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Diario literario 2020, junio (parte III): Byron y Bolívar (2), Hockney, Greuze y Diderot
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Caracas, viernes 12 de junio de 2020
Milagro en Milán
Animada reunión de Alessandro con algunos fieles (de kínder) amigos que, aun con mascarillas, se llegaron hasta su casa para una pequeña piñata y una torta grande con sus ocho velitas. Una maravilla el espectáculo de un grupito de niños celebrando en medio de una de las más afectadas regiones del mundo por el coronavirus.
Byron y Venezuela (2)
En una correspondencia anterior, Byron había sido más explícito sobre su proyecto de establecerse en tierras venezolanas. La misiva está dirigida a su amigo John Cam Hobhouse y fechada en Venecia el 3 de octubre del mismo 1819:
Mi proyecto sudamericano del que creo que ya te hablé (porque lo mencionas) era éste. De los párrafos que te adjunto deduje que había o habría ofertas ventajosas para los colonos en el territorio venezolano…
Rápidamente podría hacerme con el idioma español. Ellice u otro podría conseguirme cartas para Bolívar (sic) y su gobierno, y si allí ofrecen incentivos a individuos con poco o ningún patrimonio, sin duda con mis actuales rentas -y si pudiera vender Rochdale, con cierto capital- sería aceptado como un terrateniente, o al menos como arrendatario, y de ser posible y legal como Ciudadano…
Te aseguro que me tomo muy en serio la idea y que hace mucho tiempo que la tengo, como puedes advertir por lo gastado (?) del anuncio. Me iría con mi hija natural Allegra, que ya tiene casi tres años y está aquí conmigo, y plantaría allí mi tienda para siempre jamás… Las revoluciones
no se hacen con agua de rosas. Mi apetito por la revolución ha menguado, junto con las restantes pasiones. Pero quiero un país y un hogar -a ser posible, libre-. Aún no tengo treinta y dos años, todavía podría fundar un hogar y una familia, tan buena o mejor que la anterior… No hay libertad en Europa, eso es seguro, y además es una región gastada del planeta… No iré de viaje sino a establecerme… No quiero tener nada que ver con los proyectos de guerra, sino ir allí como colono. Y si es como Ciudadano tanto mejor.
Ignoro si Bolívar se enteró alguna vez de los planes del poeta. La independencia atravesaba momentos difíciles que se extenderían más allá de la decisiva Batalla de Carabobo. Byron, como ya se sabe, terminaría sus breves días enfrentando en desigual combate a los turcos usurpadores de la libertad de su amada Grecia. Las cartas fueron recogidas en la edición del profesor Leslie Marchand, en doce preciosos volúmenes, de las Letters and Journals of Byron (John Murray). En castellano fueron seleccionadas en Débil es la carne. Correspondencia veneciana 1816-1819 (Tusquets) preparada por Jaime Gil de Biedma y traducida por Eduardo Mendoza.
Caracas, martes 16 de junio de 2020
Prosa breve sobre un cuadro grande: Hockney
En “Retrato de un artista (Dos figuras en una piscina)”, la extendida tela (2×3 m) de Hockney, terminada en 1972, una figura de pie observa con atención el desplazamiento de otra sumergida en una piscina. La llegada del nadador es inevitable, con una brazada apenas alcanzará el borde donde el observador parece esperarlo sin demasiado entusiasmo. A pesar de su inobjetable perspectiva, la dimensión plana de la composición parece una proyección de la ambigüedad empática de la narrativa. Los componentes emocionales del mundo expresionista parecen ahogados en el agua de esa piscina donde el nadador se esfuerza en llegar al borde. Todo nadador es protagonista de la devastadora metáfora de John Cheever en su cuento “The Swimmer” (Burt Lancaster es el recordado protagonista de la versión cinematogáfica) y tampoco él sabe lo que le espera al llegar, la bienvenida o el rechazo. Ni Agamenón ni Ulises fueron bien recibidos a su llegada después de cruzar la ancha piscina del cerúleo ponto. Precisamente de ese exceso de pathos en el arte fue de lo que probablemente huyó Hockney cuando llegó desde Londres a California en 1964, a los veintisiete años. En una decisión que lo privó de ser un miembro destacado de la figurativa Escuela de Londres (Bacon, Auerbach, Kitaj, Freud) y lo convirtió en uno de los fundadores de una nueva figuración menos desgarrada que la de los londinenses, una figuración “light” que tiene a pintores como Alex Katz entre sus mejores representantes. Si sus tempranas simpatías con Bacon no son obvias, en “Retrato de un artista”, por el contrario, sí se sienten sus tempranas afinidades con el pop art; mientras el fondo vegetal de la composición parece un homenaje a Henri Rousseau, el primero de los cultivadores del pop art en Francia. Pero la brillante superficie del cuadro, sus dimensiones “tamaño natural”, estimulan una percepción del velado dramatismo de la pintura. La piscina como una metáfora del abismo, el mismo que ilustró en su iconografía Caspar David Friedrich, y que nos tiene a todos como protagonistas, no sólo al artista cuyo retrato se anuncia en el título de la obra.
