosidad oscura de la mística de poetas como Angelus Silesius. Nunca me había pasado en mi vida de melómano, pero es la primera vez que me hubiese gustado ser músico para escribir lo que escribe Arvo Pärt. Yo que tantos hombres he sido nunca quise ser Monteverdi y escribir su Orfeo ni Bellini para componer su Norma ni siquiera Shostakovich para escribir su Cuarteto #8”, pero me hubiese gustado ser Pärt para firmar estos Espejos. Tengo como una de las experiencias audiovisuales más inquietantes de mi vida la transmisión por televisión de “La pasión de Adán”, con la alucinada coreografía de Bob Wilson.

Caracas, domingo 21 de junio de 2020

Equinoccio, Diderot crítico (3)

Hoy es solsticio de verano, el día más largo del año, que me encuentra atrapado en esta ominosa cuarentena con un pesimismo no usual en mí en estos días de pandemia. A los riesgos, siempre allí afuera, del contagio se debe sumar la incertidumbre propia de la vida en sociedades totalitarias que se extreman en momento de crisis. La desinformación tendenciosa es lo que nos informa. Y condenar a la población a no saber nada es una de las pocas políticas públicas que ha tenido éxito en este régimen. Los tempranos intentos de depresión son tempranamente contenidos por las llamadas de felicitación por el día del padre de Constanza y Alessandro desde algún apartado rincón del Valle D’Aosta.

Décrire, interpréter, Juger

La fórmula empleada por el muy sistemático y enciclopédico Diderot para el ejercicio de la crítica de arte era, y sigue siendo, el más recomendable: décrire, interpréter, juger (describir, interpretar, juzgar). Un método que tendrá en cuenta Baudelaire, su sucesor en el oficio. Come se sabe, todos los juicios, salvo los de Kant, están sujetos a las influencias de l’air du temps (el ambiente de la época) tanto como la ideología dominante. La de Diderot era la muy ejemplarizante ideología de la Ilustración que, en pocas palabras, sintetizó el ilustrado Simón Bolívar: “Moral y luces son nuestras primeras necesidades”. Y éste fue el criterio del autor de  Jacques el fatalista. De este modo, la grandeza de Jean-Baptiste Greuze no sería tanto por el seguro dominio de su oficio, sino por la instrumentación de la pintura convertida, gracias a su principios morales, en vehículo para la difusión de los valores de la Ilustración. Así, exalta la calidad de una composición tan detestable como “Despedida del padre” porque el pintor de Tournus ejemplifica con sus imágenes. Siempre me ha costado dar con la supuesta modernidad de la crítica artística de Diderot, y el prescindible ensayo del profesor Régis Michel en el catálogo de la exposición de 1984, un despliegue de charlatanería sorboniana, no es la mejor ayuda. De los desnudos de Courbet, ¿qué hubiese pensado el Philosophe? ¿Y de la Olimpia de Manet? Lo que me parece no sólo moderno sino siempre recomendable es el método. Desde el momento en que Melchior Grimm, el mismo crítico de arte, le encarga las reseñas de los Salones para su influyente tabloide, Correspondance littéraire, Diderot entendió que dos condiciones eran necesarias: leer todo lo que sus predecesores habían escrito (es una lástima que no haya acudido al gran libro de Vasari) y ver todo el arte que fuera posible, no sólo en Francia sino en Italia y los Países Bajos. La actitud moralizante del enciclopedista se extrema en las condenas a Boucher por sus inquietantes desnudos. Una opinión que desconcierta viniendo del autor de un libro como La religiosa, el mismo galán cuyas relaciones extramaritales eran del dominio público. Al final, como decía Baudelaire cuando señalaba que en la Declaración de los Derechos Humanos habían dejado fuera el derecho a contradecirse, Diderot, como toda persona de genio, era profundamente contradictorio.

Fotograma de Menschen am Sonntag (1930). Robert Siodmak

Caracas, lunes 22 de junio de 2020

Robert Siodmak

Homenaje del Luxor Cine-Club a Robert Siodmak, el formidable realizador alemán, nacido en Dresde en 1900 y personaje central de una de esas grandes aventuras que protagonizaron los intelectuales europeos nacidos alrededor de esa fecha. En su carrera se acumulan realizaciones tan privilegiadas como la de haber dirigido la última película del cine mudo alemán, la admirable y poco admirada Menschen am Sonntag (Gente de domingo, 1929-30), cuyo negativo, que se extendía por 2014 metros, se perdió y, después de encontrar una copia incompleta en Ámsterdam y varias restauraciones, se conserva en la versión actual de 1839 m 73’. Siodmak, con Murnau, Pabst, Edgar J. Ulmer y Fritz Lang, fue uno de los más atrevidos exponentes de la cinematografía del expresionismo alemán, una de las poéticas más influyentes en la historia del cine, y que marcaría la obra de autores como Hitchcock,  De Sica, Bergman, Welles, Visconti, Aldrich, Dassin, Lossey, Norman Forster, Herzog o Fassbinder. Como los héroes de otras aventuras como la suya, Siodmak abandonó Alemania con el ascenso de Hitler para refugiarse en París, la segunda patria de todos. Aquí también se destacó con sus realizaciones y algún crítico ligero lo consideró como el sucesor de René Clair, un honor que no pudo asumir. El mismo Hitler extendería su sombra sobre una complaciente Francia y Siodmak tendría que llegarse con sus blancos huesos hasta Hollywood, donde se encontraría con viejos camaradas como Zinnemann, Edgar Ulmer y Billy Wilder. A diferencia de ellos, Siodmak regresaría, en 1954, a la Alemania devastada y participaría en la reconstrucción de la industria cinematográfica con notables  producciones como la inquietante El diablo golpea de noche. Exiliado voluntario de todos los países, moriría en solitario en la suiza Lugano en 1973. En 2015, el British Film Institute le dedicó una consagratoria retrospectiva.

