Teatro de Dioniso en Atenas. Fotografía de Dronepicr | Flickr
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Caracas, martes 10 de septiembre de 2019
Solón
Entre los pocos libros que guardo en este apartamento, (algunos clásicos, Shakespeare, Holderlin, Leopardi) encuentro uno dedicado a Solón, regalo del amigo Ricardo Bello: Solon, the Thinker, del profesor John David Lewis. Se trata, como aclara el autor, de un estudio sobre el pensamiento político en la Grecia arcaica; es decir, la Grecia que acababa de superar los cuatrocientos años de oscuridad que la había retrocedido al analfabetismo y la decadencia económica. En ese período de incertidumbres e indecisiones, las reformas políticas introducidas por Solón modificaron de modo decisivo de la sociedad ateniense. En lo sucesivo, será una organización más crítica avanzando hasta proponerse la primera experiencia democrática. El caso de Solón es uno de los más fascinantes en la historia de la literatura de occidente. Con Teognis fue el más reconocido de los poeta elegiacos, pero, a diferencia de su distinguido contemporáneo, sus poesías fueron el instrumento de sus ideas políticas, claramente orientadas a superar los prejuicios y supersticiones de la época arcaica en la que vivió. La Atenas del siglo VII no era esa cima del pensamiento racional que fue en tiempos de Pericles. Todavía figuras como las moiras, las furias, las divinidades más oscuras, en fin, eran consideradas por los ciudadanos como responsables de la suerte de la polis. La empresa de Solón consistió en desmontar esta ideología centenaria. De acuerdo con sus convicciones, sólo la polis se podía asegurar su destino. Zeus ya no estaba para esas cosas, y mucho menos esas temidas criaturas producidas por la depresión de la racionalidad ateniense. El profesor Lewis insiste en este aspecto de la actividad intelectual de Solón. Yo no recuerdo, en Occidente, otro caso en el cual un líder se comunicara con sus seguidores a través de la palabra poética, hasta ese momento vehículo de difusión del mito. Tampoco de alguien que, con su poesía, técnicamente impecable por lo demás, haya tenido tanta influencia en la política de su tiempo. Los padres fundadores de la democracia norteamericana le profesaron un especial respeto, más como político que como poeta, y tenían razón. Su poesía, como recuerda Lewis, es más ideario político que poesía, lo cual le valió la indiferencia olímpica de los teóricos de la modernidad: “La importancia de los poemas de Solón es como fuente de la historia intelectual, de las ideas que formaron su mundo y el de sus descendientes”. Y, se puede agregar, el olvido de estas ideas es una vía libre para la tiranía y el atraso. Solón, con la claridad de los iluminados, vio que el futuro de esa Atenas que contemplaba satisfecho desde lo más alto de la acrópolis, no dependía de las inescrutables decisiones de los inmortales. Era, y es lo más grande, una empresa puramente humana, y de los hombres dependía su futuro. Una convicción que, como todo, sería olvidada durante la Edad Media cuando, de nuevo, dejaríamos en manos de un dios omnipotente la organización de la polis. Para el sabio y poeta griego, el destino de Atenas no era algo inescrutable, el dominio del mito, sino algo perfectamente comprensible y “era responsabilidad de los hombres preservarla o destruirla”. La voluntad de destruir una polis, una nación, parece improbable. Por lo menos lo era hasta hace poco entre nosotros, cuando, seducida por una prédica milenarista, los ciudadanos confiaron su destino al menos indicado de los líderes. En sus elegías, escritas hace 2600 años, advertía Solón sobre las consecuencias de semejantes descuidos:
Si por tus propias acciones has padecido
las más grandes calamidades,
no culpes a los dioses.
O en este, el #4 y más difundido de sus poemas que, de no haber escrito otra cosas igual le hubiese garantizado la inmortalidad:
No va nuestra ciudad a perecer nunca por designio de Zeus,
ni a instancias de otros inmortales felices.
Tan magnífica es Palas Atenea (la Razón), nuestra protectora,
hija del más poderoso, que extiende sobre la ciudad sus manos.
Mi permanente interés en Solón, que se remonta a la primaria, se ha renovado en los últimos años, cuando releía su poesía a propósito de las imitaciones que he escrito de Teognos, el más grande de los elegiacos. La poesía de Solón, sin embargo, la leía con dificultad ante la más graciosa de Teognos. La lectura del libro del profesor David me ha hecho más tolerante ante la obra de Solón, el poeta.
