Diario literario

Diario literario 2019, septiembre (parte II)

Tiresias se aparece a Ulises durante el sacrificio. Henry Fuseli, 1785

21/09/2019

Caracas, lunes 16 de septiembre de 2019

Triste noticia la de la muerte de Ana María del Re. La conocía de hace décadas y me gusta pensar de ella que fue impecable todo, como amiga, como profesora, como poeta y traductora. En 1999 me ayudó a preparar un homenaje a Umberto Saba que publiqué en Zona Tórrida, la revista de la Universidad de Carabobo. En esa oportunidad tradujo una selección de hermosas cartas de Saba y ensayos de Ungaretti y Mario Luzi sobre el poeta triestino. Más tarde nos encontraríamos en Brown University y con Adriano González León pasamos ratos memorables. En los últimos años me privilegió con su presencia en los cursos que he dictado en distintas instituciones. Ana María era buena viajera, especialmente para los “lugares” de los poetas, no siempre reconocidos, como Sete, donde nació y está enterrado Paul Valéry y que dio a conocer con su magnífico Cementerio marino. Si uno iba a Muzot a conocer el castillo donde Rilke escribió sus Elegías del Duino, Ana María ya había estado antes; en el Café Tournon, donde oficiaba Joseph Roth, ya ella había ido a tomar café en la mesa que frecuentaba en gran Joseph “der Rot”, y así por todo el mundo. Y, como todo lo que hacía, nos hablaba de sus andanzas con la mejor discreción y simpatía. No pocos de sus poemas son dignos de lectura y relectura pero, alejada como se mantenía, de los saloncillos literarios, su poesía es la menos conocida injustamente. Sus traducciones de Saba buscaré donde publicarlas de nuevo y de sus poemas algún día haré una selección. Se lo merece.

Bacantes

Se ha escrito mucho y bien sobre esta última tragedia de Eurípides. No obstante, tres obras me parecen insoslayables: la edición del original, Baccae, del profesor Dodds, el mismo del estudio sobre lo irracional en los griegos, el docente de Oxford quien, después de una discusión que llegó hasta las habitaciones del rey de Inglaterra, accedió a la cátedra de griego a pesar de ser católico e irlandés. La suya es una edición ejemplar, con anotaciones línea por línea, cada una más iluminadora que la otra, y que recuerda lo que antes hiciera Frazer con su edición de Fasti de Ovidio. Otro estudio es el de R.P. Winnington-Ingram, Euripides and Dyonisus, escrito en 1938 aunque sólo publicado en 1946. Se trata de una lectura exhaustiva de la tragedia con puntos de vista no muy diversos a los de Dodds, quien fuera su colega amigo. El tercero, más reciente y actualizado es el de Jean Bollack, que es una especie de complemento a su traducción al francés de Bacantes que fue la que escuché cuando asistí a su presentación en la Comedie française hace unos diez años. Bollack es especialista en griego y a él le debemos una de las mejores ediciones del escurridizo Empédocles. Con estos libros puede aventurarse el lector, con la prudencia debida, a la lectura de esta obra de teatro que tiene tanto de teatro como de misterio.

