Diario literario

Diario literario 2020, junio (parte II): “Shock Corridor”; clásicos olvidados, nuevos recuperados; Byron en Venezuela

13/06/2020

Peter Breck en Shock Corridor (1963)

Caracas, sábado 6 de junio de 2020

Shock Corridor

Un joven amigo venezolano, formado en Inglaterra y con una perspicaz mirada para el cine menos convencional, me animó a ver una cinta que nunca encontré en las salas de cine. Se trata de Shock corridor (1963), dirigida por el versátil Sam Fuller, quien, además, es el autor del guion que, en el lejano 1940, lo ofreció al legendario Fritz Lang, con el cual no pudo entenderse ante la exigencia del alemán que quería una protagonista femenina, quien sería, por supuesto, Joan Bennett.

Shock corridor es un aporte de Fuller muy particular, como todo lo suyo, al cinema noir. En este caso, el personaje central, Johnny Barret, actuado decorosamente por Peter Breck, no es un detective, sino un periodista que se interna en el laberinto, sin hilo ni Ariadna, de un manicomio para investigar un asesinato y con el reportaje cumplir con su obsesión de ganarse un Pulitzer. Después de hacerse, con éxito, pasar por loco, se relaciona con los tres pacientes que fueron testigos del crimen. Una fauna que representa, con escalofriante precisión, a los Estados Unidos de 1963 (año del asesinato de Kennedy).

El primero, un soldado sometido a un lavado de cerebro (término al uso en esos años de guerra fría), después de hacerse comunista durante la guerra de Corea y que terminó convencido de ser un soldado confederado. El segundo, un joven negro, no menos disparatado, quien, de tanto estudiar en universidades exclusivas para blancos, terminó convertido en un “blanco” racista y fundador del Ku Klux Klan. El tercer internado es un eminente físico nuclear afectado por un proceso de regresión que lo lleva a creer que tiene seis años.

Pocas veces el cine ha sido tan crudo en una crónica del mundo perdido de la locura. La película, narrada con la eficacia y tensión de un cuento de Faulkner (“El oso”, “Una rosa para Emily”), cuenta la triste historia de un brillante escritor cuya hibris es la de creer que se puede pasar impunemente por el Hades de la enfermedad mental. Su itinerario no concluye en la Itaca del Premio Pulitzer, sino en el Hades de la catatonia esquizofrénica, el diagnóstico del psiquiatra engañado con la mentida locura: “Esto es una tragedia”, termina diciendo el médico.

Shock corridor carece, por fortuna, del exitoso tono hollywoodense de One Flew over the Cuckoo’s Nest. Por eso su crónica de los pabellones psiquiátricos es la más dolorosa. En no pocas ocasiones las imágenes de Fuller me hicieron pensar en el corto (16 mm/33’) Nosferatu (The Undead), la escalofriante y ajustada crónica de la hospitalización psiquiátrica del venezolano Javier Téllez. Cuando se lo digo a mi joven amigo cineasta, éste me dice: “No lo conozco en persona, pero Téllez es uno de mis artistas preferidos”.

Caracas, lunes 8 de junio de 2020

Clásicos olvidados

Para conmemorar el día de la Santísima Trinidad, inmortalizada entre los hombres por el genio de Masaccio, el pintor del enorme fresco en Santa Maria Novella de Florencia -donde se manifiestan en su verdadera apariencia los protagonistas del misterio-, los programadores del “Luxor Cine-Club” presentaron, durante el fin de semana, el miniciclo “Tres Clásicos Olvidados”, que incluyó Blind Date (La clave del enigma), Joseph Losey 1959; Swamps Waters (Aguas pantanosas), Jean Renoir 1941 y The River (El río sagrado), también de Jean Renoir 1951.

Micheline Presle en Blind Date (1959)

Blind Date fue rodada en Londres durante los largos años de exilio macartista de Losey y es uno de sus más distinguidos aportes a la tradición del Cinema Noir. Con el protagonismo de la estrella del cine alemán, Hardy Krüger, y el siempre eficiente Stanley Baker,  expresiones del genio de Losey como hombre de teatro (fue colaborador de Brecht en Rusia y uno de sus seguidores más brillantes). Blind Date, sin que se lo propusiera, es una prefiguración de otras realizaciones, acaso más conocidas, como El sirviente o El otro señor Klein. Un joven pintor holandés, radicado en la capital británica, se presenta para una cita con su amante en un extraño pied-à-terre alquilado por ella para la ocasión. La fotografía es la protagonista de esta primera sección de la película, con sus claustrofóbicas sombras y marcadas luces que dan la impresión de un lujoso calabozo, acaso el escenario donde el protagonista se vea reducido después de la más existencial de las experiencias: la de ser culpable aun siendo inocente.

