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Caracas, sábado 21 de septiembre de 2019
Bochorno
Días indecisos estos del comienzo del otoño, para llamarlo así, en el trópico. En lugar de las altas y azules luminosidades que impresionan al viajero que viaja en estos días a las regiones septentrionales, aquí el tiempo es de lluvias aisladas, aguaceros instantáneos y no un sol tambaleante y una nubosidad fastidiosa propia del bochorno de estas latitudes. Ni siquiera este valle fresco de Caracas escapa a los rigores. Su luz bendita, que es envidiada en todas partes del mundo, ha sido desplazada por una claridad de pizarra y opaca. Los cambios en el clima son dramáticos, algo que las autoridades al servicio de los grandes capitales prefieren no advertir.
Tiresias (3). Teatro y profecía. La historia de un soldado
El mito de Tiresias fue una de las maneras que encontraron los primitivos griegos, siempre mitopoyéticos, para explicarle a la tribu la capacidad de algunos miembros para adelantarse a los acontecimientos. A varias divinidades remitieron el origen de esta actividad de esta capacidad asombrosa. A Zeus, en el caso de Tiresias. A Apolo, en la mayoría de los casos, con sus oráculos y Sibilas posesas o princesas como Casandra. A Dioniso se le reconocía también el precioso don y Eurípides, en Bacantes, lo recuerda de forma reiterada como en esta, la más cruel de las profecías que recuerdo:
DIONISO: Pero voy a ajustar a Penteo el adorno con el que saldrá para el Hades,
degollado en las manos de su madre. Conocerá al hijo de Zeus, a Dioniso, que es
un dios por naturaleza en todo su rigor que es el más terrible y el más amable
para los humanos.
Y antes, no otro que nuestro querido y temido Tiresias se lo advertía al sordo-ciego Penteo, rey de Tebas:
Adivino también es este dios. Pues lo báquico y lo delirante tienen gran virtud
de profecía. Cuando el dios penetra con plenitud en el cuerpo, hace a los
poseídos por el delirio predecir el futuro.
En una escena de su tragedia, Eurípides presenta a Tiresias y Dioniso, y es una lástima que, por exigencias teatrales, el autor no nos ofreciera un diálogo entre ambos. Al fin y al cabo, al padre de Dioniso, Zeus, debía Tiresias sus capacidades adivinatorias. Pero, siempre teatral, no quiso Eurípides distraer la atención de su espectador del conflicto Dioniso-Penteo. Para mantener la unidad de la pieza, como advertirá después Aristóteles, una acción es suficiente.
Pareciera ser el teatro, junto a la poesía épica (también el cine, por supuesto), el medio artístico más idóneo para comunicar los alcances de la experiencia profética. Los griegos lo sabían, lo sabían todo, la introdujeron en los poemas heroicos y en el drama. Shakespeare, que pareciera venir justo después de ellos y que los ignoró, conocía el impacto dramático de la actividad y la utilizó en no pocos de sus dramas, Macbeth y Tempestad son sólo dos. También en el drama moderno la narrativa oracular se reitera; Maeterlinck, Cocteau, O’Neil, Camus, Anouilh la han incluido en sus dramas. Lo mismo que C. F. Ramuz en su Historia de un soldado, un drama lírico escrito, a partir de una leyenda rusa, para que Stravinsky la musicalizara. Se trata, como en toda narrativa folklórica, de una historia con abundantes referencias arquetipales, la de Fausto es sólo una de ellas, la de Psique es otra. Un soldado, de regreso de la guerra, se encuentra con un anciano, quien lo convence de que le ceda su violín a cambio de un libro mágico que le permitirá adivinar el futuro y hacerse rico. El joven acepta el pacto y durante tres días se dedica a enseñar al viejo el uso del instrumento. Pasado el lapso, regresa a su pueblo sólo para darse cuenta de que había sido engañado, el mentido anciano era el mismísimo diablo. Y los tres días fueron en realidad tres años en los cuales perdió a su