Diario literario

Diario literario 2020, diciembre (parte I): Berg, Schubert OP. 100, Adviento, Chejov, La muerte de Ulises

05/12/2020

Alban Berg. Fotografía de Max Fenichel

Milán, sábado 28 de noviembre de 2020

Abandonado por mis alondras que migraron hacia el sur en busca de un clima más grato, me despierto temprano  atento a las emisiones de Radio Classica Milano, encargada del primer turno de mi meloterapia antineurótica. Mi atención fue retribuida con la transmisión de dos piezas excepcionales. La segunda de ellas, la más rara. No la había escuchado antes a través de este medio, desde que lo comencé a frecuentar en los lejanos tiempos del Canal Clásico de Radio Nacional de Venezuela, cuya exquisita programación era participada a través de un boletín mensual donde publicaban sus colaboraciones distinguidos escritores, entre ellos el poeta Alfredo Silva Estrada, cuyas espléndidas traducciones se escuchaban todas las semanas en la voz de Luis García Morales, otro notable vate de esa generación. El fragmento al cual me refiero es el aria de la soprano en la segunda escena del primer acto de Wozzeck, de Alban Berg. Existen óperas que fueron escritas para que un determinado autor las firmara. Es el caso de Bellini y Norma, Donizzeti y Lucia, Wagner y Tristán, Verdi y Traviata, y, en el novecientos, Wozzeck y Berg. No me parece improbable que otro compositor, Cris Korngold, por ejemplo, hubiese escrito Lulu. Pero Wozzeck es puro Berg. Y si la protagoniza alguien con las habilidades de José Van Damm como lo hizo en el Met, a finales de 1979, todavía más. La ópera fue terminada hacia 1915, en el acmé del expresionismo austro-alemán, una tendencia que tuvo en Berg su particular Orfeo.

Milán, domingo 29 de noviembre de 2020

Schubert OP. 100

Ayer, antes de Wozzeck, la Op. 100 de Schubert, el cual, con su Octeto y su Cuarteto No. 14 (“La muerte y la doncella”), es la más difundida de las piezas para cámara del maestro austríaco. Se asume que el Trío para Cuerdas Op. 100, publicado poco después de su muerte, fue la última partitura escrita por el compositor, que habría de morir a los treinta y un años. Se dice también que la compuso después de escuchar en casa de un amigo una canción sueca tradicional. La letra no puede ser más romántica, casi escrita para que Schubert la musicalizara. El amante se despide de la amada alejada, como las heladas montañas, y seguro de que más nunca la verá. El paisaje es una imagen de Caspar David Friedrich, y la sentimentalidad es la del Novalis de Himnos a la noche. A pesar del aliento sinfónico del Trío, la íntima melancolía romántica no pierde ni su tensión ni su intensidad metafísica. Eros, muerte, deseo, mística, noche y lunas, y la luz que agoniza del sentimiento amoroso, recorren los largos movimientos de esta pieza iluminada. La versión que conozco es distinta a la transmitida hoy por Radio Classica. La mía es la del Beaux-Art Trio, grabada a mediados de los setenta del XX, donde se destaca la tragicidad de la partitura, uno de los atributos del gran arte de acuerdo a los criterios de la modernidad del novecientos. Fritz Lang (no sería el único realizador en percibirlo, Kubrick fue otro) se identificó, no podía no hacerlo, con el marcado expresionismo del Trío y lo utilizaría para su Dr. Mabuse, ese manifiesto del cine expresionista austro-alemán. A pesar de ser el mío un diario literario, escribo más en estos días sobre música, de la que no paso de ser un adicto subdotado, ante la dolorosa lejanía de mis libros y la facilidad de acceso de las emisoras de música clásica. Por lo demás, tengo como el primer recuerdo de mi vida a mi padre sacando de un estuche algún disco de una música (Beethoven, imagino) que me producía extrañeza, a pesar de las aclaratorias de mi madre. Casi al mismo tiempo, recuerdo la preferencia de ella por otro tipo de música, en especial por dos canciones interpretadas por el mexicano Pedro Infante. De esos boleros son las primeras líneas que se conservan en mi destartalada memoria.

