Diario literario

Diario literario 2020, diciembre (parte III): Beethoven y Pollini, Donne y Lucía, Tahar Ben Jelloun

Ludwig Van Beethoven en 1819. Retrato por Ferdinand Schimon

19/12/2020

Milán, sábado 12 de diciembre de 2020

Beethoven por Pollini

En medio de las blancas neblinas del invierno, llega una luz inesperada bajo la forma de la más alta música. Transmitido por la RAI 5, en un concierto grabado  en Munich para celebrar los 250 años del nacimiento de Beethoven, las últimas tres Sonatas para piano, Op. 130, Op. 131 y Op. 132, a cargo de Maurizio Pollini. Han pasado, justo este diciembre, cuarenta años desde que tuve el privilegio de verlo en un recital en Carnegie Hall. Sólo la apariencia ha cambiado de su humanidad ciertamente disminuida. Pero no así el lenguaje de su cuerpo, la serena discreción de sus movimientos, su respeto por los que se reunieron para escucharlo. La humildad, que es atributo de los grandes y que nada tiene que ver con la mueca de los que se pretenden humildes, es un atributo que el italiano expresa en sus presentaciones. La discreción del virtuoso italiano es la de que esperan hablar con Dios un día, para darle cuenta de los denarios recibidos. En su caso, aumentados por la entrega a su oficio y la conciencia de los límites. Algo que se siente apenas comenzamos a escuchar al gran intérprete  nacido en esta ciudad en 1942  en una casa de intelectuales y artistas (Gino Pollini, uno de los arquitectos históricos del modernismo italiano fue su padre; y su tío materno fue Fausto Melloti, uno de los mejores escultores de su tiempo). Como seguramente se sabe, las últimas Sonatas de Beethoven están signadas por su trágica belleza y sus dificultades de interpretación. La mejor versión que conozco, y no es que conozca muchas, es la de Claudio Arrau, aunque por lo menos otra media docena son igualmente brillantes. Las de Pollini, en esta ocasión al menos, son otra cosa. Si el chileno parece un Hegel frente al teclado, el maestro milanés es como si poetas como Hölderlin o Novalis estuviesen tocando el hermoso Steinway. Ese lirismo entre líneas, esos destellos en la oscuridad de una música casi siempre dramática. Pollini no olvida la noche de la existencia en los momentos en los que el maestro escribía estas partituras, pero destaca, en medio de lo oscuro, la luz de la razón que Beethoven, clásico hasta en su desgarramiento, destacaba y ofrecía en su música para vencer las sombras. Pollini, por supuesto, no desconoce las resonancias trágicas de esta escritura épica, pero insiste en los instantes en los cuales este Próspero, que es el Beethoven tardío, se reconcilia (algo que tiene que haber alegrado a Goethe) con el género humano. Tanta lucidez no debe sorprender en este Pollini a punto de retirarse de las presentaciones públicas. A lo largo de su lectura de las Últimas Sonatas, creo reconocer, en el segundo movimiento de la Sonata Op. 132, un homenaje a Arturo Benedetti Michelangelli, otro gran virtuoso italiano admirado por Pollini. En ésta, la última de las Sonatas, el músico de Bonn ofrece su dramática visión de un mundo abandonado por los dioses para darle paso al hombre heroico, en el cual el gran músico depositó sus esperanzas. Al final de sus sordos días, comprende al hombre en sus  limitaciones. Sin Dios sólo la belleza es cura. Alfred Brendel, uno de los grandes intérpretes de las sonatas, tenía razón cuando escribió que aquí, en este Opus 111, Beethoven alcanza un misticismo nunca expresado de manera tan inmediata. Cuarenta años después de la ocasión memorable en aquel Carnegie Hall de mis 32 años, y 38 suyos, reconozco este nuevo privilegio de ver y escuchar a Pollini en televisión en medio de las nieblas del invierno, convertido en luminoso verano gracias al brillo de su interpretación.