Caracas, miércoles 11 de septiembre de 2019
Tebas y Caracas
Ayer, primeras clases sobre Bacantes de Eurípides para un pequeño grupo de jóvenes periodistas interesados literalmente en todo. En este desierto de sueños en el que un grupo de inmorales al servicio de los más oscuros intereses ha convertido el país, es lo más estimulante sentir la pasión, y se siente a una milla, con la que asumen su proyecto existencial en estas condiciones de indigencia espiritual y material. Bacantes es una obra adecuada para ser releída en estos momentos de oscuridad (no es una metáfora solamente). De lo que habla Eurípides cuando canta su gran cuento es de los estragos ocasionados por la irracionalidad cuando supera los diques que la contienen. Cuando el arquetipo mesiánico se suelta con imprevisibles consecuencias. En Bacantes, la llegada de Dioniso, capaz, de manera especular, de generar los impulsos titánicos, desencadena entre los pobladores de Tebas (realmente la ciudad más rica en dolores, corrigiendo a Borges) la más destructora de las psicopatías. Una demencia ciega y endémica que destruye todo lo que encuentra en el camino. El titanismo es otro arquetipo, uno cuya esencia es convertir en tierra quemada lo que antes era próspero valle. La destrucción es acrítica y despiadada, desde los espacios más insignificantes, como un pequeño paseo dedicado a Colón, hasta estructuras ciclópeas como PDVSA o las empresas de Guayana. El viejo Lukács llamó “asalto a la razón” a este tipo de despropósitos, que son una consecuencia de depresión de la racionalidad cortical, como ocurrió con las mujeres de Tebas, las huestes de Hitler o las multitudes enardecidas que acompañaron al oscuro líder venezolano en los primeros años de su delirante aventura. Una irracionalidad no distinta a la tebana se paseó por las calles y plazas de Venezuela hace ya veinte años, cuando este recién llegado apareció reclamando culto, como Dioniso en Tebas, para su figura “inmortal”. O al menos era como se vendía con gran suceso, extendiendo su cuestionado mandato hasta el 2021 “y más allá”. Olvidando que volver a la vida es atributo sólo de unos cuantos, entre los cuales seguramente no se contaba.
Caracas, jueves 12 de septiembre de 2019
La libertad de los griegos
Lo que conocemos como civilización griega en ocasiones ha sido conocida como el “milagro griego”. Y no se trata de una exageración. No es fácil entender, y menos explicar, cómo, en el breve espacio de menos de dos siglos, que fue lo que duró la Grecia clásica (la historia de Egipto se extendió por varios milenios; y la de Roma, más breve, con facilidad pasó los setecientos años). En ese limitado período, los griegos inventaron lo que somos en la actualidad, nosotros los protagonistas de los tiempos modernos. Cuando, como en la dilatada Edad Media, la humanidad occidental dio la espalda a los ideales griegos, se presentó el atraso, la superstición y la enfermedad. Tal vez el rasgo más sobresaliente de este desarrollo fue su aspiración a lo que conocemos como libertad. La insistencia en la necesidad de un hombre libre, no limitado en sus aspiraciones por la arbitrariedad de la política o las exigencias de la religión es uno de los grandes signos de esta cultura. La libertad como fin era consecuencia de la confianza de los atenienses en las prodigiosas potencialidades del ser humano. Considerando esta actitud de nuestra distraída mentalidad, es probable que aparezcan disminuidas, como si se tratara de algo natural, y que siempre fue y ha sido de esta manera. Pero no fue así en sus remotos orígenes. Porque en ninguna de las grandes civilizaciones mediterráneas, germánicas o americanas, podemos encontrar nada semejante. No conocieron, no tuvieron idea los egipcios de lo que era la libertad del individuo. Ni los babilonios con toda su grandeza. En las distintas civilizaciones que han existido, antes y después de la griega, el concepto del hombre era muy distinto. En todas ellas el hombre era un sujeto del cual se esperaba ciega obediencia a sus gobernantes tanto en la paz como en la guerra. En ocasiones, como en Egipto, ser libres podía significar simplemente no ser esclavos, limitados en sus proyectos existenciales a la voluntad del dios-rey faraónico. No era muy distinto entre incas y aztecas, o entre vikingos y otras culturas germanas. Los griegos, como nos recuerda el profesor Bowra, uno de los más grandes clasicistas del siglo XX, sintieron veneración por el valor individual, “que Grecia sea grande se debe al espíritu que ellos evocan, un convencimiento de que el hombre es un ser libre y en verdad sublime”. La admiración que sintieron los griegos por el hombre la expresaron en la apariencia de sus dioses. No se presentan como serpientes emplumadas como en México, o con cabezas de animales, como en Egipto. De acuerdo con la tradición judeo-cristiana, Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza. No fue de este modo entre los griegos. Sus dioses están hechos a la imagen y semejanza de hombres y mujeres. El más esforzado de los héroes pre-homéricos, el gran Gilgamesh, termina deprimido al fracasar en su empresa de encontrar la inmortalidad. Ulises, por su parte, el más conocidos de los héroes de Homero, no se desvela con proyectos como el de Gilgamesh. Para él, para el héroe homérico, ser hombre es más que suficiente. Con lo cual llega incluso a desconsiderar la posibilidad de un más allá, donde viviremos para siempre y podemos alcanzar la felicidad. Para los griegos, el paraíso terrenal es la vida, nada puede ser más grande, a pesar de lo absurdo, que vivir entre los mortales. Esta confianza en la grandeza del individuo se manifestaría en esa forma tan particular de gobierno que inventaron, y que todavía conocemos con su nombre original que no es otro que democracia, el gobierno del pueblo. Nada de faraones ni grandes monarcas o reyes absolutistas. Para gobernar Grecia, los ciudadanos griegos eran más que suficientes. No era menester, como en las demás culturas, la asistencia de los inmortales. El ejercicio del gobierno es uno de los compromisos del hombre libre. La libertad no viene, como sabemos, en el genoma humano. No es un don divino o un atributo de la especie. A los griegos debemos su invención. Que la logremos o nos la arrebaten ya es problema nuestro. Lo mismo que recuperarla.
Alejandro Oliveros
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