Diario literario

Diario literario 2020, febrero (parte II): Walser, Tasso y Rossini, Bartok y Montand, Poesía y Metáfora

Estatua del compositor Húngaro Béla Bartók en Budapest. Fotografía de ATTILA KISBENEDEK | AFP

15/02/2020

Milán, sábado 9 de febrero de 2020

Sabiduría de Robert Walser

La sabiduría que atribuye Walser a su protagonista, el adolescente Fritz Kocher, es la más candorosa, al tiempo que la más irrefutable.

Sobre la amistad:

La amistad es una flor muy preciada. Sin ella ni siquiera un hombre fuerte sobreviviría. El corazón debe poder contar con un corazón amigo, lo mismo que con un lugar en el bosque donde se pueda recostar y charlar. Nunca se aprecia lo bastante a un amigo, si éste es un amigo de verdad, y nunca se huye de él lo suficientemente aprisa si nos decepciona su amistad.

Sobre la cortesía:

La vida resultaría tremendamente aburrida si no fuéramos educados los unos con los otros. La cortesía es un placer para la gente que tiene buenos modales y en la medida y manera en que los emplean se conoce la naturaleza de los personajes como si viéramos su reflejo en un espejo. Sería terrible que una persona pasara junto a otra sin dirigirle un saludo o que no se quitara el sombrero al entrar a un local o que volviéramos la espalda a nuestros padres o profesores mientras nos están hablando. Desde luego sería una situación insostenible. Sin buena educación no existiría la sociedad y sin sociedad no habría vida.

No es nada casual que Walser llamara la atención y fuera admirado por otros “raros” como Kafka y Benjamin.

Milán, domingo 9 de febrero de 2020

Lunas e inviernos

Desde la lejana Caracas, una amiga me hace llegar una imagen de la ciudad al atardecer con la primera superluna del año suspendida sobre El Ávila. Aquí, el acontecimiento celeste se presenta en la forma de una enorme luna de hielo y su gélida luz que se extiende sobre la enorme llanura lombarda. Dos ocasiones memorables en lo que va de año. En enero, una luna líquida y ahora ésta de hielo como una reina venida de los cercanos picos helados. Algo que llevaría a cualquier ingenio desconfiado a conjeturar que éste será un año lunático, con todas las implicaciones de la expresión. Los adoradores de la luna fue como Jaime Manrique llamó su primer libro de poemas para referirse a los que, como él, pasan la vida mirando hacia el cielo y escribiendo versos.

Mientras esto ocurre, en Creta la temperatura ha descendido a -1 °C, y en la costa turca donde se asentaban las infinitas torres de Troya, se anuncia una nevada para este domingo. Y recuerdo mi asombro, cuando por primera vez conducía de Palermo a la cercana Monreale, y vi aquel aviso al borde de la carretera que advertía sobre el riesgo de nevadas en invierno. Nunca pensé que en Sicilia, en plena Magna Grecia, las temperaturas podían ser tan bajas. Y no recordaba ni recuerdo en la Ilíada ningún pasaje en el cual se haga alusión a estos climas extremos. Pareciera que durante los diez años que emplearon los aqueos en tomar Troya nunca bajaron las temperaturas y la contienda se desarrolló en un verano eterno. Con todo lo realista que podía ser Homero para describir armas, naves y palacios, ¿cómo fue que no reseñó un solo día de invierno en aquella planicie troyana que hoy mismo será cubierta por la blanca nieve? Tal vez podamos entender al gran aeda si consideramos que sólo se ocupaba de los grandes temas de la existencia heroica, sin tiempo para estas prosaicas circunstancias. Pero ¿y qué de los exquisitos artesanos que, sobre fondo rojo o negro, consignaron la vida y hechos de dioses y héroes, nunca presentaron a sus personajes sometidos a las inclemencias del invierno o al menos cubiertos con una piel que los protegiera? Pero, como se sabe, los griegos eran así, únicos.

Torquato Tasso en el hospital de Santa Ana en Ferrara. Eugène Delacroix. 1839

Tasso y Rossini

La modernidad, como he escrito en otros de estos cuadernos, no fue muy generosa con Torcuato Tasso, limitando su aceptación de la poesía heroica a los grandes logros de Homero. Todo lo demás, incluyendo la Eneida, no pasaban de ser secuelas, imitaciones burdas de lo que cantó el aeda ciego. Incluso el Cid, que gozó de alguna consideración era más estimado por su cruda referencia al exilio del héroe que por sus méritos estrictamente literarios. Bajo este criterio, homenaje a la necedad, el formidable texto de Jerusalén liberada no pasó de ser una referencia a un oscuro poema épico escrito en italiano por un poeta llamado Tasso. No obstante, durante todo el XVIII y parte del XIX, espíritus verdaderamente esclarecidos, como el de Goethe, se privilegiaron con la lectura de una de las más altas poesías escritas en Occidente. El buen Torcuato no fue un poeta épico más, fue el poeta épico más logrado desde Virgilio, y esto, aunque se pueda pensar lo contrario, no es poca cosa. Que la modernidad no lo haya considerado así nos recuerda las reiteradas limitaciones de su criterio.

