Diario literario

Diario literario 2020, agosto (parte I): Rosalba Carriera, Visto e imprevisto, Goya Rococó, “Nadie quiere morir”

08/08/2020

Retrato de mujer con máscara. Rosalba Carriera. Siglo XVIII

Caracas, sábado 1 de agosto de 2020

Rosalba Carriera y la fama

Que la fama es efímera y caprichosa lo sabían, como todo, los griegos. Los romanos, el lado estoico de su psique colectiva, reflexionó sobre esta triste circunstancia, “patognomónica” de la condición humana. Por el contrario, la fama de los inmortales es como ellos, eterna. Para el cristianismo se trata de una fatalidad. “¿Qué se fizo el rey don Juan? / los infantes de Aragón, / ¿qué se fizieron? / ¿qué fue de tanto galán? / ¿qué fue de tanta invención, / como trujieron?”. Tal vez la razón de la inconstancia sea la inconstancia misma de la memoria, en la cual la fama descansa. No obstante, no toda fama es igual. Algunas, las más de ellas, desaparecen para siempre de la memoria de los hombres. Otras, después de un paso de duración incierta por una suerte de Purgatorio, regresan en todo su esplendor. No sé a cuál de las dos pertenece la estupenda, a pesar del olvido, Rosalba Carriera. Me atrevo a mantener que la suya es del segundo tipo, y que el XXI la rescatará de la marginalidad a la que fuera condenada por la ideología de la modernidad.

Pocos artistas tan conocidos y disputados a comienzos del XVIII como esta veneciana (1673-1757), fundadora del pastelismo moderno. Una técnica olvidada por los grandes maestros del Barroco y que Rosalba Carriera reactualizara, y en el futuro otros artistas, como Degas, aplicará con genio  que será continuado por Toulouse-Lautrec o Picasso todo el siglo XX. El absoluto dominio del medio, su talento como retratista y su adaptación a las exigencias de la época la convirtieron en uno de los artistas más conocidos de aquel XVIII ilustrado. Su llegada de visita a París, sede absoluta del estilo rococó que ella representaba, sería registrada por los cronistas contemporáneos. Uno de ellos, Sansier, autor del prólogo al interesante diario parisino de la Carriera, escribió una apretada relación del suceso:

Fue recibida en la corte con un entusiasmo que participaba de la excitación general; se puede decir que todos los grandes nombres de su tiempo se pusieron a sus pies. Luis XV, entonces un niño de diez años, fue de los primeros en posar para ella; después del rey, lo hicieron sucesivamente el príncipe de Conti; madmoiselle de Charolais, de Clermont, de la Roche-sur-Yon, todas princesas de la familia real; la duquesa de Villeroy, la condesa de Eureux, la marquesa de Agincourt y todas las grandes damas del momento. El mismo Regente no se eximió de visitarla en su taller. Incluso Watteau, nuestro gran artista, le pidió que le hiciera su retrato.

 

¿Cómo fue que después de tanta gloria, su nombre se iría desvaneciendo de la memoria de los hombres hasta convertirla, en nuestro tiempo, en una de las artistas menos frecuentada?

El desarrollo de la fama, su permanencia o desaparición, no es fácil de predecir. No  se manifiesta en términos darwinianos, evolutivos, predecibles. No es improbable su reactivación después de lo que se tomó como muerte segura. Esto último no es lo que hasta ahora ha ocurrido con Rosalba Carriera. Su decadencia fue alimentada por dos circunstancias inexorables. Una fue la pérdida de mercado; el Rococó se enfrentó, prematuramente, a la obsolescencia natural de toda tendencia artística, y la italiana no supo, o no pudo, adaptarse a las nuevas exigencias del neoclasicismo. La segunda es la más trágica. Su propia ceguera, tal vez causada por los materiales con los cuales elaboraba sus pasteles, una desgracia que todavía agravó de manera cruel la muerte de su amada hermana Giovanna en 1738. Después de dos inútiles intervenciones para corregir su catarata, la una vez consentida de la fama moriría pobre y en absoluta soledad en su pequeña residencia en el Dorsoduro veneciano.

Izq: Autorretrato de Rosalba Carriera. 1746. Der: Autoprretrato de Francisco Goya. 1815.