Robert Siodmak

Caracas, martes 23 de junio de 2020

Robert Siodmak (2)

Tanto sorprende el genio de Siodmak, nacido en Dresde en 1900 y muerto en Lugano en 1973, como su capacidad de trabajo. Se le cuentan no menos de sesenta, en tres idiomas, las producciones de las cuales fue responsable a lo largo de cuatro décadas que lo vieron dirigir en Alemania, Francia, Inglaterra y los Estados Unidos. No siempre a la misma altura, es, sin embargo, autor de por lo menos una docena de clásicos, no pocos de ellos están entre los mejores logros de todos tiempos. Cintas como Gente de domingo, Escalera de caracol, El sospechoso o The Killers no son menos que obras maestras cuya influencia gravitó de manera decisiva en cintas como El tercer hombre (Ritt), El extranjero (Welles) o las más recientes Buenos amigos (Scorsese) y Pulp Fiction (Tarantino). Su proyecto de híbrido documental-ficción, Gente de domingo, es una expresión de su capacidad visionaria. No se puede pedir menos de una empresa que reunió una partida de indudables genios: Edgar Ulmer, Billy Wilder, Fred Zinnemann y Kurt Siodmak, hermano de Robert. Un acontecimiento nada infrecuente en aquel Berlín de los años treinta, donde caminando una noche cualquiera por Kurfürstendamm uno podía tropezarse con Lotte Lenya y su esposo Kurt Weil acompañados por Bertolt Brecht; mientras que en uno de los tantos bares,  Murnau y Lang discutían (a Lang le encantaba discutir, a Murnau no sé) sobre el desdoblamiento involuntario de Nosferatu en M. Menos conspicuo y más elegante, Thomas Mann, retorcido por  culpas inconfesables, aprovechaba la visita de Karl Kerenyi para contarle en persona lo que ya le había expuesto en  sus cartas, esto es la fuerte presencia de la idolatría en los orígenes del monoteísmo hebreo. Más histórico y menos mitológico, el otro Mann, Heinrich, sorprendía a los amigos con cuentos sobre la irrefrenable sexualidad de Enrique IV. Menos prominente era la presencia de algunos jóvenes talentos ingleses recién llegados de Oxford; uno de ellos, Christopher Isherwood, llenará sus diarios con notas sobre estos años, a partir de las cuales escribirá un libro de éxito. Su compañero de andanzas, W.H. Auden, se hará de imágenes que desplegará en algunos de sus mejores poemas, escritos años más tarde, hacia 1939. Del poco material disponible, el Luxor Cine-Club seleccionó siete de las producciones de Siodmak para un postergado homenaje, todas notables y por lo menos tres de ellas, obras maestras: Gente de domingo (muda) 1930; Tumultos (producción francesa) 1932; Sospechoso, 1944; Escalera de caracol, 1945; Los asesinos, 1946; El caso de Thelma Jordon, 1950 y El diablo golpea de noche (Alemania 1956).

Para El sospechoso (The suspect), Siodmak y sus guionistas escogieron el tardo-victoriano Londres de 1902 donde un apacible comerciante en tabaco sobrevive el más dantesco de los matrimonios. Como se sabe, con el cricket y el fútbol, intentar el asesinato de la esposa fue, no sé si lo sigue siendo, uno de los grandes pasatiempos de los ingleses de la época. Presionado por su reciente pasión por una esbelta joven, el protagonista, Charles Laughton, en una de sus actuaciones más memorables, es el homicida que nunca pierde ni la compostura ni la sonrisa y ni siquiera la bondad. No será su único homicidio, sin embargo. La cinta tal vez no sea una de las cumbres de Siodmak, pero es, en el mejor sentido, un clásico del “cinema noir”. Los picados y contrapicados y los famosos travellings de Siodmak no faltan pero tampoco sobran en esta pequeña joya del cine de los años cuarenta.