Por fortuna, Rossini fue un simple premoderno que pudo disfrutar de las tantas glorias de la poesía de Tasso. Y escribió Armida una de sus mejores óperas, y acaso entre las menos difundidas, tomando como asunto los turbulentos amores entre Armida, la sexi femme fatale de Jerusalén liberada y el díscolo Rinaldo, esforzado caballero cristiano de cuyo ímpetu dependía en buena parte el éxito de la empresa conquistadora. Ha sido una lamentable perdida que esta obra no se encuentre entre las más representadas porque es sin desperdicios, lo cual no se puede decir de todo lo que escribió el maestro de Pesaro, e incluye algunos de los fragmentos más logrados de todo el teatro lírico del XIX. Como el dueto de finales del Primer Acto, “Di Rinaldo fu schernito”. La presencia de Armida domina toda la secuencia melódica, sus arias son inusualmente largas y su presencia bacana entretiene una acción que podría verse disminuida con la sola presencia de Rinaldo. La única crítica que se debe hacer es al ballet, “nice but too long”. El montaje es el que en 2014 se presentó en el Festival Rossini de Pesaro. 

Milán, lunes 10 de febrero de 2020

Bartók en N.Y.

En Radio Classica Milano el tercer movimiento del Concierto para Violín de Béla Bartók, escrito entre 1937 y 1938, poco antes de escoger las miserias del exilio ante el patético colaboracionismo de Hungría con los nazis. A Nueva York, con su segunda esposa, llegaría para vivir apenas cuatro años antes de morir en esa ciudad en 1945. Treinta y cuatro años más tarde me dediqué, en una helada mañana de marzo, a buscar el domicilio del maestro en el extremo oeste de la calle cincuenta y siete. El pequeño edificio lo encontré y nada más. Nada que aludiera a la estadía de este fracturado genio en la gran ciudad. Una residencia marcada por la indiferencia de muchos, las dificultades de su carácter y una música incomprendida. El tercer movimiento, que es lo que transmitió RCM, es una prefiguración de lo que iba a vivir en su destierro. La disonancia, la magnitud de la catástrofe, la trágica incomunicación idiomática de los húngaros, a la cuales refiere Márai en sus memorias, la monumental soledad del exiliado en tiempos de guerra, la pérdida del mundo de ayer, el acoso de la técnica y la dura gramática de la ciudad norteña. No poco del expresionismo de los alemanes antes de la Primera Guerra se escucha en esta partitura atormentada, que escucho ahora en la versión de Menuhin, quien fuera su amigo protector, y de Fürtwängler, quien no fue su amigo pero lo admiró entre los primeros. Una música para exiliados escrita poco antes del exilio, todo el desamparo de la condición frente al mundo ajeno se expresa en estos compases brillantes y desesperados.

Milán, martes 12 de febrero de 2020

Yves Montand y Béla Bartók

“Nadie se teme lo bastante”, dice en un poema olvidado del cruelmente olvidado vate venezolano Teófilo Tortolero. Ni siquiera un hombre del genio de Béla Bartók, quien, cuando enseñaba en el conservatorio de Budapest, no imaginaba el alcance que sus enseñanzas iban a ejercer en la vida y carrera de Joseph Kosma, uno de sus estudiantes más señalados, quien terminaría dedicándose, en París, a escribir muchas de las mejores músicas para películas del cine francés de los años treinta y cuarenta. El “Couperin del cine”, llegaron a llamarlo. Kosma  es más conocido por ser el autor de la música de la más hermosa canción francesa de la posguerra. Originalmente fue escrita para la banda sonora de Las puertas de la noche, el hermoso y romántico melodrama dirigido por Marcel Carné en 1946. El mismo director se encargaría de pedirle a Jacques Prévert que escribiera la letra de la que se iba a convertir en un clásico de la música no académica. En la secuencia más recordada de la cinta aparece Louis Jourdan como un “clochard”, en el bar donde Yves Montand comparte con una familia amiga. Era la segunda aparición en el cine de Yves patrocinada por Edith Piaf y, aunque no lo convirtió en un ídolo popular, lo hizo admirado por los cultistas del cine negro. El enigmático Jourdan comienza a tocar en su armónica una melodía que conmueve a todos los presentes, especialmente a nuestro héroe, quien comenta a sus amigos que recuerda haber escuchado esa melodía pero no sabe “ni dónde ni cuándo”. Y, con desubicada inspiración, comienza a escribir: “Et la mer efface sur le sable/Les pas des amants desunis”. Tampoco sabía el comediante que sería esta canción uno de los pilares de su inmortalidad. Ni sabía lo que decía cuando, con sobrada ingratitud, declaró que el film de Carné había acabado con su carrera cinematográfica.