prometida y el afecto de los suyos. Con su libro mágico, y perdido el corazón -que era su violín-, el soldado efectivamente hace una gran fortuna para terminar, como bien puede y suele suceder, sintiéndose arrepentido y estafado. Entonces, un buen día, se entera de que una princesa está enferma y que su padre, el Rey, se ha comprometido a darla en matrimonio a quien sepa curarla. Nuestro soldado está seguro de que puede hacerlo, para lo cual necesita su violín de vuelta (su capacidad de amar). Enfrentado con el diablo, lo reta a una partida de naipes que se prolonga durante días hasta que el maléfico, embriagado por todo el alcohol que le ha suministrado su ya no tan ingenuo contrincante, se rinde y devuelve al soldado el preciado instrumento. Una advertencia, sin embargo, el joven no debe abandonar la región donde se encuentra, de lo contrario caerá en su poder. Con su violín logra, como intuía, curar a la princesa. Se casa con ella y vivió feliz durante muchos años. Hasta que, como una Psique cualquiera o una Sémele, convence a su esposo para que le muestre su pueblo natal. Juntos visitan la localidad y sería la última vez que los vieran juntos. No basta, pues, con el privilegio de poder ver más allá que el resto de los mortales. Los regalos que nos lleguen del más allá es mejor dejarlos sin abrir. El soldado supo ver futuro de todos menos el suyo.
Valencia, lunes 23 de septiembre de 2019
Canto a la luna. Fragmento imaginista
Para Alessandro, mi nieto
Canto a la luna líquida
y su corona de espejos,
sus cejas anaranjadas
y su mirada de hielo.
Canto su voz cristalina
como una espuma de fuego,
el brillo de sus largas manos
en el cual busco un reflejo.
Un canto a la luna que canta
viejas canciones de vidrio,
en yiddish o en esperanto
cuando en la cama dormimos.
Que me envuelva con cristales
en un torbellino blanco,
o en su casa de montaña
donde la luz bebe el caballo.
Que me aparten las lámparas
y su amor no se detenga,
cuando amenacen las nieves
o nos acosen las fieras.
Canto a la luna líquida
de mi infancia de mangos,
que se quede sobre el techo
y toque para mí el piano,
o suene la marimba
como la suena Alessandro.
Valencia, martes 24 de septiembre de 2019
Bacantes (4). Nietzsche
Termino mi curso de Bacantes con un comentario sobre las consideraciones de Nietzsche en su Geburtstag der Tragödie. Una de las mejores expresiones de las limitaciones del método científico –filológico, en este caso-, cuando se propuso a explicar la aparición de la civilización griega. El joven profesor intuyó que no era suficiente la institución filológica de su tiempo para explicar algo tan resbaladizo con el origen de la tragedia griega. Uno de esos asuntos-anguila, como diría San Jerónimo, que mientras más se aprietan más rápido escapan de las manos. El positivismo del XIX había hecho creer a sus exponentes que la razón era la vía de oro para acceder a uno de los mejores y más excitantes misterios de la cultura occidental. Sólo ahora, ciento cincuenta años más tarde, la academia parece convencida de algo irrefutable: «de la Antigüedad clásica no sabemos nada». Puede parecer una exageración pedagógica, pero tenemos que resignarnos y reconocerlo. Sobre todo cuando recordamos que desconocemos qué fue de los griegos durante los cuatro siglos que van de la desaparición del imperio micénico hacia el siglo XII, y los primeros testimonios escritos en griego hacia el VIII. ¿Cómo pudo la “tribu”, que más tarde iba a protagonizar el milagro griego, haberse olvidado de cómo se escribía durante ese dilatado período? Fue como si se los hubiese tragado un volcán, de la misma manera que se tragó a Empédocles. De los magníficos palacios micénicos, émulos de los de Minos en Creta, no quedó nada, ni un dibujo, un mínimo diseño donde se consignara el magno acontecimiento del ocultamiento de una civilización.
