De izquierda a derecha: "Frédéric Chopin" (1838), de Eugène Delacroix | "Retrato Chandos", atribuido a John Taylor
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Valencia, lunes 21 de octubre de 2019
Me queda un mes en Venezuela antes de regresar a Milán. He disfrutado estos dos meses que llevo aquí gracias a la compañía de amigos y estudiantes, algo que echo de menos, de manera dramática, cuando estoy afuera. Aun cuando no son pocos los que se han marchado, la amistad en mi caso no es una cuestión de cantidad. Con los contados que se han quedado es suficiente. Pero no hay salida, para mí es igual. Se podría decir que, “under the circumstances”, me siento bien aquí y me siento bien allá. Lo cual es una manera de reconocer que no me siento bien aquí ni me siento bien allá.
Valencia, martes 22 de octubre de 2019
Me escribe mi amigo cineasta Daniel Labarca a propósito de la música que compuso Max Richter para el film Ad Astra. No dejan de sorprenderme los cambios en la sensibilidad occidental, un proceso que comentaba hace un par de décadas, por lo menos, con mis alumnos en la universidad y sobre el cual he publicado más de un comentario. Una vez lo hice refiriéndome a la música de Chopin, una de cuyas baladas escucho en este momento en Radio Classica Milano y que sirve de cortina musical a un programa con el justificado nombre de El pianista. Algo que no tiene nada de inusual. Lo que sí sorprende es la nueva popularidad del compositor polaco. Durante los más de tres años que pasé en Nueva York, escuchando 24 horas al día a las emisoras de música clásica WQXR y WNCN, la radio del New York Times, no recuerdo haber oído más de un puñado de veces la música de Chopin, como no fueran, y poco, las reinterpretaciones de un Maurizio Pollini, que nos tenía acostumbrado a sus lecturas de Alban Berg. Y así como Chopin, nada de las óperas de Händel o Vivaldi en las carteleras.
Ahora, en este XXI apasionante, las óperas de Händel o Vivaldi forman parte del repertorio, y a Chopin se le escucha tanto como a otros consagrados por la modernidad como Beethoven y Brahms. Por lo mismo, no puedo imaginarme hace unas cuatro décadas al maestro Pierre Boulez o a Edgar Varèse, Luigi Nono y Luciano Berio escribiendo música para el cine comercial. En esos años estaba yo convencido de que estos compositores solo iban al cine a ver películas viejas, especialmente alemanas o suecas en la cinemateca de Henri Langlois, o nuevas producciones de gente como Bergman, Roemer, Resnais o Godard. Y fue más o menos así hasta que compositores más recientes, como Philip Glass, decidieron escribir música para películas comerciales, con lo cual legitimaban la incorporación de los más jóvenes. Y ya a nadie sorprende la aparición en los títulos de músicos tan distinguidos como Arvo Pärt, Einaudi y Richter, entre muchos. El problema con este cambio de tendencias, como siempre, es la radicalización, algo no siempre bajo el control de los protagonistas. Si Boulez o Stockhausen parecían lejanos por el hermetismo de lo que escribían, el riesgo ahora es que los nuevos compositores se aproximen demasiado y, en busca de popularidad, se deslicen hacia el otro extremo, igualmente indeseable, de la banalidad. Como siempre en estas transiciones, la mayoría de las veces uno no sabe nada. Y sí, tiene razón Daniel Labarca, algunos momentos de la música de Richter para una cinta tan comercial como Ad Astra pueden ser memorables.
La memoria de Harry Abend
En una conversación telefónica con el querido Harry Abend me cuenta, a propósito del curso que estoy dictando, Shakespeare: poder y lujuria, que cuando vivía en Londres consiguió una buenas entradas para la producción de Macbeth por la compañía del Old Vic, con Peter O’Toole en el rol del monarca escocés. Cuando subió el telón para el primer acto, con las líneas iniciales de la obra a cargo de tres horribles brujas (“When shall we three meet again?”), la sorpresa de Harry no fue poca. En lugar de las tres desdentadas y espantosas hechiceras, se presentaron tres bellísimas modelos en hábitos breves de concurso de belleza. No sé quién estuvo a cargo de la mise-en-scène, pero los británicos, a diferencia de los conservadores empresarios de Nueva York, son especialistas en este tipo de sorpresas. Hace unos años, en el National Theater londinense, pude asistir al montaje de Don Giovanni a cargo del joven director de escena de origen catalán Calixto Bieito. Aparte de la provocadora escenografía (carros abandonados, buenos para que el protagonista hiciera el amor con la resbaladiza Zerlinda) y a pesar de que, a diferencia de Harry, me esperaba cosas así, todas mis expectativas fueron superadas cuando, en un momento del segundo acto, Don Giovanni, en su incontinencia, termina violando al propio Leporello.
Poco después, y ahora hablando de cine, me acordaba de Harry, con su privilegiada memoria, que cuando estuvo viviendo cerca de Múnich, en la inmediata posguerra, descubrió la magia del cine en una de las salas de esa ciudad bávara. Limitado por la precariedad del transporte de la época (el último tren para su pueblo salía después de comenzar las funciones), se veía obligado a hacer a pie el camino de regreso hacia su casa: “Era un viaje largo a través del bosque, no muy lejos de una base aérea norteamericana. Se trataba de un agradable paseo nocturno y, además, lo hacía con una amiga tan joven como yo. El problema es que ella era gordita y muy lenta para caminar. Yo le decía apúrate, apúrate, pero nada, seguía caminando poco a poco”. Lo apasionante de este tipo de conversaciones con el gran artista es que cuenta estas historias con la misma inmediatez y frescura del que narra algo que le ocurrió ayer.