Caracas, miércoles 17 de junio de 2020
Greuze y Diderot
La primera vez que me fijé en el nombre de Jean-Baptiste Greuze, uno de los artistas franceses más celebrados del XVIII, no fue por su pintura -inadvertida en aquellos primeros años de la década de los noventa del siglo pasado, cuando dedicaba mis afanes a estudiar y escribir un libro, Imágenes del Barroco, con ensayos sobre Borromini, Pietro da Cortona, Velázquez, Poussin, Guido Reni, que nunca llegaría a ser publicado y que no era sino la secuela de un volumen anterior, Imágenes del Renacimiento, donde incluía largos trabajos de Miguel Ángel (su extraordinaria poesía y su autorretrato como San Bartolomé), las versiones de Acteón, de Tiziano, Giovanni di Paolo, las profecías de Leonardo, la pintura de los “cassoni”, el San Francisco de Bellini, las vírgenes de Carpaccio, proyecto que, como el anterior, tampoco conocería su publicación-. Definitivamente, no fue Greuze el que me llevó, invitado por mi hermano Daniel Oliveros, hasta Tournus, la pequeña ciudad donde nació el importante maestro francés del rococó en 1725. No obstante, su nombre era algo insoslayable en esa visita porque era el nombre del hotel, pero también del restaurant, verdadero motivo de nuestra incursión en aquella alejada población de Borgoña. El chef, el legendario Jean Ducloux, era uno de los más altos representantes de la culinaria de su región. Regresaría a Tournus en diversas ocasiones y por diversas razones. Jubilado Ducloux, no quedaba sino Greuze, en el cual, por fin, había comenzado a interesarme y ante cuya estatua frente al ayuntamiento me detendría a representar mis respetos. La fortuna de Greuze, casi cuarenta años después de mi primera visita a Tournus, no ha cambiado demasiado. Su pintura no fue privilegiada por la modernidad (algunas de sus obras más famosas fueron consideradas, no sin razón, como inaceptables por Jean Starobinsky, uno de los más lúcidos exponentes de la crítica de la modernidad tardía) y a la posmodernidad tampoco pareció importarle mucho. La sensibilidad contemporánea es otra cosa, no obstante, y, sin dejar de sostener la opinión de Starobinsky, comienza a ver con simpatía las mejores producciones de Greuze, cuyo dominio del oficio era admirable. Lo mismo ocurre con otros pintores de su generación. En un tiempo donde el kirsch de artistas como Jeff Koon es objeto de admiración, las rosadas redondeces de Boucher, por ejemplo, o los retratos de Greuze comienzan a ser admirados con una mirada nueva; lo mismo que la rara iconografía de un sector de la producción de Fragonard.
La admiración por Jean-Baptiste Greuze fue una constante en los escritos de Diderot, para algunos fundador de la crítica artística en Francia. Una apreciación no del todo exacta, porque la “littérature artistique” había sido ya practicada por ingenios como el influyente Roger de Piles o el abad Du Bos, cuyas Reflexiones críticas sobre la poesía y la pintura sería reconocido por Voltaire como “lo más útil que se haya escrito en cualquier idioma sobre el tema” (El siglo de Luis XV. FCE). A Du Bos le deben todos los críticos la legitimación de su oficio: “Cuando se trata de juzgar el efecto general de una obra, el pintor y el poeta no tienen el derecho a desautorizar a los que no conocen sus oficios. Lo mismo ocurriría con los cirujanos si nos dijeran que no podemos saber si la operación fue dolorosa porque no somos expertos en anatomía”. Vuelvo sobre Diderot estimulado por la estupenda biografía que le dedicó el profesor norteamericano Andrew S. Curran (Diderot y el arte de pensar libremente. Ariel 2020) y, como se sabe, nadie como los anglosajones para las biografías (Painter sobre Proust y Chateaubriand; Byron (otro Byron) sobre Cervantes; Blunt sobre Borromini; Clark sobre Leonardo; Pope-Hennessy sobre Piero; Gay sobre Freud; Franck sobre Dostoievsky; Arvio sobre Lorca, y así). En uno de los tantos capítulos apasionantes de su libro, Curran se detiene, con una admirable capacidad para sintetizar, en las actividades del filósofo enciclopedista como crítico de arte:
Cuando escribió sus reseñas más extensas y famosas del Salón, las de 1765 y 1767, no sólo estableció un diálogo imaginario con los pintores que habían creado el arte; a menudo se sumergía en las composiciones en persona, unas veces como un personaje del cuadro y otras como un artista más. En sus manos, la crítica de arte se convirtió en mucho más que una sencilla valoración; se transformó en un espacio de intercambios entrecruzados entre el artista, la obra y el espectador, una oportunidad para opinar, y en ocasiones recrear la experiencia estética de la contemplación.