Milán, miércoles 13 de febrero de 2020

Sexo, internet y depresión

En su edición impresa del día de ayer, el New York Times incluyó una reseña del recién publicado libro de Clement Knox, Seduction: A History From the Enlightenment to the Present. El estudio, de acuerdo con el título y la reseña, se ocupa de eso, de revisar las formas que la seducción se ha presentado en Occidente durante los tres últimos siglos. El autor de la crónica acude a dos frases citables. La primera es de Elizabeth Hardwick, exquisita narradora y aguda  ensayista, quien, en su brillante colección de ensayos, Seduction and Betrayal, publicado por lo menos hace cuatro décadas, afirmaba que: “La seducción no existe si no está presente la inocencia”. La segunda cita no es tan memorable, pero no es, por lo menos, tan inquietante. Después de recordar que la vida sexual de los jóvenes actuales dista de ser tan intensa como la de sus abuelos y padres, el cronista agrega: “Y como si no hubiésemos leído suficiente sobre la sequía sexual entre los más jóvenes, todavía hay noticias más preocupantes. Las generaciones amamantadas con smartphones y tablets presentan índices más elevados de depresión, soledad y tendencias suicidas. Probablemente no conocerán otra experiencia romántica que no sea la propiciada por las plataformas de citas online, las cuales están orientadas, por razones económicas, en contra de una felicidad duradera”.

Robert Walser de paseo

Ayer, en una sorpresiva entrega, el correo me trajo la cuidada versión italiana de Paseos con Robert Walser, de Carl Seelig, que conocía en la igualmente óptima edición de Siruela. Se trata de una crónica en forma de diario o de anotaciones fechadas que el crítico y editor guardó de los casi veinte años de caminatas, algunas de más de siete horas, con aquel genio que, siguiendo el ejemplo del mejor Rousseau, encontró en los paseos extraurbanos y boscosos la vía más segura para el conocimiento y la verdad. Es uno de los recuentos biográficos más notables escrito en el XX. En 1929, Walser, acompañado por su hermana, se presentó en una clínica psiquiátrica en las afueras de Berna para que lo hospitalizaran por “disturbios mentales”. Allí permaneció hasta su muerte helada en 1956, saliendo sólo para larguísimas caminatas luego de las cuales regresaba a su hospital. Es el ideal de un libro en colaboración: Walser hablaba y Seelig, con la inteligencia y discreción de un Eckermann, escuchaba y anotaba. Y lo que anotaba eran frases memorables comentadas con envidiada lucidez, como  esta opinión que parece apropiada para Venezuela: “Robert admira en los dictadores el instinto seguro para las razones de estado. Su ausencia de escrúpulos le parece una ley de la naturaleza que es lo que les permite durar: «Los dictadores, que casi siempre provienen de los estratos inferiores del pueblo, saben exactamente cuáles son las aspiraciones del pueblo. Al realizar sus propios deseos, realizan también los del pueblo». Así es la sabiduría de Walser, intuitiva y, por lo mismo, tan inquietante. No responde a un sistema filosófico ni es el resultado de estudios sistemáticos. Observa a su alrededor, aprende del bosque y sus criaturas, del cielo frío y las cumbres nevadas.

11 de mayo de 1942

Gira por el Säntis, ¡inolvidable! Cielo gris como la piel de un asno. Me excuso con Robert de no haberle traído un tiempo mejor. Responde: ¿Acaso está siempre llena de sol la vida humana? ¿No es precisamente de las luces y de las sombras de donde adquiere su significado?”