Milán, lunes 30 de noviembre de 2020

Ayer, otra vez, fue el primer domingo de Adviento, que inicia los preparativos de la liturgia cristiana para celebrar nada menos que el nacimiento de Jesús, hijo del Padre. Que en Grecia sería una fiesta múltiple, dada la cantidad de hijos que se le reconocen Zeus: Apolo, Artemisa, Dioniso y tantos otros. Este año de pandemia, la Navidad estará comprometida por las dimensiones planetarias del contagio y la aparente inutilidad de tantos ruegos y oraciones. No le ha quedado otra salida al hombre que la de siempre: valerse por sí mismo. Las intervenciones directas del Altísimo son raras, se conocen como milagros y, en términos sanitarios, no tienen una gran reputación. De tristes Navidades está recorrida la historia reciente de Europa, el once por ciento del siglo XX lo ocuparon en las más sangrientas guerras de la historia humana. Este año acontecido, sin embargo, no será tan devastador como lo fueron los que se vivieron del 1914 al 1918 o del 1939 al 1945. Y la gran mayoría habrá sobrevivido al ataque del coronavirus, lo que no quiere decir que no haya sido afectada. Los efectos de la pandemia en la psique colectiva los conoceremos en el futuro no muy lejano. Todos habremos salido, si salimos, marcados por el miedo y la impotencia; suficientes síntomas para estimular una futura crisis existencial colectiva en las generaciones de niños y adolescentes, algo parecido a la conocida durante la segunda posguerra. He tratado de referir estos asuntos en mi poesía, pero no me ha sido posible. Rilke hablaba de la necesidad de madurar la experiencia para que tuvieran cabida en el poema. Y es una recomendación digna de ser tomada en cuenta sin sectarismos. Al pie de la letra, el consejo nos habría privado de las Coplas de Manrique, entre otras poesías escritas poco después de la ocasión infausta. Sólo unos versos referidos al cuerpo encerrado he podido escribir donde se cuenta, y canta, el efecto devastador de la pandemia sobre nuestra humanidad. En el lejano país natal, este diciembre estará signado por el cinismo de una administración que utiliza la pobreza como política de estado, el hambre como amenaza permanente y el genocidio selectivo, sueño de todo totalitarismo. La muerte o el exilio (más o menos lo mismo) de los opositores es el sueño más preciado del dictador.  Pero es de liturgias y no de tiranías que estoy hablando. El primer domingo de Adviento es bueno para recordar que en nuestro principio está nuestro fin y nuestro fin en nuestro principio. La Navidad en Venezuela, por lo menos hasta hace diez años, era la única fiesta en la cual todos estábamos de acuerdo con que la alegría de vivir era lo más urgente. Ahora, mucho me temo, el empeño es apenas en sobrevivir, una forma de resistencia que no agrada a la mentalidad totalitaria. Sin embargo, como cantó Ezra Pound, “lo que verdaderamente amamos nunca nos será arrebatado”. La Navidad es una de ellas.

Erich Wolfgang Korngold

Milán, martes 1 de diciembre de 2020

Korngold

Mientras transcribía estas notas a la pantalla desde mi cuaderno, y buscaba en la memoria el nombre propio de Korngold, a quien mencioné en la entrada del sábado, sintonizo Radio Classique, para quedar más que sorprendido al enterarme de que lo que están transmitiendo en este momento es, precisamente, la música que Eric (me enteró el locutor) Korngold escribió, para El águila de los mares, un film de Michael Curtiz que desconozco. Es una hermosa partitura con ese tono de decadencia de la música austro-germana de comienzos del XX; y que muchos compositores desterrados darían a conocer, en versiones comerciales, helas, en aquel desierto de almas, a pesar de los recién llegados talentos como Korngold, que era el Hollywood de los treinta y cuarenta. El azar divino sintonizó las melodías del genio compositor con mis discretas notas para este diario.