En su brillante ensayo “Diderot et l’art d’écrire”, el profesor Gilles Gourbin reconoce, asimismo, el aporte del autor de El sobrino de Rameau: “Diderot ciertamente no inventó la crítica de arte, pero le dio un impulso decisivo y un nuevo giro, dotándola de una audacia inventiva sin precedentes”. Esta audacia inventiva, así como su influencia (Baudelaire, p.e.) y modernidad serían los tópicos alrededor de los cuales se organizó, en Hôtel de la Monnaie de Paris, la gran muestra Diderot et l’art, para cuyo catálogo Jean Starobinsky escribió un luminoso ensayo (“Diderot dans l’espace des peintres”), que sería acompañado por otros igualmente interesantes trabajos de Pierre Rosenberg (“Diderot et la peinture”), Régis Michel (tal vez el menos revelador) y Georges Brunel (“Bouchard, le neveu de Rameau”).
Sobre Greuze escribió Diderot de manera reiterada. Lo consideró un modelo. Un artista cuyas preocupaciones superaban lo puramente estético para extenderse al plano de la moral. Una actitud que no encontraba en otros artistas de la época, menos que nadie en el gran François Boucher, a quien acusó de haber corrompido a su propia esposa al escogerla como modelo para una lasciva pintura. A una obra de Greuze le dedicó Diderot, en su Salon de 1765, las que tal vez sean las páginas más difundidas de su ingente labor crítica. Se trata de “Muchacha que llora la muerte de su pájaro” (no sé de dónde sacó el traductor de Curran que se trata de un canario). La pintura presenta, en primer plano y medio cuerpo, a una joven en sus diecisiete que lamenta la muerte de su pequeña mascota que el artista coloca fuera de su jaula de madera. La lograda pintura es una síntesis de la poética rococó, refinada, sin realismos renacentistas ni barrocos desgarramientos, una realidad idealizada, ajena al deterioro del tejido social que, en poco más de tres décadas, se romperá llevándose en su violencia la cabeza del sucesor de Luis XV. No obstante, como en el “Gilles” de Fragonard, la tela de Greuze tiene no poco de enigmática. Desde la primera mirada, la inocente composición expresa lo que Freud llamaría “une chose sexuel”. Para algunos, para mí también, el pajarito muerto representaría el abandono del amante (no del novio, entiéndase bien). A Diderot, para quien la vida erótica no era la menor de sus inquietudes, no escapó la connotación sexual de la alegoría del maestro de Tournus. En su reseña, como todas en formato epistolar, escogió hablar directamente a la protagonista de la obra:
Ven, pequeña, ábreme tu corazón, dime sinceramente, ¿es de verdad la muerte de este pájaro lo que ha hecho que te repliegues con tanta tristeza a tu interior, tan completamente ensimismada?
En su opinión, más que la pérdida del amante, causa primera en todo caso, es no otra cosa que su virginidad lo que lamenta haber perdido la afligida jovencita. Continúa Diderot con un despliegue de exacerbada imaginación:
Desgraciadamente tu madre no estaba; él llegó, tú estabas sola, ¡él era tan apuesto! ¡Y sus palabras tan sinceras! Decía cosas que iban directamente a tu alma y mientras las decía se arrodilló; eso también es fácil de imaginar; te agarró una mano, de vez en cuando sentías la calidez de las lágrimas que le caían de los ojos y recorría todo tu brazo. Tu madre no regresaba; no es culpa tuya sino de ella…
No andaban descaminados los que percibían una proyección de la sexualidad del autor. A su amigo y editor le confesaría: “No quiero molestar a nadie, pero no me desagradaría demasiado haber sido la causa de su dolor”. Sobre Diderot y Greuze, el profesor Curran agrega un par de necesarias líneas: “Irónicamente fue Greuze, el bien conocido pintor del drama familiar sentimental, el que ayudó al crítico a ir más allá del tosco moralismo que el filósofo predicaba en todas partes”.
Casi treinta años después de mi primera visita a Tournus, en la apacible población a orillas del imponente Ródano donde naciera Jean-Baptiste Greuze, el chef Ducloux ya no oficia en los fogones del hotel, pero la estatua dedicada al maestro cada vez me parece menos ajena, menos distante, como buena parte de su producción arbitrariamente descalificada “in toto” por el cada vez menos convincente criterio de la modernidad.
Alejandro Oliveros
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