Caracas, martes 17 de septiembre de 2019

Tiresias

Este es el nombre de uno de los dos (el otro es Calcas) adivinos más celebrados de la mitología griega, ese imaginario que si de algo no estuvo ayuna fue de adivinos quienes ejercían sus mánticas con los medios más diversos. El mismo Tiresias antes de ser ciego por la furia de una inmortal, leía los vuelos de los pájaros donde encontraba mensajes cifrados, señales que Apolo diseminada sobre la suerte de los hombres y mujeres de la Grecia del mito. Más tarde, ya sin luz en los ojos, se limitaría a escuchar a las aladas criaturas en busca de algún indicio sobre el porvenir. La literatura griega clásica es indisociable de la adivinación y las profecías, en especial la tragedia en la forma que conocemos. Antes incluso del inicio mismo de la gesta troyana, el oráculo decidió la suerte de la expedición. El precio de esa consulta, cuya respuesta expresó de manera terrible y homicida (las naves aqueas sólo tendrían viento favorable si se sacrificaba la menor hija de Agamenón, la dulcísima Ifigenia, hija de Clitemnestra y del Agamenón atrida), terminaría activando uno de los mecanismos de venganza más implacables de la leyenda griega. Tiresias limitó su ejercicio a Tebas, la amurallada urbe fundada por el esposo de Harmonía, el divinal Cadmo, cuyos nietos no podía ser más reputados: Acteón, el cazador cazado y devorado por sus perros después de un episodio nunca bien esclarecido con la virginal Artemisa; Penteo, rey de la ciudad y que terminaría despedazado ya no por sus perros, que no se dice si los tenía, sino por su madre, la confundida Agave, a quien le correspondería la cabeza del hijo como trofeo; y por último el gran Dioniso, hijo de Zeus en Sémele, que sería también hecho pedazos esta vez no por sus perros ni sus fieras, que si las tenía, sino por los titanes enfurecidos. Como se debe recordar, de los tres primos hermanos, sólo Dioniso, como Osiris, recuperaría la apariencia original; ser hijo de Zeus no es poca cosa en verdad. En la nefanda suerte de Penteo, Tiresias jugaría un papel importante.

El don de la profecía es un atributo de las divinidades y de sus escogidos. En la Biblia, los viejos profetas; en el mito griego, las sibilas a la orden de Apolo. O algunas otras criaturas seleccionadas, como Casandra; a quien Apolo le otorgaría el anhelado don sólo para limitar más tarde su largueza, condenándola a no ser creída por nadie. En consecuencia, su padre, el intachable Príamo, no daría crédito a sus advertencias sobre la infamia del caballo de Troya, urdida por Ulises, rico en ardides. Tampoco la escucharía, a su regreso a Argos, Agamenón, su forzado amante, cuando lo advertía sobre lo que le esperaba al franquear la entrada de su bien construido palacio, que no era otra cosa que el acerado filo del hacha vengadora de Clitemnestra, su esposa, quien no le había perdonado el sacrificio de su hija más amada, la dulce como la luz, Ifigenia. El don de la profecía le fue entregado a Tiresias en condiciones no menos tensas. Cuenta la crónica verídica que el joven Tiresias en una ocasión, al ver a dos serpientes enlazadas en mortal combate, las separó dando muerte a una de ellas. Enseguida, ante su mirada estupefacta, asistió al proceso al cabo del cual quedaría transformado en mujer. Pasado un tiempo prudencial, pediría ayuda a Zeus, quien lo consolaría asegurándole que cuando, de nuevo, presenciara un enfrentamiento de ofidios los separara y diera muerte a una de las dos, como hizo en una oportunidad y recuperaría su sexo original. Así lo hizo y, en efecto, recuperó su masculinidad. Pero como se sabe, o debería saber, cuando los inmortales se inmiscuyen en nuestras precarias existencias existen sobradas posibilidades de que las cosas no terminen como esperábamos. Y un buen día, cuando los olímpicos se entregaban a una de esas discusiones productos del divino ocio;  esta vez entre Zeus y Hera para precisar quién obtenía más placer durante la cópula, convinieron en solicitar la autorizada opinión de Tiresias quien había tenido la oportunidad única de conocer la ambigua numismática del sexo. Fiel a su condición de sabio, e imprudente como casi todos los sabios, el adivino tebano sentenció: de cada diez partes en el sexo las mujeres disfrutan nueve. Avergonzada ante Zeus, Hera pagó con el mensajero y condenó a Tiresias a la condición monstruosa de portar caracteres sexuales de ambos sexos. El dios padre Zeus compensaría el agravio convirtiendo al hermafrodita en certero adivino. Además, en un gesto dudoso como los dones divinos, lo premió con una vida siete veces más dilatada que la de los hombres.