Santa Lucía. Domenico di Pace Beccafumi. 1521

Milán, domingo 13 de diciembre de 2020. Santa Lucía

Santa Lucía y John Donne

Un día milagrosamente luminoso, y no podía ser de otra manera en esta fecha que recuerda a santa Lucía, la joven mártir, y santa, nativa de la inolvidable Siracusa. Ese fragmento bendito de costa siciliana donde, en los tiempos del mito, llegaba Alfeo, hecho río submarino, para unirse con la amada Aretusa, convertida en fuente que todavía recibe en su seno las aguas enamoradas. Es uno de los nombres más respetados del panteón cristiano en todas sus acepciones (católica, protestante y ortodoxa). Los teóricos de la iglesia escogieron este día en la creencia errónea de que hoy era efectivamente solsticio de invierno y que, desde mañana, los días comenzarían a ser más largos, señal de que la luz estaba de regreso. Los astrólogos se encargarían de retrasar el acontecimiento ochos días hasta el 21 del mismo mes. Pero la tradición no se detendría y el prestigio de la joven siracusana la convertiría en santa patrona de los invidentes y de los médicos, los oftalmólogos, encargados de la salud del órgano de la visión. Debería serlo también de pintores y fotógrafos, quienes dependen de la luz para ejercer su oficio. Son las más variadas las expresiones iconográficas que rinden homenaje a Cecilia, a quien representan con el atributo de un par de ojos en un plato o bandeja. Recuerdo ahora la muy hermosa de Zurbarán. También recuerdo un poema, un “nocturno” de John Donne, escrito en la marea baja de su existencia, a donde lo había conducido un matrimonio no bien visto por la sociedad de su tiempo. Donne, como buen barroco, no está especialmente interesado en las capacidades redentoras del mito, en la renovación que implica el solsticio. Lo que lo atrae es lo contrario, la circunstancia de que se trata de la noche más larga del año, “la profunda medianoche del día y del año”. El poema está escrito en metros y rimas no convencionales, pero es que nada en Donne es convencional, ni su vida aventurada ni su lírica, ni clásica ni anticlásica, sino “metafísica”, si esto quiere decir algo, a pesar de las intuiciones del doctor Johnson, creador del término, y de las sanas y dilatadas explicaciones de T.S. Eliot, ese “metafísico” del siglo veinte. Ésta es la primera estrofa del nocturno de Donne:

A Santa Lucía  

Ésta es la medianoche del año
y del día de Lucía, en su desvelo
de apenas siete horas. El sol
se ha consumido, y sus rayos
no son sino caricaturas. La savia
del mundo se ha absorbido y
la tierra hidrópica bebe el bálsamo
del universo. Muerta y enterrada
la vida se retira, a punto ya del lecho.
Pero todo esto no es más que una sonrisa comparada conmigo, que me he
convertido en su epitafio.

John Donne. Retrato por Isaac Oliver

Milán, lunes 14 de diciembre de 2020

Las devociones de Donne

La traducción de las líneas del “Nocturno” de John Donne me han hecho recordar mi larga relación con el bardo inglés del siglo XVII. A finales de los sesenta en Venezuela, los jóvenes poetas sentían una especial atracción por este extraordinario vate, para algunos (¿Borges?) el primer poeta lírico de su país. Lo leían en traducciones de dudosa procedencia pero se sentían atraídos por el espíritu de ruptura, la modernidad de esta lírica rara e irrepetida. Uno de los más inspirados talentos de esa generación, que siguió a la del ’57, José Barroeta, al cual frecuenté durante sus años en la Universidad de Carabobo, fue uno de los que me animó a la lectura de Donne recitándome de memoria uno de  sus poemas más difundidos: “Ve y atrapa una estrella fugaz…” Para mí era toda una revelación, nunca había leído nada suyo y ni siquiera sospechaba de su existencia. No existía bibliografía de fácil acceso, y todo el conocimiento de éste y otros poetas “metafísicos” era una  muy respetable antología (tuve que pedirla directamente a la editorial, en Córdoba, Argentina), preparada con una ilustrativa introducción por José Miguel Alvárez para Ediciones Assandri. Alvárez era tan esmerado como sordo, pero el panorama que presentaba con textos de Donne y sus contemporáneos era el más excitante. Mi búsqueda me llevó a otra antología de Donne editada en Buenos Aires y traducida por el fino poeta Alberto Girri y un Willian Shand. En esa época de predictadura, la ciudad porteña era la Meca de todos los bibliófilos de la lengua (allí conseguiría, en 1972, en la inolvidable Librería Galatea, la primera publicación de  La condición humana de Malraux, incluida en una serie de entregas  la Nouvelle Revue Française). Años después, el mismo Girri  traduciría uno de los tesoros de la moderna literatura occidental: Devociones. Tanto me impresionaría este pequeño tratado que me animó a escribir uno de mis primeros ensayos publicado, gracias a la generosidad de sus editores, por la revista Imagen a comienzos de los setenta del XX. Veinte años después le dedicaría todo un libro de ensayos al admirado bardo británico: La mirada del desengaño. John Donne y la poesía del Barroco. Todavía tengo intenciones de seguir con Donne  en el futuro próximo dedicándole algunas líneas a dos de sus libros más recónditos: Ignacio y su cónclave, dedicado a hablar mal, lo cual no es difícil de Loyola, y Biothanatos, sus reflexiones sobre el suicidio. Donne, con su genio “raro”, su curiosidad intelectual y su conceptista e inspirada poesía, sigue siendo un buen compañero después de medio siglo de lecturas.

