Diario literario

Diario literario 2020, agosto (parte 2): Capriccio; pérdidas; Dashiell Hammett; oficio de escritor

15/08/2020

Retrato de Richard Strauss (1918) hecho por Max Liebermann. Imagen de Berlin State Museums | Wikimedia Commons

Caracas, lunes 10 de agosto de 2020

“Sexteto” de Capriccio

Sexteto para cuerdas Op. 85 de la ópera Capriccio de Richard Strauss, una de las partituras para música de cámara más exquisitas, casi como una “Sacher” en el café del Sacher, del siglo XX. Una especie de Noche transfigurada, otro sexteto de cuerdas, pero sin la trágica belleza de Schönberg. Capriccio es la melodiosa y muy vienesa interpretación que hizo Strauss de la barroca discusión sobre la preeminencia de uno de los dos elementos de la música lírica: la música o la palabra. En italiano, como lo expresan los protagonistas: “Primo la parola dopo la musica, o primo la musica dopo la parola?” Strauss no decide (Wagner sí: la música es incompleta sin la palabra) y, en su formidable aria final, la soprano de Capriccio no se decide en cuál de las dos sillas puestas en el escenario a tal efecto debe sentarse, y deja la cuestión abierta. A su manera, Schönberg ofreció su opinión cuando confesó, con ironía típica, que no se había percatado de que las canciones de Schubert tenían letra. Antes que todos los mencionados, Mendelsohn formuló su opinión con el título de su hermosa serie para piano solo que llamó Lieder ohne Worte (Canciones sin letra). El Sexteto de Strauss es de una belleza mozartiana, la música de un atardecer de verano en las alturas alpinas tan amadas por el maestro. La expresión de un mundo que había salido de los horrores de la Primera Guerra y no quería pensar en los posibles horrores de otra.

Libros perdidos

The Art of Losing Isn’t Hard to Master (“El arte de perder no es difícil de dominar”), escribió Elizabeth Bishop en un poema memorable. Una de las mejores voces del inglés contemporáneo se refería a pérdidas existenciales, una o varias amantes, la familia o la geografía de la infancia (Geography III se llama su libro donde apareció el texto). Es probable que perder libros no sea una de estas experiencias límites, pero, en todo caso, como todo lo doloroso, termina siendo un arte no difícil de dominar. Nunca he sido un coleccionista de libros, ni de casi nada. Como con mis plumas o mis navajas, que las compro para usarlas y no para coleccionarlas. Nunca me han desvelado las primeras ediciones; de hecho, la única, que yo recuerde, que guardo en mi biblioteca, es la de uno de los libros de Ramos Sucre, regalo de un familiar que la heredó de una tía poeta. Siempre los he tratado como instrumento a los libros. Medios para aprender y acercarme a la verdad de las cosas, a la belleza de las palabras, a la luminosidad de las ideas, a las posibilidades del concepto. Welles decía en una de sus últimas entrevistas que no era necesario ver tantas películas para hacer una buena película. Es probable que para muchos, para los místicos y los santos, los libros no sean necesarios. Para ellos, tal vez. Para mí, la vida sin libros sería una equivocación. No la entiendo sin ellos, no me la imagino, como un pescador sin sus redes y anzuelos. Como quiera que sea, coleccionista o no, perder un libro puede ser algo que va de lo incómodo a lo insoportable. Recuerdo a Juan Liscano, generoso con todo, que un día me confesó que iba a publicar un anuncio en la prensa nacional, pidiéndoles a sus amigos y beneficiados con su generosidad que, por favor, le devolvieran los libros prestados. Son muchos los libros que un escritor pierde a lo largo de su vida, pocos de ellos irremplazables en esta era de Amazon. Sin embargo, los hay. Uno de ellos ha sido la Antología de literatura fantástica, la mejor de su género en cualquier idioma cristiano, preparada por Borges, Bioy y Silvina Ocampo para una discreta edición de Editorial Sudamericana (encargada, como se debe recordar de la publicación de Cien años de soledad). En un casual intercambio de mensajes con mi estudiante de la Escuela de Letras, amigo y, mucho me temo, coleccionista de libros, Samuel González, le mencioné esta frustración mía de décadas. “No se preocupe, profe, yo se la consigo”. Y como Samuel es un hombre serio, así fue. Ahora, ya lo he dicho, por lo menos después de cuarenta años, tengo en mi pantalla (soy muy mal lector online, pero ese volumen lo vale con creces) esta colección de textos que tanto me impresionó en mis primeros años como escritor. Algunos textos breves todavía los guardo en la memoria, así como algunas de las opiniones de estos tres autores argentinos sobre un tema tan “porteño” como la literatura fantástica.