Tiresias transfotmado en mujer. Pietro della Vecchia, 1678

Caracas, miércoles 18 de septiembre de 2019

Tiresias (2)

Desde los tiempos del mito hasta ahora Tiresias ha atraído la atención de los poetas. Durante el siglo pasado cuando, después de los estudios de Frazer en su Ramada dorada, la narrativa mitológica conoció un prestigio sólo comparable al que le brindaron los hombres de Renacimiento, vates y narradores encontraron en la fabulación greco-latina asuntos viejos susceptibles de ser presentados en una forma nueva. Fueron pocos, durante el XX, los poetas que no aludieron a las imágenes y leyendas trasmitidas por la mitología. Perse escribió una Anabasis; Char le rindió homenaje a Hypnos; Paz cantaba las glorias de su pasado azteca; Pound se disfrazó de Homero y compuso el canto de la tribu humana. A Orfeo, Cocteau, H.D., Rilke y muchos otros rindieron homenaje. Y, por supuesto Tiresias, con su ambigua e inquietante sexualidad iba a ser uno de los temas recurrentes en la una lírica, como la del XX, escrita por vates que sintieron expuestos por las especulaciones del doctor Freud. Y como la ambigüedad sexual es uno de los signos de la primera poesía de Eliot, la figura del adivino tebano no podía dejar de ser considerada. En su fragmentario poema La tierra yerma, Eliot se incluye un pasaje del gran poema cuyo protagonista aparente es el invidente profeta pero que tiene mucho del autor:

(Y yo, Tiresias, preví sufriendo,
todo lo que ocurrió en este mismo diván o cama;
yo, que estuve sentado bajo los muros de Tebas
y anduve por el infierno de los muertos).

Por esa misma época, Apollinaire haría al grave profeta protagonista de su humor pre-surrealista con su comedia, Les mamelles de Tirésias.

Poesía venezolana del siglo XX

Ayer, presentación de la Antología de poesía venezolana del siglo XX a cargo de la siempre lúcida María Fernanda Palacios. La edición, preparada por la poeta Gina Sarraceni y los narradores y críticos Miguel Gomes y Antonio López Ortega reúne, en copiosas 1200 páginas, buena parte de la mejor poesía escrita en el país de acuerdo al criterio de los responsables. El cual, como bien puede y suele suceder, no es compartido por muchos lectores y autores. Todas las antologías estimulan la preparación de una segunda antología con los excluidos. Si tuviera que participar en su hipotética publicación, insistiría en  tres poetas dejados de lado por los encargados de la nueva selección. No dejo de lamentar la ausencia de tres poetas que considero esenciales para el conocimiento y disfrute de la poesía escrita en estas tierras a lo largo de un siglo. Teófilo Tortolero es uno de ellos. Es el autor, entre otras colecciones, de Demencia precoz, un estremecido y tenso poemario y una de las muestras más puras y logradas del surrealismo venezolano, una de las poéticas más cultivadas por los vates de la llamada generación del ’57. Otro de los que no se puede excluir de una antología de rechazados, es J.M. Villarroel París, a quien le debemos uno de los mejores títulos de la lírica venezolana del XX. Me refiero a De un pueblo y sus fantasmas, cuya inmortalidad está garantizada por haber hecho del petróleo el asunto central de su canto. Una pequeña colección, escrita con rigor y música, que es única en un país donde todo, en los últimos ciento veinte años, bondades y maldiciones, la debemos a la renta petrolera, Villarroel es “original” por haber sido el único en contar y contar la saga de los habitantes del petróleo. Muchos de estos poemas son de una permanencia más segura que el grueso de las piezas incluidas en la presentada en estos días. El tercero de los vates que no pueden sino ennoblecer una antología de excluidos es Eleazar León, el poeta más fino de mi generación, un orfebre de la palabra, cuya obra es insoslayable en cualquier lectura de la lírica venezolana del siglo XX. Dejando esto de lado, que no parecería justo, tengo que insistir en el valor y la necesidad del libro editado de manera impecable, como todo lo de esa editorial, por Pre-textos. La seriedad del trío Sarraceni-Gomes-López Ortega es incuestionable. Su proyecto debe ser reconocido por muchas razones, una de ellas la de ser el intento más ambicioso de presentar el trabajo de nuestro poetas más allá de las acosadas fronteras del país, a donde había sido recluida por la indiferencia editorial.


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