Una situación que será llevada al límite de lo apneico en El otro señor Klein. Como en esa cinta, los personajes de Blind Date se desdoblan, son y no son en la misma jugada. Así, la amante del pintor, encontrada muerta por una denuncia policial en el apartamento, no es en realidad su amante, sino la amante del esposo de su amante. Lo que podría parecer una narrativa impenetrable, de la mano de Losey es de una claridad sin mácula. La dirección de Losey es una disección. No hay un solo plano sobrante, un adjetivo que no sea revelador, un travelling que no sea inevitable, y algunos de los primeros planos de Christopher Challis, el camarógrafo, pertenecen a la antología. El impecable guión es de Ben Barzman y Millard Lampell (nominados al BAFTA por el mejor guión). El presupuesto que manejó Losey para esta cinta no pasó de unos mezquinos 200.000 dólares (Anatomía de un asesinato, del mismo año, consumió once milones y North by Northwest, cuatro millones y medio).

Dana Andrews and Anne Baxter in Swamp Water (1941)

Las otras dos películas del ciclo “Tres Clásicos Olvidados” pertenecen a la poliédrica producción de Jean Renoir. Al brillante realizador europeo de La marsellesa, La gran ilusión o La regla del juego seguirá el   autor de producciones anglonorteamericanas. Swamp Waters (Las aguas del pantano) es una de ellas, comenzada apenas un años después de su llegada a los Estados Unidos, uno más de la diáspora de intelectuales europeos que se refugiaron en los liberales Estados Unidos de Roosevelt. La acción del film transcurre en el infierno anfibio de los pantanos de Georgia. Un jovencísimo Dana Andrews (Laura, Destino Budapest) se interna en aquel submundo líquido en busca de su perro para encontrarse con un fugitivo (Walter Brennan) quien, durante más de cinco años, ha vivido allí escapado de una falsa acusación de homicidio. Bajo su guía comenzará el protagonista -y no será la primera vez en Renoir- un largo viaje de autorrevelación en búsqueda de la verdad. El vigoroso realismo de Renoir, no tan “poético” en este trabajo, es el mismo de los primeros libros de Faulkner, cuando se detiene en la narrativa de aquel mundo bárbaro y semisalvaje, con su capacidad, como el tremedal galleguiano, para reducir la condición humana. Los 88’ de película son el viaje del personaje, desde que a la fuerza rompe con la mítica figura paterna hasta su retorno de mano de su Eurídice particular, la siempre hermosa y expresiva Anne Baxter (Los magníficos Amberson, Al filo de la navaja, Las dos caras de Eva). Un itinerario no exento de mortales riesgos, enfrentamientos con obstáculos y enemigos homicidas que terminará en triunfo y su armonía, al lado del ser amado, se extenderá al resto de la comunidad, ahora protagonizando una vida arcádica donde antes no había sino Hades empantanado.

Trilak Jetley en The River (1951)

Caracas, martes 9 de junio de 2020

El río sagrado

La tercera película del ciclo, más difundida que la anterior, es una de las obras maestras de la joven historia del cine (Premio BAFTA y Festival de Venecia). The River (El río sagrado, 1951) es una producción británica donde Renoir, apoyado en la fotografía de Claude, su hermano, es auto del guion y responsable de los noventa y nueve minutos de la dirección con la asistencia de un joven Robert Aldrich. Rodada íntegramente en la India fue el brillante inicio de la cinematografía a color en la India. Su belleza plástica se fija en la retina como una vista de Turner o un jardín de Monet (“Con Las zapatillas rojas” -Michael Powell, 1948- las dos películas en color más hermosas que se han filmado”, según Martin Scorsese).

Una familia inglesa vive su Arcadia doméstica en la “casa grande”, detrás de altos muros con los que pretende mantenerse a una prudente distancia de la insondable cultura de los indios. A pocos metros de la entrada, el mistérico Ganges fluye apacible. La llegada imprevista de un extranjero va a alterar la vida de los integrantes de la plácida comunidad familiar. El capitán John, un norteamericano que perdió una pierna en combate, es el Hermes, el enviado que ha llegado a llevar a los personajes al otro lado del río del conocimiento. Sólo el que desciende puede subir y sólo con la muerte la vida permanece. Son las coordenadas de una espiritualidad como la hindú, donde el ciclo de muerte y resurrección ordena la existencia del mundo.