Milán, miércoles 2 de diciembre de 2020

Nieves

Es difícil no conmoverse ante la belleza de una nevada. Hoy siento lo mismo que durante la primera de las mías, a mis veintiún años, sobre las avenidas tercamente rectilíneas de Manhattan, que esa mañana de mediados de diciembre de 1969, aparecieron como la materia de un sueño. Que todavía en el mundo algo puede mantener esa pureza es algo digno de consideración para los que hemos sido privilegiados con la experiencia que no imagino única en el paisaje planetario. Para los nativos del trópico profundo resulta comprensible la emoción ante esa maravilla metereológica; pero lo mismo sienten los nativos de estas tierras septentrionales. Y, para variar, los niños viviendo en el país propio que es la infancia, lo más cerca al paraíso que han de vivir, son los únicos que entienden el significado profundo de esta belleza alba. Milán, a pesar de su latitud, no es especialmente propicia a las nevadas. No obstante, sus habitantes pueden consolarse con la visión, también bendita, de las cumbres nevadas de los Alpes que se elevan hacia el norte a un par de horas de camino. El programador de la radio que escucho en este momento, y que imagino asomado a su ventana viendo caer los enormes copos de nieve, ha tenido el acierto de escoger, para este momento, la flotante Pavana de Edgar Fauré con su nostalgiosa belleza. Para seguir, no creo que con el mismo acierto, con “Casta Diva”, en la única versión que se debe conocer, que es la de Callas. Es la misma que hice que se escuchara en el Cementerio Municipal de Valencia (Venezuela) un día de diciembre, el diecinueve, de mil novecientos ochenta y seis. La luz del trópico brillaba esa tarde espléndida sobre los grandes árboles que proyectaban su sombra protectora sobre el féretro que contenía el cadáver maltratado de mi padre mientras descendía a la tierra en busca de un poco de paz. “Por fin va a descansar Guillermo”, me dijo al oído el doctor Carlos Valero, su mejor amigo. Lo mejor que hice en mi vida por mi padre fue acompañarlo con esa música mientras se alejaba de este mundo. Mientras tanto, la nieve se amontona en esta geografía urbana y ajena.

Aton Chejov. Osip Braz. 1898

Cerezos

La pieza de Chejov, El jardín de los cerezos, como se recuerda, no termina precisamente bajo una nevada, sino en los días aciagos que siguieron a aquel fatídico 22 de agosto de uno de los primeros años del XX. Y no es el verano la estación que uno asociaría con algo escrito en aquella dilatada geografía de noches blancas. Pero, como siempre, Chejov sabía qué hacía. Haber situado el fin de su “comedia” en lo más crudo del invierno habría sido por lo menos redundante, demasiada crema en el pastel. Bastante desgarramiento hay en la secuencia final como para insistir en la desgracia con un mal tiempo. Ningún escritor ruso más prudente, más clásico que el médico nacido en Taganrog, mejor conocida por los italianos por la oportuna visita de Garibaldi. Tal vez no exagere si escribo que ningún escritor europeo de su tiempo, incluyendo a los franceses, es más clásico que el autor de Tres hermanas. Ésa es la razón, una de ellas, por la que siempre es un placer leerlo. Basta con uno de sus cuentos para reconciliarse con la literatura después de los estragos posmodernos.

La inesperada, y bienvenida siempre, relectura de El jardín de los cerezos, escrita poco antes de la muerte tan temprana del autor, me recuerda otro de los grandes momentos de la moderna literatura rusa. Hablo del tal vez menos frecuentado, a pesar de ser una de sus grandes producciones,  relato de Tolstói: El amo y el criado, que comenté, al hablar sobre Hegel, en un artículo publicado en Prodavinci hace algún tiempo. Me referí a la relación que es posible establecer entre la historia de Tolstói y la difundida dialéctica del Amo y el Esclavo, tal como se expone en la Fenomenología del espíritu. Ahora me parece que la comedia de Chejov puede ser leída en el mismo contexto. Al final de la pieza de Chejov, como en Hegel y Tolstoy, es el esclavo (“siervo” en Rusia) el que sobrevive. La casa de los amos, con su mítico jardín de cerezos, ha pasado a ser de un comerciante, hijo y nieto de esclavos. La dialéctica es implacable, y así lo entendió Marx de acuerdo a sus intereses ideológicos. Al final, El jardín de los cerezos, publicada de manera póstuma en 1904, es por lo menos tan moderna como Shakespeare.