Caracas, jueves 13 de agosto de 2020

Problemas inesperados con mi máquina de escribir, que es como llamo a mi ordenador, como llaman los franceses, con su manía organizativa, a las computadoras. En estas condiciones se me hace imposible pasar “en limpio” las páginas del cuaderno donde escribo este diario. Los beneficiados, al final, serán los lectores que encontrarán las entradas de esta semana de una prudente brevedad. Lo siento por mi máquina que hasta ahora me ha acompañado con una fidelidad digna de mi vieja Smith-Corona.

Hammett de cristal

Fotografía de Dashiell Hammett | Wikimedia Commons

Ayer, en una sesión especial del Luxor Cine-Club, un inesperado y siempre justificado homenaje a Dashiell Hammett, fundador de la moderna literatura policial, quien fue admirado, y se nota, por Camus y, aunque no se nota, por el mismo “capo” de la literatura francesa de buena parte del siglo XX, André Gide. Después de Hammett, Raymond Chandler y todos los que en este mundo han sido. La producción de la novela de Hammett seleccionada por el Luxor C-C fue La llave de cristal en su versión de 1935, dirigida por Frank Tuttle (en 1942 se hizo un “remake” dirigido por Stuart Heisler con Alan Ladd de protagonista), guión de Kubec Glasmon, Kathryn Scola y Harry Ruskin, y fotografía de Hanry Sharp. La celebrada e imitada novela fue publicada por el autor en varias entregas de la revista Black Mask en 1930, justo en el medio de otras dos ficciones clásicas del género, El halcón maltés (1930) y El hombre delgado (1933), la última de las novelas del autor, sin que nadie supiera las causas de su abandono de la escritura en su momento más glorioso. Lillian Hellman, la que fue su compañera por décadas, en una de sus memorias se refirió a la misteriosa circunstancia: “Si le hubiera preguntado por las causas no me habría respondido, y tal vez porque nunca lo hice es la razón por la cual pude estar con él hasta su muerte”. En una de esas divergencias inesperadas, Tuttle, quien compartía las filiaciones de Hammett con la izquierda prosoviética, después de diez años de militancia en el Partido Comunista de EE. UU., terminaría, en 1951, y bajo la presión del comité McCarthy, delatando a un grupo de camaradas de la industria cinematográfica, a diferencia de Hammett, quien siempre fue un crítico de las actividades del siniestro comité. La Hellman, también investigada, escribiría extensamente sobre el asunto en uno de sus libros más leídos, Scoundrel Times, de 1976 (me correspondió reseñarlo para el “Papel literario” de El Nacional ese mismo año). En la película de Tuttle, el protagonista es George Raft, en una de esas actuaciones que definirían para siempre el modelo del detective privado del Cinema Noir, desde Humphrey Bogart a Robert Mitchum y Köji Yakuso. Frank Tuttle nunca fue Fritz Lang o Robert Siodmak. Su trabajo como director es el de un buen profesional, un hombre de oficio que sabe contar en imágenes una buena historia. Conocía las bondades del texto de Hammett y lo respetó en su esencia, subrayando esos matices de crítica social tan propios del novelista. También supo aprovechar el carisma de Raft y lo usó sin abuso para mantener un suspenso que le aseguró el éxito comercial. No es una gran película, sencillamente es una que no puede dejar de ver, por lo menos una vez, el amante del Cinema Noir, el que simpatiza con la figura de George Raft; y, sobre todo, el que, como nosotros, admira  incondicionalmente a Dashiell Hammett.