Tempranamente, Nietzsche se dio cuenta de las restricciones de la filología tradicional a la hora de precisar el nacimiento de la tragedia en Atenas (en ningún otro lugar de Occidente se conoció el teatro). Son los años de juventud del gran pensador, aquellos en los cuales la poesía lo visitaba y descubría, entre los primeros, la grandeza estremecida de la poesía de Hölderlin. Un Nietzsche intuitivo que desconfió, antes que nadie también, de la omnipresencia de la ciencia, una convicción animada por las grandes universidades alemanas. Nadie como el profesor Giorgio Colli, el sabio italiano responsable de la edición definitiva de la obra de Nietzsche en alemán, ha sabido precisar la ruptura del joven Nietzsche:
La Antigüedad debía permanecer como un pasado inofensivo y, eventualmente,
edificante, ilustrativo, retórico, disecado. Durante diez años el joven
estudioso vivió entre sus libros y de sus palabras no se presentía ninguna
amenaza para la ciencia. Aceptaba la filología tradicional, animaba a sus
amigos a reprimir la fantasía, a respetar el método, a controlar las hipótesis.
Y de pronto aparece este libro (El nacimiento de la tragedia) donde
ninguno reconocía al autor. De la universidad alemana surgió su ruptura
con esta visión del mundo, de improviso sin que ninguno se lo esperara, de uno
que había estudiado en Leipzig y Bonn.
(Prólogo a la edición italiana de El nacimiento de la tragedia).
Caracas, jueves 26 de septiembre de 2019
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice,
nunca se ha de decir lo que se siente?
Francisco de Quevedo
Antología griega. Imitaciones
“Argentario”
Lo único que tendrás cuando
mueras, mi querido Cintio,
serán los metros de tierra
que van a cubrirte. Va a ser
tu cielo de negras estrellas
y techo sin ojos ni orejas.
Mejor llena de rojo vino
tu copa y canta la noche
tersa de playas y ríos.
Abraza el redondo cinto
de la mujer a tu lado
y atrapa el sol en sus labios.
Pero si aún crees que la ciencia
te hará inmortal, observa
la sombra del sabio Tales
en lo más profundo de Hades.
(Antología griega IV, 28)
Bacantes (5)
Se ha dicho, tal vez con razón, que Eurípides es el más shakesperiano de los trágicos griegos. Como se recuerda, el inglés nunca leyó al griego. Supo de él, seguramente, pero, y es el comentario de Ben Jonson, su dominio del griego era peor que su conocimiento del latín. No tenía el Bardo la cultura de algunos de sus compañeros de generación (el mismo Jonson o Thomas Kyd y Christopher Marlowe) y mucho menos el de sus contemporáneos franceses del mismo siglo, Corneille y Racine, quienes no sólo leían a Eurípides en el original sino que lo traducían directamente. No obstante, el mejor lector e imitador del trágico ateniense fue Séneca, el gran poeta romano que fue también filósofo. Y a Séneca, en una estupenda versión al inglés, sí lo leyó el poeta de los Sonetos. Uno de los aportes que más se agradecen de Shakespeare, aunque el invento fue de otro, es su utilización del recurso conocido como «teatro dentro del teatro». Aunque, como decía, ya antes del Bardo, Thomas Kyd, en su formidable La tragedia española, había introducido la técnica con gran acierto y lucidez. No obstante, Eurípides, mil años antes que ambos, había puesto en escena el procedimiento cuando, en Bacantes, hace que uno de los personajes, en este caso Penteo, se disfrace de mujer y actúe como una Bacante. Al dejar de ser Penteo, el monarca tebano se hace actor que debe actuar de acuerdo con el libreto que ha compuesto para el Dioniso, padre de todos los teatros. A medida que nos alejamos del sectarismo de la modernidad, que relegaría a Eurípides (lo mismo hicieron con Virgilio) al discreto papel de “segundo violín”, sentimos en Eurípides a un dramaturgo no menor que Esquilo y Sófocles y de una contemporaneidad tan vigente, si no más, que la de sus geniales colegas.
Alejandro Oliveros
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