Milán, martes 15 de diciembre de 2020

Ya son dos meses desde que salí del país natal, que la circunstancia del encierro ha convertido en un solo fin de semana. Sin la posibilidad de salir de la ciudad, ni de intercambiar con conocidos o amigos (nueve meses en total sin verle la cara a uno de ellos, salvo el del fiel compañero de ruta del viaje desde y hasta Milán), los días se suceden sin mayores sobresaltos. La cercanía de la familia no detiene el paso de las horas, pero las hace menos iguales. La luminosidad de Constanza y la energía inagotable de Alessandro son la sal que derrite el hielo del encierro y aclara el gris de los días.

Milán, miércoles 16 de diciembre de 2020

250 

Hoy en Bonn, hace 250 años, nacería Ludwig van Beethoven. En ese mismo año afortunado nació Novalis, uno de los grandes poetas de su lengua y visionario inventor del romanticismo alemán, que es como decir el romanticismo. Esa nueva concepción del mundo que insistía en facultades menospreciadas por el criterio de la Ilustración. La primera era la imaginación, la preeminencia de la facultad de imaginar frente a la imitación de los clásicos. La segunda, no menos influyente, era la sentimentalidad ahogada por los contemporáneos de Voltaire o Alexander Pope. La grandeza de Beethoven es haber incursionado en ambas posibilidades, la clásica y la romántica, para expresar el complejo mundo de la sensibilidad humana. En su juventud, prefirió al Napoleón investido de romanticismo que al Goethe maduro, quien supo y advirtió sobre los peligros del romanticismo. Los tres personajes compartieron la misma escena y establecieron vasos comunicantes que, al poco tiempo, serían obstruidos por las contradicciones de aquel tiempo de transición. Beethoven dedicó su Tercera Sinfonía al triunfador de Austerlitz, de lo cual se arrepentiría. Goethe recibió en Weimar la visita del compositor y compartieron paseos y conversaciones. Al final, se dice que el autor de Fausto confesó a un amigo que Beethoven parecía estar en conflicto con la humanidad en general. A su manera, el gran músico entendió la advertencia de Pascal: Deux excés: exclure la raison, n’admettre que la  raison (“Dos grandes peligros: excluir la razón, y no admitir sino la razón”). Tal vez Bach conoció a Dios mejor que Beethoven, pero nadie ha expresado las miserias y dones del hombre mejor que el maestro de Bonn. En este momento escucho ese monumento a la belleza sin tiempo, ese triunfo del espíritu clásico que es la Sonata No. 9 para piano y violín en la hermosa interpretación de Itzak Perlman y Vladimir Ashkenazy. Una de esas cosas, que no son pocas ni tantas, que justifican nuestro paso fugaz por este planeta que fue honrado con el nacimiento de Beethoven, en Bonn, hace 250 años. Freue Geburstag, Ludwig.

Tahar Ben Jelloun. Fotografía de Paolo Benegiamo | Flickr

Milán, jueves 17 de diciembre de 2020

Fidelio

Amanezco intoxicado de música después de las celebraciones de ayer (que se han prolongado hasta hoy, al menos en Radio Classica Milano) por los 250 años del nacimiento de Beethoven. Desde las 7 a.m. de ayer, escuchando transmisiones de sus ciento veintiséis opus interpretadas por distinguidos solistas. Así, hasta bien entrada la noche, cuando  RAI-TV puso Fidelio, la única ópera del maestro, dirigida por Daniel Barenboin. Entre tantos dones con los que fue dotado el gran compositor, el de escribir óperas no estaba entre ellos. Bella música, pero poco teatral, sin esa capacidad de poner en acción las palabras, en las cuales fue Verdi un genio. Le faltaba a Beethoven lo que le sobraba a su contemporáneo, Gioachino Rossini, celebrado en toda Europa por su brillante Barbero de Sevilla. Cuenta Rossini que durante la visita que le hizo al músico sordo, cuando vivía en una destartalada buhardilla vienesa, Beethoven, después de un largo silencio, sólo interrumpido por las goteras de aquella noche de lluvia, se dirigió a él para decirle: “Ustedes los italianos son buenos para la ópera cómica”, y volvió al trabajo y a su silencio impenetrable. Nunca se consoló el alemán por no disponer del talento para el teatro lírico del joven maestro italiano.