Ulises y Circe. Fresco de Annibale Carracci. Siglo XVI

Milán, jueves 3 de diciembre de 2020

Padres e hijos

Después de que C.G. Jung popularizara la psicología arquetipal, el estudio de una conducta que de variadas maneras reproduce la de los principales comportamientos ancestrales, ningún padre escapa al arquetipo de ser muerto por su hijo. Ni siquiera Ulises, rico en ardides, pudo eludir la “suerte suprema”. En Telemaquiada, un poema posthomérico del cual se conservan apenas unas cuantas líneas, el joven Telémaco da muerte a Ulises en la isla de Circe. En Telegonía, a la cual el profesor Jonathan Fuller ha dedicado uno de sus eruditos ensayos, un poema perdido del cual también se conservan pocos fragmentos, el escurridizo laertíada es muerto por su hijo. Pero esta vez no por el buen Telémaco, sino por Telégono, producto de las relaciones que mantuvo Circe con Ulises. Al final, de acuerdo con lo poco que se sabe, el parricida sería premiado (o castigado) con la mano de una viuda, Penélope; mientras que su hermanastro, Telémaco, fue favorecido (?) al quedarse con Circe, de doradas trenzas. Fuller no descarta la inquietante posibilidad de que la Odisea que conocemos haya sido una recepción de la extraviada Telegonía. Su fuente es la muy confiable que se recoge en un volumen de la serie verde claro de la Colección Loeb: Hesiod, Homeric Hymns & Homerica, editados en 1914 por el profesor Hugh G. Evelyn White. Éste es su resumen de lo que debe haber sido la Telegonía perdida:

Los pretendientes de Penélope fueron enterrados por sus parientes, y Ulises, después de hacer sacrificio a las Ninfas, hizo velas hacia Elis a inspeccionar sus rebaños. Allí fue recibido por Polixeno quien le ofreció una copa de regalo… Después regresó a Ítaca y realizó los sacrificios ordenados por Tiresias. Más tarde se dirigió a Teprostis donde se casó con Calídice, reina de los teprostences. Allí tuvo que participar en la guerra contra los de Brigis. Ares dispersó el ejército de Ulises, por lo que Atenea se enfrentó a Ares hasta que Apolo los separó. Después de la muerte de Calídice, Polipotes, hijo de Ulises con la reina, lo sucede en el trono y el héroe regresó a Ítaca. Mientras tanto, Polígono, hijo de Circe, en la búsqueda de su padre (Ulises), desembarca en la isla de Ítaca y la arrasa. Ulises se presenta para defender su reino pero es muerto accidentalmente por Telégono, quien, al darse cuenta del error, carga su cuerpo, en compañía de Penélope y Telémaco, y lo lleva  a la isla de su madre, quien los hace inmortales. Entonces, Telégono se casa con Penélope y Telémaco con Circe.

No comments.

No estoy seguro, porque tengo mis libros muy lejos, pero es probable que, en su colección de Clásicos, la editorial Gredos haya incluido este resumen en su edición de los fragmentos homéricos. De su muerte arquetipal sólo se libra Ulises en la versión de Dante en su crónica verdadera del Infierno. En este pasaje memorable de la Comedia, el rey de Ítaca muere hundido en las aguas del Atlántico, después de abandonar reina y reino, por los que tanto padeció durante su dilatado nostos. En otras páginas de estos diarios he comentado la inquietante versión de Dante, una muestra apenas de la riqueza sin fin del imaginario medioeval.


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