Renoir utiliza a la protagonista (una adolescente que viaja al encuentro de sí misma a través del amor y la muerte) para contar y cantar, como en la poesía original, la historia de una aletheia, una develación de la verdad de las cosas. Cumplida su misión iniciadora, el capitán John desaparece como apareció y sabremos de él gracias a las cartas que escribe desde su tierra original. El padre lo compara con el Alejandro Paris que estimuló la guerra troyana, pero en el caso de John, la imprudente decisión no se produjo. Visualmente, la película es un ajustado homenaje de los hijos, Jean y Claude, a su padre, el formidable impresionista Pierre Renoir. Pocas veces el cine ha estado tan cerca del museo. Si se pudiera colgar, The River privilegiaría una de las paredes del Museo L’Orangerie. Es difícil no estar de acuerdo con Martin Scorsese cuando la incluyó entre sus doce mejores películas de todos los tiempos.

Libros y películas

El negado acceso a mi biblioteca al que me ha reducido la pandemia ha estimulado dos inesperadas actividades. No son muchos los títulos de los que dispongo, aunque suficientes para cubrir la más dilatada cuarentena. Mis amados clásicos, Dante completo, el Bardo, algunos modernos como Fausto, Hölderlin, el doctor Johnson, Byron, Henry James y pocos contemporáneos que el azar reunió aquí, Jünger, Snell, Zweig, Eliot, Primo Levi, Robert Lowell, René Daumal, Kristoff, Donald Hall y pare de contar.

Si tuviera que lamentar, lamentaría la ausencia de Conversaciones con Eckermann y los Cantos completos de Pound. Estoy consciente de que millones de títulos están disponibles online, pero soy, para escribir y leer, una víctima incurable de papirofilia y no resisto más de una página de escritura electrónica. Ningún confinamiento, Dios mediante, me encontrará sin mi Homero y mi Shakespeare, sencillamente porque no viajo más allá de una centena de metros sin mi Homero y mi Shakespeare.

Ajeno a las tentaciones de nuevas lecturas, he podido terminar mi traducción del Julio César shakesperiano. Ahora me encuentro en el doloroso (dolores de espalda) proceso de corrección. La segunda de las inesperadas ocupaciones de estos días ha sido el regreso a mi pasión adolescente, y luego universitaria, por el gran cine, animada por los años de la Facultad por Daniel Labarca y su legendario Cine Club Universitario.

Lord Byron retratado por Richard Westall, 1813

Caracas, jueves 11 de junio de 2020

Un día triste éste que me encuentra aquí en la víspera del cumpleaños de Alessandro, mi nieto, que lo celebrará en su nativa Milán. Son las miserias de este exilio “doble” que me ha tocado en suerte; exiliado de mis seres más queridos cuando estoy en el país natal y exiliado del país natal cuando estoy con ellos en la capital lombarda. La fugaz visita de un amigo, cuyo hijo igualmente cumple años mañana, alivia momentáneamente la pena. Su reiterada generosidad es en este caso la más oportuna: “Te traje este escocés para las celebraciones de mañana; cada uno en su casa, pero tomando lo mismo y por lo mismo”. Vale.

Byron en Venezuela

Lord Byron, representante de la más radical rebeldía romántica, así como uno de sus ingenios más representativos e influyentes, que vivió todo lo que el Fausto de Goethe hubiese querido vivir (y el mismo Goethe también), era una personalidad demasiado ancha para los cerrados espacios de la nueva rica sociedad inglesa producida por la revolución industrial. Su mismo apellido ya era incómodo. Los Byron eran una de las familias de más larga y notoria permanencia de la aristocracia decadente del reino. Entre los artículos que heredaría de su descentrado padre se encontraba, toda para el poeta, una abadía en ruinas del siglo XIV.

Fue implacable Byron con estos incipientes y recién llegados capitalistas. Los desnudó con crueldad todas las veces que pudo y quiso demasiadas para que no tuvieran una respuesta. La venganza se presentaría cuando el encargado de su legado, bajo la indeseada presión de los ofendidos, destruyera parte de sus diarios, se dice que la mejor, y nos dejaron estos siete tomos no demasiado anchos ni tan excitantes que serían una ayuda invalorable cuando me tocó dictar un semestre sobre la poesía del hijo del terrible Comodoro Byron.

También desapareció parte de su correspondencia en un fuego alimentado por el odio de su ex, quien contaría con el envenenado apoyo de una autora norteamericana desconocida y que lo seguiría haciendo de no ser porque Hollywood llevó a la pantalla su Gone with the Wind. Sin ser pobre ni desconocido, Byron logró lo que se propuso, ser un poeta por lo menos tan “maldito” como sus colegas Percy Shelley y John Keats.

No es un poeta de los más leídos en la actualidad posmoderna. Y es una lástima. Goethe lo tenía como el más grande de los poetas de su tiempo y, ya se sabe, llevarle la contraria al poeta alemán nunca ha sido una buena idea. Lo contrario, como reconoció con su inteligencia de siempre Susan Sontag: “With Goethe Everything goes Well”. El que no haya leído a Byron ha perdido parte de su tiempo como lector, ocupado en lecturas menos dignas.