Caracas, domingo 2 de agosto de 2020

Rosalba Carriera y Goya

Encuentro una sorprendente e irrefutable proximidad entre el desgarrado autorretrato de Rosalba Carriera de 1746, casi ciega, y algunos de Goya. En este mundo de baudelairianas correspondencias, no deja de llamar la atención, en una asimetría que es la más inquietante, que en ese mismo 1746, en Fuendetodos, naciera el maestro español, cuyos inicios como pintor estarán signados por su vinculación con el agonizante Rococó, difundido en Madrid, por el gran Tiepolo; veneciano, como Rosalba.

Caracas, lunes 3 de agosto de 2020

Lo visto y lo imprevisto

Nunca, en la vida de mis pupilas fatigadas, visualicé una epidemia como esta. Mi experiencia con las plagas eran las más convencionales y literarias. Los cuentos de la abuela sobre la gripe de 1918, con sus muertos en carreta por las callejuelas de Puerto Cabello, y la pregunta sin respuesta convincente acerca de cómo había logrado sobrevivir. Más tarde las campañas de sanidad pública para erradicar la malaria o la fiebre amarilla o la temida tuberculosis, siempre presente en la casa de un administrador, como mi padre, de hospitales antituberculosos. O la última, vivida a través de amigos y admirados desconocidos, la injusta epidemia de HIV. Paralelamente, la aparición de la terrible modalidad en la literatura, desde Ilíada hasta Otero Silva, Camus, Defoe. Hace cinco años fui sujeto de graves afecciones que comprometieron seriamente mi vida. Sin embargo, a pesar de las repercusiones a nivel de la psique entre los seres más cercanos, se trataba de algo esencialmente individual, propio, como la muerte. Ahora, con esta globalizada epidemia (no recuerdo quién era el que advertía, hace unas tres décadas, sobre los riesgos sanitarios de la bienvenida globalización), la experiencia tiene que ser colectiva a nivel planetario. Ya no sólo yo sino, por desgracia, el mundo con su gente de todos los colores. Sin participar en previsiones apocaliptoides, no debe ser un dislate creer que nuestra existencia en el planeta se verá, en mayor medida, afectada. No es que dejaremos de ser como somos, tal vez seamos, si se puede, todavía peores, pero ya nunca más los mismos. Como todas las cosas que verdaderamente importan, los cambios se manifestarán en los detalles, en la insignificancia de todos los días, en las costumbres y hábitos que es lo que en realidad hace al monje. Para empezar, ¿a quién se le podía ocurrir, el 1º de enero, que el 2020 iba a ser tan acontecido? De haberlo sabido, que es lo que debería ocurrir en un mundo racional, no habríamos acabado planes para la publicación de nuestros libros, de prosas uno y de poesías el otro, ni habríamos hecho reservaciones para el festival de música en el remoto Clos Vougeot  a mediados de año, o programado los obligados exámenes de rutina para el segundo trimestre. O planificado algo tan desgarrado como una mudanza, con los millares de libros y discos y todo lo demás. Proyectos irrealizables, sueños rotos, oportunidades perdidas, tiempo perdido en este espacio impreciso, como una música de olvidadas cuerdas, que es el tiempo alucinado de las cuarentenas.