Tahar Ben Jelloun

En más de una ocasión, a lo largo de los últimos veinte años, me he lamentado de la precariedad del panorama de la poesía francesa contemporánea. Lo arduo que resulta encontrar vates tan notables como los integrantes de la brillante generación de los setenta, casi todos colaboradores de la efímera e inolvidable revista L’Ephèmère, publicada por la Fundación Maeght: Claude Esteban, Philip Jaccotet, Louis-René des Forêts, André du Bouchet (traducido de manera impecable por el venezolano Alfredo Silva Estrada) o Yves Bonnefoy; el último de los amigos que estuvo con Paul Celan antes de que se tirara al Sena, hace ahora cincuenta años, desde el parisino Pont Mirabeau celebrado por Apollinaire:

Sous le Pont Mirabeau
coule la Seine et nos amours,
il faut que je m’en souviens,
le joie venait toujours après la peine.

(“Bajo el puente Mirabeau pasa el Sena
con nuestros amores. No debo olvidarlo,
la alegría llegaba siempre después del dolor”)

Lo que olvidaba en esas ocasiones donde criticaba a la poesía francesa actual  por su falta de brillo (a diferencia de la inglesa, la italiana, la alemana, la polaca, la irlandesa) era destacar el trabajo de Tahar Ben Jolloun, perteneciente a una generación anterior a la de Bonnefoy & Co. Tal vez más conocido en castellano por su narrativa, casi toda traducida, Ben Jelloun es autor de una lírica que poco tiene que ver con la escrita en francés, su lengua adoptiva, una poesía que dejó de lado el tono narrativo (es un denominador común a las poesías europeas del novecientos) y la claridad (ser oscuro era un atributo cultivado por los modernos) que distinguen la escritura del marroquí. Como dijo en una entrevista, en las tradiciones árabes la poesía es una forma de comunicación más conspicua que la narrativa en prosa. Hoy, revisando una entrega vieja de la inmortal Poetry (la revista fundada en 1912 y cuyo futuro está garantizada a la millonaria donación de una lectora), consagrada a la lírica francesa contemporánea, encontré este poema de Ben Jelloun digno de una versión mejor que la muy irregular y provisional que transcribo en estas páginas:

El hombre del desierto

El hombre que conoce el secreto del desierto
no quiere morir. Vendrá la muerte y dará una vuelta
alrededor de las dunas antes de desaparecer.
El día será más difícil, pero la noche no cambiará
la mirada profunda de ese rostro que construyó
casas con paciencia. Con sus manos mantendrá
la vida en alto, inaccesible a la desgracia.

El hombre que no atenta contra la leyenda
del desierto, no puede ser víctima de agravios;
será el centinela de una oscura memoria
recorrida por la belleza y los enigmas.
Heredero del libro que dejó la noche,
será mantenido humilde por los vientos,
superando todas las derrotas.

El hombre que será testigo del desierto,
dueño de un destino libre de dolores,
tendrá una casa donde no entrará el hambre,
no conocerá el odio y su arrojo será eterno;
un niño surcando el cielo con un halo de estrellas,
durmiendo en el orgullo de las zarzas,
sobre la línea blanca, custodia del cielo.

El hombre que será la historia del desierto,
el libro de la pasión y el perdón, con el corazón
abierto, grande como el país y el tiempo,
irá más allá, como un caballo sin freno,
de lo árido y lo impenetrable. Mezclará
las palabras con la arena para abrir las puertas
de las ciudades subterráneas y las noches inexpugnables.

La libertad tendrá su rostro, su voz y su locura.
Pero el desierto es un malentendido, un pobre lecho
para dormir y soñar, una página en blanco
para la nostalgia. Los beduinos están en la ciudad,
los camellos en la leyenda y los nómadas
en el circo del alma fatigada.

Ben Jelloun nació hace ochenta años en la ciudad blanca y sagrada de Fez. Allí realizó sus estudios de primaria en un colegio bilingüe arabo-francés. Para el liceo se trasladó a Tánger y luego a Rabat para ingresar en  la Universidad Mohammed V, de Rabat. Pasó dos años en prisión por sus manifestaciones en contra del Gobierno para luego trasladarse a París a estudiar psicología social. Allí residiría la mayor parte de su vida, ingresaría a la docencia y a la redacción de Le Monde, ganaría el premio Goncourt. En Fez conoció de niño la experiencia del desierto esa extensión infinita siempre recomenzada que, en la opinión de mi guía en esa ciudad, “es como el mar”. Después de una breve estadía en 2006 en su país natal, Ben Jelloun vive ahora en París, lejos de un Marruecos que nunca le ha sido extraño. A pesar de los años fuera de sus fronteras y de escribir en francés, “nunca me he sentido en el exilio”.


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