Caracas, viernes 14 de agosto de 2020

Oficio de escribir

Eugenio Montejo

No sé cómo será con los otros oficios, pero en el mío, el de poeta y escritor, una amenaza permanente es la de la página en blanco. Ese pedazo de papel a rayas o en blanco que, en ocasiones, más que una invitación se convierte en obstáculo. Con una indiferencia insoportable, se mantiene allí sobre la mesa preguntándonos: “¿Escribes o no escribes?, a mí me tiene sin cuidado”. En estos casos, como en tantos otros, la mayoría, no vale la pena discutir con ella y lo mejor es ponerse a escribir algo. Algo que, a diferencia de lo que ocurre con un taxista o un farmaceuta, nadie nos está solicitando. Al menos es el caso de estos diarios míos que, salvo al grupúsculo de amigos visibles y no, cercanos o lejanos, que sé que me leen, no son muchos más los interesados. No obstante, si no son utilitarios a nivel colectivo, son para mí, para mi destartalada psique, absolutamente necesarios. Con la música académica son el mejor antídoto con el que he contado en las últimas décadas. Son mi lexotanil particular, mi benzetacil 633 para las infecciones del alma. Después de una o dos horas escribiendo, pegado a Radio Classica Milano o Radio Classique, siento que comienzan a surtir efecto. Me siento mejor, menos inútil e indolente. Sin contar que me mantengo fiel a la promesa hecha a mi padre, después de dejar los avanzados estudios de medicina, de que me iba a convertir en un escritor, llevando a la realidad y asumiendo su frustración más secreta. No en un poeta, que ya lo era y había publicado en diversas revistas, sino en “escritor”. Un ejercicio no muy bien visto por muchos vates en aquellos años sesenta y setenta, para quienes un poeta que escribiera ensayos no era poeta. Fueron años de arbitrariedad e ignorancia. Tuve la fortuna de tener en mis estudios de formación, como amigo y maestro, al tan querido Eugenio Montejo (testigo, con Juan Sánchez Peláez y José Solanes, de mi matrimonio). Para Eugenio, hacerse de una buena prosa era una obligación de todo buen poeta. Siguiendo su ejemplo, y gracias a su estímulo y al de José Solanes, guía espiritual de ambos, escribí y publiqué, primero en Valencia y luego en Caracas, breves ensayos sobre autores tan improbables como Musil (Tres mujeres), Donne (Devociones), Ionesco (sus interesantes Diarios) o Goethe (“La sangre de Fausto”, una especulación en base a mis estudios de hematología durante la carrera). Pero esto no era todo. Además del arte de la poesía y de la prosa, un poeta serio debía aproximarse al arte de la traducción. En esto contaba con el apoyo de mi padre, también  amigo de Eugenio de muchos años, para quien la lectura de poesía en traducciones era lo menos recomendable. Me di cuenta de que, en verdad, Eugenio, cuando no trabajaba en la corrección de sus poesías o preparaba alguno de sus luminosos ensayos (Rimbaud, Bousquët, Espriú), traducía con una dedicación que me resultaría ejemplar. Dedicaba horas y días a la traducción de unas cuantas páginas del francés, su lengua preferida en esos años. Siguiendo de nuevo su ejemplo, me dediqué a estudiar idiomas, francés e inglés, y tempranamente traduje algunos textos de estas lenguas. La primera que terminé, y nunca publiqué, fue el capítulo inicial de la hermosa novela lírica de Ocar Lubicz Milosz, L’initiation amoureuse, que comenzaba con esta línea de musicalidad intraducible, “J’étais prédestiné au souvenir”. Con estas dos actividades complementarias, la del ensayista y la del traductor, sentí que, finalmente, gracias al gran Eugenio y a Solanes, me había convertido en un escritor. No sólo un poeta, sino un escritor. Para ese entonces, ya me resultaba patética la  falacia de aquellos compañeros de generación que miraban con desconfianza a los poetas que, a diferencia de ellos, iluminados vates a tiempo completo, se dedicaban a la prosa y la traducción. No sólo los poetas dedicaban parte de su tiempo a la prosa y traducción, sino que todos los grandes poetas, con las excepciones como Dylan Thomas, habían sido estupendos críticos (los mejores críticos de poesía son los poetas, insistía el buen T.S. Eliot) y los mejores traductores.


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