Byron, como Diderot o Voltaire, es siempre nuevo y siempre gratificante. Manfredo es el más bello y emocionante cuento que se haya cantado sobre el enrarecido mundo de las alturas nevadas de cualquier cordillera. Las lamentaciones de Tasso es una conmovedora evocación de la más dolorosa y trágica de las locuras que haya desgraciado la vida de un poeta. Childe-Harold, el libro más influyente de su tiempo, seguramente memorizado en parte por Simón Bolívar, Mazeppa, (para el cual Tchaikovsky escribió una ópera de mérito no menos a su Onegin), Marino Faliero, Los dos Foscari, Lara, El corsario, La novia de Abidos son todos estupendos poemas narrativos, gloria de su idioma, pero no más que ejercicios preparativos para su opus magnum, el improbable, casi inhumano Don Juan. Más de quinientas páginas de brillante poesía que se ocupa del legendario héroe español, enriquecido por las innumerables aventura eróticas y no eróticas de su autor.

Del Canto Cuarto del Don Juan son estas líneas, correspondientes a las estrofas XXVII y XXVIII, donde el poeta expresa, de la manera menos superficial, la esencia de la existencia del yo romántico. La traducción, no del todo ingrata, es anónima y fue publicada en Buenos Aires por la Editorial Claridad a finales de 1973, en aquellos ominosos meses premonitorios a la llegada de la más feroz dictadura:

Con ellos había nacido el amor, y estaba tan íntimamente ligado a su naturaleza, que no era en ellos un sentimiento… era la esencia misma de los dos (It was their very spirit –not a sense). Habían nacido para vivir juntos en medio de las selvas, invisibles como el ruiseñor, y no para habitar esas pobladas soledades que se llaman el mundo, moradas del odio, del vicio y los cuidados. ¿No se complace en vivir solitaria la criatura que ha nacido libre? Los pájaros de canto más dulce viven por parejas; el águila se cierne sola en las alturas;  la gaviota y el cuervo se arrojan en bandadas sobre los cadáveres, precisamente lo mismo que los hombres.

El poeta se refiere a las relaciones del joven Don Juan con la adorable Haidee. Poco después, el narrador refiere otro de los grandes ejercicios de su generación, “el alma romántica y el sueño”:

Haidee cedía a la influencia del ensueño, misterioso dominador del alma, que nos sojuzga con leyes absolutas a los extraños caprichos de la fantasía; extraña situación de nuestra existencia, porque soñar es todavía existir, sentir cuando estamos dormidos y ver cuando tenemos los ojos cerrados.

Retrato de Lord Byron en vestimentas albanesas. Thomas Phillips, 1813

Todo asombra o casi, en este Don Juan, no menos la circunstancia de estar escrito en versátiles pentámetros rimados: They should have lived together deep in Woods,/ Unseen as sings the nightingales; they were/ Unfit to mix in these thick solitudes/ Call’d social, haunts of hate, and Vice and Care… De Byron, W.H. Auden, el poeta propiamente inglés más destacado del siglo XX, aprendió el arte de cantar en versos rimados y con fina ironía. Para Auden, Byron, más que Eliot o Yeats, era el representante más influyente de una tradición que era necesario continuar para oponerse a las influencias menos inglesas de bardos como Yeats, Eliot o Pound.

La fugaz mención al Libertador venezolano no es casual. Desterrado de Inglaterra voluntariamente, aburrido de una Europa que se hacía cada vez más burguesa y ordinaria, y cada vez menos interesante, Byron consideraba nuevos escenarios donde seguir protagonizando su excéntrica existencia. Hacia 1819, la empresa americana de Bolívar (año de la instalación del Congreso de Angostura) le pareció una brillante oportunidad. En los pocos libros con los que cuento aquí, releo este fragmento de una carta de ese año dirigida al amigo John Murray, encargado de sus asuntos en Londres:

Probablemente deberé regresar (a Inglaterra) por asuntos de negocios o de camino a América. Dígame, ¿recibió usted una misiva para Hobbhouse cuyo contenido él le habrá contado? Yo creía que los comisionados venezolanos tenían órdenes de tomar contacto con emigrantes y yo quiero ir para allá. No sería un mal hacendado suramericano, y me llevaría conmigo a mi hija natural Allegra y nos quedaríamos.

Desconozco de qué comisionados se trata, pero el proyecto se frustró y el poeta iría con sus blancos huesos a morir en Grecia en un intento fallido de morir heroicamente combatiendo al turco, cuya planta insolente había desembarcado en la sagrada Grecia. No es la única carta donde el gran poeta romántico alude al gran general ni menos romántico. Una muestra de la admiración del inglés por el criollo es el nombre que le dio a su barca: Bolívar.


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