Caracas, miércoles 24 de junio de 2020

Pianos solos

Toda la mañana dedicada a escuchar la integral de la música para piano de Arvo Pärt, recogida en un volumen doble con el nombre de una de sus piezas, Para Anna Maria (1’15’’). Antes le había dedicado dos horas y algo a la música para piano solo de Philip Glass. Una experiencia memorable. Con el mismo instrumento y parecidas técnicas de composición dos maestros diciendo cosas diferentes que son absolutamente las mismas. La que habla, en ambos casos, es el alma desterrada, esa huella de identidad de la condición humana. Para ambas grabaciones, el intérprete ha sido el mismo, el muy interesante y virtuoso holandés Jeroen van Veen.

Autorretrato con pipa. Gustave Courbet. 1849

Caracas, jueves 25 de junio de 2020

Courbet

El siglo XX no fue generoso con Gustave Courbet (1819-1877). Consecuente con su culto por lo oscuro (el siglo XVII también lo exaltó), el novecientos prefirió la refinada intelectualidad de Manet o las complejidades psicológicas de Degas. Para no hablar del hermetismo formal y metafísico de Cezanne. Se inclinó ante la tortuosa expresión de la psique enferma de van Gogh, y lo fascinó la simbólica primitivista de Gauguin. Incluso Seurat, primer cronista gráfico de la soledad existencial, fue  exaltado como uno de los profetas de la modernidad (con razón). Nadie se preocupó en averiguar dónde quedaba Ornans, el pueblo donde nació Courbet, mientras que Aix-en-Provence, ciudad natal de Cèzanne se convertiría en  obligado destino de un peregrinaje que incluía un acercamiento a la montaña Saint-Victoire, ícono  de los seguidores del maestro. Courbet era representante de una claridad considerada sospechosa por los comisarios de la modernidad y su obsesivo realismo era visto como un accidente indeseado en la evolución hacia la meta final del arte moderno, que no era otro que la incomunicación absoluta. Que no se entendiera el arte (o la poesía o el teatro) era un atributo anhelado, y en Courbet no hay nada que no se entienda, incluyendo el único “hermético” de sus cuadros, su sospechosa Alegoría realista, que es como quiso llamar al “Estudio del artista”. Su declaración de principios había dejado en claro lo que todo un siglo consideraría una propuesta inaceptable: “El arte de la pintura consiste en la representación de objetos que sean visibles y tangibles para el pintor… No puede existir una pintura del pasado sino del presente… La pintura es esencialmente concreta y consiste en la representación de lo real”. El brutal ataque a las posibilidades de un neorromanticismo en el arte moderno, que es lo que, en realidad, asumieron talentos notables como los del Der blaue Reiter o los artistas  de Worpesde, frecuentados por Rilke, no podían ser aceptadas. Demasiado “físico” Courbet en un siglo metafísico. Heidegger se había encargado de la formulación doctrinaria del nuevo culto a la metafísica: “Nos hemos ocupado mucho por los entes (las entidades, las cosas) y poco por el ser”. El “filósofo del siglo” se interesó por el brujo de Aix-en-Provence, pero no creo que a Courbet le haya despertado ninguna curiosidad. Y si no le interesó a Heidegger, no tenía por qué  interesarles a sus acólitos, desde Camus hasta Derrida. Incluso en fecha reciente, con la inauguración del Musée d’Orsay, el visitante después de entrar seguía derecho sin una ojeada ni siquiera a la izquierda, donde se encuentran los salones dedicados a Courbet. Una indiferencia que sólo fue superada con la exhibición de “La creación del mundo”, cuya descripción anatómica del vello púdico de la modelo confirmaba al espectador la existencia de un pintor francés de cierta importancia antes de los impresionistas. No me cuesta reconocer que durante muchos años, en mis clases en la Escuela de Bellas Artes de Valencia (Carabobo), fui consecuente con esta falacia de la modernidad. Mis clases sobre arte moderno y contemporáneo comenzaban con Manet, pintor de la vida moderna. Pero los cambios de la sensibilidad son como la primavera, que han venido y nadie sabe cómo ha sido. Uno de estos cambios se manifiesta con el reconocimiento de Courbet como verdadero padre de la modernidad en el arte. En un artículo de 2006, la cronista del New York Times no dejaba de reconocer a Courbet como el “primer pintor moderno”. El siglo XXI ha dado muestras de no querer ser tan “metafísico” como el XX, ni le encuentra sentido al culto a lo oscuro que se difundió durante esa centuria. Un poco de “física” no está de más y con la moderación de la necesaria inquietud metafísica llega la claridad y se restablece la comunicación poética, dos atributos a los cuales Courbet dedicó sus magníficos esfuerzos. El visitante contemporáneo al Museo D’Orsay, desde hace  unos años, ya “no sigue derecho”, sino que toma a la izquierda para detenerse no sólo ante  la llamativa “Creación del mundo”, sino para admirar una de las telas más perdurables del siglo XIX, el “Estudio del artista”, donde Charles Baudelaire, el padre fundador de la poesía moderna, pasa sus horas leyendo a Poe, mientras el maestro de la remota ciudad de Ornans insiste en la necesidad de una “pintura concreta”.


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