Caracas, martes 4 de agosto de 2020

Goya Rococó

Durante mis años como profesor de historia de arte en la Escuela de Bellas Artes “Arturo Michelena” de Valencia, no recuerdo haberme detenido a comentar, en profundidad, la iconografía de ese último estertor del Barroco que fue la pintura del XVIII. No me detenía en la estética del Rococó porque lo consideraba cursi, de mal gusto, antidramático y antirrelista, fantasioso y pueril. Me resultaba difícil cuando le hablaba a mis estudiantes, todos artistas en formación, de Goya; explicar cómo el más moderno de los pintores españoles antes de Picasso se había dejado influenciar durante un tiempo por aquella tendencia tan cuestionable. En esa época estaba yo convencido de la irrefutable opinión de Clement Greenberg en un famoso ensayo según la cual la vanguardia era la más lúcida y eficaz negación de lo kitsch, el  escurridizo término acomodado, a principios del XX, por el gran Herman Broch. De eso se trataba, insistía yo, la modernidad, de mantener a raya el mal gusto de una producción artística subproducto de la sociedad del capital empeñada en manipular el gusto de los consumidores. No sabía si lo de Greenberg, con sus resonancias marcusianas, era aplicable a maestros como Watteau, quien denunciaba la melancolía subyacente a la florida iconografía de sus compañeros de generación, o la de Boucher, Greuze, Boucher, Fragonard o Gainsborough. No lo sabía ni me interesaba. Para mí, todo era diáfano y así lo enseñaba en mi distante cátedra. El Rococó era la fase terminal del Barroco y se había impuesto gracias al interesado apoyo de monarcas absolutistas como Luis XIV o Carlos II Estuardo. Una pintura complaciente, genuflexa y desprovista de seriedad. Una opinión que comenzaría a ser menos radical cuando un día me descubrí viendo como nuevas, con otros ojos, aprendiendo a ver, y admirando la exquisita selección de obras de Boucher en la Colección Frick. Por unos instantes creí avergonzarme de mí mismo, ¿cómo un fanático de la “action painting” podía mostrarse tolerante ante la obra de aquel artista decadente y al servicio de los más oscuros intereses? Esta imprevista experiencia arruinó mi visita a una de las galerías que más he frecuentado en mi vida, por lo menos hasta ese momento. Me olvidé de los formidables Goya, de la más bella versión de San Francisco que se haya pintado, de los retratos de Holbein, incluyendo el del pérfido y fascinante Cromwell, del Duccio y hasta del Bronzino, mi favorito de la colección impecable de obras maestras. Y así me encontré caminando hacia el querido P. J. Clarke’s en busca de un “gimlet” que me ayudara a resolver aquel inesperado entuerto, aquel inesperado cuestionamiento de mis convicciones estéticas más profundas.

Place de l’Hôtel de ville, Aix-en-Provence. Francia. Fotografía de decar66 | Flickr

Caracas, miércoles 5 de agosto de 2020

Cumpleaños de Constanza; a pesar del tiempo transcurrido desde el nacimiento de la hija,  todavía no he podido superar los efectos de la botella de “poncigué” que apuré con un amigo para celebrar la ocasión. Hoy, con el nieto, lo celebra seguramente con bebidas más saludables en alguna hermosa playa de Cerdeña. El año pasado estuvimos festejando juntos en una brasería de Aix-en-Provence, después de pasar a pocos metros de la casa de habitación de Madame Cézanne. Hoy, en este confinamiento impreciso, escribo con una música apropiada, la seleccionada por el programador de Radio Classica Milano, que no es la que yo hubiese escogido, pero que igual es muy hermosa. Se trata de la popularizada Bachiana No.5  en una versión que no logro identificar. Cuando la hija apenas contaba tres años, asistí a la presentación de Lynn Harrell dirigiendo los ocho cellos en la acústica impecable de Carnegie Hall. No obstante, “la” versión sigue siendo la de Victoria de los Ángeles dirigida por el propio Villa Lobos, y que escuché por primera vez en la improbable Nirgua de 1975, con Eugenio Montejo, en la casa del poeta Teófilo Tortolero. Si el mundo fuera serio, que nunca lo ha sido, no habría permitido que, después de aquella grabación de Vitoria y Héctor, alguien más volviera a  cantar. ¡Auguri, Constanza!

Verdades Irrefutables

“Nadie quiere morir” es lo que le dice el desahuciado sicario a la novia de su eventual víctima en “Contraté a un asesino a sueldo”, la reveladora versión que Kaurismaki realizó de la parábola de Verne. Y este debería ser el presupuesto fundamental de toda metafísica: nadie quiere morir. El “olvido del ser”, la apremiante cuestión a la cual Heidegger acude en lo mejor de sus reflexiones, en teoría encontrará una salida cuando la filosofía abandone cuestiones menos apremiantes y se ocupe de enmendar ese lamentable olvido. No obstante, la afirmación del personaje del director finlandés tiene la gravedad de un golpe de ataúd en tierra. Y es, por lo menos, tan irrefutable. No hace sino abundar en su verdad el intento de los místicos por cuestionarla, “que muero porque no muero”. No sería de caballeros dudar de la sinceridad de la Madre Teresa cuando escribió el inmortal octosílabo. Aunque no estamos muy seguros de la solidaridad de sus compañeras de convento. La experiencia mística es la más individual de las experiencias. Hamlet, príncipe isabelino del individualismo, también tenía sus reservas: no morimos no porque no queramos, sino por temor a lo que pueda haber más allá de la muerte, “the undiscovered country from whose bournes/ nobody returns”. En cambio, lo del mentido sicario de la película es la más general de las verdades: nadie quiere morir. Así la esencia del ser está allí, y olvidarlo es olvidar la esencia de la existencia.


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