Milán, jueves 13 de febrero de 2020

Poesía y metáfora

Desde Homero, al menos en Occidente, la metáfora (llevar algo más allá) ha sido uno de los instrumentos privilegiados por el poeta. Superando las estrecheces del realismo, el vate ingenia imágenes para enriquecer de significados su escritura. Con lo que introduce la ambigüedad sólo aceptable en la expresión poética, no se puede ser ambiguo en el diagnóstico de la enfermedad ni en su tratamiento. “La aurora de rosáceos dedos”, dice el cantor de Troya, con lo que introduce una fractura en la lógica de su narrativa. La aurora, un fenómeno astronómico, no tiene dedos, ni rosados ni de ningún color. Pero a quién le importa, el efecto ha sido logrado, embellecer lo natural con atributos que no se encuentran en la naturaleza. Pound, máximo homerista de nuestro tiempo, propondrá una versión de la imagen homérica más de acuerdo con su tiempo, “La aurora entra en puntillas, como una dorada Pavlova”. La ambigüedad es inadmisible en la ciencia, el teorema de Pitágoras es como es y ya, en cambio, es deseable en la poesía. Al alejarse de la racionalidad de la ciencia, sin embargo, el poeta se acerca peligrosamente a la incomunicación. Dante dice que se perdió en una “selva oscura”; lo cual no tenía nada de extraordinario, en su época a cualquiera le podía pasar, e incluso ahora, cómo lo saben los exploradores de montañas como El Ávila. Pero eso es lo que dice el poeta al comenzar su canto: “En medio del camino de mi vida/me encontré en una selva oscura/porque había perdido el rumbo”. Y se entiende lo que dice con claridad. Lo interesante es que lo que dice no es todo lo que nos quiere decir. En el sentido profundo, la selva oscura es la metáfora de la existencia de su alma extraviada en las oscuridades del pecado. Dante no habla de metáfora, prefiere acudir al término “alegoría” para referir esta técnica de decir otra cosa con lo que se dice. Con no menor inteligencia poética, el sevillano Antonio Machado acude a la alegoría (“Todo gran arte es alegórico”, escribió Heidegger alguna vez) cuando escribió: 

Al tronco muerto, herido por el rayo
Y en su mitad podrido,
Con las lluvias de abril y el sol de mayo,
Algunas hojas nuevas le han salido. 

El tronco muerto es el poeta que así se sintió después de la muerte de su joven esposa, y las hojas nuevas son la imagen poética para referirse al amor que ha reencontrado a esa edad. Metáforas y alegorías, símbolos e imágenes son, pues, recursos que utiliza el poeta para alejarse de la vulgaridad de la expresión puramente racional. Desde Homero hasta nuestro tiempo, los poetas los han utilizado con fortuna desigual. Su vigencia la confirma la poeta norteamericana Tiphanie Yanique, docente de la Universidad Emory, autora de este texto, por mí infelizmente traducido, como son todas las traducciones en castellano moderno, con la excepción  de “El cuervo”, del venezolano J.A. Pérez Bonalde. Dice Yanique:

HOGAR

Te despierto. Un edificio en llamas.
Es mi propia alarma, una alarma interior, de reloj
que atraviesa nuestras paredes. Es tu alarma.
Llamo primero con mi boca, luego con mi teléfono.
Nadie. Después tal vez alguien. Sí, un bombero o dos.
Afuera los niños se reúnen y curiosean. Se tapan los oídos
antes el estruendo. En pijamas. Todos nos despertamos; incluso tú,
edificio en llamas.
Me voy, digo. Los miro a los ojos, sus bocas, los pechos,
sus pies calzados.
Te dejo en llamas. Los niños pueden irse, pueden seguir.
Ahora el edificio arde detrás de mí. Tu ardes
detrás de mí. La alarma
grita. No, no,
no grita.
Hay un campo entre nosotros,
ahora estás llamando,
y suplicando.
Detrás de mí los niños son un rastro de niños.
Unos siguiendo, otros aferrándose.
Y ahora tú, mi hogar, mi edificio, arde y arde.
Hay una montaña entre los dos.
Y tú tocas el timbre y cantas.
Te vuelvo a ver, a ti, edificio en llamas.
Eres una bailarina radiante, una fachada en brillante despliegue.
Ahora un niño, o dos, o tres. Niños peregrinos.
Entre tú y yo.

Lo que en apariencia canta y cuenta Yanique es un incendio ocurrido en el edificio donde vivía la o el protagonista. Sin embargo, desde la primera lectura nos damos cuenta de que el texto no es del todo inocente. Si así fuera, ¿por qué le habla al edificio incendiado como si fuera una persona: “Todos nos despertamos; incluso tú, edificio en llamas”, como si fuera un ser vivo? Como diría un viejo poema castellano: “A ese árbol que mueve la hoja/algo se le antoja”. Y lo que se le antoja a la autora, según su propia declaración, es que “aunque metaforizado como una casa o edificio, el hogar [el título del poema] en este caso es el espacio emocional donde se vive con otra persona… Yo creo que a menudo recurrimos a la metáfora cuando en nuestras vidas ocurre lo imposible, como el fracaso de una relación que creíamos era para siempre”. Es primera vez que leo algo de Yanique, y ni siquiera sé cuándo nació ni en dónde, ni cómo es el resto de su producción. No obstante, su texto es un reconocimiento bien escrito de los poderes inagotables de la metáfora y la alegoría.


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