Caracas, jueves 24 de octubre de 2019
Tokyo String Quartet
Anoche, en Radio Classique, el primer movimiento del Quinteto para cuerdas No. 3 en do mayor K.515 de Mozart a cargo del Tokyo String Quartet con un violinista invitado. Recuerdo claramente cuando, en 1979, asistí a un concierto del TSQ en Nueva York en una gira para celebrar los diez años de su creación. Lo que más habría de impresionarme fue la “presentación” de las piezas del programa, que incluía uno de los cuartetos tempranos de Beethoven, algo del Op. 18. Nunca había escuchado algo tan bien “presentado”. Un equivalente musical a la ceremonia del té o los platos de comida japonesa de un gran chef, tipo Kuruma-Sushi. En esa época, estaba suscrito a los conciertos de los cuartetos Guarneri y Julliard (la integral de Beethoven), además de asistir a los recitales de otros grupos como el Emerson o el revelador La Salle que ya había escuchado en Valencia unos diez años antes. No es que el TSQ fuese mejor que todos ellos, que seguramente no lo era, aunque pertenecía a ese nivel; lo que lo hacía distinto era el sentido estético de las interpretaciones, para lo cual no era de poca ayuda el legendario conjunto de instrumentos Stradivari que usaban. Anoche sentí lo mismo después de cuarenta años. “Beauty is a joy forever”, decía algún romántico.
Antonio y Cleopatra
A pesar de que se trata de una de las mejores obras de Shakespeare, la tragedia dedicada a los dos grandes amantes no es una de las más frecuentadas. No, en todo caso, tanto como Hamlet, Macbeth, Otelo o Romeo y Julieta. Las razones, como bien puede suceder, no son claras. Antonio y Cleopatra tiene todos los elementos que llaman la atención del público: lujuria, sexo, violencia, acciones heroicas, grandes enfrentamientos bélicos y el protagonismo de dos superestrellas del mundo antiguo. La obra es una de las cuatro escogidas por el profesor Bradley para sus insuperados comentarios recogidos en el clásico Shakespearean Tragedy de 1930.
En el siglo XVIII, el gran John Dryden escribió una no tan grande versión de la historia con lo que, sin proponérselo, demostró que su siglo no era el teatro para el teatro, en cambio, sí lo fue para la novelística. Es el siglo de Tom Jones, Tristram Shandy, Moll Flanders, El año de la peste, Clarissa, Gulliver, El sobrino de Rameau, y contando. Antonio y Cleopatra, como dicen los anglosajones, es una pareja bigger than life, con los cual se intenta definir las actitudes o actividades de los seres humanos que desbordan los estrechos límites de lo cotidiano. El escenario del drama es nada más y nada menos que todo el mundo conocido para los europeos del tiempo de Shakespeare. El escenario cambia de Alejandría a Roma y de Roma a Sicilia en cuestión de minutos, mientras vemos, asombrados, cómo se enfrentan los ejércitos de Sexto Pompeyo, Octavio y Antonio o los de Cleopatra y sus aliados africanos. En un momento estamos en la casa romana de Octavio y, poco después, en la embarcación con popa de oro y remos de plata de la reina egipcíaca. Sus dos formidables protagonistas se adaptan y agigantan en esta “súperproducción” del teatro isabelino. Uno de los lectores aparentemente más apasionados de la obra ha sido el profesor Harold Bloom, en lo que constituye uno de los pocos méritos de su megalómano estudio sobre el dramaturgo británico:
Antonio y Cleopatra como obra es visiblemente excesiva, y mantenerse a su
paso, en una buena puesta en escena o una lectura cuidadosa es regocijante
pero agotador… Los críticos tienden justificadamente a estar de acuerdo
en que si queremos encontrar todo lo que Shakespeare era capaz de hacer
en el marco de una sola obra, es aquí donde lo encontraremos.
La fuente utilizada por Shakespeare es nuevamente el Plutarco de Vidas paralelas. En este caso la dedicada a Antonio, de donde el poeta se apodera de párrafos enteros y episodios fundamentales. Como el de Enobarbo cuando describe la barca de Cleopatra o el de los presagios en el cielo y bajo la tierra que hablaban del abandono de los dioses tutelares del héroe. Estas descripciones de Plutarco, en su prosa de profesor griego, le sirvió de inspiración a Shakespeare a comienzos del XVII y a otro poeta, esta vez a comienzos del XX. Del alejandrino Constantin Kavafis es esta envidiada pieza:
Cuando, de pronto a medianoche, oigas
Pasar el tropel invisible, las voces cristalinas,
La música embriagadora de sus coros,
Sabrás que la Fortuna te abandona, que la esperanza
Cae, que toda una vida de deseos
Se deshace en humo. ¡Ah, no sufras
Por algo que ya excede el desengaño!
Como un hombre desde hace tiempo preparado,
Saluda con valor a Alejandría que se marcha.
Y no te engañes, no digas que era un sueño,
que tus oídos te confunden, quedan las súplicas
y las lamentaciones para los cobardes,
deja volar las vanas esperanza
y, como un hombre desde hace tiempo preparado,
deliberadamente, con un orgullo y una resignación
digna de ti y de la ciudad
asómate a la ventana abierta
para beber, más allá del desengaño,
la última embriaguez de ese tropel divino
y saluda, saluda a Alejandría que se marcha.
Alejandro Oliveros
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